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Contra los cultores de la nada elegante (II)

Por 16 de diciembre de 2005 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Según el testimonio de un sobreviviente del campo de concentración de la ESMA, el oficial Ernesto Weber confesó su crimen: “Lo cagamos a tiros y no se caía, el hijo de puta”. El hijo de puta en cuestión, aquel árbol que se resistía a caer a pesar de los hachazos, era el escritor Rodolfo Walsh. Ese día de marzo de 1977 se enfrentó solo a un grupo de comandos, que lo emboscaron en la tan porteña esquina de San Juan y Entre Ríos, armado con una pistola de pequeño calibre. Y resistió los balazos hasta ganarse la admiración de sus enemigos, que Weber expresó con renuencia delante de los torturados.
Pensaba en Walsh porque acaba de dictarse procesamiento contra diez de sus presuntos asesinos, entre los que se cuentan figuras tristemente célebres como Jorge Tigre Acosta y Alfredo Astiz. El juez Sergio Torres no sólo los acusó por el asesinato, sino también por haberse apropiado de bienes del escritor, entre los que figuraban varios textos literarios. Y este dato, el de los asesinos que se aseguraron de llevarse los relatos de Walsh, me hizo pensar otra vez en tantos escritores inanes de hoy, los cultores de la nada elegante de los que hablaba en el blog anterior. Estoy seguro de que los asesinos y secuestradores no estaban en condiciones de valorar una pieza literaria, pero sí entendían que algo en apariencia tan nimio como un cuento podía hacerles, aunque más no fuese a la larga, un daño enorme. El hecho de que una reciente encuesta haya consagrado al cuento de Walsh Esa mujer como el mejor de la literatura argentina (por encima de Borges, nada menos), sugiere que la intuición de los victimarios no estaba descaminada.

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Si la violencia uniformada arrasase otra vez la Argentina, ¿se preocuparían los asesinos por destruir los textos de algún narrador contemporáneo? Buena parte de los escritores de hoy parecen haber asumido que el libro es un artículo suntuario, y en consecuencia frivolizaron sus ficciones para hacerlas más semejantes a un bien de consumo: escriben para un público al que le sobra un poco de dinero para dedicar a la cultura, pero que se siente demasiado viejo para comprarse un iPod o invertir en un piercing. Llenan páginas con divertimentos, ejercicios de estilo que nunca deberían haber cruzado los umbrales del taller literario, o en su defecto producen textos áridos con los que pretenden convencernos de que hablan de temas importantes cuando, seamos honestos, están a años luz de cualquier cuestión medianamente trascendente para nuestras vidas.
No me sorprende el dato que Héctor Feliciano comentaba en su blog de ayer, sobre la caída de las ventas de los libros de ficción en los Estados Unidos a partir del 11 de septiembre. Algo similar pasó en la Argentina de las últimas décadas, un fenómeno que se acentúa cada vez que la crisis transforma el calor en combustión. La gente busca verdad en los libros. Y los libros ofrecen dos tipos de verdad: la que se desprende de la información y del análisis, y la que se deriva del hecho artístico. La primera verdad suele ser constante y confiable, y se la requiere más cuando la realidad apremia. La segunda verdad es variable y esquiva, y suele funcionar mejor en aguas más calmas, cuando existe un margen para la reflexión y la contemplación. Pero aquel que atribuya la caída en la valoración de la ficción tan sólo a la espectacularidad de lo real, se estará mintiendo a sí mismo. Los escritores tienen la mayor parte de la responsabilidad en este fracaso.
La gente los lee menos porque no están aportando su cuota de verdad artística. Los escritores no interpretan las necesidades profundas de los lectores, básicamente porque han dejado de interpretar las suyas propias. Durante siglos los escritores importantes fueron aquellos que estaban deseosos de transformarse a sí mismos y que encontraban en la literatura el mejor medio posible para concretar esa transformación. Ahora los escritores no buscan verdad alguna, ni siquiera íntima; ni buscan transformar nada, ni dentro ni afuera suyo. Se contentan con ocupar un pequeño nicho de la sociedad que les permite una módica figuración a cambio de arriesgar nada y de no conmover a nadie. Son plumas flojas, flojas en calidad, flojas en sustancia, que expresan almas flojas.

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Necesitamos escritores que no se caigan ni aunque los caguen a balazos.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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