Félix de Azúa
A contracorriente, Adam Zagajewski defiende la necesidad de una inconveniencia: el fervor. Es uno de los ensayos que incluye En defensa del Fervor (El Acantilado) recientemente aparecido y muy poco previsible en el panorama del ensayo literario contemporáneo.
¿Quizás pudo ser “entusiasmo”? ¿Quizás “furor”? Ignoro cuál será el término polaco del original, pero los excelentes traductores han elegido una palabra que sugiere la ebullición pasional frente a la gélida inteligencia. Y de eso se trata, Zagajewski, espléndido poeta, reprocha a nuestra época un exceso de ironía, de distancia burlona. En compensación armónica, propone el fervor, el calor próximo.
Creo que fue Kierkegaard el primero en definir la ironía como la posición de quien ha dejado de creer en los viejos dioses, pero no puede aún creer en los nuevos. La imagen se la sugirió aquel pobre Sócrates, ironista originario, a quien Aristófanes hacía comparecer en su comedia Las Nubes, flotando sobre el escenario en el interior de una cestilla pendiente de una cuerda. Sócrates atacaba las viejas tradiciones (lo que le costó la vida), pero sin defender nada nuevo. Así que “estaba en las nubes”.
Zagajewski argumenta, razonablemente creo yo, que los nuestros son tiempos ya excesivamente irónicos, lo que denota un extendido escepticismo frente a los dioses del poder, pero también una evidente impotencia para proponer dioses nuevos. Su invitación es honesta y seguramente religiosa: la ironía divide, el fervor une. Quizás aún estemos a tiempo de vivir el renacimiento del fervor. Habría que estar loco para no desear intensamente una renovación fervorosa del pensamiento y de la convivencia en el mundo sublunar. Sin embargo…
Aun cuando el escepticismo me impida creer en una cercana aurora del fervor (vivo en un lugar plagado de falsos dioses y de inocentes idólatras), su artículo ha sido un apreciable regalo de fin de año. Un poco de calor en el frío desierto de la constatación.