Félix de Azúa
No es en absoluto fácil distinguir a un imbécil de un malvado. Uno de los modos más eficaces de proceder a la distinción es observar con quién se trata el personaje
No es en absoluto fácil distinguir a un imbécil de un malvado. Cierto: lo más abundante es el malvado que además es un imbécil, pero lo interesante es que a veces puede uno pensar de alguien que es un malvado, que hay que andarse con ojo y a poder ser esquivarlo, cuando en realidad se trata de un simple tontazo. La distinción es relevante porque el malvado hace maldades dolorosas, en tanto que el imbécil, aunque por pura estupidez pueda causar daño, también da risa.
De modo que es prudente aprender a distinguir. Uno de los modos más eficaces de proceder a la distinción es observar con quién se trata el personaje. Si sólo se asocia con idiotas, no hay peligro o no suele haberlo. El malvado prefiere la compañía de gente inteligente, si se deja. El malvado los usa en su beneficio y luego los humilla, los hiere, los arruina y los elimina. Por esta razón hay que fijarse mucho y en política perdonar sólo a los bobitos.
Un ejemplo. Los franquistas de la inmediata posguerra eran casi todos ellos muy malvados. Fusilaban, desterraban, censuraban, encarcelaban, reprimían. Con el tiempo se les fueron debilitando las fuerzas mentales y acabaron por ser simplemente una masa de idiotas que ni siquiera distinguía a la gente valiosa de la que no valía una higa. Por esta razón cometían errores ridículos. Censuraban las novelas de Vargas Llosa, cortaban películas de Ford o metían en la cárcel a estudiantes inocuos. Eran el hazmerreír de Europa.
Y así como las compañías son excelente señal para distinguir entre malvado y necio, la segunda señal es aún más certera: todo aquel que hace el ridículo suele ser un idiota. Ni siquiera tiene entidad para ser malvado. Aplicado a la política, permite entender mejor el acoso a Cercas y Trapiello.