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De arcos y de blancos

Por 5 de diciembre de 2005 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Estaba viendo No Direction Home, el documental de Martin Scorsese sobre Bob Dylan, y me quedé colgado de un comentario de Allen Ginsberg sobre el artista como inspirador. Ginsberg dice que inspira aquel que expresa verdades que hasta segundos antes todos intuíamos, sin saber cómo decir. A Dylan le cabe el sayo, eso es indudable. Durante décadas encendió bengalas que aun con la fugacidad de una canción, han iluminado el camino por el que solemos peregrinar a oscuras. Pero Ginsberg me dejó pensando en algo que iba más allá de Dylan. A esta altura decir que los grandes artistas nos inspiran es apenas un lugar común. La cuestión sería, en todo caso: ¿qué nos inspiran, y qué clase de inspiración buscamos en las obras de arte?
Hay tantas respuestas a esos interrogantes como personas, puesto que decodificamos cada obra de acuerdo a nuestra propia e intransferible necesidad. Hay gente que busca que un artista refrende lo que ya piensa, o siente; gente que busca seguridad en el arte: confort. Hay gente que espera ser desafiada, gente que espera que un artista cuestione su sistema de valores; gente que espera que un artista haga temblar su mundo. Todos, por cierto, disfrutamos ocasionalmente de una novela, una música o una película ligera: está bien que podamos olvidarla al instante de haberla consumido. Pero algunos necesitamos también de otro tipo de obras, que no sólo se consuman, sino que se consumen: novelas, músicas y películas que no acallaremos en nuestras almas por más que lo deseemos con desesperación; porque no fueron concebidas para que dispongamos de ellas, sino más bien para que ellas dispongan de nosotros.

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Muchos admiran a ciertos artistas por la perfección con que ejecutan su instrumento. Si yo venerase la técnica impecable, preferiría escuchar Blowin’ in the Wind en la versión de Peter, Paul and Mary; sin embargo prefiero la voz destemplada de Dylan, porque siento que la forma en que rompe con las normas del buen cantar es indivisible de lo que la canción me inspira. Esas palabras suenan muy distintas en la voz de alguien quebrado que en boca de tres universitarios que armonizan como si nunca hubiesen puesto un pie en la puta calle.
Yo admiro a Borges como escritor. Es uno de los pocos autores argentinos cuyos libros conservo al alcance de mi mano, en el sector de la biblioteca más próximo a mi escritorio. (Los otros son Roberto Arlt y Rodolfo Walsh.) Pero su obra no me inspira; o en todo caso no me inspira otra cosa que no sea la necesidad de depurar mi propio estilo como narrador. Y la perfección del estilo tiene poco que ver con los motivos que me impulsaron a escribir en el principio, y que siguen impulsándome cada día.
Siento en todo caso afinidad con Rodolfo Walsh, el autor de Los oficios terrestres y Operación masacre. Porque en Walsh convive la persecución del párrafo perfecto con el ansia de que ese lenguaje interpele y modifique la realidad de la que participa lo quiera o no, lo busque o no. Walsh trabajaba para producir el mejor relato posible, convencido de que la perfección de ese relato colaboraría con la construcción del mejor mundo posible; puede sonar a utopía, lo entiendo, pero si no hablamos de utopía cuando hablamos de arte, ¿de qué demonios estamos hablando?
Me gustan los artistas que me impulsan a escribir mejor. Pero los artistas que me inspiran son los que me impulsan a vivir mejor.

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En Walsh vida y obra eran lo mismo, dos instancias distintas de un movimiento único. Se potenciaban la una a la otra, y sólo tenían sentido si se las leía en conjunto: ética y estética como yin y yang, necesariamente inseparables. (Uno de los grandes músicos argentinos contemporáneos, Luis Alberto Spinetta, lo puso hace tiempo de manera concluyente: Es difícil producir una obra hermosa si uno no tiene una vida hermosa.)
Me cuesta entender a aquellos para quienes la estética es un valor absoluto, algo autosuficiente, que no necesita de otro alimento que no sea aquel que se provee a sí misma. (Esta cuestión de la pureza tan cara a los estetas me sonó siempre a la exégesis de la raza aria.) Valoro y respeto el lenguaje, pero a diferencia de otros escritores, no consigo endiosarlo. A pesar de su riqueza insondable y de su complejidad (que por cierto, jamás lograré dominar del todo), no consigo más que verlo como lo que es: un instrumento. Precioso, sublime incluso; pero instrumento al fin. Algo que nació para cumplir con una función que lo supera, que expresa una realidad que va más allá de sus características (y por ende de sus limitaciones) físicas.
Yo practico arquería y me cruzo todo el tiempo con gente que tiene arcos mejores que el mío. Lo que también veo es que una vez en el campo, lo que muchos hacen con ese arco soberbio es, ay, lamentable.

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El lector abstracto no existe: uno es un lector concreto, de un sexo concreto, una edad concreta, que proviene de una cultura equis y es dueño de un saber puntual. Como lector de un país marginal, cuya vida es puesta a prueba diariamente por una realidad salvaje, es lógico que Walsh me inspire y que Borges me produzca un placer ligero y exótico. Si uno viviese en una tierra devastada, ¿qué preferiría que le regalasen: una cena en un restaurant de cinco estrellas o un curso de supervivencia?
Yo siento que Walsh escribía para mí. No sé para quién escribía Borges. El viejo era un maestro, no seré yo quien lo niegue. Pero convengamos que la mayor parte de las veces hablaba de cosas que nos tienen sin cuidado y que podemos dejar atrás sin resaca alguna una vez cerrado el libro. La obra de Borges es un artefacto cultural tranquilizador, me conforma en tanto se cierra en sí misma y no dialoga con un mundo que parece estar muy distante de sus intereses. Cuando busco verdadera inspiración, yo prefiero los libros que me parten la cabeza, que se desgarran a sí mismos en el proceso de contarse (¡como la voz de Dylan!) y que también me desgarran y me dejan irreconocible durante una temporada hasta que consigo recuperar la forma humana –hasta que consigo rearmar mi propio relato y contarme a mí mismo nuevamente.
El autor (los autores, sería apropiado decir) del Antiguo Testamento. Los autores del Nuevo. Homero. Shakespeare. Dickens. Melville. Conrad. Arlt. Bellow. ¡Walsh!
Hagan sus propias listas.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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