Francisco Ferrer Lerín
Espárragos recién cogidos, migas con huevos fritos y, de segundo, costillitas de lechal a la brasa. Este era el menú, casi el plan, pero una circunstancia inesperada lo ha cambiado todo. Una mujer rubia de unos cincuenta años, a la sazón cliente habitual del establecimiento, se ha dirigido a mí para señalar el gran parecido que yo tenía con Francisco León, de Alcañiz, aunque quizá me veía algo más joven que León, sujeto que, por lo que hemos ido conociendo, era un notable carcamal. Aparentemente resuelta la confusión, hemos pasado a los postres, helado Comtessa regado con un chorrito de whisky, pero los comentarios que venían de la mesa en la que comía la mujer rubia no han permitido que disfrutáramos; frases que abundaban en la idea de la duda acerca de si yo no habría mentido para ocultar mi verdadera identidad, que no sería otra, según la mujer rubia y sus secuaces, que la de Francisco León, de Alcañiz. Me acompañaban Ernesto López López y Carlos Cronopial Balbino, comisionistas de Épila que, molestos por no haber podido disfrutar del ágape, se hicieron con una horcas de almez y empujaron al fondo de un barranco cubierto de ortigas, a medida que iban saliendo del restaurante, a cada uno de los miembros de la familia de la mujer rubia, gente horrible de esa que ya en marzo se provee de unas chanclas, una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos de chándal como para ir a bañarse a la playa de La Barceloneta; quedaron buenos.