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Los exhumadores de historias

Por 5 de diciembre de 2005 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Cuando me enteré hace ya algunos años de la existencia del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), su historia me fascinó por muchos motivos –pero en especial por uno. Los muchachos del Equipo son aquellos que desde los años ochenta dedicaron su vida a la identificación de los restos humanos que el terrorismo de Estado produjo durante la última dictadura con profusión y métodos que sólo pueden ser tildados de industriales. Cuando comenzaron tenían poco más de veinte años, eran estudiantes de medicina y de antropología: sabían poco y nada y contaban con poco más que unas palas y unas escobillas, pero al sonar la oportunidad le pusieron el cuerpo (los forenses diplomados habían declinado la oferta, marcados por el miedo) y estuvieron a la altura de la Historia: no eran iluminados, sino tan sólo gente que decidió no dar la espalda al dolor.
Me fascinó también que a consecuencia de aquella decisión original hubiesen privilegiado el contacto con los familiares de las víctimas a la Academia, o a las instancias del Poder. Ellos se entrevistaban con la pobre gente que había perdido hijos, sobrinos, hermanos. Les solicitaban toda la información posible sobre el desaparecido, hasta sus archivos médicos, en busca de pistas que permitiesen reconocer los huesos. Y en caso de triunfar en la identificación, volvían a entrevistarse con los familiares y acompañaban el camino final de los restos hasta su descanso en una tumba con nombre y apellidos. El suyo era un trabajo científico, pero que sólo adquiría su real dimensión en el contacto con aquellos con hambre y sed de justicia.
También me sedujo el relato de su propia construcción, gente que comenzó bajo el ala del antropólogo forense Clyde Snow (amigo de Michael Ondaatje, el autor de El paciente inglés, que hasta se animó a convertirlo en personaje de su última novela, Anil’s Ghost) y que lentamente fue armando su saber profesional, sin apoyo oficial y casi sin subvenciones, en una época que ni siquiera contaba con la tecnología de identificación del ADN. Desde aquel origen, los muchachos del EAAF han exportado su triste savoir faire a infinidad de países que han sido víctimas del terrorismo de Estado y de la guerra, contribuyendo con la exhumación de una verdad a la que se había querido matar. Han estado en El Salvador y en el continente africano, han estado en Bosnia y en los parajes bolivianos donde contribuyeron a identificar los restos del Che Guevara –un esqueleto que carecía de manos.
El presidente Kirchner acaba de otorgarles un justo premio, que funciona al menos como el comienzo del reconocimiento que esta gente merece. Su historia es de las pocas cosas que nos produce orgullo en medio de tanta destrucción. En una década que se caracterizó por la traición de los líderes al mandato popular (en las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, entre otras tantas renuncias), los muchachos del EAAF fueron de las pocas cosas que nos permitieron conservar viva nuestra esperanza en la Justicia.
Pero lo que más me fascinó del trabajo de los antropólogos forenses fue la manera en que se parecía a la labor de los narradores. En esencia, se valían de unos pocos, escasos elementos (huesos, en su caso, así como los narradores parten de una idea, o de una línea argumental, o de una simple inspiración) para tratar de erigir desde allí una historia completa, un universo entero. Se trata de darle carne a quien no la tiene, nombre a quien no lo tiene. ¿O no nos afanamos los narradores a diario para convertir a los desaparecidos, a aquellos sin entidad ni identidad, en aparecidos?

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Hace algunos años escribí un artículo sobre el EAAF para la revista española Planeta Humano, a instancias de mi maravillosa amiga Ana Tagarro. Ese texto sigue siendo lo que más me enorgullece de toda mi carrera periodística, por el trabajo que me demandó y por la gente que me obligó a conocer. Lo incluyo aquí a pesar de su longitud, a sabiendas de que se trata de una historia increíble que vale la pena desde el principio al fin:

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Ver texto completo en documento adjunto de Word.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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