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Hola, Soledad

En Japón el gobierno ha creado un ministerio de la Soledad ante el crecimiento del número de suicidios a raíz de la pandemia. Pero, obviamente, el virus de la soledad ha estado en el aire que se respira en las grandes ciudades desde muchos antes; en 2018 se había establecido ya otro ministerio de la Soledad en Inglaterra, cuando nueve millones de personas declararon sentirse solas.

En España, un estudio reciente de la Universidad Pontificia Comillas deja ver que la soledad ha aumentado en un cincuenta por ciento. Y once por ciento de los encuestados confiesa sentir “soledad grave”, mientras sólo el cinco por ciento declara que ya tenía ese sentimiento desde antes de la pandemia.

En el mundo orwelliano de 1984, el Gran Hermano crea ministerios para asuntos subjetivos, pero que sirven para todo lo contrario de lo que sus nombres expresan:  el ministerio de la Paz organiza la guerra, el de la Verdad, difunde las mentiras, el del Amor ejecuta las torturas, y el de la Abundancia administra el racionamiento. En este caso, el ministerio de la Soledad se ocupa verdaderamente de los solitarios.

En la novela de Nathaniel West, Miss Lonely Heart, las almas desesperadas, mujeres sobre todo, escriben al columnista de una periódico en busca de alguna respuesta de consuelo. Pero ahora no se trata de club de corazones solitarios, sino de la intervención burocrática del estado en las vidas de las personas agobiadas por la desolación dentro de las cuatro paredes del encierro de sus casas.

A finales de la década de los años sesenta, cuando vivía en San José, Costa Rica, asistí a un festival de cortometrajes de directores jóvenes de Estados Unidos, y entre ellos recuerdo uno: una muchacha camina sola un atardecer por las calles de Nueva York, sin tener qué hacer ni con quién hablar, ve en un escaparate de una tienda de discos un vinilo que la atrae por el título, “Cómo ganar un amigo”, y lo compra; de vuelta en la estrechez de su apartamento se pone a oírlo.

 La voz masculina, entrenada para divertir a los solitarios, la saluda, le pregunta por su trabajo, por sus gustos; después la invita a aplaudir, y aplauden; a cantar, y cantan; y le pide que se acerque. Ella ríe, con pena, con cierto miedo; él le dice que no tema, que va a decirle algo privado, y el mensaje es: has ganado tu primer amigo. Al final, la voz amistosa que la ha hecho aplaudir, cantar y reír se traba en el último surco del disco y queda repitiendo fin fin fin fin. Si mal no recuerdo, el corto se llamaba Muchacha Solitaria.

En la década siguiente, en Berlín Occidental las noticias de la soledad me llegaron de otra manera: en el Tagesspiegel aparecían pequeñas notas acerca de los ancianos que morían confinados en sus apartamentos, lejos de sus familias. La policía se enteraba por el aviso de los vecinos de que la luz, en ese apartamento, no se apagaba. Entonces escribí un cuento que se llama Vallejo, donde imagino esas ventanas encendidas brillando como estrellas dispersas en los distintos barrios del inmenso mapa de Berlín, hasta formar toda una constelación.

Un ministerio de la Soledad debe, tener por fuerza, un organigrama; un ministro a la cabeza, un gabinete de dirección, mandos medios, burócratas, un sistema de detección de casos y de alertas. Legiones de sicoterapeutas entrenados para ofrecer antídotos contra la sensación asfixiante de aislamiento; en convencer a quienes se sienten atrapados en la ratonera que hay esperanzas de que el futuro no será la pantalla del ordenador frente a los ojos, las sesiones de zoom que se repiten en ese infinito juego de espejos donde lo plano se ha impuesto como la realidad, y empezamos a olvidar el mundo tridimensional donde había manos de las que asirse, brazos que abrazaban, rostros que acariciar.

La doctora Helena van Hoof, profesora de Psicología de la Salud en la Universidad de Vrije, en Bruselas, afirma que nos hallamos ante el "mayor experimento psicológico de la historia", que es el aislamiento social masivo por el que ha pasado al menos un tercio de los habitantes del planeta, obligados a cuarentenas, muchos una y otra vez, ante cada nueva alarma de rebrote del virus. El “estrés tóxico”, que ha afectado al menos a la mitad de la población mundial.

La soledad vista desde el otro lado de la soledad. En Managua, vivir confinado en un apartamento es una rareza bastante excéntrica, ya se ve por el fracaso del negocio inmobiliario de construir torres de viviendas en el centro urbano, que envejecen deshabitadas. Una ciudad horizontal, aún teñida por la cultura de la convivencia rural, de casas con patios divididos por cercos y setos por encima de los cuales los vecinos pueden sostener conversaciones, allí o en las tertulias en las aceras; y donde toda medida de prevención contra el virus, empezando por el aislamiento social, ha fracasado bajo el estímulo del gobierno mismo, que sigue incitando a la gente a salir a la calle y juntarse en ferias y procesiones despreciando las mascarillas.

Mas que un ministerio de la Soledad, les tocaría instituir un ministerio del Jolgorio, y otro de la Contaminación.

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15 de marzo de 2021
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Hay espíritus

Hace un par de semanas participé en una sesión de espiritismo. Fue un acto voluntario que tenía para mí la curiosidad de lo ignoto y el placer de encontrarme con gente amiga que hacía tiempo que no veía. La mesa de los espiritistas no era aquel día practicable, tampoco había médium de carne y hueso, y las voces llegaban con la nubosidad que estos contactos extrasensoriales es lógico que tengan. En un momento dado algo se interfirió en ese más allá del mundo inmaterial y perdí el nexo con los otros espíritus afines. Pero la reunión continuó sin mí satisfactoriamente, se tomaron conclusiones, ninguna de ellas de carácter metafísico ni conminatorio, y un aviso escrito en mis dispositivos de uso doméstico-laboral me hizo saber que yo, muy atrasado respecto a media humanidad, acababa de ser desde mi casa copartícipe, con otras diez personas, de una sesión de “Zoom”.

No se rían de mí, todavía. Ni me tengo por un palurdo ni soy el enemigo de la modernidad antropocena. En la medicina, por ejemplo, me alegra que las máquinas vean más que nosotros, y doy la bienvenida, sin necesitarla de momento, a la robótica, como se la di en su día a la semiótica, sin entenderla. Sólo pido un poco de piedad con el torpe o el comodón, con el distraído, con el mayor de edad analógico, y mi queja, una vez asumida por irremediable la dictadura de lo digital, va contra el imperialismo de las aplicaciones. Empieza a ser normal que en los bancos, los centros deportivos y otras instituciones y recintos, si no te aplicas no eres nadie. ¿Seguirá estando mal visto oponerse a esas coacciones cuando, acabadas las olas del coronavirus, el mar esté en calma? Desconfío de los negacionistas pero confieso ser presencialista prudente, vocalista en vivo aunque tapado, lector táctil. No olvidemos la vida en directo, en la que los códigos sean el de no matar ni robar y el de circular sin atropellar.

 

 

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15 de marzo de 2021
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El deporte rey

El mejor regalo que he recibido estas Navidades ha sido un televisor de plasma, de no sé cuantas pulgadas, con un dispositivo incorporado que permite sintonizar no menos de 476 canales. Era algo que llevaba tiempo esperando y que según parece es el objeto de deseo del 89,4% de los varones españoles mayores de 67 años. O sea que, por fin, puedo ver un partido de fútbol ya que nunca, por ser friolero, he acudido a un campo y en el antiguo televisor apenas se distinguían los jugadores, solo daban un encuentro a la semana, que nunca coincidía con el que podía interesarme, uno en el que jugara el equipo del que soy hincha. Ahora todo ha cambiado y, embutido en un sillón orejero que dispone de una mesita auxiliar abatible, en la que coloco latas de cerveza y platitos con encurtidos y surtido variado de frutos secos y kikos, presencio, sin parar, partidos y partidos aunque, en este momento, en que ya llevo unas semanas, he de decir que hay algunas cosas que me están sorprendiendo. La primera son los escupitajos. Cada vez que la cámara ofrece un primer plano de un jugador, este escupe; dice mi yerno que es para abonar de modo natural, no químico, el césped. Tampoco entiendo la cantidad de futbolistas negros que juegan en las competiciones españolas, incluso llegué a pensar, pero también fue mi yerno quien lo desmintió, que se podría tratar de una competición entre equipos del Protectorado, pero dice que esa figura jurídica ya no existe. Sin embargo, y sin ninguna duda, lo que me resulta más chocante es la presencia continuada, diría que permanente, de un individuo que acostumbra a permanecer de pie en el borde del campo cuando juegan los maños, que son los míos, y que es el meteorólogo de apellido Maldonado, uno de los hombres del tiempo más simpáticos, y al que en estas retransmisiones llaman Míster; le habrán cambiado el nombre por cuestiones políticas ya que, y ahora lo recuerdo, se llamaba José Antonio.

 

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14 de marzo de 2021
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El hombre cuenta (VIII): aún la ‘chinese room’

Me preguntaba en una columna anterior si una máquina podría captar el sentido de una frase fuera metafórica o no  Útil será al respeto recordar el argumento del filósofo americano John  Searle en la reflexión conocida como “La cámara china (The Chinese Room)”. Como base, no exclusiva, de discusión al respecto glosaré aquí lo avanzado desde hace ya 40 años por el filósofo John Searle, profesor en la Universidad de California, en trabajos a los que se alude a menudo con la expresión genérica “The Chinese Room”.

John Searle se sitúa a sí mismo en el interior de una habitación en la que se han dispuesto diversos cestos provistos de signos de la lengua china, la cual el pensador desconoce por completo. No obstante, opera con los signos en conformidad a un libro de instrucciones totalmente ajeno al aspecto significante de los mismos. Por ejemplo, siguiendo el libro Searle establece una función que atribuye a cada composición de signos del cesto 1, determinada composición de signos en el cesto 2.

Supongamos también que en el exterior hay personas que entienden chino y que envía un paquete de signos a Searle que, tanto individualmente como colectivamente, están cargados de significación y que constituyen, por ejemplo, una pregunta. Cuando Searle los recibe, obviamente no ve pregunta por lado alguno. No obstante los manipula siguiendo el libro de instrucciones, remitiendo el resultado a sus interlocutores. Aquí interviene la variable más importante, y fuente de grave error: resulta que el libro de instrucciones ha sido concebido de tal forma que la manipulación efectuada por Searle hace coincidir el paquete de signos por él remitido con el que constituiría una respuesta a una pregunta plena de sentido.

Por ejemplo, si los signos que Searle recibe,  carentes para él de significación,  para los de fuera de la habitación significan: “¿cuál es su color preferido?”, entonces la manipulación  de los mismos conforme al libro de instrucciones da un conjunto de signos que dicen en lengua china: “mi color favorito es el azul, pero también me gusta mucho el verde”.

Al recibir el mensaje, los de fuera de la habitación se dirán: “este Searle habla chino”, aunque los que conocemos cual la situación en su complejidad, sabemos que la impresión de lo contrario se debe a la coincidencia entre el paquete de signos (carente de sentido dentro de la habitación) que el operador del libro de instrucciones hace corresponder al paquete “¿cuál es su color favorito?” y el paquete de signos “mi color favorito es el azul, pero también me gusta mucho el verde”. Sabemos, en suma, que todo reposa en la coincidencia sintáctica que,  sin embargo, en un caso (fuera de la habitación) tiene correlación semántica, mientras que en otro caso, carece de ella.

Este asunto del adiestramiento en la sintaxis en ausencia de sentido, es una suerte de constante en nuestro tiempo y afecta concretamente a gran parte del arte contemporáneo. Pero por lo que ahora concierne, he de enfatizar el hecho de que el Searle encerrado en la Chinese Room no sólo carece de la menor noción de chino, sino que, como siga en la situación descrita es imposible que llegue a tenerla, por mucho que los de afuera sigan enviándole mensajes en dicha lengua. Pues bien:

Considérese ahora que el libro de instrucciones es el programa de una computadora, el que lo escribió es el programador, los signos depositados en cestos son la base de datos y el propio Searle la computadora. Así tendremos razones para dar una elemental respuesta a la pregunta: ¿puede una computadora hablar?

Obviamente  el Searle-computadora manipula símbolos lingüísticos, pero no les otorga significación alguna. Carencia importantísima para el Searle que habla su lengua materna (ingles en este caso) y está por ello en condiciones de reflexionar sobre lo que efectúa; carencia que sin embargo no contaría en absoluto para una auténtica máquina, la cual como máximo hará con los signos de cualquier lengua lo que Searle hace con los signos del chino. ¿Y cómo ven realmente la cosa los que están  fuera?  Depende de cuál es el presupuesto ideológico con el que interpretan lo que constatan.. Supongamos que en el caso de la Chinese Room, las personas del exterior son fieles a la escuela conductista. Como el calificativo “conductista” indica, sólo juzgan de los contenidos mentales en función de la conducta observable. Dado que la conducta del Searle-computadora coincide con la de alguien que supiera chino, afirmarían que tal es el caso, por mucho que Searle proclamara que no tiene ni idea de tal lengua. Y a la inversa: puesto que se empeñan en decir que el Searle-computadora sabe chino, se comportan como conductistas, es decir, como observadores que se niegan a hacer hipótesis más allá de lo que observan.

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12 de marzo de 2021
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Cien años con Astor Piazzolla

Hace hoy cien años nació Astor Piazzolla. Quiero compartir un texto que escribí hace más de 20 años, que publiqué en La Nación de Costa Rica y luego en mi libro El arte de escuchar. Es el más antiguo y el más personal de los perfiles de esa colección. Su música nunca dejará de acompañarme, como a tantos de los hijos de su arte. 

Hay música que nos gusta. Hay música que nos enamora. Pero solo unos pocos compositores e intérpretes, un puñado de canciones y melodías en el mundo nos hacen sentir que fueron compuestas para nosotros. Que nos hacen decir: «Este concierto es un espejo». O: «Hay algo en mi cuerpo que está tocando ese instrumento». O: «Esa canción soy yo».

En mi caso, admiro el jazz moderno, me alegra el swing y adoro a Mozart. Pero cuando Astor Piazzolla llena su bandoneón de vida y aire y fuego y recuerdos, tengo que cerrar los ojos.

Cierro los ojos y ahí estoy, hace quince años. Desaparece el presente y estoy otra vez en Buenos Aires. Acabo de llegar muy temprano a un espectáculo en un barcito en la calle Juramento del barrio de Belgrano y me dejan entrar. Mi asiento es el más barato, acuclillado en la escalera. Escapo del sol de la tarde y entro en el mundo del tango, donde siempre está oscuro y húmedo. El bar está vacío. Camino pegado al escenario y ahí lo veo. Parece un acordeoncito, pequeño, negro, arrugado y sereno. En la penumbra brillan los botones blancos a cada lado. Los botones están gastados de tanta música. El instrumento parece tan desamparado entre un piano de cola y un contrabajo. Tan frágil. Tan humano. Mis manos se mueven sin consultarme y por un segundo, la yema de mi dedo índice toca el bandoneón de Piazzolla.

Astor Piazzolla toca como hablamos. Sus manos extraen suspiros plañideros sobre una rodilla apoyada en un taburete. Los brazos se abren y se cierran para contarnos nuestras propias historias, con voces manchadas por el cigarrillo, con gestos franceses y manos italianas. El bandoneón de Piazzolla habla Buenos Aires y su color son las infinitas variantes del gris lluvioso.

Dicen que nació en Mar del Plata en 1921, pero no es verdad. Piazzolla existió siempre, y cuando no lo veíamos estaba mamando jazz negro en Nueva York, estudiando armonía en París, grabando discos como un poseso en Milán, o escuchando a los borrachos en los boliches del abasto y las cantinas del puerto de Buenos Aires. Dicen que murió en 1992 pero no me van a obligar a creerlo. Por ahí andará.

Rueda el disco. Mientras su quinteto reinventa el tango con cada murmullo y aullido del piano, el contrabajo, la guitarra, el violín y el bandoneón, los aromas de Buenos Aires invaden la sala, esté donde esté. El olor se combina enseguida con el regusto de la última copa derramada sobre una mesa donde la conversación fue demasiado lejos, o se pierde entre las espirales del pan recién horneado al volver a casa con las luces del alba.

Mis ojos siguen cerrados. Piazzolla está tocando y el aire se detiene, pegajoso y espeso, con un regusto de brisa fresca y ácida del río, que acaricia las copas de las tipas y el lomo de los empedrados en las calles de Buenos Aires.

¿Cómo va a estar muerto alguien que levanta una ciudad con el suspiro de un instrumento?

El niño peleón

El 4 de agosto de 1990 el cerebro de Astor Piazzolla, unos de los músicos más geniales del siglo xx, sucumbía a un infarto en París, en medio de una gira de conciertos. En coma profundo fue transportado a Buenos Aires y nunca se despertó. Su muerte vino casi dos años después, el 4 de julio de 1992. El estado casi vegetal de Piazzolla fue un mazazo para todos los que lo conocieron. Era inconcebible que el creador más activo, polémico y creador que haya dado la música de América Latina, estuviera inmóvil, como astillado en vida. En los primeros meses tras la vuelta, decenas de amigos, colegas y hasta políticos hicieron la procesión hasta su cama. Pero la actividad febril, la lengua punzante, el genio creador ya no estaban allí. Con el tiempo las visitas se comenzaron a espaciar hasta hacerse muy esporádicas.

El compositor, director y bandoneonista tuvo un fin con el que nadie había soñado. Durante veintitrés meses de coma, estaba pero no estaba. Los que lo habían criticado y combatido hasta la crueldad ahora le rendían homenajes, se declaraban sus discípulos; se celebraban festivales y simposios con su obra. Dicen que él, en su cama, de vez en cuando, esbozaba algo parecido a una sonrisa. Su última compañera, Laura Escalada, sufría estoicamente a su lado. Curioso destino para un artista que nunca dejó de pelear buscando la perfección en el arte.

Astor Piazzolla nació en la ciudad costera de Mar del Plata el 11 de marzo de 1921. Era hijo de inmigrantes del sur de Italia: su padre, el «nonino» que el músico eternizó en su creación más famosa Adiós Nonino), era comerciante, artesano y buscavidas. La madre, igual de trabajadora y abnegada, se deslomó en la peluquería, la manicura y la costura.

En 1925 los Piazzolla dejaron todo para probar suerte en Estados Unidos. En las calles del Greenwich Village, entre mafiosos italianos, irlandeses y judíos, el niño Astor aprendió a defenderse en la ley de la calle. Pocos meses antes de entrar en coma le contaba al periodista Natalio Gorín: «A los seis años ya me habían echado de dos escuelas por peleador. Los pibes de mi barra me decían Lefty (zurdo), porque mi trompada ya se había hecho famosa. Yo era violento, malo en serio. Formaba parte de una barra muy fuerte, de italianos; nos peleábamos siempre con la barra de los judíos. Era la versión infantil de lo que pasaba entre los grandes. Lo nuestro no pasaba de las trompadas, pero había que tener agallas, y a veces aguantar palizas terribles; el que escapaba era considerado cobarde».

Varias veces Piazzolla reflexionó en entrevistas sobre lo que le sirvió esa dura escuela para levantarse una y otra vez, sobreponerse a insultos y ataques, hasta lograr revolucionar el tango. Durante casi toda su carrera, los músicos clásicos argentinos lo consideraban un cabaretero más, y los tangueros de la vieja guardia, un traidor. Él apretaba los dientes y los puños, como en las callejas del Manhattan de los años veinte y seguía adelante.

El amigo de Gardel

La foto parece de mentira: un adolescente flaco y con cara de pícaro, con un manojo de diarios bajo el brazo apunta hacia un punto en la lejanía. Un policía y dos hombres miran en la misma dirección. Es una escena de la película El día que me quieras, de 1937. Uno de los hombres es el actor de la época de oro del cine argentino Tito Lusiardo. El otro es Carlos Gardel. El adolescente es Astor Piazzolla. ¿Cómo se conocieron los dos genios del tango?

En la década de 1930, don Vicente Piazzolla, un fanático del tango, le compró a su hijo un bandoneón, pero el niño no se interesaba por los discos de tango de su padre. Prefería escuchar y tocar piezas de Bach o levantar presión con la orquesta de Cab Calloway y otras grandes bandas de jazz de la época.

Fue en ese tiempo cuando Carlos Gardel llegó a Nueva York para grabar esas películas que dieron la vuelta a América Latina y compitieron con éxito contra las grandes producciones de Hollywood. Un Piazzolla de trece años le llevó una talla en madera, ofrenda de admiración de su padre. Gardel adoptó al joven como guía, y por varias semanas iban juntos de compras y paseaban por la ciudad. Gardel casi no hablaba inglés.

Al enterarse de que Astor tocaba el bandoneón, lo invitó a acompañarlo en sus espectáculos. El adolescente tuvo que aprender a las apuradas sus primeros tangos. También apareció como actor improvisado, haciendo de canillita (niño vendedor de diarios) en su película más famosa. Aunque parezca increíble, en ese momento el tango no le gustaba. Tuvo que volver a Mar del Plata a los dieciséis para que le empezara a picar el bichito.

El tanguero

En una antología del maestro publicada en los ochenta se incluye la carta con la que Piazzolla se lanzó a abrazar la música que lo llevaría a todo el mundo: a los dieciséis años, ya de vuelta en Argentina, le escribió al famoso violinista Elvino Vardaro en un español espantoso lleno de anglicismos, diciéndole que era su «hincha» y que quería estudiar con él. Años después Vardaro formaría parte de uno de los quintetos de Piazzolla.

A los dieciocho años Astor abandonó Mar del Plata para siempre y se instaló en Buenos Aires. Su sueño era entrar en el mundo del tango. Tocó con la orquesta del Tano Lauro, un conjunto de segunda fila, esperando su ocasión para entrar en una de las grandes orquestas de la época de oro (que para Piazzolla duró de 1940 a 1955). Con sus característicos empuje, seguridad en sí mismo y desparpajo, Piazzolla iba a los bares que frecuentaban los músicos de la orquesta más famosa, la del Gordo Aníbal Troilo, Pichuco.

Su ocasión se presentó cuando un músico de Pichuco enfermó poco antes de una gira. Troilo aceptó escucharlo. «Toqué dejando la vida en cada nota, y cuando terminamos el Gordo me dijo lo que esperaba por vía indirecta, en ese idioma tan particular que tenía: “Pibe, nosotros actuamos con pilcha azul, ya lo sabe”», le contaba Piazzolla años después a su biógrafo Natalio Gorín.

En los cinco años en que tocó con Troilo, Piazzolla se formó como músico y como persona. Se casó con la pintora Dedé Wolff, tuvo dos hijos (Diana y Daniel), escuchó a las grandes orquestas de la época (Osvaldo Pugliese, Horacio Salgán) y empezó poco a poco a escribir arreglos para Troilo y reemplazar al maestro en los solos de bandoneón. Tres mañanas por semana estudiaba contrapunto y composición clásica con el «erudito» vanguardista Alberto Ginastera. Soñaba con casar el tango y la música clásica.

Después de actuar en los clubes de barrio, dormía un par de horas y se iba a los ensayos de la Filarmónica de Buenos Aires. Por las noches, intentaba aplicar las armonías de Béla Bartók a los tangos de Arolas o Julio de Caro que arreglaba para Pichuco.

El estudiante

Pero en 1944 Piazzolla ya estaba listo para volar. Dejó a Troilo y formó una orquesta para acompañar al popular cantor Fiorentino, y dos años más tarde lanzó su propio grupo. Pero por primera vez no tenía claro adónde tenía que ir. Le pareció que la música clásica le daría la respuesta. Ganó una beca del gobierno de Francia y en 1954 parte a París para estudiar con la más importante pedagoga de la época, Nadia Boulanger, la maestra de Leonard Bernstein, Philip Glass, Ígor Markévich y Dinu Lipatti.

Piazzolla había llegado a París con un baúl lleno de partituras clásicas. El bandoneón lo dejó en el armario del hotel: le avergonzaba reconocer su «pasado tanguero». Las primeras semanas, la gran Boulanger encontraba sus piezas correctas pero faltas de vida y carácter. Hasta que se le ocurrió preguntarle qué hacía en Buenos Aires, y llegó el gran momento.

Así se lo contó años después a Natalio Gorín: «Nadia me miró a los ojos y me pidió que tocara uno de mis tangos en el piano. Ahí le hablé del bandoneón, que no esperara escuchar un buen pianista porque en realidad no lo era. Ella insistió: “No importa, Astor, toque su tango”. Y entonces empecé con Triunfal. Creo que no habré llegado a la mitad. Nadia me detuvo, me tomó las manos… y me dijo: “Astor, esto es hermoso, me gusta mucho, aquí está el verdadero Piazzolla, no lo abandone nunca”. Y esa fue la gran revelación de mi vida».

Al volver a Buenos Aires, Piazzolla ya tenía señalado el camino. Fundó su Octeto de Buenos Aires y una orquesta de cuerdas. Después vinieron los quintetos, las orquestas y el sexteto final. Se metió de lleno en fusiones con los movimientos de vanguardia de la música clásica y el jazz, y compuso la música de unas cincuenta películas. Pero siempre recordó la lección de Nadia Boulanger: lo suyo era la reinvención del tango.

El músico clásico

«Piazzolla nos obligó a estudiar a todos», dijo una vez su colega Osvaldo Pugliese.

En ritmo de tango, Astor compuso suites, conciertos, piezas para insospechadas combinaciones insospechadas, y hasta fugas (como las de Johann Sebastian Bach) de impecable factura. Su creación más ambiciosa, María de Buenos Aires, es una ópera (él la llamó, con mezcla de modestia y soberbia, «operita») con letra de Horacio Ferrer.

Piazzolla pensó que su obra comenzaría un nuevo género en la música de su ciudad, y su gran frustración fue no encontrar seguidores de su talla. Su ópera no fue la primera, sino la única en tiempo de tango. Sin embargo, cada vez más los músicos clásicos tocan sus obras.

Algunos de los grandes instrumentistas del siglo, como el chelista Yo-Yo Ma, el pianista Daniel Barenboim o el violinista Gidon Kremer, abrazaron con pasión la música de Piazzolla. Sus respectivos discos piazzollianos son grandes éxitos en Europa y Estados Unidos. Aún en vida de Piazzolla, orquestas y cuartetos de cuerda, como el vanguardista Cronos, le encomendaban piezas y las tocaban con él por los cinco continentes. Incontables grupos de danza bailan cada año las melodías violentas y líricas de este tanguero que comenzó marcando el compás para el Tano Lauro.

Su conquista, contra viento y marea, del mundo de la música clásica se corona la noche del 11 de junio de 1983. Allí, con su bandoneón y su quinteto, llena las más de tres mil butacas en los siete pisos del Teatro Colón.

Para los músicos populares argentinos, gritarles «¡Al Colón!» desde las baldosas de un salón de baile o en el pasto de un parque o un estadio es como mentarles un paraíso que nunca será suyo: la entrada en el templo mayor de la Gran Música. Allí Piazzolla no entró copiando los ejemplos que le mostraba su maestro Ginastera ni adaptando lo que aprendió en París, sino de la mano del tango. Su tango.

El inventor

Antes de Piazzolla, el tango era fundamentalmente una música bailable, urbana, con letras muy elaboradas debidas a grandes poetas (Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Cátulo Castillo, Enrique Cadícamo), pero con un universo de melodías y armonías que iban perdiendo vigor con el paso de las décadas. Piazzolla lo lanzó a alturas insospechadas usando su conocimiento de la historia del tango desde adentro, su prodigiosa imaginación para los timbres y colores instrumentales, su talento para inventar la melodía que llega al corazón, y su conocimiento de la polifonía de Bach y la armonía de Bartók y Ravel.

Con Tango del Ángel, Lo que vendrá, Adiós Nonino, Las cuatro estaciones porteñas, Retrato de Alfredo Gobbi o Concierto para quinteto, inventa un nuevo lenguaje para hablar de una ciudad que, en los cincuenta y sesenta, se expandía, se modernizaba y se sofisticaba. Piazzolla ponía la banda sonora de una nueva Buenos Aires. Muchos jóvenes se reconocían en sus cadencias, pero la guardia vieja siempre le guardó rencor. No le perdonaban haber «destruido el tango», como decían. Pero no se daban cuenta de que el viejo tango se estaba convirtiendo en una pieza de museo.

Después de María de Buenos Aires, Piazzolla se acercó más al gran público con una versión renovada del «tango-canción».

Así lo recuerda su compañera Laura Escalada: «En 1969 la Balada para un loco es un enorme éxito mundial. Ese género, más comercial, lo acerca al gran público. Su público, hasta entonces integrado por un grupo reducido de entendidos, se hace cada vez más numeroso y reconoce en Piazzolla la expresión auténtica de la música de Buenos Aires. Así es que cosecha los más cálidos éxitos en América Latina».

A la Balada para un loco, interpretada por la voz arenosa y callejera de Amelita Baltar y por el decir cansino de Roberto Goyeneche, le siguieron otros grandes tangos-canción: Chiquilín de Bachín, El gordo triste (homenaje a Troilo), Balada para mi muerte o Los pájaros perdidos. Si uno se pone a caminar por las callejas empedradas de San Telmo, de la Boca, de Palermo o del Abasto, seguro que escuchará a un camionero que carga sus cajas o una señora con ruleros barriendo la vereda mientras silban un tango de Piazzolla. Si uno se para a preguntarles, probablemente la señora de los ruleros o el camionero no sepan de quién es. No hay mayor gloria para un músico popular.

Y nunca dejó de inventar. En palabras de su viuda: «Astor Piazzolla es uno de los pocos compositores que pudo grabar, y representar en conciertos la casi totalidad de su obra, la cual abarca unos cincuenta discos. En sus últimos diez años, escribió más de trescientos tangos, unas cincuenta banda musicales de films…, así como también temas musicales para obras teatrales y ballets».

El jazzista

Ya desde sus días de infancia en las calles de Nueva York, Piazzolla siempre fue un apasionado del jazz. En sus versiones de tangos clásicos, como El Choclo o La Cumparsita, jugaba transformando el compás tradicional del dos por cuatro en un swing tranquilo, para volver hacia el final a un reconocible chan-chan. En Coral, del disco del quinteto Adiós Nonino de 1969, se acerca a lo que están haciendo los jazzeros más sofisticados de los cincuenta y sesenta, como Miles Davis, Charlie Parker y Gerry Mulligan.

Por eso no resultó extraño cuando las grandes figuras del jazz se empezaron a interesar por la obra de Piazzolla y vieron puntos de comparación entre lo que ellos querían hacer a partir del hot jazz de Nueva Orleáns y lo que Astor estaba creando a partir del tango. La diferencia era que en el Cono Sur, Piazzolla estaba solo.

Laura Escalada recuerda que «en 1974, Gerry Mulligan, una de las máximas figuras del jazz, solicita a Piazzolla trabajar en conjunto y así nace Summit. En 1986, graba con Gary Burton en el Festival de Montreux la Suite for Vibraphone and New Tango Quintet, lo que despierta la admiración de grandes solistas de jazz como Pat Metheny, Keith Jarrett, Chick Corea, quienes a su vez le irán encargando obras. En 1989, la revista de jazz Down Beat ubica a Piazzolla entre los mejores instrumentistas del mundo».

Años de soledad, el tercer tema del lado A en el viejo disco Summit, resume este uso que hace Piazzolla de elementos a primera vista imposibles de juntar, para llenarlos de sentido, arte y emoción. El saxofón barítono de Mulligan desgrana el tema, un milagro de melodía, y en el momento álgido se le une un bandoneón sorpresivo, como una punzada en la boca del estómago. Su juego tiene el ritmo sincopado del jazz, el sabor del tango y la erudición de los clásicos. ¿Qué es? ¡Qué importa! Es la música de Buenos Aires.

Piazzolla se dio el gusto, al final de su vida, de llenar el Central Park de Nueva York con su fusión de tango y jazz. Como con la música clásica, este fue otro regreso triunfal a los orígenes.

El pescador de tiburones

Piazzolla amaba la playa de olas furiosas de Punta del Este, en Uruguay, donde el Río de la Plata se junta con el Atlántico. Allí salía mar adentro en el barco de su amigo Dante para enfrentarse con los monstruos prehistóricos. «Me volvía loco la pelea con un bicho de ciento veinte o ciento cuarenta kilos tirando mar adentro. Es uno contra uno, aunque yo tenía el auxilio de un corsé porque nunca se sabe, aparece un tiburón como el de la película y se lleva todo a la rastra, empezando por el pescador», le contaba a Gorín en el mismo Punta del Este. «Era como un desafío. Uno más. Nunca le tuve miedo a nada. Ni en la tierra ni en el mar.»

Era el espíritu del músico que perdió y rehízo su grupo mil veces. Que invirtió todos sus ahorros para montar María de Buenos Aires. Que rechazó tocar en los bailes de carnaval porque le imponían el estilo del tango tradicional. Que sufrió las afrentas de los viejos tangueros y el desprecio de los académicos, hasta que se sobrepuso a todo a fuerza de genio y voluntad. Cuando estaba a punto de disfrutar de su merecida fama, el cuerpo le empezó a fallar.

En 1988 le hicieron un cuádruple bypass y el médico le prohibió pescar tiburones. Nunca dejó de extrañar esos terribles combates en alta mar. Pero sí pudo seguir tocando, y en el verano europeo de 1990, en la cumbre de su prestigio, era la estrella en conciertos sinfónicos y festivales de jazz.

En ese momento de actividad febril lo sorprendió el ataque al corazón.

Lo acompañaba Laura Escalada, una periodista de televisión que en 1976 lo convocó para una entrevista y se convirtió en la mujer de su vida.

Hoy Laura se dedica a difundir la obra de su marido desde la Fundación Astor Piazzolla.

Esto decía Piazzolla: «Tengo una ilusión: que mi obra se escuche en 2020. Y en 3000 también. A veces estoy seguro, porque la música que hago es diferente. Porque en 1955 empezó a morir un tipo de tango para que naciera otro».

Astor Piazzolla es para siempre nacimiento y novedad. Como homenaje seguramente le gustaría que nadie lo llore ni lo idolatre, sino que lo escuchen, lo discutan y sientan con él el pulso de Buenos Aires.

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12 de marzo de 2021
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La vida demolida de Francis Scott Fitzgerald

Un texto en el que Francis Scott  Fitzgerald pretende no hacer literatura y que figura como uno de los más contundentes del siglo XX, comienza con la siguiente frase: “Es sabido que la vida es un proceso de demolición”. La primera vez que accedí a este texto me fascinó el concepto demolition referido a la vida. Indicaba un punto de vista bastante trágico y definitivo.

Otro autor podía haber dicho “la vida es un proceso de desintegración”, lo que nos conduciría al mundo de la física, o “la vida es un proceso de humillación”, como piensa Azúa, y que indicaría un punto de vista más vivencial y existencialista, de caballo indomable que no obstante es cruelmente domado siguiendo la implacable gramática de la humillación. Pero no, Fitzgerald prefirió emplear el concepto “demolición”, que nos conduce al mundo de la construcción. Demoler es la forma que tenemos de matar edificios, no personas. Ver la vida como un proceso de demolición subyuga por la carga depresiva que contiene el concepto y también por la carga mítica. Lo demolido es difícil volverlo a construir. Lo que has demolido, lo has demolido para siempre, diría Kavafis.

Lo inteligente de la frase radica en la expresión “es sabido”. Sí, es sabido que la vida es un proceso de demolición. Se trata de una forma de desarmar al lector, al formularle presuntamente una evidencia. Si el lector no ha caído en esa evidencia es tonto, y el lector no quiere pasar por tonto y acepta de inmediato una evidencia que está muy lejos de serlo, pues no todos ven la vida como un proceso de demolición. Aunque estamos ante una confesión personal, nos hallamos a la vez ante una formulación muy astuta y propia de un gran profesional de la escritura, sin olvidar que es una forma de iniciar un texto pavorosamente eficaz. A partir de ese momento ya no lo quieres dejar porque sabes que vas a adentrarte en un mundo de verdades muy contundentes, y no te engañas. Sin embargo no es menos evidente que otras personas menos poseídas por la tragedia verían  la vida como un proceso de disolución, que es un concepto más suave y más líquido, y en consecuencia menos trágico. Pero ya entonces Fitzgerald era un personaje de tragedia griega y se identificaba más con la idea de demolición. Su autorrelato, guiado por una depresión en estado muy avanzado (aunque él no lo supiera) le obligaba a ver de esa manera su propia historia y la de su generación. Los personajes del drama eran demolidos como estatuas y edificios. En el fondo un tipo de demolición clásica, por no decir grecorromana.

Juraría que un romano podía haber dicho lo mismo: “Mi vida es un proceso de demolición que ha ido trascurriendo sin que me diese cuenta”, viene a decir el Adriano de Marguerite Yourcenar. Bien es cierto que cuando Adriano empieza a ver así la existencia se halla en un período depresivo en el que siente que por primera vez su cuerpo le está traicionando, y al parecer de modo irreversible. El hombre de mármol presenciando su demolición a martillazos. Más trágico imposible.

La vida concebida como la caída de la casa Usher: las grietas están ahí, pero solo nos damos cuenta cuando ya son evidentes. Fitzgerald y Poe abrazados a la misma metáfora y formulando la misma verdad: la demolición solo se adivina cuando las grietas son demasiado grandes y demasiado visibles, y la tragedia está asegurada con su mecanismo irreversible.

Me fascina Fitzgerald porque tanto en su vida como en su obra supo resucitar la tragedia griega en todos sus elementos. Uno de esos elementos era por supuesto el concepto “demolición”. Todas las tragedias griegas se basaban en historias de la época homérica, y toda la ficción homérica se basa en un mito fundamental y que atañe al fundamento mismo del mundo sobre el que se va a apoyar toda la narrativa teatral: la demolición de Troya. La literatura occidental comienza con la historia de una demolición.

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10 de marzo de 2021
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Viejos. A propósito del poeta Brines

Tarde, demasiado tarde llegó el Cervantes para Francisco Brines, a mi entender, desde hace algunos lustros, el mejor poeta vivo en lengua española –y significo lo de española para que quede claro que abarco también a toda la lírica que se produce en Hispanoamérica. Pese al retraso, el día del premio vimos a Brines feliz saliendo por las televisiones, brindando ante las cámaras y mostrándose tan amable y elegante como siempre ha sido con los demás. Lleva gafas de sol perpetuas, como los gángsters, aunque lo hace para no dejar ver que ha perdido un ojo. Tampoco oye. Y anda con toda la levedad que dispone su cuerpo, sin apenas energía motora. Es un Brines carente de autonomía, a expensas de sus cuidadores y los designios de la fundación que ha de preservar su legado y memoria. Pero sigue siendo un Brines excepcional, siempre esteta en la estampa.

Brines es un gigante con una corta obra literaria. Tan corta como rotunda. Ha sabido, como recomendaba Rilke, tachar lo superfluo y aprender a corregirse. Así que no sobra nada en lo publicado. Oro molido, canela en rama, quintaesencia… Nadie como él ha reflexionado con palabras sobre el paso del tiempo y el sentido que éste procura en la vida. Quevediano, pero también metafísico y sarcástico. Hace poco menos de dos años leyó unos haikus durante la ceremonia nupcial por el rito budista de Vicente Gallego, uno de sus queridos discípulos literarios. “Voy a sentarme –dijo antes de leer unas cuartillas–, porque las ruinas ya no pueden seguir en pie”. Antes le concedimos el premio cultural del periódico Levante-EMV en el que habitualmente escribo. No pudo asistir. Su otro gran seguidor, Carlos Marzal, locutó uno de los poemas imperecederos del maestro, Desde Bassai y el mar de Oliva. Me puse a lagrimear.

Gracias a Brines recuperamos el sentido de la dignidad para la vejez, al leerle y al tratarle. Distinción y honra que confieren todo su valor a una existencia larga, un sentido que comparten muchas culturas. La clásica griega, por ejemplo, confiada a sus consejos de ancianos. Los chinos, tan gerontócratas. Y entre los pieles rojas, como muestran los westerns, en donde el mando pertenece a los viejos guerreros menos dados a la violencia. La vejez rescatada como fuente de sabiduría, de moderación y equilibrio. Pero no siempre es así.

El mundo más conservador suele ser anciano, del mismo modo que el tradicionalismo siempre parece añejo tirando a rancio. Y como quiera que el propio Brines y la literatura en general han cantado también a la juventud, terminamos dudando entre los estados ambivalentes de la vida. Elegir uno u otro es cuestión de épocas y de contextos, y de la experiencia de nosotros mismos. Nosotros, hijos de la irrupción de la cultura juvenil de los 60, una de las más osadas y liberadoras de la historia. Pero resulta que aquellos que fumaban marihuana, que viajaron a otros estados de conciencia y agitaron su pelvis liberando la sensualidad física, esos ahora son población de riesgo, de padecer neumonía bilateral por intromisión de un coronavirus antisocial. Y nos recluimos.

Desde aquellos 60 que en España fueron 70 y alcanzaron incluso a la movida de los 80, el mito social ha sido mayormente projuvenil. El cambio y la juventud son las herramientas infalibles para el marketing contemporáneo. «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver», susurraba James Dean. El star system, los héroes deportivos y el rock and roll entronizaron el valor de la juventud. Casi al unísono, Walt Disney modulaba una nueva mirada sobre la infancia y la vida animal. Y dado que, además, los niños empezaron a dejar la fábrica para volver a la escuela, el mismo siglo XX inventó una nueva secuencia vital, la adolescencia, un estadio inexistente hasta entonces en la historia.

En la centuria anterior ocurría todo lo contrario. Tal como relata Stefan Zweig, en la modélica Viena decimonónica y austrohungaresa, los jóvenes se dejaban patillas y barbas al tiempo que engordaban para parecer mayores, dado que la jerarquía social otorgaba el poder y las oportunidades a la experiencia, nunca a lo imberbe. Ahora, en cambio, la práctica totalidad de las investigaciones médicas tienden a buscar cómo mantenernos jóvenes y dejar de envejecer. Jane Fonda incluso promete vida sexual activa más allá de los 80. Buscamos en el ácido hialurónico eliminar la huella del paso del tiempo. No ha de extrañar a nadie en el presente, cuando se restringe el libre albedrío de las personas para combatir la pandemia y no convertir las residencias de ancianos en camposantos, que los jóvenes se revuelvan contra estos principios pues les importa una higa cualquier argumento moral que coarte su camino de felicidad. Nadie se quiere perder el viaje de Lucy a las estrellas. La vida es una fiesta, o una revolución permanente como quiso León Trotsky.

Sin embargo, en el pódium político del mundo se han alternado estos últimos meses dos líderes septuagenarios, Donald Trump y Joe Biden, no mucho mayores que Felipe González. Así lo quería Platón, para quien el mejor gobernante siempre sería aquel que, liberado de las pasiones mundanas sabría degustar el espíritu y la experiencia de la vida. Un cuadro al que responde Biden. En cambio, Trump parece atrapado junto a Melania en aquella máxima de Oscar Wilde: “Envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven”.

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9 de marzo de 2021
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Lista de mejores films 2020

 

Doy con involuntario retraso esta lista de mejores films 2020 solicitada, como cada año por el novelista Juan Francisco Ferré para su propio blog.

 

1. Mank, de David Fincher (vista en cines). Una película sobre el poder de la palabra, que refuerza la noción de que también la imagen fílmica tiene su elocuencia, su retórica y su prosa poética.

2. Zumiriki, de Oskar Alegria. Tras su extraordinaria ‘quest’ Emak Bakia, el cineasta navarro se construye su propia cabaña en la orilla del río Arga y se busca a sí mismo.

3. Martin Eden, de Pietro Marcello, o la vuelta de un verismo romántico, con melodías que refuerzan el substrato operístico de una larga y fructífera tendencia del cine italiano.

4. Habitación 212, de Christophe Honoré, otra música más galante y caprichosa, en la que se ve al fondo a Jacques Demy, pasado por la escritura automática del surrealismo.

5. The Human Voice, de Pedro Almodóvar. Una mujer, un perro y un decorado, para redefinir de modo fulgurante la historia comprimida de un abandono amoroso; tan Cocteau como el propio cine de Cocteau.

6. Invisibles, de Gracia Querejeta. Monólogos y diálogos que componen una saga erótica en la que tanto hablan las bocas femeninas como el fuera de campo.

7. Quisiera que alguien me esperara en algún lugar, de Arnaud Viar, o la fortaleza incomparable del cine francés a la hora de trascender una trama trivial en una parábola.

8. Under the Skin, de Jonathan Glazer, el tardío film sorpresa del año; sobrevalorado, hipnótico, dégoûtant, sabroso y tan enigmático como, en ex-aequo, la película alemana ‘Estaba en casa…pero’ de Angela Schanelek.

9. Si me borrara el viento lo que yo canto, de David Trueba (Movistar). Excelente documental con visos de docudrama cómico sobre el canta-autor Chicho Sánchez Ferlosio, un personaje legendario, al menos para la gente de mi edad.

10. Verano del 85, de François Ozon. Tan prolífico como desigual, este relato es vintage ozon, que sólo por ver a Valeria Bruni Tedeschi en acción valdría la pena.

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9 de marzo de 2021

Pasiones mitológicas: Museo Nacional del Prado.

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Miradas

Para una mirada pornográfica, todo es pornográfico. Y esta es la mejor enseñanza de la exposición del Prado, ‘Pasiones mitológicas’

Una de las curiosidades más impertinentes de la cultura europea es la de que, siendo de usanza cristiana e incluso cristianísima, como en tiempos de Felipe II, hubiera tal demanda de paganismo entre la nobleza. Lo que sucediera entre plebeyos da lo mismo porque no podían ver más figuras, imágenes, esculturas o pinturas que las religiosas.

Si la proximidad de las vacaciones les permite acercarse a Madrid, ciudad quizás abierta, no olviden la exposición del Museo del Prado. Gracias a Miguel Falomir, esta es una de las mejores que he visto en mis muchos años de aficionado. Su título, Pasiones mitológicas, trasciende la turbulencia de los ardores sexuales. La selección de pinturas nos sitúa en una de las cimas del arte occidental, cuando Tiziano trabajaba para Felipe II pintando “poesías”, es decir, escenas mitológicas. Hay aquí algunas de las mejores pinturas de toda la historia, con una selección de inmensas piezas de Rubens, Poussin, Veronese o Allori. Pura afirmación de la vida sobre la Tierra, un triunfo del gozo de vivir. Pero es algo más que una opulenta colección de desnudos femeninos y sus amantes viriles. Permite, sin duda, admirar un momento sublime del arte, pero también reflexionar sobre la filosofía que inspiraba a estas pinturas según la enseñanza neoplatónica dominante en Venecia y Florencia. Hay expertos que las consideran mera pornografía para ricos, como Charles Hope, un considerable especialista que dirigió el Instituto Warburg sin gran provecho.

Para una mirada pornográfica, todo es pornográfico. Y esta es la mejor enseñanza de la exposición: ya ha habido protestas de ojos pornográficos a los que ofenden las diosas desnudas ni que las pinte Tiziano. Así que, créame, lleve usted sus mejores ojos.

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9 de marzo de 2021
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Nunca más solas: el camino de las mujeres viajeras por Liliana Chávez

Viajar sola, el libro de la investigadora y periodista mexicana Liliana Chávez que acaba de publicar la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, lleva a sus lectores a los lugares donde se metieron grandes escritoras del pasado, como Elena Garro y Rosario Castellanos, sin compañía ni permiso de padres o maridos, a contracorriente de sociedades machistas abriendo camino y desbrozando maleza. Y también al nuevo viajar y contar de andariegas actuales, como María Moreno, Magali Tercero y Susana Chávez-Silverman.

Con todas ellas, se sumerge no solo en sus crónicas y libros publicados, sino que también se interna en fascinantes textos poco transitados por los investigadores: cartas, diarios, relatos íntimos.

El libro está investigado con rigor, y uno de los principales valores que presenta es que se interna en un corpus raramente transitado por los estudiosos: las cartas, los diarios personales, el relato de experiencias íntimas, que no suelen considerarse a la hora de estudiar la obra de los escritores y tampoco son parte de las experiencias de viaje que incluso las mismas viajeras consideraron de valor para publicar en libros o en artículos. Pero estos textos permiten estudiar la experiencia misma de viajar, el encuentro con expresiones denigratorias, machismo, incluso peligros.

El viajar solas de estas mujeres era un desafío a los cánones de su tiempo. Y, sobre todo, las mujeres que estudia este libro son latinoamericanas, de la periferia. Mujeres de países machistas, donde incluso sus parejas y familias, muchas de las cuales estaban en la parte más liberal, la élite ilustrada de su época, no las apoyaban y en muchos casos no las entendían.

Es muy valioso el contraste con las viajeras de dos y tres generaciones más tarde. Las condiciones son mucho mejores, pero persiste la extrañeza de ver a la mujer viajando sola o entre mujeres, en muchos lugares del mundo.

El texto es a la vez un estudio literario y una etnografía de la viajera y su abrir caminos para una visión femenina del mundo y para las cosas que su género podrá hacer en el futuro. El camino, como indica el mismo libro, todavía no está completado, porque aún no es igual viajar como mujer que como hombre.

Es una lectura indispensable para entender y admirar el viaje y la pluma de estas pioneras y sus atrevidas herederas. Muestra un camino prometedor en la investigación, al combinar en textos que no son biográficos elementos de la obra publicada, de escritos epistolares y de notas para sí mismas de estas viajeras, y usar una amplia bibliografía.

Una de las tantas felicidades de su lectura es la combinación de rigor académico y un lenguaje cercano a la divulgación y el periodismo narrativo, muy apropiado para explicar los conceptos, seguir un orden cronológico y comprensible.

Esto es especialmente destacable y encomiable porque muchos de los capítulos tienen temas que invitan al estudio de una complejidad teórica y el encuentro de saberes cruzados o híbridos.

Por ejemplo, en el estudio del uso de la mescolanza de lenguas, un spanglish propio con inventos y cruces entre el español y el inglés donde desafía a los puristas e incluso a los que buscan un idioma de los latinos de EEUU “normalizado”, el estudio de la obra de Susana Chávez-Silverman se adentra en conceptos de la lingüística y de la sociopolítica. Lo encuentro un modelo de estudio de una búsqueda de lenguaje híbrido y en construcción.

En otro capítulo, donde Chávez analiza los textos viajeros de María Moreno, se interna en el modelo de la viajera desafiante de los gustos y lo aceptable, una erudita que hace de ignorante y desde una posición “proletaria” critica y parodia el gusto burgués.

En ambos casos, el trabajo textual combina la visión del relato de viaje desde la experiencia viajera misma, desde la búsqueda de un lenguaje nuevo y novísimo para contar el viaje, y el permanente debate con y rechazo de las formas canónicas de viajar y de contar el viaje. Para esto acude a estudios de feminismo, de antropología, de sociología, de investigadores del periodismo, la literatura y la sociolingüística.

Como saben muchos de los seguidores de este blog, yo soy el director de esa colección. Hace años que conozco a Liliana, desde que juntaba lecturas, entrevistas y experiencias para su fascinante tesis de doctorado en Cambridge, que también verá la luz como libro este año. Cuando me contó de esta investigación, de inmediato supe que sería una excelente contribución a esta colección que empezó hace casi una década en Barcelona.

Desde 2013, casi sin buscarlo, el mundo de la literatura de hechos reales escrita por mujeres y el camino de las mujeres viajeras se convirtió en uno de los sellos de Periodismo Activo. Empezamos con una antología de entrevistas de Margarita Riviére, seguimos con la visión de la comunicación política por Estrella Montolío, y el trío de libros sobre el viaje y las mujeres, de María Angulo (Inmersiones), Patricia Almarcegui (Una viajera por Asia Central) y Juliana González-Rivera (Viajar y contarlo).

Viajar sola corona este esfuerzo colectivo. Se lee con deleite y nos deja pensando y soñando con nuevos cruces y con la admiración del camino recorrido por estas intrépidas viajeras. Hoy, en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, quiero recomendarlo con fervor.

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9 de marzo de 2021
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