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Hace muchos años, allá por los ochenta del siglo pasado, yo era discípulo de un grupo barcelonés que me enseñó algunas de las mejores cosas que he aprendido en la vida

Hace muchos años, allá por los ochenta del siglo pasado, yo era discípulo de un grupo barcelonés que me enseñó algunas de las mejores cosas que he aprendido en la vida. Su punto de encuentro era la Editorial Seix Barral, su rey Arturo, Carlos Barral, y los caballeros de la Tabla, Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, J. M. Castellet, Rosa Regàs y alguno más. En aquel tiempo de triunfo de la esperanza cavilé entrar en el Partido Socialista, pero Carlos me disuadió. En todo caso, dijo, hazlo en el partido nacional, pero no en el catalán: son como los de Pujol. El tiempo le ha dado la razón, aunque él fue senador del partido hasta su muerte por pura supervivencia.

Ninguno de los otros tenía ramalazos nacionalistas e incluso Castellet era un catalanista moderado. Por eso no recibió premios o prebendas realmente cuantiosos y vivió en una honesta posición económica. Gabriel era furiosamente antinacionalista y tildaba a los mandarines intelectuales de escarabats. Me pregunto qué habrían votado en las elecciones del domingo. Han muerto todos y nada puede saberse sobre su evolución, pero el más lúcido, Gil de Biedma, creo que habría votado a Ciudadanos. Lo digo por este fragmento de entrevista que me ha enviado un amigo. Preguntado por el periodista Eduardo Jordá, para el Diario de Mallorca del 10 de mayo de 1985, respondió lo siguiente: “Sobre todo me considero un liberal en sentido inglés, pero las actitudes de la izquierda me molestan últimamente. Por ejemplo, toma partido por situaciones y países que desconoce por completo. Y como supondrás estoy hablando de Nicaragua. Tanto en la derecha como en la izquierda hay mentalidades sacramentales y feudales y eso es precisamente lo que me molesta”.

En lugar de Nicaragua hoy pondría Venezuela.

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9 de febrero de 2021
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La lamentable y magnífica familia de los nerviosos

En una tarde soleada, tal vez de primavera, en la terraza de un céntrico hotel de Barcelona, durante una entrevista, Emmanuel Carrère afirmaba sentirse feliz –ahora dudo que utilizara tal adjetivo– por no ser ya más el individuo que necesitaba escribir libros como sus primeras novelas.

Entonces estaba presentando a la prensa De vidas ajenas, cuando la entrevistadora todavía se sentía bajo el influjo de Una novela rusa. Sin jactarme de mi perspicacia, sí puedo decir que se percibía algo impostado o sospechoso en la actitud autocomplaciente del escritor que aseguraba que ya no se sentía impelido a imaginar historias y crímenes truculentos porque el estatus y la experiencia adquiridos le acreditaban para recrear para sus lectores otras historias no menos abyectas, aunque reales, y pasarlas por el cedazo de su oficio y su estilo. Así definía sus novelas de no ficción: historias reales explicadas desde su irrepetible –seguidores e imitadores le surgieron en abundancia– punto de vista.

Leyendo su última novela, Yoga, deduzco que aquella entrevista tuvo lugar durante el período, una década aproximadamente, en que aparentemente tenía todo lo necesario para ser feliz. Después de De vidas ajenas vendría Limónov, la verdadera eclosión de la popularidad y devoción que suscita el autor. En ésta, el yoga y la meditación hacen acto de presencia fugazmente para completar el retrato del controvertido protagonista. Ahora, entre las numerosas definiciones que va componiendo a lo largo de la novela que Anagrama publica a finales del mes de febrero, nos dice que la meditación es algo así como convertirse en testimonio de los propios pensamientos con la intención de dejarlos pasar sin que nos lleven por delante o nos arrollen. Y eso le acerca a la escritura según él mismo la concibe: como ejercicio que trata de contener las palabras para que no acaben empujándonos a abismos neuróticos: “Ver las cosas como son, en vez de pegar a esta visión el tipo de comentario ininterrumpido, subjetivo, locuaz, partidista, condicionado que producimos constantemente y sin siquiera percatarnos”, escribe. Llega un momento en que uno llega a sentir que sería fantástico no tener que necesitar describir con palabras los hechos, los objetos, los sentimientos o los sucesos para poder comprenderlos y asimilarlos. Porque las palabras las carga el diablo, aquí el ego. Y ya sabemos que no es sano ni recomendable ir por el mundo exhibiendo y contando las propias miserias y descargándolas sobre el prójimo, a menos que quien se instale en esa manía sea Emmanuel Carrère. Precisamente sobre manías se habla abundantemente en esta novela. Justo después de que se construye una frase de esas que parecen reveladoras, de las que muestran al lector una verdad que a partir de ese momento regirá la estructura de su percepción de la realidad, aparece “el miedo de que cada descubrimiento sea una fruslería narcisista”. Y sin embargo, nos atrapa.

Escribe el autor francés que miedo, vergüenza y odio forman la gran trinidad. Miedo a que el relato que nos da sentido tenga fisuras que provoquen que el suelo acabe abriéndose bajo nuestros pies. El miedo más poderoso, capaz de enturbiarlo todo, es el miedo a la muerte, ese que Carrère lleva toda la vida tratando de atenuar mediante la escritura y, desde hace treinta años, con la meditación, el tai-chi y el yoga. Ser un escritor original, cuya grandeza sea reconocida internacionalmente es lo único que puede dar sentido a su vida, y la meditación hace posible la convivencia con las olas que observa en la superficie de su conciencia. También están el sexo y el amor. La combinación acaba llevando inevitablemente a la neurosis. Volvemos, pues, al punto de partida, porque “el infortunio neurótico no es menos cruel que el ordinario”.

Esta última comparación era uno de los temas propuestos en Una novela rusa, donde el sufrimiento anímico –ahora nos habla de un “sufrimiento moral intolerable” diagnosticado– buscaba su reflejo o metáfora en una tragedia histórica; mientras que, en De vidas ajenas, las consecuencias de un tsunami y de dos procesos paralelos de cáncer relativizan y neutralizan la insatisfacción de un neurótico acomodado. Ahora, de nuevo, el drama histórico, el horror de los atentados contra Charlie Hebdo o el de los campamentos de refugiados de Leros o Lesbos comparten espacio con el malestar anímico del escritor.

El libro empieza queriendo ser una obra ligera sobre el yoga visto desde la realidad del autor, y a lo largo de sus páginas nos repite que no miente. Pero sí hay trampas. Quienes le han seguido libro a libro reencontrarán sus tics y sus mantras, como el lema freudiano según el cual la salud mental es ser capaz de amar y trabajar. Él mismo hace constantes referencias a sus novelas anteriores, que se mezclan con citas a otros escritores, como la referencia a “la lamentable y magnífica familia de los nerviosos” de Marcel Proust. Incluso a la mirada lectora conocedora, a pesar de su suspicacia, le resultará difícil no caer en algunas de las trampas: la mayor, creer que el autor se limitará a su propósito de hablar sólo de yoga, tai-chi y meditación y de cómo estas prácticas le han hecho una persona mejor. No tarda apenas nada en que ese objetivo se ponga en tela de juicio. Tal vez nos pone en alerta la sonada polémica que precedió a la publicación del libro en Francia. Su exmujer, la periodista Hélène Devynck, bajo contrato le obligó a suprimir o cambiar algunos fragmentos en los que se hablaba de su relación. Ella dijo que Carrère miente y él tuvo que reescribir parte del libro.

Sabemos de su profunda crisis psiquiátrica, de los terribles diagnósticos que llegaron, de su ingreso en una institución de salud mental y de los electroshocks que le aplicaron; pero no sabemos qué sucedió con la mujer con la que aparentemente llegó a tocar la felicidad y que le hizo desear no ser la persona que necesitaba inventar historias abyectas para entender el mundo.

Todavía inmerso en su enfermedad, se implicó en un proyecto de voluntariado en el campamento de refugiados de Leros, en Grecia. Allí impartió un taller literario a un grupo de adolescentes con historias terribles que finalmente también hay quien pone en duda. En el campamento, el autor convive con el horror provocado por la guerra, la miseria y los desplazamientos. Y allí, en el dolor ajeno, que no es el de los chicos, vuelve a encontrar la parábola apropiada para superar su propio malestar anímico. Reconociendo la sombra que amenaza a su cómplice en el taller literario del campamento, encuentra la luz que convive con la oscuridad, que, a la vez, la hace posible y la disipa. Un equilibrio como el del yin y el yang, una alternancia como la de inspirar y expirar.

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8 de febrero de 2021
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Mengua el oro en Jaén

Costó encontrar a alguien que pudiera abrirme. Necesitaba recuperar la cartera con documentos que pude olvidar en algún banco de la catedral de Jaén ahora cerrada al ser más de las ocho de la tarde. Un quiosquero jocundo me indicó dónde vivía el llavero y, gracias a ciertos enjuagues, conseguí reintegrarle, momentáneamente, a su lugar de trabajo y así recorrer la nave de cabo a rabo hasta dar con el objeto perdido. No tenía el empleado prisa en salir, quizá a la espera de nuevos favores, pero me esperaban en el hotel Condestable Iranzo y consideraba suficientemente retribuido el servicio extemporáneo. Justo al llegar al pasadizo de escape y volver la cabeza para evitar golpeármela con un arbotante reparé en una sombra o figura casi humana que se movía rápida por uno de los corredores en galería que coronaban los flancos de la sala. Ahora al llavero se le había despertado la prisa y a mi pregunta de quién a estas horas andaba por ese lugar respondió con un vago ‘son máculas que resbalan a través de la logia’ al tiempo que me empujaba hacia afuera y cerraba el portón desde la calle girando la llave a velocidad vertiginosa. Fue inútil insistir, llegó a decirme entre sarcástico y amenazante si yo no estaría borracho y tendría alucinaciones.

Al día siguiente, terminada la sesión congresual, volví a la catedral, a sus alrededores, en concreto al barrio judío. Merodeé largo rato, hasta que, en un lóbrego portal contiguo a la taberna El Gorrión, conocí al autoproclamado rabino Bonaffos Abanbrom que, a cambio de unas monedas, me facilitó la lista de pobladores actuales de la catedral de Jaén, no reconocidos por la autoridad eclesiástica, lista confeccionada, según él, a partir de datos aportados por personas de confianza. Estos pobladores, sin duda pertenecientes a la para muchos extinta Sociedad de la Alquimia Inversa, moran en recovecos secretos del edificio catedralicio y, en horas nocturnas, convierten el oro de los retablos, imágenes y objetos litúrgicos, en metales poco nobles, cumpliendo así la profecía que anuncia el fin del boato católico.

Pobladores de la Catedral de Jaén, según el rabino Bonaffos Abanbrom:

Maestro Bartolomé. Condición: espectro. Uno de la familia Corvera. Condición: insepulto. José Martínez de Mazas. Condición: espectro. Eufrasio López de Rojas. Condición: lupo. Marianela Rebujo de Alcanforado. Condición: lamia. Sempiterna Bonó de Gargolés. Condición: mora. Jacopo Florentino. Condición: ráfaga.

 

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8 de febrero de 2021
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A propósito de Gibbon: imperio frente a nación

La actualidad catalana nos devuelve a la cuestión del nacionalismo. Y caigo de nuevo en la tentación de releer a Edward Gibbon, el ilustrado historiador británico, reconocido autor de La Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, uno de los libros memorables de la literatura universal a juicio del genio erudito de Jorge Luis Borges, para quien, obviamente, el buen relato histórico es tan literatura como cualquier novela. The Decline and Fall... fue, además, el libro de cabecera de Winston Churchill y, por dicha razón, un mito legendario en mi casa paterna. Churchiliano de pro, mi padre se pasó media vida intentando adquirir en librerías de viejo alguna edición en castellano de los volúmenes de Gibbon, sin conseguirlo. Eso sí, compró una ilustrada Historia de los Romanos del francés Victor Duruy, en edición de 1888 publicada por Montaner y Simón, que hizo las delicias de mi infancia.

No es extraño que en España no se encontraran traducciones de Gibbon, sus libros fueron perseguidos por la Inquisición y no fue hasta mediados del siglo XIX que se editó una glosada versión en ocho tomos, del aragonés José Mor de Fuentes, desaparecida casi por completo de la circulación, según me confirma el bibliófilo Luis Caruana. Por tales razones, la bonita edición que Alba hizo hace unos años de la versión abreviada de The Decline and Fall... fue saludada con entusiasmo y ya va por la quinta edición. Poco después, en 2006, al fin, la editorial Turner inició la publicación de la obra completa en cuatro volúmenes con la traducción de Mor pero despojada de arcaísmos... Y en 2012, la nueva editorial de Jacobo Siruela, Atalanta, saca al mercado en dos tomos la obra mítica de Gibbon en traducción más actual de José Sánchez de León.

Excuso comentar la influencia de Gibbon sobre los historiadores y escritores británicos, de Toynbee a Robert Graves, influencia que resulta directísima en libros como Juliano, el apóstata de Gore Vidal. Pero más allá de los relatos concretos sobre el devenir de los emperadores de Oriente y Occidente que son bien ilustrativos y muy bien documentados para su época por Gibbon, lo que más resaltaría del legado de este escritor, al que llamaron el Voltaire inglés, es su visión sobre el Imperio. Él escribió cuando su país llevaba camino de convertirse en una potencia imperial y analizó la cuestión romana desde esa óptica. Fuera cierto o no, para Gibbon el Imperio es la civilización, el orden, el arte y la filosofía, pero también el amparo de las minorías y de los ciudadanos. Al otro lado del Limes se campa entre la barbarie. Reconoce los extravíos, no tanto del sistema como de los hombres, no del Imperio sino de algunos emperadores tiránicos. Pero en líneas generales, para Gibbon el Imperio promueve el derecho y la igualdad de derechos. Medio siglo después de su muerte a finales del xviii, sus congéneres ingleses pensarían lo mismo del Imperio Británico.

Es una visión que más tarde también encontraremos en Stefan Zweig, a propósito del añorado Imperio Austro-húngaro (en alemán no es imperio sino monarquía), ese lugar político donde florecieron tantas nacionalidades como margaritas era capaz de admirar su emperatriz Sissí de Baviera y en cuya Duma se empleaba el latín como idioma vehicular dada la babélica naturaleza de aquel parlamento. Un extinto imperio que hoy se disemina hasta en trece naciones distintas y que, el mismo Churchill, quiso recuperar al acabar la guerra mundial como estado-tapón frente al posible renacer del poder prusiano.

Comprendo que para las generaciones que surgieron a la conciencia en el entorno de los años 60, el imperialismo sea un concepto peyorativo y difícil de tragar. Crecimos rodeados por el odio intelectual a los americanos, del mismo modo que al otro lado del Telón de acero se sobrevivía en el odio a lo soviético. Pero los tiempos cambian y las perspectivas ganan en prudencia y experiencia. Obviamente no todos los imperios son iguales y, a veces, ni se parecen. Pero conviene rescatar no tanto lo que la Historia finalmente nos muestra, que casi siempre es peor de lo que imaginamos, o de lo que el cine nos ha idealizado, sino esa visión gibboniana que está en la raíz de muchas propuestas ideológicas moderadas, de un cierto ideal democrático por más que pragmático y no tan utópico como algunos quisieran.

Llevamos demasiado tiempo instalados en la creencia favorable a los particularismos, al folklore y las raíces, en una espiral que se dirige hacia la tribu más que hacia el mundo. Del romanticismo alemán acá, pasando por la doctrina Wilson, no hemos fomentado más que a la nación frente al imperio, incluso enarbolamos a nuestra nación para refutar a los otros nacionalistas. Lo vemos los españoles en el caso de Cataluña, ansiosa –dicen– por crear su propia nación, con su camisita y su canesú: su hacienda y su bandera, su selección de hockey y su lengua... donde nadie, en cambio, durante estos últimos años se ha preguntado por la diversidad de procedencia de sus individuos... o por la inextricable red del comercio con España. La nación parece que da por hecha la cohesión social, el amparo tribal. Como si en esa Arcadia tan recreada sensiblemente por los nacionalistas ya no hubiera diferencia de rentas ni herencias y se garantizara por ser indígena la completa igualdad de oportunidades.

Gibbon lo contraargumenta mejor. Al modo darwinista explica cómo para administrar muchos territorios es necesaria una buena organización, y para lograr esta última resulta indispensable ser ordenado y justo. El imperio, dirá, se hace más versátil y comprensible, se adapta a lo diverso al tiempo que necesita ser universalista, de lo contrario se desmadejaría en muy poco tiempo. En ocasiones, incluso, su exceso de tamaño puede permitir zonas improductivas como el arte por el arte –y sin compromiso político ni grupal–, y hasta, como Séneca apunta, unas cuantas excrecencias. Tal cual ocurrió durante el Imperio Español, al que terminaron por caracterizar los pícaros y la zanganería.

 

  • Artículo compilado en el volumen No hagan olas (Ediciones Elca).
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7 de febrero de 2021
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Lampedusa

No hablo de la isla donde tantas almas perdidas se ahogaron sin tocar tierra de Europa, sino de otro nombre igualmente siciliano que ha sido mi mejor salvavidas en estas olas nuestras que no acaban nunca. Poca gente de la que aún lee libros le negaría a Giuseppe Tomasi di Lampedusa el haber escrito una de las mayores novelas del siglo XX, El gatopardo, trascendental en sí, más allá de la excelente adaptación filmada por Visconti. Pero aunque se dio a conocer tarde y murió pronto, Lampedusa no es sólo el autor de esa obra profunda y amena. El pasado noviembre llegó a las librerías Relatos (Anagrama, traducción de Ricardo Pochtar), que recoge, muy bien anotada, su restante prosa de ficción: el germen prometedor de una novela que no desarrolló y dos textos capitales, La sirena, deliciosa fábula de periodistas, eruditos y la fogosa mujer-pez que los traslada de lo animal a lo sobrehumano, y Recuerdos de infancia, 90 páginas de memorias de extraordinaria viveza, que reflejan mundos de ensueño y paraísos desvanecidos. La exploración de las casas habitadas por el Giuseppe niño se convierte en un fascinante viaje interior acompañado de familiares, amigos y mujeres evocadas entre la invención y el olvido, pues como dice al comenzar, “Me reservo el derecho de mentir por omisión”.

Esas memorias de Lampedusa no llegaron a las previstas Juventud y Madurez, como alguna de las obras egotistas de Stendhal, figura seminal en su formación de escritor. Por fortuna, además de inventar, Lampedusa dominaba el arte del ensayo conversado, instructivo y humorísticamente divagatorio: sus Conversaciones literarias de literatura francesa, las Lecciones sobre Stendhal o sobre Shakespeare, descubren a un profesor que imparte ciencia con inmensa ocurrencia (su obra aquí publicada cuenta con muy buenos traductores, Colinas, Monreal, Marcial Suárez, Romana Baena, Pochtar). La voz de un gran maestro hablando de aquellos que le enseñaron a serlo.

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5 de febrero de 2021
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La Corona

En la cuarta y última temporada de la prestigiosa serie The Crown (favorita un año más a los Golden Globe), los guionistas la toman agriamente con la familia real británica. No solo con Elisabeth II, reina durante 68 de sus 94 años, soberana de más de una quincena de Estados, sino con todo su entorno Windsor, “el equipo” como a ella misma le gusta definir al conjunto de miembros de la realeza que mantienen el programa de la monarquía en el Reino Unido.

A lo largo de los ocho nuevos capítulos de la serie, la fulgurante aparición de Diana Spencer y su imagen más candorosa, cercana e, incluso, más pop, contrasta de modo radical con el envaramiento y conservadurismo de los Windsor (anteriormente Hannover Sajonia Coburgo Gotha), una casa de origen alemán, fría y de un tradicionalismo fuera de lo común. De poco sirven los desencuentros de la reina con la primera ministra, la ultraconservadora Margaret Thatcher, cuyo férreo liderazgo es, en cambio, del agrado del duque Felipe de Edimburgo, tío segundo de Sofía de Grecia, o sea, tío abuelo de nuestro actual rey Felipe VI.

De popularizarse la serie en el mercado español, dudo, por ejemplo, que una firma del prestigio de Porcelanosa siguiera confiando en el príncipe Carlos de Gales para sus campañas de branding junto aIsabel Preysler, tal es el retrato que se hace del personaje, cercano a la estupidez y muy cruel con su joven esposa. Y ello a pesar de que, el actor que encarna al príncipe, es el mismo que nos había mostrado una cara muy divertida asumiendo el rol del escritor Lawrence Durrell en la serie dedicada a su familia.

Por no hablar de sus hermanos, definidos como caprichosos e indolentes, tanto Andrés como Eduardo, o su disparatada tía Margarita… un conjunto de familiares que viven a todo trapo entre palacios suntuosos y grandes extensiones para goces y cacerías –incluyendo ciervos de dieciséis puntas en las tundras escocesas–, mientras una servidumbre que parece inagotable, les acompaña por todas sus incontables estancias.

La sensación de derroche de la realeza se confronta, de nuevo, con la sencillez en esta ocasión de la propia Thatcher, quien durante los largos consejos de ministros cocinaba para su propio gabinete en el minúsculo habitáculo dedicado a los fuegos en el Diez de Downing Street. Con delantal de ganchillo.

En suma, la vida de la familia real británica resulta más anacrónica conforme el tiempo histórico que se retrata en el telefilm se va acercando a nuestros días. ¿Quiere todo eso decir que los productores de la serie se posicionan contra la monarquía? Ni lo creo, ni lo parece. De hecho, otros personajes “republicanos” que van apareciendo en pantalla son retratados de modo igualmente cruel y crítico. Es el caso del primer ministro australiano, el laborista Bob Hawke, a quien se tilda de oportunista. O del presidente norteamericano Lyndon B. Johnson, perfilado como un auténtico patán.

A los españoles también nos vendría bien reconocer un serial de esta calidad sobre nuestros Borbones, para desvelar las luces y sombras de los personajes concretos que han dado lugar a las dos últimas restauraciones monárquicas en nuestro país. De ese modo tal vez se podría centrar el debate en torno a la monarquía como forma de jefatura del Estado, de su virtualidad política y de su coste práctico para las arcas de la nación, pues conviene no olvidar que se trata de elegir un modelo, no de cuestionar la monarquía por inoportuna y ahistórica.

Un brillante periodista y novelista –premio Nadal–, liberal y culto, Sergio Vila-Sanjuán, lo ha explicado recién y lúcidamente en su último libro, Por qué soy monárquico (Ariel, 2020). Nuestro cronista se confiesa, en medio del torbellino antiborbónico catalán, contra el simplismo de la corriente progre y justo cuando al rey emérito Juan Carlos I se le ha desmoronado el castillo –ahora sabemos que de naipes–construido durante la transición democrática. En un país de excesos como el nuestro, históricamente tenso y “cainita”: entre ricos y pobres, católicos y ateos, centralistas y periféricos…, la figura de un rey sometido a los designios de un parlamento democrático es la mejor forma, a juicio de Vila-Sanjuán –y del mío, ya lo he escrito en varias ocasiones– de mantener “la paz civil y el progreso”.

Ello no es óbice para que los comportamientos delictivos se persigan entre cualquiera de los miembros de la Casa Real, y a que, en efecto, no resulte tolerable que el anterior monarca se dedicara a la rapiña consentida para poder financiar el tren de vida que se auto otorgó como merecedor del mismo. Que Juan Carlos I acabe juzgado y condenado, que el oprobio caiga sobre él y tenga que devolver el dinero birlado parece lo más saludable para el sistema constitucional español y a ese menester se inclina, incluso, su propio hijo y nuevo rey, Felipe VI, dedicado en cuerpo y alma a enderezar el curso de la monarquía actual.

No obstante, la historia deberá ser algo más indulgente con Juan Carlos I, pues el juicio de los historiadores tendrá en cuenta la orfandad económica con la que se reinstauró la monarquía tras el franquismo –frente a la realeza británica, que atesora una de las principales fortunas y patrimonios del planeta–, la envenenada continuidad de los regímenes que se sucedieron, la tristeza ideológica que envuelve la leyenda de la II República española, así como el papelón como principal embajador y director comercial de la marca España que con éxito desempeñó el rey emérito mientras este país se modernizaba.

Lo que tenga que ser, será, pero la monarquía, avanzado el siglo XXI, ya solo puede entenderse completamente armonizada con el sentir de los tiempos, en la misma longitud de onda de sus súbditos, imposible jugando el rol de cazadores blancos de elefantes “negros” –o de ciervos de dieciséis puntas, da igual. Aquí, y en la Gran Bretaña o en Zimbabue.

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4 de febrero de 2021
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El asalto a la democracia imaginado por los escritores

Un gigante de las libertades con pies de barro. Era verdad. Viendo en la tarde del día de Reyes el asalto al Capitolio de Washington quedó en evidencia lo que tantos escritores y cineastas han venido narrando sobre los peligros de la ultraderecha patriótica norteamericana, cuyo modus cogitatio se ha diseminado gracias a Internet entre amplias franjas de la población. Puede que predominante, incluso, entre las familias medias religiosas, los blancos silvestres más desclasados, los vaqueros sureños y del medio oeste, blue collars de las zonas desindustrializadas y, también, entre los muchos latinos muy integrados.

En efecto, existe otro melting pot estadounidense, otra olla donde se entremezclan etnias y diversidades, pero no creando la tantas veces loada utopía de los padres de la nación y de la cruzada antiesclavista de Abraham Lincoln, sino fraguando la distopía de una América neofascista. Solo les faltaba un líder sin vergüenza ni moral, un hijo del circo televisivo capaz de ponerse al frente del imperio hegemónico, Donald Trump.

No he leído a Sinclair Lewis pero la tarde del asalto me recordaba su predicción literaria mi amigo Gerardo Roger, uno de los mejores urbanistas de este país. El joven periodista y luego nobel escritor, Sinclair Lewis, publicaría en 1935 la novela It Can’t Happen Here (Eso no puede pasar aquí), una fábula política en la que Franklin D. Roosevelt perdía las elecciones frente a un candidato demagogo y totalitario, simpatizante oculto de nazis y fascistas europeos, que emerge con el apoyo de la América más profunda y rural azotada por la depresión económica.

Un argumento semejante fue novelado mucho después por Philip Roth, en 2005. La conjura contra América también presenta a Roosevelt perdiendo las elecciones ante el héroe de la aviación, Charles Lindbergh, un consumado antisemita que deriva a los Estados Unidos durante su ficticio mandato hacia la xenofobia y el aislacionismo. Una novela magistral y perfectamente plausible visto lo visto estos días, considerada una de las mejores de su autor, a quien injustamente no le llegó para alcanzar el Nobel pero que, al menos, recibió el Princesa de Asturias en nuestro país. Tiene también su versión televisiva en HBO.

Más enrevesada es la historia de política ficción que crearía Philip K. Dick en 1962. Apenas un lustro antes de publicar la novela que daría inspiración a la película fetiche Blade Runner, el orwelliano Dick escribió El hombre en el castillo, una obra maestra de la ucronía –que hubiera pasado en la historia si… los nazis lanzan una bomba atómica destruyendo Washington y provocando la rendición aliada.

Mundos cuánticos paralelos y líos amorosos de la protagonista aparte, El hombre en el castillo plantea la nazificación de la historia y del ideario social americano, cuyo exaltado racismo tendría a los judíos y a los negros como víctimas en un mundo que convive con la eugenesia de modo normalizado. La trama del escritor dará pie, décadas más tarde, a una producción televisiva por parte del mismo Ridley Scott que ha sido emitida por Amazon Prime en un largo culebrón desde 2015 hasta 2019.

Estas son solo algunas de las manifestaciones literarias que mejor describen la zozobra política de la democracia liberal americana a manos de fuerzas profundamente reaccionarias; pero hay más, muchas más. Se trata de un tema clásico en la cultura estadounidense con múltiples variantes.

La atmósfera racista, densa y conservadora del profundo Sur constituiría prácticamente todo un subgénero del cine y la literatura norteamericana (Faulkner, Tennessee Williams, Harper Lee…), del mismo modo que las denuncias del Ku-klux-klan compendian todo un capítulo aparte con el cineasta Alan Parker (Arde Mississippi, 1988) a la cabeza.

Otros apartados serían los retratos de los grupos supremacistas filmados por Costa Gavras o Michael Moore, o las conspiraciones ultras en las cloacas del sistema tan frecuentes en las películas de Oliver Stone, Tim Robbins o Spike Lee, este último verdadero adalid de la denuncia negra contra la discriminación y los perversos efectos psicosociales de la esclavitud: su reciente y corrosivo film Infiltrado en el KKKlan (2018), mereció incluso el premio del jurado en un festival tan institucional y progresista como Cannes.

Por lo demás, el declive del western –por costoso de producir– nos ha privado de continuar conociendo historias macabras sobre el exterminio de los nativos americanos, tan de moda en los 60 y 70 (Pequeño gran hombre, La puerta del cielo, Bailando con lobos…), por no hablar del antijudaísmo, muy presente en el país más allá de Manhattan como escribieron Saul Bellow o Bernard Malamud. Y no quiero dejar de citar a algunos de los grandes cineastas del cine político más clásico, de Frank Capra a Preston Sturges o el mismísimo John Ford (El último hurra, 1958) quienes no necesitaron asimilarse al izquierdismo comunista para defender los valores de un sistema político que desde su nacimiento se fundamentó en la libertad y el respeto al disidente.

Pero al respecto de la intrincada mezcolanza de la civilización norteamericana conviene adentrarse en un libro de gran rareza pero de mucha utilidad para tratar de comprender el alma de ese país. Son las poéticas memorias de un político, miembro de una larga saga de políticos, circunstancia habitual en los EEUU: La educación de Henry Adams, 1907, publicado en nuestro país por Alba en 2001. Henry Adams recopila sus impresiones como nieto de un presidente, hijo de embajador, congresista, profesor en Harvard y turista en Europa. Adams defiende la educación como único camino hacia la convivencia, pero cree que los imperios no pueden sostenerse solo con una sobredosis de equilibrios y, al mismo tiempo, reconoce que el vigor americano proviene del caos de una sociedad multirracial y joven, “sexualmente activa”.

Queda claro entonces que el asalto al Capitolio no es un episodio casual. Lleva tiempo larvándose y transita más allá de la ideología que abandera el Partido Republicano y con la que incluso se puede comulgar –libre mercado, pocos impuestos, estado delgado, americanismo…–. Aunque a partir de ahora los republicanos van a necesitar una gran catarsis para disociarse de Trump y los delirantes creyentes del movimiento QAnon, agitadores de las redes sociales por donde difunden teorías conspirativas de alcance paranoide.

El tipo disfrazado de búfalo, tatuado y semidesnudo entre el mobiliario de los ilustres congresistas fija la imagen del descenso de esos anónimos negacionistas a los infiernos de la América perturbada, a la “gran desolación americana” como ha definido Paul Auster: Proud Boys con barbas, gorra y chaleco que atacan a los negros, Boogaloos vestidos con camisas hawaianas que propugnan una nueva guerra civil, “aceleracionistas” que consideran acabadas a las democracias por culpa de la corrupción…

No es casual, tampoco, que durante el mandato trumpiano las fantasías nazis en América de Lewis, Dick o Roth hayan vuelto a las listas de libros más vendidos en los Estados Unidos, un país que, en su otra parte, presenta un altísimo nivel de lectura y los mejores departamentos universitarios de literatura. Allí es donde deben estar conspirando los amantes de la democracia fundacional.

 

PD: Algunos días después de publicar este artículo, El País Semanal da cuenta de una larga e intensa conversación entre la especialista en arquitectura, Anatxu Zabalbeascoa, y el heterodoxo novelista norteamericano Chuck Palahniuk, a propósito de la inminente edición española de su último libro, El día del ajuste, en el que se narra un premonitorio asalto al Capitolio de Washington durante una nueva guerra civil de carácter étnico desatada en los EEUU. Ver el enlace: https://elpais.com/elpais/2021/02/05/eps/1612523374_425722.html

 

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3 de febrero de 2021
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Los replicantes

Los encargados de dilucidar el futuro de la robótica aseguran que pasaremos por un estadio presidido por la extrañeza, y en el que ya no podremos distinguir a primera vista un ser humano normal de un replicante elaborado artificialmente.

Blade Runner trata en realidad de ese momento profetizado para los estudiosos de la robótica. Al pistolero del futuro encarnado por Harrison Ford  no le resulta tan fácil localizar a los replicantes. Son iguales que los demás. Miento: son en realidad más perfectos y tienen sentimientos más profundos que los nuestros y más conectados con la infinitud del universo y su deslumbrante sucesión de nebulosas y galaxias.

El mundo de los replicantes es más antiguo de lo que creemos. En el Génesis el hombre es una especie de replicante menor de Dios y sus ángeles, y en la mitología griega abundan las estatuas vivientes fabricadas por artesanos celestiales como Hefaistos.

Pero hay que advertir que se trata siempre de replicantes anteriores al estadio de la extrañeza, muy anteriores, ya que esos replicantes de la antigua Grecia dejaban clara su naturaleza metálica y artificial, como los autómatas que elaboraba Juanelo Turriano, ingeniero al servicio de Carlos V.

Lo interesante de Blade Runner es que se trata de la primera vez que la literatura y el cine se adentran en los misterios del estadio de la extrañeza y viven desde dentro el vértigo de la confusión. Tanto en la novela de Philip K. Dick en la que se basa el filme como en la obra de Ridley Scott sentimos mucha simpatía por los replicantes, que nos parecen más humanos que los humanos. Todo indica que ese sueño, o esa pesadilla, se hará algún día realidad y nos costará saber si nuestra novia es humana o un ser artificial. Ese problema identitario podría derivar en tragedia si de pronto, en lugar de dudar de tu novia o tu novio, dudases de tus padres. Una tarde, mientras te bañas en la piscina, percibes que hay algo extraño en el cuerpo de tu padre, algo ligeramente robótico. El terror psicológico está asegurado.

En una de sus novelas, Torrente Ballester crea una replicante sublime: un robot femenino que compone poesía mística de muy alto voltaje. Es casi imposible no enamorarse de ella. No en vano, es la primera replicante de la ficción universal capaz de componer poesías tan elevadas como las de santa Teresa. La ironía de Torrente Ballester no puede ser aquí más certera. Nos presenta un robot, cierto, pero un robot místico que se entrega a las más portentosas e inspiradas operaciones líricas vinculadas a la esencia de la divinidad. Así desarmas a cualquiera.

Antes de Blade Runner los replicantes que salían en las películas no eran propiamente robots biológicos, más bien solían ser extraterrestres que imitaban la apariencia humana: un subgénero todavía presente en nuestros días e insistentemente defendido por todos los que creen que los extraterrestres llevan un tiempo entre nosotros y que no los distinguimos porque son lobos que saben disfrazarse muy bien de corderos.

A ese respecto, tengo un amigo que está convencido de que ya estamos viviendo en el estadio de la extrañeza. ¿Desde cuándo? Mi amigo calcula que desde hace medio siglo. Una madrugada, yendo con él hacia París en un expreso nocturno me contó lo siguiente:

-Hace unos quince años conocí a una mujer en la catedral de Sigüenza, y hasta creí enamorarme de ella. La descubrí mirando el doncel de alabastro, y me pareció una mujer sublime. Su mirada verdosa era pura inteligencia: un mundo de esmeraldas líquidas en el que apetecía sumergirse. La observé con insistencia, por ver si ella me miraba a mí. Hasta que al fin me miró: Ay, Dios, fue como si una flecha de oro me atravesase el corazón, y a punto estuve de desvanecerme ante el muchacho de piedra que lleva no sé cuántos siglos leyendo el mismo libro y nunca se cansa. Cuando me repuse del susto ella había desaparecido y salí del templo y recorrí las calles desiertas hasta que la volví a ver en el bar de la estación. Tres noches después la mujer y yo nos fuimos a un hotel de Madrid, y tuvimos relaciones sexuales de muy alta intensidad. No te lo puedes imaginar. Estábamos como quien dice en el paraíso cuando sentí la escalofriante certeza de que la mujer que me acariciaba y me recitaba al oído El cantar de los cantares era una replicante.  Desde entonces vivo sin vivir en mí.

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3 de febrero de 2021
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El planeta desde el que miran a Bach

La NASA informó que según datos del telescopio espacial Kepler, hay un planeta muy parecido al nuestro, casi del mismo tamaño, cuya distancia a su pequeña estrella hace que tenga una temperatura y una atmósfera que podrían alojar agua y vida.
Por el sistema de ir llamando los cuerpos celestes descubiertos por ese telescopio, bautizado en honor del astrónomo del mismo nombre, se llama Kepler-1649c. En la ilustración, puesto al lado de una foto de la tierra, parece idéntico: de hecho, tiene 1,05 veces la superficie de nuestro planeta.
¿Habrá vida en Kepler-1649c? ¿Nos estarán mirando? ¿Nos habrán descubierto?
El problema es que este planeta está muy lejos: a 300 años luz. A mí lo que más me fascina en esto de las distancias siderales es cuando la lejanía se transforma en tiempo. Recuerdo cuando en el colegio entendí que un año luz no es una medida de tiempo sino de distancia, pero de distancia medida en los años que tarda la luz, tan veloz en nuestras cercanías terrestres, en llegar a un confín a otro de la galaxia.
300 años luz. Eso significa que, si nos están mirando, los instrumentos presumiblemente avanzados de los keplerinos están viendo ahora lo que pasaba en la tierra en 1721.
Como tengo muchas cosas que hacer, pero una pregunta como esta no admite dilación, me puse a buscar qué nos estaba pasando en 1721.
Ese año, los dinamarqueses poblaron Groenlandia, se fundó la Universidad de Caracas, subió al trono de Pedro el papa Inocencio XIII, murió el pintor Antoine Watteau y nació la Condesa de Pompadour.
Nada espectacular.
Pero algo extraordinario sí pasó en 1721, que es hoy mismo para los observadores de Kepler-1649c.
En su modesto estudio en Köthen, soñando con cambiar de destino y conseguir un puesto en la corte del marqués de Brandemburgo, Johann Sebastian Bach se afanaba componiendo sus Conciertos brandemburgueses.
Imagino, en esa lejanía que se transforma en tiempo, que una raza avanzada de keplerianos, con un instrumento inimaginable para nosotros, está ahora asomándose a la ventana de gruesos vitrales y a la mesa rústica del compositor, mientras crea su milagro de música instrumental, para flauta y trompeta, para dos violas, para flautas dulces, para un violín punzante y para el clavecín que, en el solo al final del primer movimiento del quinto concierto se lanza a jugar, como si improvisara, con la máxima libertad creadora y una extrema precisión rítmica y tonal.
Ahí está ahora el viejo Juan Sebastían, componiendo música celestial y soñando con un puesto de sirviente mejor que el que tiene, y para el que coloca al comienzo del paquete con sus partituras una carta en que pide al duque de Brandenburgo indulgencia para sus limitados medios, dada la gran sapiencia de tan distinguido señor.
El duque de Brandenburgo nunca abrió el paquete con estas maravillas, que nunca fueron tocadas en su salón, y nunca se consideró a Bach para un puesto en su corte; tendrá que esperar un lustro más para finalmente poder irse de la marchita corte de Köthen, a servir a los adustos y obtusos obispos de Leipzig, para quienes compuso sus dos pasiones, y que tampoco reconocieron su valía.
Más de un siglo después de la muerte de su autor, en la biblioteca de la corte de Brandenburgo se encontraron, sin abrir, estas partituras. Pero para que puedan ver eso los keplerinos todavía falta un siglo. Y otro siglo más para que este planeta se abra al mayor genio musical de la historia.
Duele hoy la forzada humildad del genio. John Eliot Gardiner, un gran escritor y el mejor intérprete actual de la obra de Bach, se pregunta cómo se veía Bach en su monumental tratado sobre la obra del genio.
En Música en el castillo del cielo, Gardiner estudia con amor e infinito respeto y profundidad todo lo poco que nos queda de la vida y el personaje más allá de su música.
¿Sabía Bach que era un genio? ¿Sabía que era más grande y sería mucho más valioso y perenne que los pomposos nobles y obispos a los que servía y a los que pedía humildemente migajas?
¿Sabía que su obra sería inmortal?
Me da escalofríos pensar que hoy, ahora mismo, desde un planeta como el nuestro a 300 años luz de distancia, unos seres seguramente más avanzados que nosotros lo están espiando mientras entinta su pluma y anota en su pentagrama manchado otra corchea milagrosa.

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2 de febrero de 2021

ALEX WONG (AFP)

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Te recuerdo, Amanda

Vestía un abrigo rojo con vuelo y coronaba su frente con una diadema. Parecía recién salida de un libro dorado de juventud. Fui afortunada: entramos juntas en el ascensor y pude seguir admirándola. Se pintó los labios y hablamos sobre el rojo; recitó un par de versos de Lorca con un quiebro que asustaba, y se rió al vibrar con las erres. Me contó que era poeta, norteamericana, y que el equipo de Prada la había fichado a través de Instagram. Los tentáculos virtuales de las redes sociales habían acercado a una desconocida joven universitaria de Harvard hasta la miel de la moda. Se llamaba Amanda Gorman, tenía 21 años y había empezado a escribir de niña para entender por qué la vida no era fácil. Fue su forma de perder el miedo a un mundo donde ser negra y mujer significaba no estar del lado de los ganadores.

Intercambiamos correos: estudiaba en Madrid y prometió llamarme. Una tarde llegó en autobús desde la avenida de América. Llevaba un cuaderno y me preguntaba con perspicacia acerca de las expresiones que usábamos. Su autoconfianza desbordaba los contornos de su traje. Se definía como “escritora anónima”. Quedamos en hacer un reportaje sobre ella, pero Oprah Winfrey la descubrió y adelantó su regreso a EE.UU.

No la había vuelto a ver hasta la semana pasada. En la toma de posesión del presidente Biden. Allí estaba Amanda, con su inamovible sonrisa, y un compás que, como los flamencos, marca con el paladar cada sílaba. Celebrando que “una negra flaca descendiente de esclavos y criada por una madre soltera pueda soñar con convertirse presidenta o encontrarse de repente recitando para uno”.

Ella le puso rostro a esa utopía de la que habíamos perdido su sombra. “Si fusionamos la misericordia con el poder, y el poder con los derechos, entonces el amor se convierte en legado”, como dice el poema que recitó: “The hill we climb”. La opinión internacional elogió su activismo poético, pero en nuestra España algunos la consideraron cursi y otros provincianearon, reprochándole que hubiera preferido ir al desfile de Prada en lugar de leer versos en clase.

Amanda posee un poderoso espejo: todos aquellos que se miran en él se ven mejores. Lo supieron Miuccia Prada, Hillary Clinton o Jill Biden, que la propuso para la ceremonia. Esta es una historia feliz. Amanda lleva una cabeza dentro de su cabeza. Y encarna un futuro que suena con latido, un faro para los jóvenes achicados por la precariedad y la pandemia que acorta sus pasos. ¡Ah, esa frescura, Amanda, capaz de combatir el persistente olor a vinagre!

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2 de febrero de 2021
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El Boomeran(g)
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