Juan Lagardera
Hollywood es ese territorio habitado por las villas más lujosas donde las modas se construyen en segundos dado el hastío que nutre sus piscinas. Ya no quedan comunistas de bañera como Dalton Trumbo ni mitos alcoholizados al estilo Herman Mankiewicz, ni grandes escritores refugiados entre guiones de medio pelo como le ocurrió a William Faulkner.
Ahora se adaptan novelas de intriga, con mucha trama, y se reescriben historietas de ciencia ficción sobre la herencia de los cómics del siglo pasado. Es un mundo de efectos especiales en el que se pagan fortunas por los derechos de los libros de Stephen King o de J.K. Rowling. Un nuevo viaje a la Luna.
Ese disparate amoral de la principal industria del cine hay que equilibrarlo con un recitativo permanente sobre lo políticamente correcto. Concepto profundamente californiano. Y no caben medias tintas, ni matices ni contextos. Han condenado a Woody Allen, el irónico proustiano de Nueva York, y en su día condenaron a Roman Polanski y sus veleidades narrativas.
Ahora se hacen perdonar encumbrando a Frances McDormand, mujer, afeada por ella misma, e inteligente. Toda su familia y la de su cuñado, también son vecinos de Manhattan.
McDormand, casada con el mayor de los hermanos Coen, Joel, apareció fulgurante en la brillante ópera prima de aquellos mismos muchachos, Sangre fácil, dando pie al nacimiento del mito coeniano y al suspense moderno.
Luego la recuerdo en su paso leve pero clave como la esposa del alguacil en la vigorosa Arde Mississippi (1988, del malogrado Alan Parker), aunque fue a raíz de la exitosa Fargo, en la que se invirtieron los papeles, cuando Frances inició su camino al estrellato como la jefa-comisaria embarazada y bulímica que detenía a un asesino psicópata entre la nieve.
De los donuts a aullar como un lobo en recuerdo de un propio, Michael Wolf, el especialista en sonido de Nomadland de cuyo suicidio se supo a primeros de marzo pasado. No apelaba al espíritu de la manada de los cinéfagos frente a los lujos de los parties. No subrayaba la contradicción entre premiar una película de perdedores y desclasados en la América profunda y asistir encopetado a una gran gala de millonarios.
La sensibilidad coexiste con el smoking, el #metoo con la pedrería de Armani. McDormand, no obstante, ha dejado de maquillarse.
Lamento reconocer que no aguanté más de veinte minutos la película ganadora de los oscar 2021. Tediosa, reiterativa. Al menos no es pedante y tiene la sutileza de no embarcarse en una crítica política, lo cual se lo han reprochado. Tal vez sus productores querían eso, mostrar la radical vaguedad del americano contemporáneo.
Trasladémonos al otro lado, a Maine, en Nueva Inglaterra. No hace muchas semanas que HBO ha repuesto en nuestro país la serie coproducida por la propia Frances y Tom Hanks (con su compañía Playtone). Venía de hacer gorrinadas como todos sus colegas –un breve paso por Transformers– pero terminó en una soberbia interpretación en Olive Kitteridge (2014). Ganó el Emmy, la serie también, varios más. La novela en la que se basa fue premio Pulitzer en 2008 para su autora, Elizabeth Strout.
Olive es un personaje femenino sin concesiones, una profesora de matemáticas jubilada con un carácter inflexible que le sirve de caparazón para enfrentarse al mundo, donde se incluye la bondad casi absoluta e insoportable de su marido y la desequilibrada personalidad de sus descendientes, hijos y nietos de la idiotez y el confort de la clase media universal. Su encuentro con el lunático Bill Murray es una cima descriptiva de la cultura del desafecto que nos acompaña.
Bienvenida Fran al olimpo de las diosas audiovisuales. Mientras tanto, acaba de publicarse en español la segunda novela de Olive, de sus aventuras solitarias, Luz de febrero, en Duomo Nefelibata. ¿Reminiscencias faulknerianas? En catalán lo ha hecho Edicions de 1984.