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Caminantes y caminos

Por 24 de abril de 2021 mayo 1st, 2021 Sin comentarios

Jesús Ferrero

Dos movimientos fundamentales caracterizan la historia general de España: la explosión y la implosión. También podríamos llamarlos inflación y contracción. Apenas España ha sido configurada como “nación” gracias a la alianza matrimonial entre Isabel y Fernando cuando se lleva a cabo la gran explosión, verdadero big bang representado por las conquistas americanas y el acceso a un mundo nuevo y sorprendente, capaz de provocar el asombro más desmedido y la más desmedida avaricia. Como la potencia que financia del proyecto expansivo, tanto en América como en el Pacífico, es Castilla, la inflación y la contracción van a determinar su historia más que en otras comunidades españolas. Perdido el imperio, acaba la expansión y se inicia la contracción. Todas las fuerzas positivas y negativas empiezan de pronto a proyectarse en su territorio, generando un efecto de explosión hacia adentro. España se queda reducida a sus propios límites, y especialmente Castilla. La nación se ve obligada a modificar su relato pues se ha derrumbado el imaginario colectivo fundamentado en los sueños imperiales, cada vez más difusos y fantasmales. Hay que construir un nuevo relato  y los escritores que presencian el derrumbe definitivo del imperio dirigen la mirada hacia Castilla, si bien no solo hacia ella, como nos refiere Ana Rodríguez Fischer en su libro Trajinantes de caminos: Reportajes, crónicas, impresiones y recuerdos de viaje en los escritores españoles de Fin de Siglo. Tanto Azorín como Baroja, Unamuno y Machado van a incidir en Castilla, por supuesto, pero no van a olvidar las otras comunidades, y tampoco van a ignorar a Francia: espejo deformante que les ayuda a profundizar más en las limitaciones de España, pues desde la época napoleónica Francia es un estado sólido, resistente y centralizado, sin los problemas de disgregación que tiene España, que ha tenido siempre. En muchos aspectos, los autores del 98 fueron representantes genuinos de los escritores-viajeros que poblaron las postrimerías del siglo XIX: verdadera edad del oro del reportaje cultural, que también podría considerarse ya reportaje turístico, en el más elevado y menos degradado sentido de la palabra. Los viajeros que se jugaban la vida, descubrían nuevos mundos y los alteraban, a menudo para mal, son sustituidos por los viajeros cultos y reflexivos, que sacan conclusiones filosóficas y morales de sus viajes. Del viajero agitado y en continuo movimiento, pasamos al “viajero inmóvil”, como lo llama Rodríguez Fischer, refiriéndose al escritor que se sienta ante su mesa tras el viaje y comienza a describir sus peripecias, configurando una narración en torno a algunas ideas, a través de las cuales “se ordenan vitalmente ciertos elementos” que van  a definir tanto una reflexión como una estética referidas a un lugar concreto.

El libro de Rodríguez Fischer muestra el proceso dialéctico que se va llevando a cabo en estos viajeros finiseculares con el correr de los años y los acontecimientos. Todo nos indica que van pasando del viaje concebido como una evasión lírica y tópica, bastante próxima a lo pintoresco (que era lo que pedían muchos periódicos de la época) a una visión más profunda e interiorizada de sus travesías. Del viaje como “bagatela”, al viaje como experiencia interior.

Pienso en Unamuno. Cuando ubica la historia de San Manuel Bueno Mártir en un pueblo junto a un lago (el de Sanabria), está interiorizando el paisaje para convertirlo en el marco de una aventura metafísica y desgarradora. Lo que parecía meramente pintoresco se trasforma en el escenario de una tragedia íntima vinculada a la existencia o no existencia de Dios. A través del sacerdote Manuel, Unamuno reformula la nietzscheana muerte de Dios en un pueblo de la España agreste y profunda. Un planteamiento bastante insólito y al mismo tiempo todo un símbolo del derrumbe espiritual y moral: para el personaje de Unamuno, la religión se convierte en una máscara trágica.

Creo que Unamuno fue el más original a la hora de utilizar el territorio castellano para sus fines literarios. Novelas ambientadas en Salamanca que se adelantan al existencialismo francés (La tía Tula, Niebla), la muerte de Dios en Sanabria… Algo parecido viene a decir Rodríguez Fischer al final de su excelente libro: “¿Qué queda de tanto viaje?” “Quedan lecciones estéticas y éticas, queda el amor al campo libre, que nos ama sin fiebre, sin frenesí, ni violencia”. Y queda también “una honda tristeza” que no benefició a la mitología de Castilla. Pero eso es otra historia. En este momento he querido privilegiar otros aspectos de los viajeros decimonónicos, así como indicar que tras la expansión imperial, le llegó a España el momento de explorarse a sí misma. Del viaje exterior al viaje interior, con todas sus consecuencias.

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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