Marcelo Figueras
Acabo de poner punto final a mi cuarta novela. Tengo los ojos rojos y la mente en un alero. En algún momento asomará algo parecido a la satisfacción del deber cumplido, pero por el momento no existe otra cosa que desolación. Vengo de un sitio al que ya no volveré, le he dicho un adiós definitivo a gente a la que amé con locura durante mucho tiempo; en el futuro no les hablaré ni me hablarán. Ninguno de ellos me necesita ya, de aquí en más completarán sus vidas delante de otros ojos. Estoy solo. Alone. Seul. Allein. Para colmo Buenos Aires es Saigón esta noche: calurosa y húmeda, ofrece su cuerpo en las calles porque no le queda otra cosa que ofrecer. (El resto ya lo ha vendido en los ‘90.)
Voy a echarme en la cama debajo del ventilador, a ver girar sus aspas. Mi alma está en pleno Apocalypse Now. El capitán Willard arrancaba su relato derrotado. Saigon. Shit, decía, y se tomaba todo el whisky mientras esperaba que le encomendasen una misión. Pronto lo lamentaría: Y por mis pecados me dieron una. Yo prefiero el mezcal o el aguardiente antioqueño. Menos mal que no hay espejos en mi habitación.
Buenos Aires. Shit. ¿Y ahora qué?
…………………………………………………………………..
……………
No existe actividad más solitaria que la del escritor. Estamos solos mientras trabajamos, porque no podemos conversar con nadie sobre ese mundo a medio cocer que existe tan sólo en nuestras cabezas. Y estamos solos cuando concluimos la faena, porque no podemos compartir la experiencia con los lectores; por lo general son furtivos y se ocultan, como vampiros. (¿Por qué será que la única gente que se exhibe con libros en la mano son los estudiantes o los que frecuentan a autores como, Ugh, Bucay?)
Si uno tiene la suerte de ser Stephen King, consultará las posiciones del ránking de best-sellers y el volumen de e-mails recibidos. Pero si el libro no llega al mismo puesto que al anterior, o si los e-mails disminuyen, empezará a desconfiar de su propia existencia. Apuesto que hasta el pobre Stephen siente de tanto en tanto que no hay nadie del otro lado. ¡Debe creer que esas cifras son una invención de su agente, que las dibuja para que no se deprima!
A veces pienso que Rushdie habrá sonreído en secreto mientras duró la fatwa, porque lo hacía sentirse menos solo. Ahora la fatwa acabó, pero el fauno Salman sigue sonriendo porque se ha conseguido una mujer guapísima. (Un amigo me lo puso en claro hace ya mucho: desconfíen del talento de los escritores con mujeres feas.)
Uno de los motivos por los que también me dedico al cine es la compañía. En el cine uno está acompañado durante el proceso creativo (una vez superada la tentación del solipsismo, se comprende que crear con otros no sólo es posible, sino que depara satisfacciones insospechadas) y sigue acompañado una vez que la tarea terminó. Existen pocas cosas más satisfactorias que meterse en un cine y comprobar que la gente se ríe donde uno esperaba que riera y llora en la misma escena que lo hizo llorar a uno mientras escribía. Centenares de personas por sala. En varias funciones diarias. Durante todas las semanas que el éxito lo permita.
¿Cuántas veces ha soñado uno con espiar a su lector y percibir sus reacciones, cuántas veces hemos deseado poder oír sus pensamientos? Como novelista, la satisfacción más próxima a esta del cine ha sido oír el relato de dos personas, ¡dos!, que me confesaron haber leído Kamchatka en el transporte público y haberse reído en voz alta con las peripecias de Harry y el Enano. Algo es algo, el cuento me permitió imaginarme la escena. Subo al colectivo. Hay alguien que está leyendo mi libro. Sus labios se curvan en una sonrisa. Jesús, lo está disfrutando.
Literatura. Shit.
……………………………………………………………………..
………………..
Uno emerge del parto de un libro boqueando y a los gritos: es el libro que lo ha parido a uno, y no al revés. En estas horas miro Buenos Aires como si me hubiese ausentado durante los dos últimos años. Mi cuerpo siguió aquí, pero el espíritu estaba muy lejos. Por cierto, la ciudad ha cambiado en este tiempo. Camino por la calle y la gente ya no me mira como si supusiese que estoy a punto de matarla.
La actividad cultural sigue siendo frenética, pero esto no representa sorpresa alguna: incluso durante la crisis del 2001, la cartelera teatral era más amplia y variada que la de Broadway y el Off juntos. Ahora hay más milongas, las nuevas generaciones han descubierto que el tango es aquel sentimiento que se baila… hasta en las raves. Las escuelas de cine son un negocio floreciente, hay camiones con equipos de rodaje en todos los barrios. Los chicos consideran la opción con absoluta seriedad, antes de salir de la escuela secundaria: ¿quiero ser médico, economista o Wong Kar-Wai?
Más allá de estos fenómenos, la Argentina padece todavía el sindrome del país-más-grande-que-la-vida: sus personajes reales siguen siendo más interesantes que su ficción.
Este 2005 marcó el retorno a la senda maradoniana. Con la resurrección summa cum laude del Diego, la gente ha vuelto a rezarle a su tótem. Maradona es el fenómeno televisivo del año. Maradona es nuestro referente político, el primero que ni siquiera necesita hablarnos: le basta con enseñarnos sus tatuajes o con sentarse a la vera de Hugo Chávez en el Estadio Mundialista de Mar del Plata. Maradona es nuestro patrón de conducta moral: si él hizo lo que hizo y volvió, todo nos está permitido. Maradona es nuestro periodista estrella, entrevistando a Fidel, a Mike Tyson, a Sabina, a Chespirito… y hasta a sí mismo. (Juro que no miento, la pantalla de mi televisor mostraba a Diego-conductor interrogando a Diego-Diego.) Y para certificar que nuestro pensamiento no está siendo víctima de la insularidad argentina, ahí están los extranjeros que comparten nuestra devoción. En este momento hay un italiano que está filmando aquí una biografía no autorizada: es Marco Risi, hijo del célebre Dino. Y Kusturica está terminando su documental. Si el sublime Emir considera a Diego digno de protagonizar una película suya, ¿quién podrá decirnos que nuestra idolatría está descaminada?
(Maradona se dio el lujo de intentar reconquistar en pantalla a su ex mujer. Si lo hubiese logrado habría acabado con todos los reality shows del mundo de un solo golpe. Imaginen la escena: el abrazo con Claudia, el llanto de las hijas, don Diego padre besando a doña Tota… No descarto que la hayan dejado pendiente, para arrasar con las mediciones durante la temporada 2006.)
Un fenómeno similar ocurre con el Presidente de la Nación. Kirchner también ocupa la totalidad de la pantalla. Es quien es, con lo cual ya debería tener bastante, pero al mismo tiempo la prensa conservadora insiste en describirlo como su peor adversario, su propia oposición. (Kirchner-conductor versus Kirchner-Kirchner; parece el enfrentamiento entre Spy & Spy que recurría en las páginas de la revista Mad.) Pocos años atrás le reclamaban al Presidente De La Rúa que no fuese pusilánime. Ahora les parece que Kirchner tiene demasiada intensidad.
Figuras carismáticas como Maradona y Kirchner ocupan la totalidad del espacio público. Son personajes que producen y controlan sus propios relatos, King-Kong suelto por las calles de Nueva York: demasiado grandes, demasiado idiosincráticos. Los artistas deberían estar agradecidos, al igual que la rubia que interpretaba Fay Wray en la película original y Naomi Watts en la versión nueva: porque es la existencia de esas criaturas la que hace posible el relato. Pero la mayor parte elige otro papel, el de neoyorquinos asustados que dan gritos y escapan para no ser arrollados por la bestia. Prefieren la supervivencia a la consagración.
Ni Kirchner ni Maradona tienen la culpa de que la literatura argentina de hoy siga siendo tan digna de De La Rúa: tan blanda, tan inocua, tan genuflexa.
…………………………………………………………………
………………..
Durante los viajes de estos años descubrí que existía mucha gente en similares condiciones en toda Hispanoamérica, desde México a Santiago de Chile, desde Medellín hasta Barcelona. Artistas que lamían las heridas recibidas en combate contra molinos de viento. Y un público que escaneaba los medios al derecho y al revés, sospechando que debía haber algo más por detrás de lo que mostraban. Tanta soledad junta debía configurar, aunque más no fuese por definición, una compañía. Desde entonces sueño con un espacio que alguna vez nos reuna a todos sin intermediarios. Y por mis pecados me dieron uno. Cierto día sonó el teléfono y Basilio Baltasar me contó de El Boomeran(g). Por fortuna esta misión tiene más de génesis que de apocalipsis.
El río Saigón es digital. ¿Y ahora qué?
A no ser que reniegue del mundo, la pregunta que un escritor se formula al lanzar botella al mar es siempre la misma: ¿están ahí? Nadie arroja un bumerán deseando perderlo. Es la misma pregunta que hoy me hago desde aquí, en la esperanza de que este espacio virtual se revele como un espacio real, más temprano que tarde. Mi cuerpo está a miles de kilómetros de distancia, respirando el aire mefítico del pantano bonaerense, pero algo me dice que nuestros espíritus están próximos; que ya hemos comenzado a conspirar.
¿Están ahí?