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El hombre cuenta (XII): “La oveja que come centellas”

Por 23 de abril de 2021 Sin comentarios

Víctor Gómez Pin

“Un tempero adecuado para las siembras otoñales, hielo en diciembre para que la planta afirme, aguarradillas en abril para que el sembrado esponje, y sol fuerte en junio para que la caña espigue…”.

Así presenta Miguel Delibes (“Castilla, lo castellano y los castellanos”, Austral 2012. P.44) el orden metereológico que aseguraría las cosechas, y cuya ausencia sumerge a los vecinos de una aldea castellana en una tensión que se arrastra el año entero. A ello se suma el brotar incontrolable de plantas malignas y el deterioro provocado por topos o ratas, en referencia a los cuales Delibes narra la disposición de un niño, designado por los aldeanos como “El Nini”, precoz en el conocimiento de los signos anunciadores del tiempo: “si con el alba vuelve el norte arrastrará la friura y la espiga salvará”, exclama ante los hombres que en la taberna se consuelan con vino ante la inminencia de que la escarcha destruya la cosecha.

Pero el niño es también ducho en el comportamiento de animales: sabe de la falta de instinto de las ovejas ante el incentivo que supone cierto pasto, y conoce las técnicas del topo para preservar la seguridad en sus galerías:
“Por nuestra Señora de la Luz brotaron las centellas en el Prado y el Nini se apresuró a enviar razón al Rabino Grande para que alejaras las ovejas, pues según sabía por el Centenario, la oveja que come centellas cría galápago en el hígado y se inutiliza, Aquella misma tarde, el Pruden informó al niño que los topos le minaban al huerto e impedían medrar las acelgas y las patatas. Al atardecer el Nini descendió al cauce y durante una hora se afanó en abrir en el suelo pequeñas calicatas para comunicar las galerías. El Nini sabía, por el abuelo Román, que formando corriente en las galerías el topo se constipa y con el alba abandona su guarida para cubrirlas. El Nini trabajaba con parsimonia, como recreándose, y, en su quehacer, se guiaba por los pequeños montones de tierra esponjosa que se alzaban en rededor (…) Al día siguiente, San Erasmo y Santa Bladina, antes de salir el sol, el niño bajó de nuevo al huerto. La calina difuminaba la forma de los tesos que parecían más distantes, y en las plantas se condensaba el rocío. Junto al ribazo voló ruidosamente una codorniz, en tanto los grillos y las ranas que anunciaban alborozadamente la llegada del nuevo día, iban enmudeciendo a medida que el niño se aproximaba. Ya en el huerto, el Nini se apostó en un esquinazo junto arroyo, y, apenas transcurridos diez minutos, un rumor sordo, parecido al de los conejos embardados, le anunció la salida del topo. El animal se movía torpemente, haciendo frecuentes altos, y tras una última vacilación, se dirigió a una de las calicatas abiertas por el niño y comenzó a acumular tierra sobre el agujero arrastrándola por el hocico. El Loy, el cachorro, al divisarle, se agachó sobre las manos le ladró furiosamente, brincando en extrañas fintas, pero el niño le apartó, regañándole, tomó el topo con cuidado y lo guardó en la cesta. En menos de una hora capturó tres topos más y apenas el resplandor rojo del sol se anunció sobre los cuetos y tendió las primeras sombras, el Nini se incorporó, extendió perezosamente los bracitos, y dijo a los perros: ‘Andando’. Al pie del Cerro Colorado, el José Luis, el Alguacil, abonaba los barbechos y poco más abajo, en la otra ribera del arroyo, el Antolino ataba pacientemente las escarolas y las lechugas para que blanqueasen. Desde el pueblo llegaba el campanillo del rebaño y las voces malhumoradas, soñolientas de los extremeños en el patio del Poderoso”(pgs.45-46. El autor recopila un capítulo de su novela “Las ratas”).

Hubiera podido elegir entre multiplicidad de textos. Me he limitado simplemente a considerar el que por razones de otro orden tenía a mano. El lenguaje tiene potencial capacidad de expresar cada cosa que se dé en el mundo, señalaba el lingüista Emile Benveniste, ya se trate del mundo exterior o interior cabe precisar. Esta potencia infinita no puede, por definición misma de infinitud, actualizarse plenamente, pero sí es cierto que no tiene límite en su capacidad de exponer, de poner sobre el tapete, de arrancar a lo insatisfactorio de lo potencial. Siempre habrá algo que aun no está actualizado, algo no cabalmente dicho y en consecuencia algo aun por decir.

Delibes en pone sobre el tapete el lazo entre cosas designadas por palabras y sólo por esta designación plenas de sentido. Confiere efectiva presencia a ese mundo de un pueblo de casas de adobe, a la naturaleza a la que los campesinos, pastores y cazadores se confrontan; vida asimismo a la atmósfera social que empapa el mismo entorno natural mediante la actividad de los campesinos; y da vida (en una sola frase, “estiró perezosamente los bracitos y dijo a los perros”) a la esencial disposición interior, al núcleo del alma del niño protagonista.

Propio del lenguaje humano es que con sólo un pequeño número de morfemas (elementos ya significativos del lenguaje) cabe realizar una enorme cantidad de combinaciones, de ello resulta esa capacidad que tiene el lenguaje humano de decir todo. Los morfemas se descomponen en fonemas (elementos desprovistos de significación), cuya imposición selectiva es, sin embargo, la matriz de toda carga semántica. Nada análogo en el somero mensaje de la abeja, que de hecho, no es la expresión de un lenguaje. Al respecto escribe el evocado Benveniste:

«El conjunto de estas observaciones muestra la diferencia esencial entre los procedimientos de comunicación descubiertos en las abejas y nuestro lenguaje. Esta diferencia se resume en el término que nos parece más apropiado a definirlo: el modo de comunicación utilizado por las abejas no constituye un lenguaje, se trata de un código de señales».

Quizás el nihilismo esencial consista en renunciar a esta posibilidad de seguir actualizando el mundo a través de las palabras, en sentir que decididamente todo está dicho, o incluso que el decir desde el origen poco importa que la confianza en la capacidad humana de otorgar sentido fue simplemente una suerte de espejismo, casi una muestra más de una superada ingenuidad.

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Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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