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Cien años con Astor Piazzolla

Por 12 de marzo de 2021 Sin comentarios

Roberto Herrscher

Hace hoy cien años nació Astor Piazzolla. Quiero compartir un texto que escribí hace más de 20 años, que publiqué en La Nación de Costa Rica y luego en mi libro El arte de escuchar. Es el más antiguo y el más personal de los perfiles de esa colección. Su música nunca dejará de acompañarme, como a tantos de los hijos de su arte. 

Hay música que nos gusta. Hay música que nos enamora. Pero solo unos pocos compositores e intérpretes, un puñado de canciones y melodías en el mundo nos hacen sentir que fueron compuestas para nosotros. Que nos hacen decir: «Este concierto es un espejo». O: «Hay algo en mi cuerpo que está tocando ese instrumento». O: «Esa canción soy yo».

En mi caso, admiro el jazz moderno, me alegra el swing y adoro a Mozart. Pero cuando Astor Piazzolla llena su bandoneón de vida y aire y fuego y recuerdos, tengo que cerrar los ojos.

Cierro los ojos y ahí estoy, hace quince años. Desaparece el presente y estoy otra vez en Buenos Aires. Acabo de llegar muy temprano a un espectáculo en un barcito en la calle Juramento del barrio de Belgrano y me dejan entrar. Mi asiento es el más barato, acuclillado en la escalera. Escapo del sol de la tarde y entro en el mundo del tango, donde siempre está oscuro y húmedo. El bar está vacío. Camino pegado al escenario y ahí lo veo. Parece un acordeoncito, pequeño, negro, arrugado y sereno. En la penumbra brillan los botones blancos a cada lado. Los botones están gastados de tanta música. El instrumento parece tan desamparado entre un piano de cola y un contrabajo. Tan frágil. Tan humano. Mis manos se mueven sin consultarme y por un segundo, la yema de mi dedo índice toca el bandoneón de Piazzolla.

Astor Piazzolla toca como hablamos. Sus manos extraen suspiros plañideros sobre una rodilla apoyada en un taburete. Los brazos se abren y se cierran para contarnos nuestras propias historias, con voces manchadas por el cigarrillo, con gestos franceses y manos italianas. El bandoneón de Piazzolla habla Buenos Aires y su color son las infinitas variantes del gris lluvioso.

Dicen que nació en Mar del Plata en 1921, pero no es verdad. Piazzolla existió siempre, y cuando no lo veíamos estaba mamando jazz negro en Nueva York, estudiando armonía en París, grabando discos como un poseso en Milán, o escuchando a los borrachos en los boliches del abasto y las cantinas del puerto de Buenos Aires. Dicen que murió en 1992 pero no me van a obligar a creerlo. Por ahí andará.

Rueda el disco. Mientras su quinteto reinventa el tango con cada murmullo y aullido del piano, el contrabajo, la guitarra, el violín y el bandoneón, los aromas de Buenos Aires invaden la sala, esté donde esté. El olor se combina enseguida con el regusto de la última copa derramada sobre una mesa donde la conversación fue demasiado lejos, o se pierde entre las espirales del pan recién horneado al volver a casa con las luces del alba.

Mis ojos siguen cerrados. Piazzolla está tocando y el aire se detiene, pegajoso y espeso, con un regusto de brisa fresca y ácida del río, que acaricia las copas de las tipas y el lomo de los empedrados en las calles de Buenos Aires.

¿Cómo va a estar muerto alguien que levanta una ciudad con el suspiro de un instrumento?

El niño peleón

El 4 de agosto de 1990 el cerebro de Astor Piazzolla, unos de los músicos más geniales del siglo xx, sucumbía a un infarto en París, en medio de una gira de conciertos. En coma profundo fue transportado a Buenos Aires y nunca se despertó. Su muerte vino casi dos años después, el 4 de julio de 1992. El estado casi vegetal de Piazzolla fue un mazazo para todos los que lo conocieron. Era inconcebible que el creador más activo, polémico y creador que haya dado la música de América Latina, estuviera inmóvil, como astillado en vida. En los primeros meses tras la vuelta, decenas de amigos, colegas y hasta políticos hicieron la procesión hasta su cama. Pero la actividad febril, la lengua punzante, el genio creador ya no estaban allí. Con el tiempo las visitas se comenzaron a espaciar hasta hacerse muy esporádicas.

El compositor, director y bandoneonista tuvo un fin con el que nadie había soñado. Durante veintitrés meses de coma, estaba pero no estaba. Los que lo habían criticado y combatido hasta la crueldad ahora le rendían homenajes, se declaraban sus discípulos; se celebraban festivales y simposios con su obra. Dicen que él, en su cama, de vez en cuando, esbozaba algo parecido a una sonrisa. Su última compañera, Laura Escalada, sufría estoicamente a su lado. Curioso destino para un artista que nunca dejó de pelear buscando la perfección en el arte.

Astor Piazzolla nació en la ciudad costera de Mar del Plata el 11 de marzo de 1921. Era hijo de inmigrantes del sur de Italia: su padre, el «nonino» que el músico eternizó en su creación más famosa Adiós Nonino), era comerciante, artesano y buscavidas. La madre, igual de trabajadora y abnegada, se deslomó en la peluquería, la manicura y la costura.

En 1925 los Piazzolla dejaron todo para probar suerte en Estados Unidos. En las calles del Greenwich Village, entre mafiosos italianos, irlandeses y judíos, el niño Astor aprendió a defenderse en la ley de la calle. Pocos meses antes de entrar en coma le contaba al periodista Natalio Gorín: «A los seis años ya me habían echado de dos escuelas por peleador. Los pibes de mi barra me decían Lefty (zurdo), porque mi trompada ya se había hecho famosa. Yo era violento, malo en serio. Formaba parte de una barra muy fuerte, de italianos; nos peleábamos siempre con la barra de los judíos. Era la versión infantil de lo que pasaba entre los grandes. Lo nuestro no pasaba de las trompadas, pero había que tener agallas, y a veces aguantar palizas terribles; el que escapaba era considerado cobarde».

Varias veces Piazzolla reflexionó en entrevistas sobre lo que le sirvió esa dura escuela para levantarse una y otra vez, sobreponerse a insultos y ataques, hasta lograr revolucionar el tango. Durante casi toda su carrera, los músicos clásicos argentinos lo consideraban un cabaretero más, y los tangueros de la vieja guardia, un traidor. Él apretaba los dientes y los puños, como en las callejas del Manhattan de los años veinte y seguía adelante.

El amigo de Gardel

La foto parece de mentira: un adolescente flaco y con cara de pícaro, con un manojo de diarios bajo el brazo apunta hacia un punto en la lejanía. Un policía y dos hombres miran en la misma dirección. Es una escena de la película El día que me quieras, de 1937. Uno de los hombres es el actor de la época de oro del cine argentino Tito Lusiardo. El otro es Carlos Gardel. El adolescente es Astor Piazzolla. ¿Cómo se conocieron los dos genios del tango?

En la década de 1930, don Vicente Piazzolla, un fanático del tango, le compró a su hijo un bandoneón, pero el niño no se interesaba por los discos de tango de su padre. Prefería escuchar y tocar piezas de Bach o levantar presión con la orquesta de Cab Calloway y otras grandes bandas de jazz de la época.

Fue en ese tiempo cuando Carlos Gardel llegó a Nueva York para grabar esas películas que dieron la vuelta a América Latina y compitieron con éxito contra las grandes producciones de Hollywood. Un Piazzolla de trece años le llevó una talla en madera, ofrenda de admiración de su padre. Gardel adoptó al joven como guía, y por varias semanas iban juntos de compras y paseaban por la ciudad. Gardel casi no hablaba inglés.

Al enterarse de que Astor tocaba el bandoneón, lo invitó a acompañarlo en sus espectáculos. El adolescente tuvo que aprender a las apuradas sus primeros tangos. También apareció como actor improvisado, haciendo de canillita (niño vendedor de diarios) en su película más famosa. Aunque parezca increíble, en ese momento el tango no le gustaba. Tuvo que volver a Mar del Plata a los dieciséis para que le empezara a picar el bichito.

El tanguero

En una antología del maestro publicada en los ochenta se incluye la carta con la que Piazzolla se lanzó a abrazar la música que lo llevaría a todo el mundo: a los dieciséis años, ya de vuelta en Argentina, le escribió al famoso violinista Elvino Vardaro en un español espantoso lleno de anglicismos, diciéndole que era su «hincha» y que quería estudiar con él. Años después Vardaro formaría parte de uno de los quintetos de Piazzolla.

A los dieciocho años Astor abandonó Mar del Plata para siempre y se instaló en Buenos Aires. Su sueño era entrar en el mundo del tango. Tocó con la orquesta del Tano Lauro, un conjunto de segunda fila, esperando su ocasión para entrar en una de las grandes orquestas de la época de oro (que para Piazzolla duró de 1940 a 1955). Con sus característicos empuje, seguridad en sí mismo y desparpajo, Piazzolla iba a los bares que frecuentaban los músicos de la orquesta más famosa, la del Gordo Aníbal Troilo, Pichuco.

Su ocasión se presentó cuando un músico de Pichuco enfermó poco antes de una gira. Troilo aceptó escucharlo. «Toqué dejando la vida en cada nota, y cuando terminamos el Gordo me dijo lo que esperaba por vía indirecta, en ese idioma tan particular que tenía: “Pibe, nosotros actuamos con pilcha azul, ya lo sabe”», le contaba Piazzolla años después a su biógrafo Natalio Gorín.

En los cinco años en que tocó con Troilo, Piazzolla se formó como músico y como persona. Se casó con la pintora Dedé Wolff, tuvo dos hijos (Diana y Daniel), escuchó a las grandes orquestas de la época (Osvaldo Pugliese, Horacio Salgán) y empezó poco a poco a escribir arreglos para Troilo y reemplazar al maestro en los solos de bandoneón. Tres mañanas por semana estudiaba contrapunto y composición clásica con el «erudito» vanguardista Alberto Ginastera. Soñaba con casar el tango y la música clásica.

Después de actuar en los clubes de barrio, dormía un par de horas y se iba a los ensayos de la Filarmónica de Buenos Aires. Por las noches, intentaba aplicar las armonías de Béla Bartók a los tangos de Arolas o Julio de Caro que arreglaba para Pichuco.

El estudiante

Pero en 1944 Piazzolla ya estaba listo para volar. Dejó a Troilo y formó una orquesta para acompañar al popular cantor Fiorentino, y dos años más tarde lanzó su propio grupo. Pero por primera vez no tenía claro adónde tenía que ir. Le pareció que la música clásica le daría la respuesta. Ganó una beca del gobierno de Francia y en 1954 parte a París para estudiar con la más importante pedagoga de la época, Nadia Boulanger, la maestra de Leonard Bernstein, Philip Glass, Ígor Markévich y Dinu Lipatti.

Piazzolla había llegado a París con un baúl lleno de partituras clásicas. El bandoneón lo dejó en el armario del hotel: le avergonzaba reconocer su «pasado tanguero». Las primeras semanas, la gran Boulanger encontraba sus piezas correctas pero faltas de vida y carácter. Hasta que se le ocurrió preguntarle qué hacía en Buenos Aires, y llegó el gran momento.

Así se lo contó años después a Natalio Gorín: «Nadia me miró a los ojos y me pidió que tocara uno de mis tangos en el piano. Ahí le hablé del bandoneón, que no esperara escuchar un buen pianista porque en realidad no lo era. Ella insistió: “No importa, Astor, toque su tango”. Y entonces empecé con Triunfal. Creo que no habré llegado a la mitad. Nadia me detuvo, me tomó las manos… y me dijo: “Astor, esto es hermoso, me gusta mucho, aquí está el verdadero Piazzolla, no lo abandone nunca”. Y esa fue la gran revelación de mi vida».

Al volver a Buenos Aires, Piazzolla ya tenía señalado el camino. Fundó su Octeto de Buenos Aires y una orquesta de cuerdas. Después vinieron los quintetos, las orquestas y el sexteto final. Se metió de lleno en fusiones con los movimientos de vanguardia de la música clásica y el jazz, y compuso la música de unas cincuenta películas. Pero siempre recordó la lección de Nadia Boulanger: lo suyo era la reinvención del tango.

El músico clásico

«Piazzolla nos obligó a estudiar a todos», dijo una vez su colega Osvaldo Pugliese.

En ritmo de tango, Astor compuso suites, conciertos, piezas para insospechadas combinaciones insospechadas, y hasta fugas (como las de Johann Sebastian Bach) de impecable factura. Su creación más ambiciosa, María de Buenos Aires, es una ópera (él la llamó, con mezcla de modestia y soberbia, «operita») con letra de Horacio Ferrer.

Piazzolla pensó que su obra comenzaría un nuevo género en la música de su ciudad, y su gran frustración fue no encontrar seguidores de su talla. Su ópera no fue la primera, sino la única en tiempo de tango. Sin embargo, cada vez más los músicos clásicos tocan sus obras.

Algunos de los grandes instrumentistas del siglo, como el chelista Yo-Yo Ma, el pianista Daniel Barenboim o el violinista Gidon Kremer, abrazaron con pasión la música de Piazzolla. Sus respectivos discos piazzollianos son grandes éxitos en Europa y Estados Unidos. Aún en vida de Piazzolla, orquestas y cuartetos de cuerda, como el vanguardista Cronos, le encomendaban piezas y las tocaban con él por los cinco continentes. Incontables grupos de danza bailan cada año las melodías violentas y líricas de este tanguero que comenzó marcando el compás para el Tano Lauro.

Su conquista, contra viento y marea, del mundo de la música clásica se corona la noche del 11 de junio de 1983. Allí, con su bandoneón y su quinteto, llena las más de tres mil butacas en los siete pisos del Teatro Colón.

Para los músicos populares argentinos, gritarles «¡Al Colón!» desde las baldosas de un salón de baile o en el pasto de un parque o un estadio es como mentarles un paraíso que nunca será suyo: la entrada en el templo mayor de la Gran Música. Allí Piazzolla no entró copiando los ejemplos que le mostraba su maestro Ginastera ni adaptando lo que aprendió en París, sino de la mano del tango. Su tango.

El inventor

Antes de Piazzolla, el tango era fundamentalmente una música bailable, urbana, con letras muy elaboradas debidas a grandes poetas (Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Cátulo Castillo, Enrique Cadícamo), pero con un universo de melodías y armonías que iban perdiendo vigor con el paso de las décadas. Piazzolla lo lanzó a alturas insospechadas usando su conocimiento de la historia del tango desde adentro, su prodigiosa imaginación para los timbres y colores instrumentales, su talento para inventar la melodía que llega al corazón, y su conocimiento de la polifonía de Bach y la armonía de Bartók y Ravel.

Con Tango del Ángel, Lo que vendrá, Adiós Nonino, Las cuatro estaciones porteñas, Retrato de Alfredo Gobbi o Concierto para quinteto, inventa un nuevo lenguaje para hablar de una ciudad que, en los cincuenta y sesenta, se expandía, se modernizaba y se sofisticaba. Piazzolla ponía la banda sonora de una nueva Buenos Aires. Muchos jóvenes se reconocían en sus cadencias, pero la guardia vieja siempre le guardó rencor. No le perdonaban haber «destruido el tango», como decían. Pero no se daban cuenta de que el viejo tango se estaba convirtiendo en una pieza de museo.

Después de María de Buenos Aires, Piazzolla se acercó más al gran público con una versión renovada del «tango-canción».

Así lo recuerda su compañera Laura Escalada: «En 1969 la Balada para un loco es un enorme éxito mundial. Ese género, más comercial, lo acerca al gran público. Su público, hasta entonces integrado por un grupo reducido de entendidos, se hace cada vez más numeroso y reconoce en Piazzolla la expresión auténtica de la música de Buenos Aires. Así es que cosecha los más cálidos éxitos en América Latina».

A la Balada para un loco, interpretada por la voz arenosa y callejera de Amelita Baltar y por el decir cansino de Roberto Goyeneche, le siguieron otros grandes tangos-canción: Chiquilín de Bachín, El gordo triste (homenaje a Troilo), Balada para mi muerte o Los pájaros perdidos. Si uno se pone a caminar por las callejas empedradas de San Telmo, de la Boca, de Palermo o del Abasto, seguro que escuchará a un camionero que carga sus cajas o una señora con ruleros barriendo la vereda mientras silban un tango de Piazzolla. Si uno se para a preguntarles, probablemente la señora de los ruleros o el camionero no sepan de quién es. No hay mayor gloria para un músico popular.

Y nunca dejó de inventar. En palabras de su viuda: «Astor Piazzolla es uno de los pocos compositores que pudo grabar, y representar en conciertos la casi totalidad de su obra, la cual abarca unos cincuenta discos. En sus últimos diez años, escribió más de trescientos tangos, unas cincuenta banda musicales de films…, así como también temas musicales para obras teatrales y ballets».

El jazzista

Ya desde sus días de infancia en las calles de Nueva York, Piazzolla siempre fue un apasionado del jazz. En sus versiones de tangos clásicos, como El Choclo o La Cumparsita, jugaba transformando el compás tradicional del dos por cuatro en un swing tranquilo, para volver hacia el final a un reconocible chan-chan. En Coral, del disco del quinteto Adiós Nonino de 1969, se acerca a lo que están haciendo los jazzeros más sofisticados de los cincuenta y sesenta, como Miles Davis, Charlie Parker y Gerry Mulligan.

Por eso no resultó extraño cuando las grandes figuras del jazz se empezaron a interesar por la obra de Piazzolla y vieron puntos de comparación entre lo que ellos querían hacer a partir del hot jazz de Nueva Orleáns y lo que Astor estaba creando a partir del tango. La diferencia era que en el Cono Sur, Piazzolla estaba solo.

Laura Escalada recuerda que «en 1974, Gerry Mulligan, una de las máximas figuras del jazz, solicita a Piazzolla trabajar en conjunto y así nace Summit. En 1986, graba con Gary Burton en el Festival de Montreux la Suite for Vibraphone and New Tango Quintet, lo que despierta la admiración de grandes solistas de jazz como Pat Metheny, Keith Jarrett, Chick Corea, quienes a su vez le irán encargando obras. En 1989, la revista de jazz Down Beat ubica a Piazzolla entre los mejores instrumentistas del mundo».

Años de soledad, el tercer tema del lado A en el viejo disco Summit, resume este uso que hace Piazzolla de elementos a primera vista imposibles de juntar, para llenarlos de sentido, arte y emoción. El saxofón barítono de Mulligan desgrana el tema, un milagro de melodía, y en el momento álgido se le une un bandoneón sorpresivo, como una punzada en la boca del estómago. Su juego tiene el ritmo sincopado del jazz, el sabor del tango y la erudición de los clásicos. ¿Qué es? ¡Qué importa! Es la música de Buenos Aires.

Piazzolla se dio el gusto, al final de su vida, de llenar el Central Park de Nueva York con su fusión de tango y jazz. Como con la música clásica, este fue otro regreso triunfal a los orígenes.

El pescador de tiburones

Piazzolla amaba la playa de olas furiosas de Punta del Este, en Uruguay, donde el Río de la Plata se junta con el Atlántico. Allí salía mar adentro en el barco de su amigo Dante para enfrentarse con los monstruos prehistóricos. «Me volvía loco la pelea con un bicho de ciento veinte o ciento cuarenta kilos tirando mar adentro. Es uno contra uno, aunque yo tenía el auxilio de un corsé porque nunca se sabe, aparece un tiburón como el de la película y se lleva todo a la rastra, empezando por el pescador», le contaba a Gorín en el mismo Punta del Este. «Era como un desafío. Uno más. Nunca le tuve miedo a nada. Ni en la tierra ni en el mar.»

Era el espíritu del músico que perdió y rehízo su grupo mil veces. Que invirtió todos sus ahorros para montar María de Buenos Aires. Que rechazó tocar en los bailes de carnaval porque le imponían el estilo del tango tradicional. Que sufrió las afrentas de los viejos tangueros y el desprecio de los académicos, hasta que se sobrepuso a todo a fuerza de genio y voluntad. Cuando estaba a punto de disfrutar de su merecida fama, el cuerpo le empezó a fallar.

En 1988 le hicieron un cuádruple bypass y el médico le prohibió pescar tiburones. Nunca dejó de extrañar esos terribles combates en alta mar. Pero sí pudo seguir tocando, y en el verano europeo de 1990, en la cumbre de su prestigio, era la estrella en conciertos sinfónicos y festivales de jazz.

En ese momento de actividad febril lo sorprendió el ataque al corazón.

Lo acompañaba Laura Escalada, una periodista de televisión que en 1976 lo convocó para una entrevista y se convirtió en la mujer de su vida.

Hoy Laura se dedica a difundir la obra de su marido desde la Fundación Astor Piazzolla.

Esto decía Piazzolla: «Tengo una ilusión: que mi obra se escuche en 2020. Y en 3000 también. A veces estoy seguro, porque la música que hago es diferente. Porque en 1955 empezó a morir un tipo de tango para que naciera otro».

Astor Piazzolla es para siempre nacimiento y novedad. Como homenaje seguramente le gustaría que nadie lo llore ni lo idolatre, sino que lo escuchen, lo discutan y sientan con él el pulso de Buenos Aires.

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Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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