Marcelo Figueras
Uno recuerda buena parte de los libros que leyó, al menos en términos generales. Pero en algunos casos recuerda además dónde los leyó, y cuándo. A veces es la historia narrada la que resignifica la circunstancia en que se la leyó. Y a veces es al revés: la circunstancia externa alteró o subrayó los sentidos de la historia durante su lectura. Para graficarlo con un ejemplo cinematográfico: vi Último tango en París por primera vez a los 18 años, ocasión en la que me pareció una buena película, loca, osada. Volví a verla a los 35, y entonces descubrí una película inmensa. La diferencia entre una y otra visión era, ni más ni menos, la que produce el haber padecido en carne propia la desolación del amor.
Asocio El amante de Lady Chatterley al consultorio de mi padre, que guardaba un ejemplar de la novela de D. H. Lawrence en su biblioteca. Yo me escabullía cuando él no estaba, para leer las partes de sexo. Asocio Los tres mosqueteros a la casa de mi abuela: me veo leyendo una versión infantil de Editorial Bruguera, de esas que intercalaba una versión en historieta en medio del texto, mientras la lluvia caía torrencial. Asocio revistas de historietas como D’Artagnan, El Tony y Fantasía a la casa de mi madrina, que vivía a tres cuadras de un local de canje; yo cambiaba revistas como loco, a veces dos o tres veces en el mismo día, con la sensación de que el suministro de aventuras se volvía infinito. ¡Cómo me gustaba Terry y los piratas, de Milton Caniff!
Quizás el recuerdo más vívido de una lectura sea el de Salem’s Lot, la novela de Stephen King. Yo era pequeño, estaba de vacaciones en un pueblo cordobés llamado La Falda. Me compré el libro porque me gustó la tapa y porque me atrajo el sumario de la historia, en ese momento no conocía a Stephen King, Salem’s Lot era apenas su segunda novela. Imagino que la inmersión en el pueblo provinciano, por una parte, y la circunstancia física de la lectura (otro día de lluvias torrenciales, a solas en un enorme chalet que hacía las veces de anexo del hotel), se conjugaron para producir en mí una emoción indeleble. Por supuesto, la maestría de King contribuyó con su parte: ese tiempo que se toma en presentar al pueblo y a sus personajes, en involucrarnos con sus historias tan parecidas a las de tantos conocidos, para después, ¡una vez que ya nos sentimos en casa!, sacudirnos con la irrupción de lo sobrenatural. Puede que King tenga mejores novelas, pero Salem’s Lot siempre será mi favorita.
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¿Es tan sólo mi impresión, o será verdad que los actos físicos de lectura que uno recuerda casi nunca son las de las obras maestras de la literatura? Quizás porque estos libros producen otro tipo de deslumbramientos, y los recuerdos más entrañables son siempre los de la infancia, los del descubrimiento, que están ligados a las historias más clásicas y los géneros más populares. No recuerdo dónde y cuándo leí La metamorfosis, pero jamás olvidaré dónde y cuándo descubrí a Dumas, a Terry (me veo leyendo en la escalera de mi casa paterna) y a ese señor tan, tan feo llamado Stephen King.