Marcelo Figueras
A veces pienso que el uso indebido de las palabras debería ser penado por ley.
Hace pocas horas, el ex presidente de la Argentina Fernando de la Rúa acusó al actual presidente, Néstor Kirchner, de haber puesto al país “en el peligroso umbral del fascismo”. ¿Cuál fue la causa de tan dura acusación? La semana pasada, Kirchner se prestó a un sketch humorístico en el programa televisivo de Marcelo Tinelli. Un imitador que interpretaba a De la Rúa visitó al presidente en la Casa Rosada. En medio del sketch, el ex presidente fue blanco de algunas de las bromas. Kirchner le enseñó la cama del dormitorio presidencial, recordándole al falso De la Rúa que allí había pasado la mayor parte del tiempo durante su breve gestión, y también le enseñó una mesa a la que calificó como “la mesa de los sobornos”, en relación al escándalo de las coimas que durante el gobierno de De la Rúa se habrían pagado a una gran cantidad de senadores para que aprobasen ciertas leyes. El caso sigue vigente en la opinión pública; sin ir más lejos, la semana pasada se dictó procesamiento firme contra varios de los implicados, incluida gente de la más íntima confianza de De la Rúa, como su designado jefe del Servicio de Inteligencia del Estado, Fernando de Santibañes.
¿Cómo explica De la Rúa que una broma pueda poner al país en el umbral del fascismo? Muy simple. Según De la Rúa, Kirchner no debió haberse “burlado de la institución presidencial”. El extraño silogismo delarruístico supone que si Kirchner participó de un sketch cómico en la casa de gobierno eso desmerece su cargo, y ese desmerecimiento pone al país al borde de la disolución. No niego que el razonamiento tiene su lógica, pero yo tiendo a suscribir otro razonamiento que también la tiene, y de forma un tanto más inapelable. Si algo puso a este país al borde de la disolución en los últimos años fue precisamente el desgobierno de De la Rúa, que profundizó en pocos meses la crisis económica que casi acaba con nosotros, demostró que a pesar de su origen legítimo era un gobernante corrupto, dictó un Estado de Sitio totalmente injustificado y terminó renunciando antes de tiempo, no sin antes autorizar una represión que costó la vida de 29 personas. El desastre que fue la administración De la Rúa produjo un vacío de poder peligrosísimo (recuerden que el episodio nos hizo padecer a varios presidentes distintos en el lapso de pocos días), y varios de sus tristes hechos siguen abiertos en la Justicia, tanto el caso de las coimas como el de los muertos por la represión.
Uno tiende a creer que la persona responsable de tamañas tropelías debería pensarlo dos veces antes de acusar a otro de poner al país al filo del fascismo. Pero en fin, De la Rúa fue y es un político, y gran parte de los políticos (de los argentinos, al menos) están convencidos de que pueden usar las palabras arbitrariamente sin que se les vuelvan en contra. En cambio yo, que de político no tengo nada aunque use las palabras como parte de mi trabajo, soy un convencido de que todo vuelve, y de que las palabras que uno ha usado de manera inapropiada también, para morder la boca de quien las lanzó. De la Rúa es de la clase de personas que justifica la clásica cita de Clarence Darrow: “Cuando era chico me dijeron que cualquiera podía llegar a Presidente. Yo estoy empezando a creerlo”.