Marcelo Figueras
Poco tiempo atrás, Javier Cercas reflejó en el dominical de El País la polémica que el historiador Gotz Aly desencadenó en Alemania con su libro El Estado popular de Hitler: robo, guerra racial y socialismo nacional. Según Aly (esto es, según Cercas cuenta de Aly), la explicación al hecho de que tantos alemanes hayan sucumbido a la retórica enajenada del nazismo no radica tanto en los argumentos habituales (la humillante experiencia de la Primera Guerra y de su corolario en Versalles, la crisis económica, el aparato propagandístico), sino en las ventajas económicas que el régimen distribuyó. Tal como lo refiere Cercas, “los alemanes fueron sometidos a una suerte de soborno masivo: a cambio de su colaboración con el régimen… obtuvieron abundantes beneficios sociales y económicos, resultado del expolio sistemático e indiscriminado del patrimonio de los judíos asesinados y del de los países ocupados por la Wehrmacht”.
Me resultó inevitable asociar esta tesis al proceso que la Argentina vivió durante los años de la dictadura. Más allá de las peculiaridades de cada caso, es indiscutible que la Alemania nazi y la Argentina dictatorial tienen múltiples puntos de coincidencia. Así como lo hicieron en su momento millones de alemanes, una parte vital de la sociedad argentina (vital por su número, y por su rol dentro del contexto social) toleró en silencio el exterminio de decenas de miles de compatriotas, con excusas que recorrían el breve espinel que iba del algo habrán hecho al yo no sabía nada. Sería tranquilizador encontrar datos que permitiesen aplicar la tesis de Aly a la experiencia argentina, poniendo en negro sobre blanco los beneficios económicos que obtuvo la clase media en ese tiempo. Pero no los tengo a mano ni creo que existan.
En el terreno económico, los militares garantizaron a los poderes establecidos y a la clase dirigente tradicional que iban a poder seguir robando igual que siempre. El único soborno que la numerosísima clase media de entonces obtuvo fue una promesa, la de conservar sus simples privilegios: la gente se conformó con saber que no llegaría la tan temida dictadura del proletariado, y que en consecuencia nadie expropiaría sus casas ni autos ni sus negocios. Treinta años después, lo que equivale a decir al cabo de treinta años de aplicación del mismo plan económico que inició la dictadura con el ministro de Economía Alfredo Martínez de Hoz, los restos de la clase media argentina deberían entender hoy que colaboraron con el régimen y aun así salieron trasquilados: lo perdieron todo o casi todo, y los fantasmas de los desaparecidos no dejan de acosarlos. Sólo que, a diferencia del fantasma del rey Hamlet, estos espectros no reclaman venganza, sino apenas justicia.
La clase media argentina (¿sería más apropiado decir la ex clase media?) está muy lejos aun de asumir su rol cómplice en aquellos tiempos, y por ende de formular su mea culpa. Treinta años debería ser tiempo más que suficiente para ganar perspectiva. A esta altura debería estar claro que la única forma de avanzar en la vida es aprendiendo de los errores propios y ajenos, pero existen millones de argentinos que prefieren seguir aferrados a sus mecanismos de negación como a un salvavidas de plomo.