Marcelo Figueras
Ayer mi hija Agustina se subió a un micro y se fue al sur. No de vacaciones, sino para realizar lo que en el microuniverso de mi vieja escuela (que es la misma de la que Agus acaba de egresar) se llama misionar. Esto es, dedicar parte del verano a trabajar en un sitio mucho menos privilegiado que Buenos Aires, dándole una mano a gente con necesidades elementales insatisfechas. (Necesidades que por cierto no padecen durante el verano, sino los 365 días de cada año.) Parte de la inspiración de la actividad es religiosa, ya que nuestra escuela lo es, pero una vez lanzados a la aventura cada cosa ocupa su lugar y los contenidos dogmáticos ceden paso a la experiencia de vida: los preceptos se vuelven menos importantes que los actos, y al final lo único que cuenta es el ejemplo –el ejemplo que dan no los misioneros, sino la gente del lugar.
Hace veinte años yo hice lo mismo que Agustina. Dos veces. Dos eneros. Llegué a la Costa del Río Azul (cerca de El Bolsón, en la provincia de Río Negro) con el corazón lleno de buenas intenciones y la cabeza rebosante de mandamientos. Quise predicar los Evangelios y la gente me enseñó de qué se trataba en realidad: compartían conmigo y con mis compañeros lo poco que tenían, mate, bizcochos… Fue entonces que aprendí que la desnutrición en este país es engañosa, porque los niños mordisquean pan y comen fritos todo el tiempo, lo que los convierte en gordos y mal alimentados a la vez. (La desnutrición de los niños argentinos llegó a los diarios internacionales en los comienzos de este siglo, pero como ven, ya existía desde mucho antes.)
Me enamoré de inmediato de aquella gente: imagino que desde mi superioridad de chico satisfecho y educado los vería como una reencarnación del Buen Salvaje, gente a la que le faltaba casi todo lo que uno da por sentado pero que aún así conservaba su generosidad y se mostraba incontaminada por la codicia. Por supuesto, con el correr de los días empecé a percibir las consecuencias de la desnutrición y de la desocupación y de la explotación, y descubrí que existían el alcoholismo y la violencia familiar, y eso me produjo una de las crisis más enriquecedoras de mi existencia. Política, por lo pronto, puesto que me ayudó a trazar la línea que une los puntos que hay entre, por ejemplo, la desocupación y la violencia familiar. Pero ante todo existencial, porque me dio el empujón que necesitaba (una patada, más bien) para animarme a abrazar a esa gente con todo su bagaje, con lo bueno y con lo malo, y aprender a seguir abrazándolos en ambas horas y no tan sólo cuando se comportan como uno espera. A partir de entonces uno calla, acompaña y ya no juzga; aprende cuán complejo es el ser humano, y cuán amable incluso en su hora de debilidad. Las misiones siempre son así: uno saca un provecho infinitamente superior al de aquellos que pretende ayudar.
Agus fue por su propia decisión. Sabía de mi experiencia, por supuesto, pero nunca la presioné para que aceptase la aventura. Mejor así. Me gustó ver que su grupo llevaba cajas con juguetes, que repartirán entre los niños para Reyes. Entre las pocas, insignificantes cosas que uno puede hacer por los chicos, darles un poco de alegría o crearles un recuerdo inolvidable no es, por cierto, de las menores.
Ojalá Agus vuelva con ganas de más.