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Las figuras incompletas de Maise Corral

Por 22 de abril de 2021 Sin comentarios

Sònia Hernández

La primera vez que alguien le dijo que su pintura era muy hopperiana, ella no sabía quién era Edward Hopper. Esta confesión de la pintora Maise Corral (Barcelona, 1960) sorprende, efectivamente, por lo mucho que tiene en común con el popular artista norteamericano, pero también porque ha estudiado e interiorizado la Historia del Arte y sus diferentes movimientos, hasta convertirlos en fundamentales para la configuración de sus imágenes. Tiene su propia versión de La joven de la perla de Vermeer, y en la exposición que protagoniza en el Espai Casinet del Masnou hasta el 9 de mayo pueden verse dos torsos cuya técnica podría llevarnos, en búsqueda de referentes, hacia muchos siglos atrás, incluso hasta el Renacimiento; y una joven se sienta despreocupada en trampolín sobre un fondo que bien podría evocar a Rothko o Paul Klee.

Maise Corral es mucho más que una habilidosa creadora de atmósferas nostálgicas. Su obra se puede contextualizar en un destacado grupo de artistas que han optado por un realismo contemporáneo que –en palabras del periodista y escritor Sergio Vila-Sanjuán, comisario de relevantes muestras que llamaron la atención sobre esta generación– cautiva por la celebración de la realidad que propugnan. Corral posee capacidad para apaciguar a la persona que observa sus obras representando jóvenes aparentemente serenas en rutilantes días de verano, pero también para inquietarnos con figuras incompletas, a las que no se les alcanza a ver todo el rostro, o que, sencillamente, sólo muestran las pantorrillas y sus zapatos. Tal vez el verbo ‘inquietar’ resulte exagerado, y sólo se trata de mirar allí hacia donde la artista nos está señalando que algo sucede. Los pies nos sostienen, nos hacen propio el espacio que ocupamos, pero también apuntan hacia todas las posibilidades que esperan en otros lugares a los que podríamos dirigirnos. Y si aparece una maleta, la interrogación se pronuncia.

Tal vez eso sí llegue a inquietar de verdad. Porque nos mueve, aunque solo sea mental o emocionalmente. Me pregunto si este movimiento o desplazamiento propiciado por la pintura, la lectura o cualquier otra forma de expresión artística puede ser sustituido por algún otro aprendizaje menos sensorial. Quiero decir, si se aprende de la misma manera lo que nos muestran empíricamente a través de un razonamiento lógico que lo que nos conmueve. A veces el aprendizaje consiste únicamente en dar un nuevo significado a una imagen o una experiencia, con lo que éstas pueden relacionarse con otras y encajar con frases más largas, y así hacer más rica y más llena de matices la historia que nos da sentido a nosotros mismos.

Las mujeres de algunos cuadros de Maise Corral recuerdan a bailarinas de las películas del Hollywood de los años cincuenta. Pienso que en esto comparte también algún rasgo con el trabajo de Sonia Pulido, pero las mujeres de la ilustradora son más vitales, más enérgicas y están más decididas a agitarnos. A Maise Corral le incomoda un poco que le pregunten por qué le interesa esa época. No le gusta hablar sobre sus cuadros, en los que ya ha dejado dicho todo lo que pretendía comunicar. Pero consigo oírle contar que a su padre le encantaba hacer fotografías y que su madre era su modelo constante. Así sé que nos lleva a ese momento en que sus padres eran jóvenes y felices, un tiempo que quizás ella no conoció –como muchos de los hijos no conocimos en nuestros progenitores– y que siempre supone un misterio. La nostalgia, etimológicamente, es el dolor por la imposibilidad de regresar al lugar al que pertenecemos. Maise Corral detiene un momento exacto y fugaz al que es imposible regresar en realidad, de ahí esa pátina melancólica que tan habitualmente se señala en su obra. Aunque abundan las posiciones contemplativas, en la mayoría de los casos, las figuras humanas –o la parte que nos permite ver– están realizando algún movimiento: imposible, engañoso, lo sabemos, aunque para nosotros se convierta en un símbolo que nos traslada a una situación que efectivamente vivimos.

La pintora subraya, además, la exactitud del movimiento o del momento con otro detalle que me parece trascendente en sus pinturas: las sombras. No le importa que se conviertan en protagonistas, como si volviera a sentarnos en la caverna platónica y nos dijera que lo que vemos es tan solo un efecto óptico, la traslación a través de la luz de lo que realmente está sucediendo fuera. Por eso no importa si sólo se nos presentan los pies o no acabamos de ver los rostros, al fin y al cabo, únicamente son las sombras de algo más verdadero que está en otro lugar y tal vez en otro tiempo. Un tiempo que nos engaña, como nos engaña la luz que recibimos y que procede de un sol que ya no existe, que ya no puede ser el mismo que era en el momento en que la luz que nos llega ahora se desprendió de él, hace tantos años-luz.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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