Marcelo Figueras
La broma sostiene que en las novelas policiales al estilo inglés el asesino es siempre o casi siempre el mayordomo. En la novela negra de la realidad argentina, el asesino es siempre o casi siempre el policía.
Ayer lunes 9, al cabo de ocho extenuantes meses de juicio, se condenó a los autores materiales de dos crímenes a sangre fría perpetrados el 26 de junio de 2002. Los asesinados fueron los dirigentes piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, de 21 y 22 años. Por su responsabilidad, el ex comisario Alfredo Franchiotti y el ex cabo Alejandro Acosta recibieron pena de prisión perpetua. Otros ex policías fueron sancionados con penas menores, encontrados culpables de encubrimiento. Lo repito, por si no se comprendió bien: policías homicidas. Y policías cómplices, que destruían evidencias del crimen y presentaban falso testimonio.
Kosteki y Santillán formaron parte de una protesta que pretendía cortar el puente Pueyrredón, uno de los tradicionales accesos a la Capital desde los suburbios del Gran Buenos Aires. Por vía de distintos voceros, el gobierno del entonces presidente Eduardo Duhalde había hecho saber que pensaba reprimir con la dureza que fuese necesaria para impedir la toma del puente. Los dos jóvenes fueron baleados a quemarropa en el interior de la estación Avellaneda. Aunque no se conocían, Santillán acudió en ayuda del herido Koskeki y resultó fusilado por la espalda, a un metro de distancia. Miles de argentinos recordamos todavía la imagen de Franchiotti en sus apariciones televisivas de aquel día: con el rostro ensangrentado, culpaba a los piqueteros de la violencia y trataba de despertar compasión por su abnegación en el cumplimiento del deber. Un rato antes había fusilado a un hombre. Ahora actuaba ante las cámaras en pleno dominio de su histrionismo; un psicópata de manual.
La así llamada Masacre de Avellaneda precipitó la salida de Duhalde del gobierno: no le quedó más remedio que anticipar el llamado a elecciones, que culminarían con el triunfo de Néstor Kirchner. El nuevo presidente ha hecho algunas cosas loables en el terreno de la Justicia, como renovar la Corte Suprema, y otras aun teñidas de gris, como la reforma del Consejo de la Magistratura, pero no estaba en sus manos evitar que el crimen fuese juzgado en Lomas de Zamora, la patria chica de Duhalde sobre la que todavía hoy, aunque desplazado de los sitios formales de poder, el ex gobernador y ex presidente sigue proyectando sombras.
La historia nos enseñó que allí donde hay un uniformado que tortura o dispara a quemarropa, casi siempre existe una mano oscura que sugiere, habilita y palmea sus espaldas. Algo similar ocurrió en diciembre de 2001, cuando las protestas por la instauración del llamado “corralito” que arrebató a la gente sus depósitos bancarios; allí también hubo muertos a manos de la policía, que se enfrentó a la muchedumbre siguiendo órdenes del gobierno de Fernando de la Rúa. No nos engañamos, sabemos que los verdugos son siempre empleados, no hacen nada sin que sus superiores se lo indiquen. Lo difícil es condenar a los autores intelectuales de crímenes como los de Kosteki y Santillán, tanto como lo es condenar a los autores intelectuales del genocidio de la dictadura de los años 70. Franchiotti y Acosta quedarán presos, pero aquellos que de modo directo o indirecto les comunicaron que tenían licencia para matar no han sido identificados y probablemente no lo sean nunca, al menos mientras Franchiotti y Acosta prefieran seguir presos a terminar muertos en sus celdas.
Por eso la historia argentina es novela negra y no enigma inglés: porque aquí el crimen paga y muchas veces se sale con la suya. Y porque los enigmas a lo Agatha Christie siempre se resuelven, y los crímenes perpetrados en países oscuros sólo en rara ocasión.