Marcelo Figueras
Yo creo que los libros tienen el poder de devolver la vida.
No es algo en lo que haya creído desde siempre, sino una revelación que se me fue presentando de a poco, como quien no quiere la cosa. La primera vez que me ocurrió fue durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista. (Horrible título, por cierto, que me sugirió el editor. Originalmente se llamaba Un barco lento hacia la China.) Por aquel entonces, digamos 1991, fui a la Biblioteca del Congreso a consultar diarios de 1938. La historia de El muchacho peronista comenzaba con la fuga de su relator, un niño de doce años que se escapaba de su casa el día de Año Nuevo, y yo quería datos de la época: noticias, la cartelera teatral, objetos de consumo como los cigarrillos Vuelta Abajo. Consultando un diario La Nación del 2 de enero de 1938, di con una noticia que me llamó la atención. Un niño de doce años, llamado Roberto Hilaire Calabert, había muerto el primer día de enero arrollado por un tren. Me pareció un signo. En primer lugar, yo había estado buscando un nombre para mi protagonista. Roberto Hilaire Calabert me pareció magnífico, uno de esos nombres que no podría haber inventado ni en el mejor de mis momentos: romántico, exótico y a la vez verosímil. En segundo lugar, el pobrecito Calabert de la vida real había muerto bajo las ruedas del tren, cuando yo contaba que mi protagonista empezaba a vivir en el momento en que se subía a uno de esos convoyes para lanzarse a la aventura. Me dije que se trataba de un pequeño acto de justicia poética, y así Calabert inició su segunda vida.
Con Kamchatka volvió a ocurrir. La historia del niño que se fugaba de su casa con sus padres, perseguidos por la dictadura militar de los 70, reveló su verdadera intención cuando la escritura ya estaba muy avanzada. Entendí entonces que había concebido semejante historia para concederme la oportunidad de despedirme de mi madre, una oportunidad que la vida real me había negado. Y así la madre de Harry, a quien el niño llama jocosamente La Cosa en homenaje a The Thing, el personaje de Los Cuatro Fantásticos, se llenó de las características de mi progenitora: su férrea voluntad, su consumo compulsivo de cigarrillos Jockey Club, su amor por la película Picnic. Escribir la novela y el guión de Kamchatka me permitió llorar todo lo que no había llorado en su momento. Y hoy siento que de alguna forma ese encuentro imaginario, ese adiós, tuvo lugar en verdad; y mi alma está en paz.
Con mi cuarta novela, aún inédita, se repitió la cuestión. Esta vez con un personaje menor, llamado Joaquín, que incluso apareció en una escritura tardía. (Como ven, las verdaderas intenciones de las historias deben luchar a brazo partido para imponérseme.) El Joaquín de la novela muere en la montaña como mi amigo Joaquín Ramón murió en la vida real. Fue otra muerte abrupta, que me privó de la posibilidad de despedirme y de asumir la pérdida. Quizás el gesto parezca inútil, pero la posibilidad de ver a Joaquín vivo otra vez, aunque más no sea durante el correr de algunas páginas, me produjo felicidad. Era un homenaje, sí, pero a la vez era mi única posibilidad de volver a pasar un tiempo en su compañía.
Nadie premedita estas cosas. Las comento porque a esta altura se han vuelto una constante en mis ficciones. Imagino que algún psicoanalista, ya sea amateur o diplomado, tendrá algo que decir al respecto. Yo prefiero pensar que es un testimonio del poder que le confiero a la literatura. Las buenas ficciones, como tantas veces lo han probado escritores valiosísimos (quiero decir, escritores que no son Figueras), tienen tanto vigor que le tuercen el brazo a la muerte.