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Reivindicación de la sensibilidad

Coinciden estas semanas en las librerías y en algunas listas de los libros más vendidos los ensayos de Joan-Carles Mèlich, La fragilidad del mundo, publicado por Tusquets, y de Josep Maria Esquirol, Humano, más humano, publicado por Acantilado. En un momento, como el actual, de tanto ruido y tanta proclama, resulta un verdadero consuelo encontrar dos voces que se sitúan en las antípodas para reivindicar la incertidumbre y el asombro como condiciones definitorias del ser humano y la existencia.

El ejercicio de leerlos casi en paralelo sorprende por las numerosas coincidencias que se dan entre los dos volúmenes. Lenitivo doble, entonces. Ya desde el propio título, Mèlich coloca ante nosotros una afirmación contundente, la de la fragilidad del mundo, que es tanto como apelar a nuestra propia vulnerabilidad; mientras que Esquirol nos señala en el subtítulo, Una antropología de la herida infinita hacia un dolor inagotable claramente identificable. «Mira, mira…», se nos dice explícitamente en algún momento para hacernos conscientes de cuánto significa tal indicación.

Quizá haya quien no lo necesite –ya sabemos, las proclamas y el ruido–, pero los autores proponen sendos ejercicios para aprender a mirar el mundo de un modo diferente, que en el fondo y en la forma ha de ser una manera de preservarlo y de cuidarlo. De hecho, el cuidado es uno de los conceptos claves en los dos ensayos. A quienes hayan leído los exitosos ensayos anteriores de Esquirol tal vez les resulte familiar este fundamento de su discurso. Sí, regresa a la acogedora casa con chimenea humeante que construyó en La resistencia íntima para recordarnos la importancia de tener un techo que nos proteja de la intemperie. Por su parte, y aunque son muchas otras las coincidencias, Mèlich nos lanza a la calle, convertida en laberinto, para decirnos que la única manera de habitar el mundo es aceptar el desarraigo, la contingencia, nuestra vulnerabilidad y la indisposición de ese mismo mundo que queremos habitar.

Dilucidar de qué manera es posible ser en el mundo es la gran cuestión de los dos ensayos. Por eso en ambos se hace referencia a la vibración que posibilita al ser humano conectar con la materia que le rodea y el suelo que pisa. Partimos con ellos de la hipótesis incuestionable de que tal vibración no sólo es un hecho sino que resume nuestra existencia. Gracias a ella nos vinculamos con el mundo en una conexión que únicamente será posible si es cordial, es decir, si parte del corazón, de la sensibilidad. Un mundo más habitable ha de ser necesariamente más cordial, más acogedor.

Mèlich y Esquirol se atreven a acercarnos a grandes conceptos mediante una filosofía de la proximidad. Aceptemos, por tanto, el corazón como metáfora, porque –como expone Mèlich– para habitar el mundo es necesario introducirse en la gramática que lo interpreta y le da significado. He aquí otro de los conceptos clave en que se encuentran los dos filósofos: la búsqueda de sentido y la importancia del lenguaje para llegar a él. No se trata sólo de construir bellas frases, sino de encontrar las palabras que nos permitan formar un discurso representativo de lo que nos hace vibrar y que nos integre en la historia del mundo. Irrumpimos en mitad del relato con nuestro nacimiento –especialmente interesante el acento que Esquirol pone en el misterio de nacer, mucho mayor que el de la muerte–, pero es importante tener en cuenta las palabras invisibles que se albergan en la memoria y el silencio.

Mèlich reivindica la razón desvalida a la que se refirió María Zambrano: esa razón que duda y titubea, pero que no es en absoluto débil. Siendo consciente de su fragilidad, de su provisionalidad, obtiene la fuerza necesaria para desmontar idolatrías, porque sabe que no se pueden erradicar la frustración ni el dolor. En la misma línea, Esquirol defiende la creación de un lenguaje consciente y responsable de las cuatro heridas que definen la condición humana: la de la vida, la de la muerte, la del tú (o la del amor) y la del mundo. Con esas heridas ejerciendo como centros de gravedad, el ser humano ha de ser capaz de construir su poética, su arte de vivir. En todas las personas cae, con el nacimiento, la responsabilidad de crear su espacio, su cosmos: la cosmogonía donde todos los elementos tiendan a la armonía, la belleza y la permanencia, donde se pueda afirmar que “todo está bien”, aunque sepamos que nunca todo estará bien.

[caption id="attachment_223881" align="alignleft" width="212"] 'Cosmogonía', grabado de Núria Melero[/caption]

Esquirol, que ya nos había mostrado que lo más imprescindible es la relación con los demás, ahora nos proporciona algunas pistas para cuidar de cada una de esas heridas insanables. También Mèlich asegura que la existencia es estructuralmente relacional. Aunque la pretenciosidad intelectual o la arrogancia puedan empujar en alguna ocasión al solipsismo. Vuelven a coincidir en la crítica hacia esa vanidad, pero es Esquirol quien vuelve a construir el aforismo iluminador al afirmar que la única finalidad de la cultura y la educación han de ser la de luchar contra la frialdad, contra la insensibilidad, es decir, contra la inhumanidad.

El diálogo propuesto resulta esclarecedor, y ambos son poseedores de una escritura tan cordial –en el sentido en que se utiliza aquí el adjetivo– y tan vibrante que en ocasiones la persona que los lee no puede por menos que sentirse arrastrada o embelesada por las palabras de quienes parecen dispuestos, incluso, a curarnos el miedo a la muerte. Mèlich nos alerta del peligro de las metafísicas, porque todas ellas se basan en una trascendencia, mientras que Esquirol reivindica el franciscanismo. Uno y otro, consiguen que el misterio y el asombro nos encandilen. Al fin y al cabo, están afirmando que esa es la zona de la que no podremos escapar. Si Mèlich se dice en desacuerdo con el consuelo de la filosofía, Esquirol repite varias veces que la función de ésta es enseñarnos a vivir y morir. Sea como sea, acudiendo a referentes de la historia de la filosofía y a obras de arte como el ángel de la historia de Paul Klee interpretado por Walter Benjamin o los relojes blandos de Dalí –presentes en los dos ensayos–, reúnen un buen número de argumentos que, desde el sosiego del superviviente que se reconoce herido, se convierten en una esclarecedora compañía para transitar territorios sombríos y siempre amenazantes.

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6 de abril de 2021
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El pintor que convirtió a su padre en una avellana

-I-

Casi siempre que se habla de la relación entre locura y creación se recurre a artistas como Hölderlin, Van Gogh y Artaud, de forma un tanto tópica, olvidándose del pintor que mejor representó las nupcias entre arte y locura: Richard Dadd, que asesinó a su padre de un machetazo en la cabeza (siguiendo un destino parecido al de Edipo) y que pasó buena parte de su vida recluido en un asilo mental, donde estuvo pintando durante nueve años su cuadro titulado El golpe maestro del leñador feérico: un lienzo de reducidas dimensiones que representa unos cuantos centímetros de hierba habitados por mínimos personajes de fábula.

El leñador del cuadro está a punto de partir con su hacha una avellana. Es fácil pensar que Dadd se está representando simbólicamente, justo en el instante en que está a punto de abatir su machete sobre la cabeza de su progenitor, y de no haber matado a su padre, esa singularísima pintura de Dadd no existiría. ¿Eso quiere decir que la locura enriqueció su arte? Juraría que no. Dadd hubiese sido un pintor con locura o sin ella, y también Van Gogh.

Artaud confesaba que ya solo podía escribir en las islas de razón que aparecían entre una y otra crisis nerviosa Lo mismo me contaba Leopoldo María Panero, y es evidente que la locura deterioró trágicamente la radiante poesía de Hölderlin.

Los vínculos entre el arte y una cierta locura controlable son evidentes ya desde la Grecia antigua, pero cuando la locura llega a su última frontera, aparece el silencio anterior al lenguaje y al concepto. Solo se puede crear desde ese ámbito intermedio que Borges llamaba, paradójicamente, “la locura razonable”.

Octavio Paz habló del cuadro de Dadd en El mono gramático. Entre otras cosas, dijo lo siguiente: “Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará.”

No nos cabe de eso la menor duda. Si el hacha cae, no desaparecerá el maleficio que tiene paralizados a los personajes, como cree Paz, simplemente emergerá, como un sol negro y cegador, el reino de la locura. Por eso el leñador del cuadro no acaba de decidirse a dar el golpe maestro en el centro de la avellana, y lleva más de cien años conteniendo el aliento y con el hacha en alto.

No es un cuadro sobre la ausencia y la espera, como cree Paz, es un cuadro sobre el paroxismo mental que precede a un acto demente, y que hallará su destino en un golpe digno de una tragedia griega.

-II-

Dadd se detiene en el instante anterior al desastre: aún no ha matado a su padre. Esa fue su verdadera locura: regresar al lugar en el que aún la verdad no es de naturaleza sangrienta pero está a punto de serlo.

-Padre, ¿vamos a dar un paseo por el parque?

-Claro que sí, hijo mío.

El padre de Dadd no sabe que su hijo lleva un machete. Poco después lo sabrá, pero ya será demasiado tarde. Sin embargo, en el cuadro aún está vivo (si bien reducido a una avellana para que la pintura no nos parezca inhumana). Pocos cuadros han mostrado, con tan cuidada caligrafía, la locura en su más profundo centro, cuando el estallido es inminente. Detenerse en ese momento y pasar nueve años en él es de una audacia y una resistencia absolutas. La audacia y la resistencia de la locura.

-III-

Al contrario de lo que sugiere Paz, no todos los personajes de ese reino extraordinario, en el que creemos percibir diferentes clases sociales, oficios y razas, están pendientes del leñador. Un personaje sí, y mucho, pero curiosamente, tiene cara de loco. Ese personaje es también Dadd, que se ha partido en dos: el ejecutor, y el que contempla desde muy cerca la ejecución. Esas dos dimensiones de la mente de Dadd se conjugaron en la creación de la escena, despojando la imagen de patetismo trágico. Todo tiene un cierto aire de comedia, como si fuese el sueño de una noche de verano.

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6 de abril de 2021

Imagen por Díaz Wichmann para Destino

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Najat y el ardor multicultural

Tuve tiempo por primera vez a los 28 años”. ¿Cómo fue eso? “Gané un premio literario, el Ramon Llull, y con aquel dinero por fin tuve tiempo”. Habla Najat el Hachmi, escritora, ganadora del último premio Nadal con El lunes nos querrán (Destino/Edicions 62), una novela sobre el éxodo. Huir de la religión, de la cultura, del idioma natal, de un piso de techos bajos, del imán de la mez­quita del barrio, de las vecinas malignas, policías de costumbres. Y de una misma. Su libro contiene un recuento detallado del viaje que supone escapar de un marco para encajar en otro, que también aprieta. Najat gastó 28 años de tra­vesía; y cuando por fin pudo comprar tiempo, supo quién era. No me cabe mayor idea de la soledad.

“La imagen que mejor refleja la ansiedad, el frágil equilibrio, es la de una madre sola”, me dice Najat. Ella lo fue con 21 años. El padre desapareció. Y el cableado con su familia estaba demasiado arañado. Se llevaba al hijo a todas partes, transbordos y librerías. Como la pro­tagonista de su libro que relata: “Cuando la gente se daba cuenta de que no le hablaba en la lengua de mi madre se sentían decepcionados y me decían: ‘¡Qué pena perder una lengua!’. Y yo no me atrevía a contarles que para con­servar la lengua me hubiera tenido que quedar en el barrio, bien tapada. Lo único que conseguía explicarles era que las lenguas están vinculadas a las emociones, y que las mías hacía décadas que no estaban ligadas a la lengua de mi pueblo”.

A Najat la invitaban a mesas redondas como la mora integrada de la que se espera un discurso ejemplar que abrace lo mejor de los dos mundos, incluido el exotismo que nos gusta contemplar en los mercadillos ambulantes. La bien amada multiculturalidad que confieso que un día exalté con ignorancia. Pornografía étnica, en palabras de El Hachmi. Ella era la nota de color, la cuota para tranquilizar la conciencia. Nadie le preguntó qué papel quería desempeñar. Lo daban por hecho.

Es difícil manejar las intolerancias ajenas. Como las interpretaciones rigoristas del islam que obligan a las mujeres a cubrirse el pelo como forma de invisibilizarlas: abayas y burkas para borrar su silueta y cerrar el paso al demonio. Tampoco el feminismo es amigo de los tacones y el maquillaje, comentamos con Najat. “Sí, pero a nadie le dan una paliza por llevar tacones, y en cambio sí te la dan por quitarte el pañuelo”. Hoy, la palabra multiculturalidad se ha sustituido por diversidad . No solo es más amplia, sino que huye de la identificación de los términos cultura y origen . Porque la cultura no debería tener límites geográficos, y, además, siempre multiplica. Pero ocurre un fenómeno curioso: cuando se preparan especiales sobre el concepto de diversidad en los medios españoles, la suelen importar de Francia o Inglaterra, donde los autores parecen más chic que los autóctonos.

El extranjero siempre será extranjero. Queremos que adopte nuestros valores y costumbres, y a la vez que nos entretenga con su plus de singularidad. Pero lo seguimos viendo como el otro . El diálogo y la negociación de acuerdos son todavía estrategias políticas titubeantes, entorpecidas siempre por el ruido y la furia de la polémica reaccionaria. Más que preservar su cultura original , los que vienen de afuera quieren papeles, derechos como ciudadanos y un lugar donde trabajar y vivir en paz. Su libertad y su dignidad está por encima del choque cultural o por lo que entendemos por integración, que suele ser siempre sesgado. No solo ellos, también nosotros somos sujetos interactuantes en el intercambio de la diferencia.

Hay muy pocas Najat en España, y hacen falta. Ella aprendió a escribir gracias a una madre que no sabía leer pero era una gran narradora oral de la tradición bereber. Afirma que ese es el legado más importante que ha conservado de sus orígenes. Luego saltó en pértiga.

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5 de abril de 2021
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A propósito de Alphonse Allais

Prólogo a La ciencia no respeta nada, de Alphonse Allais.

La Fuga Ediciones, Barcelona, 1918.

Quizá una aproximación certera a la biografía de Charles-Alphonse Allais (1854-1905) debiera empezar diciendo que Allais fue un normando enterrado en el cementerio parisino de Saint-Ouen cuya tumba fue hecha trizas durante un rutinario bombardeo de la RAF, a finales de la segunda guerra mundial, en 1944. Un hombre hecho para la ciencia a quien su pasión irrefrenable por el absurdo condujo al terreno del humor, a la escritura de textos breves que prefiguraron movimientos fundamentales en la historia de la literatura y, en general, de todas las artes. Un joven a quien su padre farmacéutico echa de casa al descubrir que elabora y vende falsos medicamentos, y que, huido a París, participa en la creación de varias sociedades literarias de ingeniosa filosofía y sorprendentes rótulos: Los Hidrópatas, por su aversión al agua, Los Fumistas, por su condición burlona, y Los Hirsutos, broncos e inconformistas.

Inteligente, algo misógino, de aspecto bonachón, publicó, durante un cuarto de siglo, un sinnúmero de historias y artículos de actualidad, todos ellos cuajados de un humor punzante que roza a veces el humor negro. Lo moderno, los avances científicos, la religión, los pobres, el ejercicio de la medicina, el ejercicio de la abogacía, el patriotismo, los movimientos obreros, los nuevos ricos, los negros, lo exótico, la tacañería empresarial, el chovinismo, el higienismo, el consumo de alcohol, el reciclaje, los vegetarianos, los animalistas, todos son tratados con gran desparpajo y suculenta ironía. A veces, por ejemplo en “Una nueva iluminación” y “Una industria interesante”, nos parece estar ante los bizarros Inventos del TBO, del Profesor Franz de Copenhague. Otras veces, como en “La pipa olvidada” y “La agonía del papel”, despliega su dimensión precursora, casi visionaria, en una sátira inversa del abuso de nuestros teléfonos móviles y en la crítica del consumo desaforado de papel como uno de las principales causas de la deforestación.

La presente antología, titulada como el primero de los relatos recogidos, La ciencia no respeta nada, es una ecléctica nómina de sus temas favoritos. Temas, a los que el orden de aparición con que son mostrados incrementa aún más el carácter adictivo que tiene su lectura; los cuentos de Alphonse Allais enganchan por sí mismos y, aún más, cuando se benefician de una planificación rigurosa y sabia.

Pero el lugar que ocupa Allais en la historia de la literaura no es sólo el de los humoristas, Allais encaja a la perfección en el lugar de las vanguardias; su manejo del absurdo iluminó a dadaístas y surrealistas hasta el punto de ser considerado por muchos de ellos como su gran padre nutricio. Jarry y Roussel, Breton y Duchamp, aprecian en Allais muchos de los recursos que ellos desarrollan: el retruécano, el calambur, la interpelación al lector, los mecanismos destinados a derribar las convenciones burguesas, convenciones que Allais ridiculiza, a veces mediante un discurso fingidamente serio, siempre partiendo de unos postulados disparatados pero por los que camina con una lógica aplastante. Quizá su aspecto apacible, dulce casi siempre, cobija intenciones perversas, su humor es más cruel de lo que pueda parecer en una lectura precipitada.

Además, en Alphonse Allais destacan, junto a su vertiente más conocida como escritor, otras dos vertientes, la pictórica y la musical. En 1883, en el Salon des Arts Incoherents, presenta un cuadro titulado “Recolte de la tomate par des cardinaux apopletiques au bord de la Mer Rouge (Effect d’aurore boréal)» [Recolección del tomate por cardenales apopléjicos a orillas del Mar Rojo (Efecto de aurora boreal)] que, como no podía ser de otra manera, no es más que una monocromía en rojo, un experimento que repite hasta seis veces más: el color negro de “Combat de negres dans une cave pendant la nuit” [Combate de negros en una cueva durante la noche)], el blanco de “Première communion de jeunes filles chlorotiques par un temps de neige” [Primera comunión de niñas cloróticas bajo la nieve], el azul de “Stupeur de jeunes recrues apercevant pour la première fois ton azur, oh Méditerranée!” [Estupor de jóvenes reclutas percibiendo por primera vez tu azul, ¡oh Mediterráneo!], el verde de “Des souteneurs, encore dans la force de l’age et le ventre dans l’herbe, boivent de l’absinthe” [Proxenetas aún en la plenitud de la vida y el vientre sobre la hierba, beben absenta], el amarillo de “Manipulation de l’ocre par cocus ictériques” [Manipulación del ocre a cargo de cornudos ictéricos] y el gris de “Ronde de pochards dans le brouillard” [Ronda de beodos entre la niebla]. Precursor de los “cuadrados” de Malévich, de   “Cuadrado negro” (1915) y   “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” (1918), puntos álgidos en la memoria de la Abstracción, Allais no disfrutó de la consideración que sí obtuvo el pintor ruso; Allais reinventó la literatura y las artes plásticas pero no obtuvo el reconocimiento debido, quizá, y de esto hablaremos ahora, por el tono gracioso, divertido, que otorgaba a todas sus manifestaciones.

También, Alphonse Allais es el autor de la Marcha fúnebre compuesta para los funerales de un gran hombre sordo, primera pieza minimalista de la historia de la música, que prefigura ventajosamente a Erwin Schulhoff y a John Cage. Un pentagrama en blanco, virgen, es el soporte de la epifanía perfecta del silencio. Pero su obra musical no ha trascendido, Alphonse Allais era humorista; Cage y Schulhoff, que alcanzaron la fama, eran músicos, iban en serio. ¿Es el humor la barrera infranqueable que imposibilita el acceso a la categoría de genio?

Como diría Jorge Luis Borges el humor sólo tiene sentido en su modalidad oral: el chiste. En la literatura escrita el humorismo que impregne cualquier obra la precipita en el abismo de la vulgaridad y el olvido. Así son, o mejor, así están las cosas, la comicidad está reñida con el rigor, con la calidad y, no digamos, con la excelencia. Cuentan que un destacado prenovísimo barcelonés fue entrevistado por un joven canario que años después se convertiría en un destacado postnovísimo y este, después de pasar revista a la producción del primero, soltó, de improviso, la pregunta que este más temía: ¿cómo es posible que usted utilice el humor a la hora de construir un texto, cómo es posible que escritos que aparecen en su último libro como pertenecientes al género poético tengan ese tono irónico? No sabemos qué pasó después, pero ya en 1971, queda muy claro, el humor no estaba bien visto entre los adalides de la ortodoxia literaria. Tal como pontifica el propio Alphonse Allais en el relato “El hijo de la bala”, ‘nada me entristece más que no se me tome en serio’.

Resumiendo diremos que a los ironistas como Alphonse Allais les resulta insoportable la realidad, necesitan deformarla. Los ironistas no soportan a la generalidad de los individuos, los que a lo largo de sus vidas son incapaces de crear una historia nueva, un párrafo, siquiera una frase de su propia cosecha, los que, como mucho, repiten lo que otros han creado, en una estrategia repetitiva que consideran el colmo de la genialidad; esa masa que, en la actualidad, utiliza eslóganes publicitarios, expresiones formuladas en la radio y televisión, en las conversaciones de los bares.

Así, hoy, el perfecto ironista rechaza pronunciar cualquier frase que ya haya sido pronunciada y ante la dificultad creciente de ser original, dado el creciente número de individuos que nos rodean por culpa de la explosión demográfica, recurre a gritos, mugidos y alaridos, a la hora de expresarse. Allais recurre a su inmenso ingenio para desmantelar lo convencional, lo ramplón, lo trillado; se ensaña con los simples, con los memos. Alphonse Allais combina realidad y ficción, crueldad y humor. Y, para cerrar el círculo, se burla de sí mismo.

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3 de abril de 2021
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Malvinas: Fotos borrosas y una carta perdida

Ya son 39 años desde aquel 1982 en que a los diez mil veteranos argentinos la Guerra de las Malvinas nos cambió la vida. Tardé mucho en escribir, en saber qué y cómo escribir, sobre esos días terribles.
Este es el primer texto que publiqué en un diario: fue en el décimo aniversario, abril de 1992. En el Suplemento Sí de Clarín, gracias al gran editor Marcelo Franco. Iba con un dibujo que no puedo encontrar ahora, del genio Hermenegildo Sabat, que mostraba a un soldado acribillado de manchas de tinta.
Acababa de leer el libro que me marcó el camino, “Las cosas que llevaban”, del mejor escritor de la guerra y veterano de Vietnam Tim O’Brian. Los que lo leyeron encontrarán el intento de encontrar mi voz en la suya. Lo llamé “Fotos borrosas y una carta perdida”.
Es la primera vez que la comparto después de esa publicación hace 29 años. Y quise acompañarla con primera foto que me tomaron en el living de la casa de mis padres, apenas volví de la guerra y todavía no me había sacado la gorra sucia de humo y de muertes.

Esa es mi foto borrosa:

Y esta es mi carta perdida:

"Esa mañana del 15 de junio de 1982, un día después de la rendición, nevó por primera vez. Ahí me dí cuenta que todavía no había empezado el invierno. Por los caminos escarchados, tropezando con las piedras, los fantasmas bajaban esqueléticos y ojerosos de las montañas. Nunca más vi miradas así. Yo pasaba con un grupo de sobrevivientes por entre los soldados de ambos bandos que enterraban a sus muertos entre los charcos helados y el humo que salía de la boca junto con las puteadas. Después ví en el casino de oficiales a altos jefes militares de ambos bandos risueñamente tomando whisky.
* * *
La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más adentro.
Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren, escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.
* * *
Hace poco, unos pibes que entraron a la secundaria después del '83 me preguntaron por qué fui a las Malvinas. La verdad es que no se me ocurrió que podía no ir. No se me ocurrió no obedecer cuando vino la policía a decirme que tenía que presentarme ese mismo domingo de Pascua en el comando. Nos habían educado para que no se nos ocurriera la posibilidad de negarnos a obedecer.
Era noche cerrada y un oficial nos arengaba con cínica frialdad: "Cuando vuelvan, si es que vuelve alguno..." No me acuerdo si hacía frio. Me acuerdo que varios temblábamos. Nos probábamos las botas y las camperas y mirábamos a los más bromistas, pero ellos también tenían un nudo en la garganta. Lo peor fue cuando apagaron las luces. Nos acostamos en el piso del comando, casi nadie durmió, y a las seis de la mañana salimos marchando para el aeropuerto de El Palomar, donde nos amucharon en un avión de transporte.
De Río Gallegos volamos a Malvinas en un Fokker. Anochecía y alcanzamos a ver la silueta árida de las islas antes de aterrizar. El sol iba perdiéndose en el mar y nadie sabía lo que le esperaba. Los pibes que nos recibieron esa noche y nos dieron un guiso memorable hablaban como veteranos de Vietnam o de Corea. Habían desembarcado en las Malvinas hacía sólo diez días, tenían 18 o 19 años igual que nosotros, pero si le podés dar a alguien un consejo capaz de salvarle la vida, te sentís un viejo. Cuando 20 días más tarde llegaron los voluntarios, yo también me sentía aquel veterano que se las sabe todas. ¿Y qué sabíamos? Lo que pasaba era que no teníamos conciencia de lo que nos podía pasar.
* * *
El primer refugio que hicimos era una reverenda porquería. Lo terminamos el 30 de abril y el 1ro de mayo fue el primer ataque aéreo y tuvimos que pasarnos cinco horas de cuclillas en ese pozo infame. La peor tortura era que no se podía salir a mear. Nadie se imaginaba que te podía caer una bomba si salías a mear. De hecho, a la tardecita salíamos en pequeños grupos y se fumaba un puchito compartido y se comentaba con los que estaban de guardia detrás de los sacos de arena.
Marcelo, el petiso que cargaba a todo el mundo y tenía un don especial para imitar a los suboficiales, entró justo atrás mío en el refugio cuando sonó la primera alerta roja. Qué cagada, pensé yo. Marcelo me había tomado de punto y no perdería oportunidad de cargarme en continuado en esa convivencia forzosa. Me di vuelta para mirarlo y estaba pálido y serio, con la mirada perdida en el techo de chapa por donde caían hilitos de tierra. Cuando sonaron las primeras bombas me aferró el brazo y no me soltó hasta que gritaron que ya no había más peligro. Después siguió con las bromas y las cargadas, pero nunca más se la agarró conmigo.
En la última reunión de los que estuvimos juntos en las islas - que se hace cada 20 de junio, el aniversario del día que volvimos - me contaron que Marcelo se suicidó. "Estaba medio loco". Quise preguntar más, pero se decidió por consenso cambiar de tema. El bebé de uno, el casamiento de otro, un tercero que se fue a Estados Unidos. Yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de Marcelo cagándose de risa de cualquier boludez. Sólo en ese momento, en la oscuridad del refugio, había tenido un mínimo indicio de cómo sería la persona que se escondía detrás de la máscara del payaso, el dueño de esa mano aterrada. La mano que lo mató.
* * *
El último bombardeo era ya a pocos días de la rendición. Supongo que se podrá rastrear el día, porque esa noche (que era el mediodía de las islas) jugaba Argentina en el mundial de España. Yo estaba ese mediodía en la casa de un funcionario inglés que un alto oficial había tomado como vivienda y cuartel general. Nos juntamos todos en la cocina, que tenía paredes de piedra. Yo estaba debajo de la mesa y tenía que levantar la mano y agarrar la antena de la vetusta radio con los dedos para que se escuchara el partido. Los cabos se comían las uñas debajo de la escalera que daba al desván. El partido era algo tan irreal en ese momento ... sin embargo era mucho más cierto que las noticias que transmitía la radio sobre el desarrollo de la guerra. "Poné radio Carve de Montevideo," me decían los oficiales. "Así puede que nos enteremos de algo." Pero el día del partido no hay quien los sacara de Rivadavia. Ese fue el día que el bombardeo inglés voló dos depósitos, el cuartel de policía y la casa de unos kelpers.
* * *
Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los 15 años. Es lo que llaman la "conscripción económica", una de las pocas formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.
Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse. "Se volvió loco," decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón. Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de la frazada.
* * *
"...y delfines juguetones que siempre nos seguían, patos salvajes y toda clase de aves marinas, y las elegantes gaviotas que nunca me cansaba de mirar, planeando sobre el mar, casi tocando las olas, casi jugando con ellas y pasando una y otra vez por delante de la proa..."
Este es un fragmento de una carta que mandé a mi familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. El barquito en el que estaba tenía la misión de buscar sobrevivientes o cadáveres de barcos hundidos y aviones derribados. Yo me la pasaba mirando el mar y la costa, y entre la guerra y mis ojos se interponía la naturaleza, la belleza salvaje de las Malvinas.
* * *
Cuatro días después, el 12 de junio a las cinco de la mañana yo estaba de guardia frente al comando de Marina en Puerto Argentino cuando apareció exultante un Capitán de Fragata artillero dispuesto a contar a quien quisiera oír su hazaña cómo había impactado su Exocet en un buque enemigo. Hacía una semana iba todas las noches a un punto estratégico en la costa rocosa y aguardaba el momento propicio para disparar su sofisticado juguete.
Esta vez las densas nubes de humo que cubrieron el incipiente amanecer le trajeron la certeza del éxito y la satisfacción del deber cumplido. A media mañana la radio dijo que el trasporte de helicópteros Glamorgan había sido seriamente averiado. El capellán vino a darnos la buena noticia. Agregó, con la entonación jubilosa de quien anuncia el castigo divino, que había habido "bajas" entre las tropas enemigas.
Siete años después, el viernes 21 de abril de 1989, alcancé un papelito arrugado a una de las empleadas de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales. Contenía varios números y letras, el código de un grueso volumen teórico que debía fagocitar durante el fin de semana. La empleada me trajo otro libro, que respondía a otro número de código. Se llamaba "Cartas de un Marino Inglés." El título era mucho mas sugestivo que el del indigerible tomo que yo había pedido, así que me lo llevé. El nombre de su autor, David Tinker, me sonaba a aventurero de los mares del sur.
* * *
"... Aún aquí hay una sorprendente cantidad de aves marinas, y no solamente de las más grandes. Supongo que cuando se cansan, se sientan simplemente sobre el agua. La semana pasada tuvimos un par de gaviotas, muy blancas y mansitas, que parecian disfrutar paseándose por la cubierta de vuelo buscando bocados interesantes. Les pusimos algunos trocitos de pan, y una de ellas se animó a comer de la mano de un suboficial aeronáutico..."
Este es un fragmento de una carta que mandó el Teniente de Navío inglés David Tinker a su familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. David tenía 25 años y esta es la última carta que escribió. Cuatro días mas tarde, un Exocet cayó sobre la cubierta de vuelo del Glamorgan, donde estaba de guardia, matándolo en el acto.
Hugh Tinker, el padre del joven marino muerto 48 horas antes del fin de las hostilidades en el Altántico Sur, recopiló y editó las largas cartas que habían llegado a su casa en Shropshire, Inglaterra y las dolorosas y aún mas largas que fueron llegando luego de saberse la noticia de su muerte. En ellas hablaba de las próximas vacaciones y de planes para el futuro, cuando cumpliría la meditada decisión que ya había tomado al acercarse a las islas: dejar la marina.
* * *
Yo conocí al asesino de David Tinker. Era el orgulloso oficial de bigote gris que entró al comando esa madrugada helada. David probablemente asesinó amigos, compañeros míos. La guerra es así. Suena mal que yo hable de asesinos. Casi de mal gusto. Creo que entiendo las cartas de David Tinker no por lo elocuentes o persuasivas que puedan ser sino porque yo también estuve allí. Yo también sentí esa locura y tuve esa desesperación de escribir cartas, de repetirme que había cosas hermosas, pero también de contar el horror, de sacudir a los insensibles. La diferencia es que yo sobreviví. Lo que no sé es si volví. Tal vez estas líneas desordenadas sean una nueva carta que mando desde el frente."

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2 de abril de 2021
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Cantó el cisne

Sorprende que destacados intérpretes que podrían encarnar en un escenario a Electra o a Hamlet, a Max Estrella o a Bernarda Alba, se hagan concejales o incluso consejeros autonómicos. Cuando Glenda Jackson abandonó en plena gloria el cine y el teatro para ser una oscura backbencher laborista, la pérdida fue dolorosa. Otra gran artista comprometida con las causas de izquierda, Vanessa Redgrave, ha sido, por fortuna, ambidextra; en una mano las octavillas trotskistas que toda su vida ha repartido, en la otra el último guión de Hollywood.

Los que no le votan se burlan ahora de Toni Cantó, y algo hay en efecto de vodevil de puertas giratorias en su vaivén, aunque no es ni mucho menos el único del gremio político que practica ese género. Tuve ocasión de asistir a su debut teatral en una comedia de éxito, Los ochenta son nuestros; el jovencísimo actor estaba entonces verde como una ensalada monocolor, pero pasó poco tiempo y se le volvió a ver trabajando con gran aplomo el repertorio clásico (Shakespeare, Valle-Inclán), dirigido por maestros de la profesión de la talla de José Carlos Plaza y Juan  Carlos Corazza. En 1992, tras un casting en el que desfilaron una docena de galanes de primera magnitud, fue el elegido por Bob Wilson para protagonizar Don Juan último, su primer montaje en lengua castellana, producido por el CDN; en un amplio y magnífico reparto, Cantó daba brillante réplica a Julieta Serrano, que hacía de la madre del libertino, en un texto más bien arduo del que yo era autor. Lo último que le vi fue un Mamet, y una vez más el actor hacía olvidar al alter ego público, como ha de ser.

El 4 de mayo no le voy a votar, y me alegraré si la lista en la que figura fracasa en las urnas. Pero pagaré con gusto cuando vuelva a cantar; en las tablas, no en los escaños.

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1 de abril de 2021
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El hombre cuenta (X): moralidad y sometimiento a la razón

Muchos de los grandes del pensamiento han sostenido que el  deseo de hacer inteligible tanto el entorno como la realidad que nosotros mismos constituimos es inherente a la condición de todo ser humano. El hombre no sólo está dotado de razón cognoscitiva,  sino que tiende a ejercerla.  Jacques Monod dio en cierta ocasión un paso más, sugiriendo que la exigencia moral es la disposición de espíritu que se halla en la base del deseo de saber. Pues bien: creo que esta concepción del estatuto de la moralidad tiene su raíz teorética última en el pensamiento del filósofo que con mayor radicalidad ha pensado sobre las condiciones de posibilidad de la exigencia moral. Sigo pues con Kant, en cuya visión la moral no sólo trasciende la naturaleza, sino que aparece como condición de posibilidad de una naturaleza humanizada.

Para entender la posición kantiana es necesario (perdónese la insistencia) tener bien presente la concepción antropológica según la cual el ser humano intrínsecamente se comporta racionalmente. El humano responde a su singularidad en el seno de la naturaleza cuando avanza y se desenvuelve “con la razón por delante”. Y ya en términos kantianos: el comportamiento cabalmente humano consiste en no instrumentalizar a la razón, en tener a ésta como causa final, lo cual se traduce en el imperativo siguiente: no tratar jamás como un medio (no instrumentalizar) a ser alguno en quien la razón se encarne, o sea: tener un comportamiento  ético, por supuesto dando al término ética un sentido muy diferente al que hemos visto cuando es utilizado por ciertos hermeneutas de la etología animal.

Ha de estar claro este punto: la no utilización del ser humano (por ejemplo, el no abusar del débil) aparece como simple corolario de que la razón ha sido convertida en el objetivo final de nuestras acciones; corolario de que, como antes decía, la razón no se subordina, la razón va por delante. A modo de digresión voy a exponer un ejemplo chocante.

“Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza,  son de idéntico valor”

No se trata de una provocativa “boutade”, sino de un párrafo de la kantiana  Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.

Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant “máxima subjetiva de acción”

Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o  deber (Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.

Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.

En uno y otro caso,  imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.

¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.

Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica)  es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad,  y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la  que se  subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana.

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31 de marzo de 2021
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De viaje

En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. Me equivocaba

En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. La revelación del secarral manchego como lugar cargado de sentido lo inventaron ellos con la ayuda de Cervantes. Me equivocaba. Un hombre joven, Jorge Bustos, ha repetido la ruta de don Quijote que enalteció Azorín hace más de 100 años. Con admirable tensión literaria se ha pateado, bajo el sol infernal de julio, Campo de Criptana, Argamasilla, El Toboso, en fin, todo El Quijote, incluida la tierra de sus ancestros, los Bustos, que cobijó en sus últimos años a Quevedo y allí le dieron sepultura. Que hombres jóvenes como Bustos se interesen por esas tierras quemadas me anima a creer que aún queda espíritu en España.

Pero Bustos remata la faena con un segundo viaje, esta vez al polo opuesto, a la fecunda Francia, la ebúrnea, la cargada de gozos físicos. Quizás por eso el libro se titula Asombro y desencanto, aunque el lector tendrá que llegar al final para saber cuál es el asombro y cuál el desencanto. Porque Bustos nos obsequia con un viaje francés fenomenalmente inocente, como si fuera el primero en pisar tierra gala, de modo que el lector lee estupefacto una descripción de la Mona Lisa y de la Venus de Milo, pongo por caso, con toda gravedad. No sé yo si el autor es realmente tan buena persona o es lo que los ingleses llaman tongue-in-cheek. Su guía es Josep Pla, de modo que muy ingenuo no ha de ser, pero el choque entre la Francia rebosante de placeres y una España sedienta es espeluznante. El joven Bustos, sin embargo, mantiene viva la fe. Lean la última frase del libro: “Si las palabras vuelven a pesar lo que pesaban, la literatura y el periodismo seguirán sosteniendo la realidad de los hombres libres”. ¡Chapeau!

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30 de marzo de 2021
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La boca del infierno

Hace algunos días conversé por zoom con mi amigo el escritor canadiense John Ralston Saul, anterior presidente del Pen International, y quien estuvo hace algunos años en Nicaragua. El Pen, antes llamado Pen Club, fue fundado en Londres en 1921, y entre sus socios constituyentes estuvieron nada menos que Joseph Conrad, George Bernard Shaw y H. G. Wells. Hoy agrupa escritores de todo el mundo, y se dedica sobre todo a promover y proteger la libertad de expresión, y los derechos humanos.

John me llamaba porque quería saber de Nicaragua, donde el capítulo nacional del Pen, presidido por Gioconda Belli, se vio obligado a cerrar sus puertas, y de Nicaragua fue que hablamos extensamente, recordando la vez que lo llevé a asomarse al cráter encendido del volcán Masaya; una oquedad espantable para cualquier turista, desde donde sube una densa humareda de azufre, como si siempre viviéramos en este país en la boca del infierno. Es como llamó el cronista Fernández de Oviedo a este cráter.

Le dije, para empezar, que los gobiernos resultantes de elecciones en América Latina tienen distintas calidades y formas de comportamiento democrático, pero en las últimas décadas la legitimidad del voto popular ha logrado ser establecida, porque los sistemas electorales han logrado credibilidad, todo distante de la vieja historia de fraudes, con las urnas llenas de votos falsos, con gran concurrencia de ciudadanos difuntos, y las actas burdamente trucadas.

Nadie puede alegar la legitimidad de la aplastante mayoría ganada en las últimas elecciones legislativas de El Salvador por el presidente Bukele. Si esa mayoría, que le abre las puertas del control de todos los demás poderes del estado, será usada para fortalecer el sistema democrático, o para acabar con él, está por verse; pero los votos que se la han dado están bien contados. Y si en el Perú hay una crisis de credibilidad política que se ha vuelto crónica, no se debe a elecciones fraudulentas, sino al desprestigio que trae consigo la reiterada corrupción de los electos.

No es el caso de Nicaragua, donde la Constitución Política manda que se celebren elecciones presidenciales y parlamentarias en el mes de noviembre de este mismo año. Es decir, dentro de algunos meses, y aún a esta fecha no existen las condiciones mínimas para que se puede pensar en un proceso electoral creíble, que pueda servir como un mecanismo de transición democrática.

Una resolución de la Asamblea General de la OEA de noviembre del año pasado, demanda  negociaciones “incluyentes y oportunas” entre el gobierno y la oposición para acordar “reformas electorales significativas y coherentes con las normas internacionales; modernización y reestructuración del Consejo Supremo Electoral para garantizar que funcione de manera totalmente independiente, transparente y responsable; actualización del registro de votantes; y observación electoral nacional e internacional.

La resolución suma que debe haber un proceso político pluralista “que conduzca al ejercicio de los derechos civiles y políticos, incluidos los derechos de libertad de reunión pacífica y libertad de expresión y registro abierto de nuevos partidos políticos”.

Tales compromisos deberían estar concluidos en el mes de mayo, que ya llega, sin que el régimen haya movido un dedo. Por ahora, la única certeza es la de que Ortega y su esposa la vicepresidenta, se disponen a ser reelectos de nuevo, lo que supone continuar, como desde hace ya 15 años, en el control total del poder civil, económico, policiaco y militar. Nada hace prever, hasta ahora, que exista la mínima voluntad política para someter ese poder total al libre escrutinio de los votantes.

El Consejo Permanente de Derechos Humanos de las Naciones Unidos, reunido en Ginebra en marzo de este año, expresó “grave preocupación ante la falta de avances del gobierno de Nicaragua en la implementación de reformas electorales e institucionales destinadas a garantizar elecciones transparentes”.

Manda “abandonar las detenciones arbitrarias, las amenazas y otras formas de intimidación", y "liberar a todos aquellos arrestados ilegal o arbitrariamente”. Exige, también, la derogación de las leyes que violentan el ejercicio de los derechos humanos. Baste mencionar la ley de ciberdelitos, la ley de agente extranjeros, y el establecimiento de la cadena perpetua para “crímenes de odio”.

¿Es posible un clima electoral aceptable cuando hay más de 120 presos políticos, jóvenes en su inmensa mayoría, y miles de exiliados, jóvenes también, que huyeron de la represión desatada a partir de abril de 2018?

¿Y cómo puede desarrollarse así una campaña electoral? La policía vigila en las calles para desbaratar cualquier atisbo de manifestación pacífica, encierra ilegalmente a los opositores en sus casas con prohibición de salir, e irrumpe en locales bajo techo para disolver reuniones políticas.

Hay medios de comunicación y estaciones de televisión con sus instalaciones confiscadas, como Confidencial y 100% Noticias, y otros que viven bajo asedio, como la Radio Darío de la ciudad de León.

Seguimos asomados al cráter encendido, le digo a John. Encontrar el camino para alejarse de la boca del infierno costará mucho, pero no hay esperanzas perdidas.

 

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29 de marzo de 2021

Collage de Anne Carson incluido en su libro 'Nox'.CORTESÍA VASO ROTO EDICIONES / VASO ROTO EDICIONES

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Traducir: un viaje infinito

Verter una obra de una lengua a otra puede ser la lectura más intensa y admirativa. Varios libros dan cuenta de una actividad que tiene mucho de tanteo y creación

Escribir y traducir comparten la misma materia prima: las palabras. A ellas dedicó uno de sus últimos poemas Anne Sexton, y cualquier traductor o escritor que lo lea se identificará con su lamento por el escurridizo término justo. Concluye así: “Palabras y huevos hay que tratarlos con cuidado. / Una vez rotos son cosas imposibles de reparar”. En ese cuidado extremo arraiga el desvelo. Por un lado, se abre un océano de posibilidades, pues “ninguna palabra dice en un idioma todo lo que la otra dice en el suyo”, recuerda Chantal Maillard; por otro, el misterio que empuja al lector, después de leer una palabra, a buscar la siguiente. Salvo en algunos títulos aparecidos en los últimos años, en torno a la traducción ha reinado cierto silencio editorial, roto sobre todo en manuales técnicos, aunque no sea un acto excepcional: el mundo gira porque (nos) traducimos. “Se trata quizás de la actividad más humana que existe”, dijo la gran renovadora de las novelas de Dostoievski en alemán, Svetlana Geier, en unas conversaciones que Alberto Gordo nos trae al castellano. Responsable de traducir los “cinco elefantes” del escritor ruso, entre otras obras, admitió: “Esto no se traduce sin castigo”. Como obstáculos, señaló que “las lenguas no son compatibles”, pero también “los límites de una personalidad”, en su caso forjada en el Kiev del Holodomor y la ocupación alemana.

Como perspectiva y metáfora desde las cuales acercarse a la literatura, la tarea de traducir despierta un renovado interés. Una traducción puede ser la lectura más intensa y creativa, un salvoconducto a otra cultura, la horma con la que se tensa la piel del calzado del propio idioma, un acto amoroso de admiración, un revulsivo contra el ensimismamiento, un diálogo con el tiempo, un vínculo entre diferentes, un generador de variantes, un resucitador de textos olvidados, un taller de escritura, una forma de desaparecer, una mera transacción de bienes y servicios, un escudo de resistencia. Quizá la pregunta sea por qué no se le prestó antes mayor atención y, como para recuperar el tiempo perdido, el polifónico Pedir la luna reúne a una heterogénea nómina de traductores al español que comparten experiencias y reflexiones.

El humor con el que arranca Simpatía por el traidor, de Mark Polizzotti, revela que estamos ante un ensayo-manifiesto desacomplejado y realista que considera el tema “un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de pedantes eruditos”. Ensayista, editor y traductor de Flaubert, Duras o Modiano, Polizzotti recuerda a los lectores que eso que leen es fruto de una complicidad entre autores —su traductor Íñigo García Ureta y él—, y confiesa que el primero ha sabido a veces expresar mejor algo que en el original. Esta simpática confesión es un ejemplo de lo que persigue: brindar “un retrato que ayude a ver la traducción no como un problema”, sino, pese a todo, “como un logro que debe celebrarse”. Si traducir resulta inagotable es porque no se trata de “reemplazar palabras como si fueran baldosas o tramos de moqueta”. ¿Sus premisas? Los traductores son “creadores por derecho propio” y “la traducción es ante todo una práctica”. Más que reglas valen actitudes: empatía, sensibilidad, atención, flexibilidad, creatividad. En menos de 200 páginas aborda los principales debates —sobre el concepto de original, fidelidad, domesticación, reconocimiento, tarifas, condescendencia académica, riesgos del colonialismo lingüístico— para animarnos a renunciar al ideal de la traducción perfecta y a disfrutar del resultado “de muchas pruebas, errores, revisiones e invenciones”.

Helen Lowe-Porter, cuya versión inglesa de Los Buddenbrook de 1924 tuvo tanto éxito que se convirtió en “la traductora de Mann”, decía que no entregaba la traducción de un libro hasta sentir que lo había concebido ella misma. Posteriormente, recibió críticas por su conocimiento imperfecto del alemán, si bien sus traducciones se siguieron publicando. Traducir le parecía un “placer perverso” y lo calificó de “pequeño arte”, pese a su colosal reto.

En ella se inspiró Kate Briggs, profesora y traductora al inglés de Roland Barthes, para el título de su ensayo. Si Polizzotti se muestra pragmático y concreto, Briggs se apoya en la digresión y la serendipia. Lanza un sinfín de preguntas al aire, merodea, avanza y retrocede en una prosa fragmentaria cuyo pulso Rubén Martín Giráldez nunca pierde. Barthes invitaba a colaborar en sus indagaciones (así se refería a sus conferencias) a los estudiantes, y ellos respondían “formulando preguntas, apuntando correcciones, aportando referencias alternativas, redirigiendo la senda de la investigación hacia sus preocupaciones personales (…) y es lo que creo que hago yo aquí”, resume Briggs. Los textos que esta tradujo de Barthes son sus notas para los cursos en el Collège de France, a veces ideas sutilmente enlazadas, listas de palabras, esbozos introspectivos, una tipología de texto cercana al pensamiento poético. El encanto de la casi memoir de Briggs emana de cómo alguien se lanza a vivir y crear a través de la traducción, fuente de grandes placeres y pesquisas intelectuales.

Pero es en Nox (“noche”, en latín), de Anne Carson, su “libro de artista” vertido por Jeannette L. Clariond, en el que la intimidad de traducir se abre en canal. La tentativa de componer una elegía a su hermano, muerto lejos de casa, se funde con su estudio (traducción propia incluida) del poema-epitafio 101 de Catulo, compuesto hace más de 2.000 años en honor al hermano que también halló la muerte en tierra ajena. Carson persigue una sombra —¿la del compañero de infancia que con un pasaporte falso se hizo nómada para eludir la cárcel y con quien apenas tuvo contacto (cinco llamadas en dos décadas) o la proyectada por las palabras latinas?— y constata que es inútil esperar que llegue un torrente de luz. Reconoce: “Nunca logré la traducción del poema 101 como me habría gustado. Pero, a lo largo de los años en que trabajé en ella, empecé a considerar la traducción como una habitación (…) donde se busca a tientas el interruptor de la luz. Quizá nunca se termina. Un hermano nunca termina”. En su diario collage, encuadernado en acordeón, traza el mapa relacional de su familia e incluye fotografías, fragmentos de una carta, meditaciones, dibujos e, intercaladas y en orden, las entradas de un diccionario integrado por cada una de las palabras latinas del poema, en que apunta sus respectivas conexiones con nox y alusiones secretas.

Traducir es un viaje infinito, como lo es descifrar a una persona. Los traductores no se limitan a conocer palabras para dar vida a un texto extranjero: lo arriesgan todo. Como la Caperucita de Sexton, en su cabeza experimentan “una operación a corazón abierto”.

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29 de marzo de 2021
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