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3800 almas

No se sabe, cuando escribo esto, cómo va el voto en Madrid, pero en el resto de España otras sumas están por resolver; según las últimas noticias, tal vez no lleguen a 3800 las almas afectadas por el tremendo ere del BBVA, que cerraría más de un 20% de sus oficinas. Con la Banca yo me acuesto y me levanto, como todos ustedes, pues nuestra vida es bancaria en dos modalidades, la resignada y la refunfuñona, según nos haya ido en los engranajes de la máquina financiera. He cambiado de pareja varias veces en todos mis años, y nunca de banco, al que tengo, más que un cuelgue, la costumbre de serle fiel; la entidad es abstracta y no siempre me corresponde, pero el rostro concreto de muchos de sus empleados todavía lo recuerdo desde que abrí una cuenta siendo estudiante en el entonces llamado Banco de Bilbao. El siglo XXI, mientras uno trataba de ahorrar para la vejez, también hizo ahorrativo, desde el propio nombre, al BBVA, y mi sucursal, que daba gusto verla de espaciosa que era y bien nutrida, se adelgazó o contrajo: las esperas se hacían largas, el personal cambiaba vertiginosamente, aunque debo decir que la infidelidad sistémica ha quedado en mi caso salvada, hasta la fecha, por el factor humano, hoy reducido a dos personas que atienden con una eficacia extraordinaria. Las aplicaciones, eso sí, aumentan; robots aún no he visto.

No quiero ser truculento al modo del novelista Jim Thompson en su excelente thriller 1280 almas; en mi oficina no ha habido derramamiento líquido. Pero el BBVA, leo en la prensa, ha ganado 1210 millones en lo que llevamos de año, y su consejero delegado responde a las reprimendas del gobierno por los elevadísimos salarios de sus más altos ejecutivos que, si no les pagan millonariamente, se les van a otra empresa. ¿Adónde irán los eres redundantes, con sus cuerpos? ¿Nos iremos nosotros algún día? ¿A la porra?

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6 de mayo de 2021
Pintura de Elena Gómez Toussaint
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Tocar la luz

 

Al acabar un libro cuyo último verso es “yerma oquedad” no es difícil caer en el temor de que cualquier palabra que pueda decirse a continuación va a ser violenta. Y lo será por romper ese silencio hacia el que la autora, Tatiana Espinasa (Ciudad de México, 1959), ha estado tendiendo a lo largo de todos los poemas reunidos en Oscuras sombras (1991-2019), publicado por la editorial mexicana Ediciones Sin Nombre y el Instituto de Cultura Superior hace exactamente dos años, e ilustrado con algunas obras de la artista plástica Elena Gómez Toussaint.

En el prólogo a esta edición que reúne cinco títulos de la poeta, Ruth Bekhor escribe que “Leer a Tatiana Espinasa en particular es aprender a respirar con las palabras”. Sus poemas son breves y, efectivamente, aparecen plasmados en el centro de la blancura del papel como señalando un punto de amarre donde tomar aire: la palabra. Una palabra concebida como imagen que ha de ser contemplada para experimentar. Su formación en Filosofía se delata en una poesía existencialista en la que no se da una realidad sino un conjunto de percepciones. Sus poemas son la voz de un cuerpo que siente, que se repliega en sí mismo: se siente y siente a la otra persona solamente como una experiencia propia, puesto que el otro o la otra no puede ser sino un pensamiento, el recuerdo de un sentimiento, ausencia o idealización. “Esta torpe costumbre de inventarte”, escribe. El amor como un mero ejercicio de la imaginación, pero que duele.

El dolor y las heridas son abundantes en la obra de Tatiana Espinasa, con una actitud que la sitúa en una larga tradición poética –de mujeres, especialmente– en la que la voz es, principalmente, somática. La voz como lamento: “La súplica se ha vuelto queja”. Ese es el itinerario que parece inesquivable, la esperanza entendida como una demanda imposible de atender no tiene más posible resolución que el desconsuelo. Ya escribió Santa Teresa que incluso las súplicas atendidas acababan provocando lágrimas.

Algo de mística hay también en la poesía de Tatiana Espinasa, y no sólo porque la unión con la amada casi siempre se produce en el pensamiento, en el recuerdo; también en su capacidad contemplativa. El cuerpo es voz, como ya se ha dicho, pero también es tiempo. Es el tiempo, incontrolable, aquello que acaba de definir una naturaleza que más que materia es experiencia. Por eso la palabra asimilada es capaz de crear el entorno ontológico de la poeta. “No estás ahí. / Ni en el polvo cotidiano de la vida / ni en las tardes de presencia muda. // Estás en mí, / en las cosas que yo llamo / –raíz de mi raíz– / caudal, / espejo.” Y en ese ejercicio de nombrar para seguir viviendo, también puede suceder que la naturaleza permanezca indiferente al latido de esa voz.

La indiferencia del mundo que nos acoge es, tal vez, la peor de las heridas, con frecuencia simbolizada en la ausencia de la persona amada. Una ausencia que es el hueco yermo imposible de llenar o tapar porque es fruto de una ficción creada por seres condenados a ser incompletos. En la poesía de Tatiana Espinasa también contribuye a esa insatisfacción vital la carencia de un espacio o un territorio propio. Uno de los libros reunidos es Ciudad enmudecida, pero ya nos dice que, aunque es una urbe que huele a casa, paradójicamente no aporta ninguna seña de identidad a quien la habita. De la misma manera, sabemos de la importancia de un jardín, pero sellado, donde crece esa naturaleza que –en un absurdo círculo de significados que se convierte en herida– con frecuencia desoye la voz que la nombra y la construye. Habitar un territorio así, pues, no puede conducir a otro lugar sino al destierro, a lo que la autora llama exilio: “Apartada de la realidad / prisionera de mi exilio”.

Tatiana Espinasa Yllades, como su hermano, el también poeta y editor José María (Ciudad de México, 1957), es una de las autoras mexicanas que pueden considerarse como herederas del exilio republicano español de 1939. Su abuelo, Josep Espinasa Massagué, como alcalde, proclamó la república desde el Ayuntamiento de la localidad de Montcada i Reixac, muy cercana a Barcelona. Llegó a México en 1939 a bordo del Mexique, procedente de Burdeos. Por su parte, el padre de Tatiana y José María, Juan Espinasa Closas (Montcada i Reixac, Barcelona, 1927-Ciudad de México, 1990), suele ser citado como uno de los autores representantes de la segunda generación del exilio o hispanomexicanos: aquellos que estuvieron entre dos aguas.

Durante mucho tiempo, a esos niños de la guerra se le atribuyeron problemas de identidad y una pegajosa nostalgia de un país que habían dejado en su adolescencia o a principios de su juventud. Algunos cuentos de Espinasa Closas –editados también por la encomiable Ediciones Sin Nombre, que dirigen su hijo y Ana María Jaramillo– son claros ejemplos de esa melancolía. Y ésta es, tantos años después, otra de las heridas presentes en la poesía y en el pensamiento de la poeta: “Me he vuelto / la huella de tu herencia. / Soledad que exhuma de tus huesos”. El exilio del abuelo y el padre permanecen como herencia en la obra de Tatiana Espinasa, pero transformándose de circunstancia histórica o sociológica a condición psicológica o filosófica. Todos somos exiliados o herederos de diferentes desplazamientos.

El destierro de la poeta mexicana es el de quien renuncia a la realidad y sus apariencias para aferrarse al silencio que niega la materia, o que la convierte en polvo, tan presente en sus poemas, o simplemente en luz: “Dolor que estalla / en este atardecer incontenible de tristeza, / has tocado la luz.”

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4 de mayo de 2021
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Homo sentimentalis

Dice bell hooks que no hay escuelas de amor porque se da por sentado que todos sabemos instintivamente cómo debemos amar y ser amados. Prefiere que escriban su nombre con minúsculas porque lo verdaderamente importante son sus libros, no su identidad. Debo decir que conmigo logró el efecto contrario.

Puede que la mejor definición de amor se remonte a la cita de Scott Peck en El camino menos transitado (1978), un clásico que aguantó diez años seguidos en la lista de los libros más vendidos de The New York Times: «El amor es la voluntad de extender el propio yo para favorecer el crecimiento espiritual de uno mismo o el de otra persona». ¿Amaríamos mejor si todos nos pusiéramos de acuerdo en qué es el amor? Quizá la mera alusión al crecimiento espiritual cuando hablamos de amor no tenga sentido para algunos, pero hay heridas tan recónditas que sólo el espíritu puede alojarlas. Todos queremos sentir. Incluso Kundera habló del Homo sentimentalis.

El amor se banaliza y se trata con obscenidad, como si fuera algo ilegítimo. Cuando empecé a salir con mi pareja, se me ocurrió regalarle El arte de amar de Erich Fromm. Fue un acto reflejo. Tontamente, pensé que si recibía el libro con agrado y lo leía de manera contundente —compartiendo opiniones y subrayando algunas citas—, podría ser la prueba definitiva para saber si estaba hecho para mí. Así fue. Yo lo había leído durante una estancia en Londres que, en cierto modo, me convirtió en una persona insensible. Casualmente, mi pareja y yo nos conocimos una semana después de mi vuelta a España. Huelga decir que ahora mismo lo considero una prueba para ilusos, pero lo recordamos con mucha ternura.

En Todo sobre el amor se dice que en el mundo en el que vivimos parece que sólo exista el amor romántico. Es muy cierto. Debe existir algo inherente a la condición humana. ¿Cómo se vive y de qué manera se ama si tendemos a avergonzarnos de nuestros sentimientos? Hay citas de Fromm por doquier. «La sociedad debe organizarse de modo que la naturaleza social y amorosa del hombre no se halle separada de su existencia social, sino que esté unida a ella». Del miedo a la violencia y de la ética al amor. Lograr que ese amor ya no sea obsceno, que no haya pudor, exige esfuerzo. La sociedad y sus mecanismos de miedo y de obediencia global garantizan el poder absoluto. Entonces, ¿sólo nos queda agarrarnos al amor? La respuesta de hooks es que «cuando amamos, el miedo desaparece ineludiblemente».

hooks habla de espiritualidad y ética como sendas hacia un amor perfecto —el que a priori se entiende, pero lleva años poner en práctica—; también sobre un detalle que me emociona: esa cantidad ingente de budistas que viven en Estados Unidos y todavía siguen luchando en balde por la liberación del Tíbet. «Vivir la vida en íntimo contacto con el espíritu divino ayuda a ver la luz del amor que está presente en todos los seres vivos», dice hooks. Más allá de la espiritualidad como amor divino, me da la impresión de que mi generación no ha podido satisfacer esa dosis de espiritualidad básica que esperaba. No creo que se trate de un vacío emocional colectivo ni que tenga que ver con la oferta religiosa de nuestro país y su cuestionable reputación —tampoco creo que religión y espiritualidad deban ir de la mano—; considero que la carencia se debe, más bien, a la comodidad y el materialismo que nos rodea, más a unos que a otros, desde que nos traen al mundo.

Hay una frase de Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, que a menudo me ronda la cabeza y la mantengo como un mantra, incluso terminé anotándola en una de mis libretas: «Desacreditada por la opinión moderna, la sentimentalidad del amor debe ser asumida por el sujeto amoroso como una fuerte transgresión, que lo deja solo y expuesto; por una inversión de valores, es pues esta sentimentalidad lo que constituye hoy lo obsceno del amor».

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4 de mayo de 2021
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La caída

‘El mundo de la antigüedad tardía’, de Peter Brown, se ha vuelto a editar y es una lectura esencial porque nos encontramos en un momento análogo

Hace 50 años, un profesor de Princeton, Peter Brown, publicó un trabajo que daba un giro a la historiografía de la antigüedad. Frente a la imagen tradicional de una Roma decadente que era arrasada por hordas de tribus nórdicas que entraban a caballo y destruían y mataban todo lo que se les ponía por delante, Brown tuvo la audacia de proponer una imagen opuesta. No hubo tal decadencia, no hubo tal invasión bárbara. Roma se convirtió en un imperio de enorme poderío que dominó parte de África y Asia con su centro en Constantinopla. Era una defensa del cristianismo bizantino desde una perspectiva nueva. Resumido brutalmente, Brown defendía que la nueva religión creó un coloso oriental aún más fuerte y culto que el de Occidente y que este era el verdadero Imperio Romano.

La reacción fue violenta. La nueva visión iba en contra de quienes amaban un mundo clásico de estatuas perfectas y edificios admirables, los herederos de Schiller, pero también de los que tenían el cristianismo por una plaga que hubiera destruido el mundo occidental. Era un anacronismo: nada tenía que ver el cristianismo del que hablaba Brown con la tremenda historia de destrucción y opresión del papado romano, pero el antipapismo de buena parte de la universidad anglosajona se sublevó.

Hoy día, pocos niegan la visión de Brown, cuyo El mundo de la antigüedad tardía se ha vuelto a editar (Taurus) y es una lectura esencial porque nos encontramos en un momento análogo. ¿Son los dominios técnicos, las colosales empresas de comunicación, algo parecido a una invasión bárbara? ¿Es el puritanismo y el fanatismo de la izquierda reaccionaria una resurrección del cristianismo? ¿Vivimos una decadencia o lo contrario? Y, sobre todo: ¿vuelve el Imperio de Oriente?

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4 de mayo de 2021

'Cuentos Completos. Isaak Babel. Ed. Páginas de espuma

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Isaak Bábel, el escritor que quería saberlo todo

 

Un monumental volumen reúne la narrativa breve del autor ruso, sumada a sus reportajes, diarios, guiones y relatos cinematográficos

La publicación en un solo volumen de los cuentos completos de Isaak Bábel —incluidos diarios, relatos cinematográficos, crónicas y demás narrativa breve— es un verdadero acontecimiento para los lectores en español y, a riesgo de que suene enfático, así debo decirlo nada más empezar. Si además todo este material viene presentado en ciclos y organizado temáticamente en una edición crítica con traducciones nuevas, como en este caso, es motivo de mayor alegría. Y lo será tanto para quienes ya conocían ediciones anteriores de sus cómicas aventuras de los gánsteres de su ciudad natal antes de la Revolución (Cuentos de Odesa), los episodios de una infancia judía durante los pogromos o su memorable representación de los cosacos en la guerra polaco-soviética de 1920 (Ejército de caballería, antes Caballería roja) como para quienes lo descubran ahora. Estas piezas juntas tienen un efecto multiplicador y unitario, como si fueran capítulos de un mismo libro. Con la detención de Bábel en 1939 y su aniquilación a manos del NKVD se truncó dramáticamente uno de los mayores talentos literarios del siglo pasado y nunca sabremos cuántas páginas se le arrancaron a ese libro, pues no se recuperó la producción de sus últimos años, confiscada en los registros. El escritor “más parecido a Chéjov que tuvieron los soviéticos”, según su mayor especialista, el académico israelí Efraim Sicher, demostró su habilidad para condensar un universo entero con el colorido sensual de Chagall y la truculenta clarividencia de Goya. Si de algo se enorgullecía Bábel era de ser el escritor que menos palabras inútiles usaba. Por otra parte, esto lo sumía en un purgatorio creativo con larguísimos procesos de gestación, que le valieron fama de ser un maestro en el arte de incumplir los plazos de entrega para desespero de sus editores, de quienes antes había conseguido formidables anticipos. A uno de ellos le dijo que ni que lo azotaran públicamente entregaría un manuscrito antes de considerar que estaba listo.

“Soy hijo de un comerciante judío”, escribió, “nací en 1894 en Odesa, en la Moldavanka”, uno de los barrios más humildes de esa Marsella del mar Negro donde se mezclaban palabras en ruso, yidis y ucranio; los vapores de Cardiff, El Pireo y Puerto Said; los acentos griego, rumano y francés; el Talmud, Maupassant y Gógol. A sus 19 años vio la luz el primer relato de este autor “con gafas sobre la nariz y el otoño en el alma” (como caracterizó a uno de sus personajes) y en 1915 probó suerte en la capital, Petrogrado, donde solo Gorki apreció su talento, le publicó y le dio un valioso consejo: “Es obvio que usted no sabe nada, pero intuye mucho… Por eso, vaya a conocer a la gente”. Y lo hizo. Después de servir en el frente rumano, hacer de traductor en la Cheka, participar en las requisas de grano, ejercer de corresponsal junto al Ejército de Budionni o escribir reportajes en Tiflis, cuando ya había aprendido a expresar sus ideas “de manera clara y no muy extensa”, publicó los primeros relatos de Ejército de caballería y Cuentos de Odesa. El éxito le sobrevino como un alud. Ni siquiera sus detractores —Bunin lo acusó de “blasfemar a la sagrada Rusia”; los bolcheviques, de pintar una revolución despiadada sin batallas gloriosas— pudieron negar la novedad y potencia de su tono objetivo y estilo poético, carente de sitios comunes, imágenes manidas y melodrama. Nadie se había atrevido a intercalar escenas líricas en medio del hedor de la destrucción y del púrpura de la sangre. Sus descripciones de la naturaleza son soberbias, como si esta fuera el último reducto de la compasión perdida de la humanidad: “la noche posó sus maternales palmas sobre mi frente fogosa”. Su nombre pasaría a estar en boca de todos: desde Maiakovski, Ehrenburg, Paustovski hasta Thomas Mann, Brecht o Hemingway. Los lectores adoraron a los antihéroes de los bajos fondos odesitas y al protagonista de Ejército de caballería, ese intelectual judío inmerso en un dilema irresoluble entre la tragedia de su cultura y la brutalidad despiadada cometida en nombre de un ideal. Arrebatados y escalofriantes, sus cuentos impactaron como un obús en las conciencias de su época, un fenómeno comprensible para quien concebía que ningún hierro podía penetrar los corazones “de forma tan heladora como un punto puesto a tiempo”.

Con un gran futuro ante sí, en lugar de catapultarse, Bábel inició un viaje hacia el silencio que alimentó más su leyenda. Su ritmo de publicación se estancó y la escritura de guiones fue su escudo. Solía evitar las conversaciones sobre literatura, nunca se alineó con ningún grupo, aparecía y se ocultaba sin previo aviso, y apenas hablaba en público. En 1934, cuando participó en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en parte para testimoniar su lealtad y justificar su silencio (entendido este último como un género del que se proclamó un gran maestro), recordó que el gobierno solo les había quitado un derecho: “el de escribir mal”. Se guardó mucho de decir lo que él entendía por escribir mal, con el realismo socialista impuesto por decreto como única corriente artística válida. Dos años después, a la muerte de Gorki, su mentor, Bábel le dijo a su segunda esposa que no lo dejarían tranquilo: “No me asusta que me arresten, mientras me dejen escribir”. Planeaba una edición revisada de sus obras con inéditos, una futura novela, otro ciclo de relatos, pero el tiempo corría en su contra. “Al pasar a limpio los frutos de mis muchos años de meditación, como de costumbre me encuentro con que tengo menos para enseñar que el pico de un gorrión, y esto causará una gran indignación”. Un editor dijo de Bábel que se le encontraba allí donde lágrimas y sangre se derramaban con la misma facilidad. Y, con todo, él reivindicaba la felicidad y la ternura. A la literatura rusa, saturada de “la misteriosa y densa niebla de Petersburgo”, pensaba que le faltaba una buena descripción del sol. Aseguraba no tener imaginación y, para suplir esa carencia, cultivó una curiosidad omnívora, fiel a la exhortación de la abuela de su famoso relato: para triunfar “debes saberlo todo”.

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4 de mayo de 2021
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Madrid, Madrid, Madrid…

Ramón Ayerra describió como nadie el Madrid de la posguerra, la gran ciudad que reinventó el franquismo bajo la vigilancia del farolillo gallego del Pardo donde vivía el Generalísimo. Ayerra escribió sobre los olores madrileños; de los churros y las porras con chocolate de San Ginés a las papas fritas y los vinagres de sus tapeos por Chamberí, las tortillas y calamares de Atocha, los barquillos o los asados mesoneros de la plaza Mayor. El franquismo gustó también de la concentración populista en la plaza Real, una práctica que procede de la Revolución francesa, y utilizó al Real Madrid como agente diplomático en Europa.

Hasta la llegada del profesor Tierno Galván, Madrid era una capital habitada en las porterías y tomada por las parejas de grises y guardias civiles con tricornio que custodiaban los edificios públicos. Cierto que Ava Gardner y los toreros bebían whisky con soda en Chicote, cuya trasera, el Coq, toleraba el alterne con pelanduscas en plena vigencia de la ley de peligrosidad social con la que el régimen custodiaba la moralidad. Entonces los escritores se reunían en los cafés pero las fiestas eran privadas. La política y el sexo libre se practicaban a puerta cerrada en los apartamentos. De todo aquello surgió la mirada del comentarista de la historia Francisco Umbral, el Spleen de Madrid.

“El que no esté colocado, que se coloque”, dijo en una de sus lapidarias frases el viejo profesor convertido en alcalde matritense, estrambótico portavoz de la Movida. Era el momento de Madrid, de allí al cielo, a las estrofas de Sabina, convertido el castellano en un idioma vocalizable por primera vez desde Nebrija. La prensa en libertad nos dirigía hacia la democracia, Pedro Almodóvar terminaba con el cine tristón guerracivilista y los Pegamoides mostraban su adherencia a la modernidad latina. Madrid inauguraba Arco, el Reina Sofía y un sinfín de galerías. Madrid, ciudad abierta, más que nunca. Llegó la Thyssen y el Caixaforum. La juventud del extrarradio hacía suya la Gran Vía y Argüelles, y convirtió Chueca en un nuevo Village.

La ciudad gris se convirtió en atractiva, las grandes compañías se instalaban en modernos edificios a lo largo de la carretera de la Coruña, hacia Pozuelo y Majadahonda. Mientras las drogas se llevaban por delante a lo mejor de la generación de los 80, Madrid recuperaba su espíritu histórico cortesano. Cada vez más rica y con visitantes y empresarios más ricos. Y a pesar de no creer en las autonomías, a Madrid le habían regalado una, llena de hospitales, escuelas, universidades y empresas públicas. No hubo planificación regional, simplemente Madrid, de donde seguían saliendo todas las autopistas y todos los trenes de alta velocidad de España, se fue convirtiendo en una máquina de engullir provincias vecinas, expandiendo su suelo por cuanta meseta roturada necesitaran sus nuevos polígonos de viviendas.

Madrid hoy es una metrópolis inalcanzable (su historia la cuenta Andrés Trapiello), ni siquiera tal vez por Barcelona. Posee rango mundial, compite con Miami por la capitalidad internacional latina y sus equipos de fútbol ya solo quieren jugar contra los otros gigantes de Europa. A Madrid solo le faltaba popularizar sus luchas políticas. Lo hizo el 11-M cuando otra vez los jóvenes del extrarradio quisieron tomar el centro neurálgico de la ciudad. Lo volvió a hacer dando alas al ultranacionalismo español. Ahora, convirtiendo la batalla electoral por la autonomía en una actualizada carga de mamelucos.

Los nuevos acontecimientos políticos madrileños no representarán más problemas si se ciñen a su propio ámbito. Que Isabel Díaz Ayuso haya levantado la moral de la afligida derecha con un discurso entre neoliberal y libertario que aplauden incluso antiguos socialistas e intelectuales –de Joaquín Leguina a Fernando Savater–, resulta hasta saludable. Que el PSOE apueste por un catedrático de Filosofía, no digamos, aunque al bueno de Ángel Gabilondo parece que le ha dirigido la campaña lo peor del aparato. Lo preocupante es que cualquiera de los dos se apoye en un partido situado en su extremo para poder gestionar a la ciudadanía que tiende a moderada y que siga sin existir ningún asomo de entendimiento entre ambos a pesar de representar a la profunda mayoría mientras el llamado centro, una vez más, parece condenado a diluirse como la mantequilla ante el calor. Hasta Félix de Azúa, una de las mentes creadoras de Ciudadanos, se ha manifestado por Ayuso. Un titular tertuliano: el hundimiento del relato equidistante.

La nueva lideresa madrileña anuncia una victoria para dar alas a un proyecto de Gran Madrid. Un proyecto que tal y como ha señalado otro filósofo kantiano, José Luis Villacañas, ahora en la Complutense, puede rebosar con más de diez millones de habitantes y unos precios inmobiliarios inflacionados como en Londres o París, pero al mismo tiempo sirviendo de espejo político al resto de España, o a la parte seguidista de los grandes medios televisivos, excluyendo a la periferia “de una construcción equilibrada del territorio y las poblaciones” (Villacañas) o que entienda la nación de otro modo. En ese escenario, en el que España se confunde de nuevo con Madrid, no sabemos cuál será el papel secundario de los demás españoles periféricos, y mucho menos cómo podrán llevarse a cabo las relaciones con el alter ego: la sobreactuada y delirante vía independentista catalana –mayoritaria, menestral, benedictina, de soca rel y adolescente.

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3 de mayo de 2021
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El casino como espejo literario: Desvelar la condición humana a través de los relatos sobre el juego

Los casinos y el juego siempre han sido algo más que lugares donde la gente prueba suerte: son ricos símbolos que los escritores han utilizado para explorar las profundidades de la naturaleza humana. Desde la obsesión y la desesperación plasmadas en El jugador, de Fiódor Dostoievski, hasta el mundo de altas apuestas de James Bond en Casino Royale, de Ian Fleming, el casino ha servido de poderoso escenario para examinar temas como el riesgo, la identidad y el destino. Estas obras literarias revelan mucho sobre quiénes somos como individuos y como sociedad.

El jugador, de Dostoievski - La lucha psicológica

En El jugador, Dostoievski se sumerge en la psique de un hombre atrapado por sus propias compulsiones. La novela narra la historia de Alexei Ivanovich, un tutor que se ve consumido por la emoción de la ruleta. Lo que hace que el retrato de Dostoievski sea tan convincente es su cruda honestidad: no se trata de una descripción glamurosa del juego, sino de una exploración brutal de la adicción y del poder destructivo que ejerce sobre la mente humana.

Dostoievski conocía de primera mano el atractivo del juego; escribió El jugador en parte para saldar sus propias deudas. Esta conexión personal confiere a la historia un intenso realismo. A medida que crece la obsesión de Alexei, los lectores se ven arrastrados a su mundo de esperanza y desesperación, donde cada giro de la ruleta trae consigo una descarga de adrenalina seguida de una aplastante derrota. En esta historia, el casino no es sólo un escenario, sino un símbolo del caos y la imprevisibilidad de la vida misma.

Identidad y estrategia en Casino Royale de Fleming

Casino Royale, de Ian Fleming, nos presenta a James Bond, el elegante y calculador espía cuya identidad está a menudo ligada a los juegos que practica. En el centro de esta novela hay una partida de bacará de alto riesgo que tiene tanto que ver con la estrategia y la guerra psicológica como con la suerte. Para Bond, el casino es un lugar donde puede ejercer el control y burlar a sus oponentes, un campo de batalla donde lo que está en juego es nada menos que la vida y la muerte.

La tensión en Casino Royale es palpable, ya que cada mano de cartas revela más sobre el carácter de Bond: su astucia, sus nervios de acero y su voluntad de asumir riesgos. El casino no es sólo un telón de fondo, sino un crisol en el que se pone a prueba la identidad de Bond y en el que el lector se hace una idea de la complejidad de su personalidad. La escritura de Fleming da vida a la escena, haciéndonos sentir el peso de cada decisión, de cada apuesta.

El descenso al caos: Miedo y asco en Las Vegas, de Thompson

Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson, ofrece una visión muy diferente del casino. Las Vegas es retratada como un paisaje surrealista de pesadilla en el que el sueño americano se ha descarrilado. A través de los ojos del protagonista, Raoul Duke, asistimos a un descenso a un mundo de excesos y absurdo, donde los casinos representan el patio de recreo definitivo para quienes buscan perderse en la búsqueda del placer.

El estilo de escritura de Thompson -a menudo caótico y desorientador- capta a la perfección la locura de Las Vegas. Los casinos de esta narración no son glamurosos; son lugares abrumadores y desorientadores que desdibujan la línea que separa la realidad de la ilusión. A medida que Duke y su abogado navegan por este mundo, el casino se convierte en un símbolo de todo lo que está mal en el sueño americano, un sueño que promete éxito pero que a menudo conduce a la destrucción.

Las Vegas literaria de Puzo y Dunne: el casino como reflejo de la sociedad

Tanto Los tontos mueren, de Mario Puzo, como Las Vegas, de John Gregory Dunne : A Memoir of a Dark Season de John Gregory Dunne ofrecen a los lectores una visión del lado más oscuro de Las Vegas. En estas obras, el casino se describe como un microcosmos de la sociedad, un lugar donde los sueños se hacen realidad y se rompen, donde la ambición se encuentra con la desesperación. Puzo y Dunne nos muestran una ciudad construida sobre la esperanza y la codicia, donde la línea que separa el éxito del fracaso es muy fina.

En Los tontos mueren, Puzo explora las vidas de los personajes atraídos por Las Vegas, revelando cómo el encanto de la ciudad puede consumir a quienes buscan fortuna. En esta novela, el casino es un escenario donde los deseos humanos se manifiestan en sus formas más extremas. Del mismo modo, las memorias de Dunne pintan un panorama sombrío de Las Vegas en los años setenta, centrándose en la corrupción y la decadencia que se esconden bajo la ostentación y el glamour. Para ambos autores, el casino no es sólo un escenario, sino un poderoso símbolo de la experiencia humana en general.

La evolución de las narrativas sobre el juego: de los casinos de ficción a los reflejos del mundo real

Aunque estas obras literarias clásicas se centran en los casinos físicos de su época, los temas que exploran siguen siendo relevantes hoy en día, incluso cuando el juego se traslada al mundo digital. Los casinos en línea se han convertido en una parte importante de la cultura moderna, ofreciendo una nueva plataforma de casino en línea para los mismos riesgos y recompensas que han cautivado a la gente durante siglos.

Según Francys Massiel Rondón Zambrano, experta en casinos de la plataforma de casinos en línea drapuestas.com, «El auge de los casinos en línea no ha cambiado el encanto fundamental del juego. Ya sea en un casino físico o en línea, el atractivo reside en la emoción de lo desconocido, la posibilidad de ganar a lo grande y la evasión de la vida cotidiana». Esta continuidad entre el pasado y el presente demuestra que, a pesar de los avances tecnológicos, el núcleo de la experiencia del juego sigue siendo el mismo, lo que refleja nuestra fascinación permanente por el riesgo y la recompensa.

Conclusión

Desde la exploración de la adicción por Dostoievski hasta la crítica de los excesos estadounidenses por Thompson, la literatura ha utilizado durante mucho tiempo el casino como una poderosa metáfora de la condición humana. Estos relatos revelan la naturaleza polifacética de la experiencia humana, mostrándonos el atractivo del riesgo, los peligros de la obsesión y las consecuencias de nuestras elecciones. Incluso cuando el juego evoluciona con los tiempos, los temas explorados por estos grandes autores siguen resonando, recordándonos la naturaleza intemporal de la búsqueda humana para entender las fuerzas que dan forma a nuestras vidas.

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3 de mayo de 2021
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Fe y simpatía

De Lo prohibido, el bolero, no la novela, siempre he celebrado, sin entenderlos del todo, los versos “Soy ese beso que se da / sin que se pueda comentar”, de un erotismo explosivo, según mis amigos más hermenéuticos. Un día, hace poco, me dio por aplicar su letra a nuestra política, recordando en las decepciones actuales la ilusión febril que los hoy mayores teníamos de jóvenes al ir, tras tanto no poder hacer lo prohibido, a las urnas. Claro que el ejercicio democrático se encarga de ir puliendo esa ilusión, y hay personas tan esmeriladas que ya ni votan.

Cuando la fe en los políticos se pierde, y tu voto lo vendes tan caro que no lo sacas del estuche de la desconfianza, el país se convierte en una casa de empeños. Y cunde el cinismo, el votar por joder, sin comentario cívico. A la panoplia que se ofrece hoy a quienes vivimos en Madrid no le falta de nada. Es una novedad la palabra nítida de Mónica García, pero otros dicen que la Ayuso seduce, y eso es de respetar: el enamorarse de lo incomprensible, en la tradición más locoide del amour fou. He incurrido una o dos veces en tales despropósitos. Miré con buenos ojos al primer Pablo Casado, por su boda con una conocida mía en la iglesia que más he pisado en mi vida, la basílica de Elche (aunque yo no iba a misa, sino a oír el Misteri que allí se representa desde hace siglos). Pronto me di cuenta del error que es votar por simpatía arquitectónica, o defender el moño epocal de Pablo Iglesias sin creerte sus marrullerías. A la falta de fe le sustituye el odio, como si los jugos gástricos y la bilis fuesen ahora el combustible social, por encima de la razón o el bien común. Por simpatía epidérmica o por creencia en la cordura metafísica de Gabilondo, con ilusión o con tedio, yo votaré. Y tonto el que no vote.

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2 de mayo de 2021
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Los ojos de Auriga

Un invierno estuve en Delfos. Nevaba copiosamente. Cuando descendí del autobús procedente de Atenas, no había visibilidad a partir de dos metros y hacía un frío tétrico. Cené junto al fuego de una chimenea.

A la mañana siguiente abrieron el museo para mí y dos italianos. Me impresionó el Auriga. Es una de las estatuas que más me ha impresionado en la vida. Pero no sirve de nada verla en fotografía, hay que verla al natural, estar junto a ella, sentir su respiración.

Da igual que le falte un brazo y de que el tiempo le haya robado el carro y los caballos que lo precedían. Es difícil saber por qué en cuanto uno permanece unos instantes junto al Auriga siente que ha entrado en una extraña intimidad con él, con su mirada tranquila y concentrada.

No es un auriga que vaya con los caballos al galope, más bien parece que van trotando por un camino elíseo, pero no se percibe en él sentimiento alguno de triunfo, tampoco de derrota. Sólo hay tranquilidad y concentración. Está mirando hacia afuera pero también hacia dentro. Y es esa fuerza dirigida hacia interior, tan característica de la mirada del Auriga, lo que más arrastra.

El auriga es un extraño amigo que no muere nunca y que me saluda desde el futuro, como si en él el túnel del tiempo se hubiese invertido y ya me estuviese mirando desde un ayer por venir, que me hace sentirme perdido en el espacio y el tiempo y a la vez muy dentro de mí.

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1 de mayo de 2021

Lang Lang toca las Variaciones Golberg en la iglesia de Bach en Leipzig

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La estrella reclama respeto: Lang Lang graba las Variaciones Golberg de Bach

Si hay un ejecutante clásico famoso, celebrado, exitoso hoy en día es el pianista chino Lang Lang. No sólo sus discos se venden como los de ningún otro, sino que su fama ha crecido aparejada a su prestigio: fue el primer pianista chino en tocar como solista con las Filarmónicas de Viena y de Berlín, y se lo pelean las principales orquestas del planeta.

Desde su debut estelar en 1999, a los 17 años, ha cautivado el mercado del disco y del libro: es artista exclusivo de Deutsche Grammophone, que le brinda todos los gustos y lo promueve por aire, mar y tierra. Su penúltimo álbum, Piano Book, es una muy personal selección en versión Deluxe de piezas clásicas y populares que lo acompañan desde su infancia, y sus memorias, Journey of a Thousand Miles, escritas a los 26 años, es éxito de ventas en ocho idiomas. Se calcula que mil millones de personas lo vieron tocar en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín.

Y, sin embargo, Lang Lang es un eterno inconforme, buscador de respetabilidad y prestigio entre los artistas a los que supera de largo en fama y en dinero. Algo parece faltarle, y tal vez en un video muy celebrado en Youtube esté la respuesta: ya famoso, se somete a una clase pública como alumno de quien reconoce como maestro, el veterano pianista y director argentino-israelí Daniel Barenboim. En actitud de discípulo, y ante un enorme público que rodea los dos pianos, Lang Lang se entrega a las lecciones, reprimendas y correcciones del adusto profesor.

Sin que nadie se lo pidiera, sin nada que demostrar en el mundo del marketing musical pero mucho que demostrarse a sí mismo, el año pasado Lang Lang se lanzó a estudiar y grabar la cima de la música para teclado del barroco: las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach.

Después de ganar aplausos y elogios en el repertorio romántico, con interpretaciones idiosincráticas, tormentosas, con asombrosos tonos y colores de arrebatada emotividad, el pianista de 38 años quería poner su sello en la obra que solo se lanzaban a escalar los serios, los eruditos del arte puro.

Bach compuso esta serie de 30 variaciones sobre un etéreo, bellísimo tema propio, en el momento más alto de su dominio del teclado. Cuenta la leyenda que se lo pidió un amigo clavecinista llamado Goldberg, cuyo noble patrón sufría insomnio y necesitaba que su músico de cabecera tocara música para arrullarlo.

Desde que en el siglo XX fue descubierta, como tantas obras maestras de Bach, ha mantenido despiertos a legiones de intérpretes, críticos y aficionados: el disco atesora maravillosas versiones en clave de la pionera Wanda Landowska y el moderno Gustav Leonhardt, y en piano la del mítico Glenn Gould, ya sea su interpretación de 1955, de una fascinante pulsión rítmica, o su más sosegada y madura de 1981.

Algunos críticos prefieren la grabación legendaria de Claudio Arrau, otros la de Murray Perahia, otros más la de Andras Schiff. Para los puristas, Angela Hewitt; para los enamorados del fraseo limpio puro, el viejo Rudolf Serkin y para los partidarios del sentimiento contenido, su hijo Peter Serkin.

Cuando le preguntan por las influencias de su propia versión, Lang Lang menciona al de su maestro Barenboim, grabada en vivo en el Teatro Colón de Buenos Aires.

El prodigio chino viajó a Berlín para grabar su Goldberg con las mejores condiciones de sonido, y luego peregrinó a la iglesia de Leipzig, donde tocaba el Maestro, para grabar otra versión en vivo. Deutsche Grammophone le consintió un cofre con cuatro discos: la versión completa en estudio, la completa en vivo de Leipzig, un disco de “grandes éxitos” con siete fragmentos de la primera versión, y un cuarto con obras de Bach y sus contemporáneos y predecesores, para mostrar lo mucho que se sumergió en el mundo bachiano. Lo estaba dando todo para demostrar que detrás de la fama había un artista en serio.

Los críticos reaccionaron de forma dispar: Jed Distler, de la prestigiosa revista Gramophone, dice que la interpretación de Lang Lang es “vívidamente detallista, diversa en carácter y expresión, meticulosamente concebida en estilo y altamente subjetiva, brillante pero no superficial en su virtuosismo”, mientras Andrew Clements de The Guardian opina que “aunque hay destellos de interpretación mesurada, adecuada en estilo, gran parte de esta grabación drena todas la energía de la música, con tempos tan dolorosamente lentos y fraseos tan manieristas que parecen más apropiados para Rachmaninov que para Bach. Parece amar tanto esta música que la sofoca”.

El gurú clásico del New York Times, Anthony Tommasini, se toma el trabajo de colocar dentro de su crítica fragmentos de esta versión a la par de otras de intérpretes actuales, como Jeremy Denk y Beatrice Rana, para mostrar cómo, en su criterio, Lang Lang extrema lo lento, estruja el efecto y vuelca su sentimiento en cada nota que termina “sobreactuando”, como un actor que, al subrayar cada gesto, lo vuelve artificioso.

Dice Tommasini: Lang Lang se volcó con dedicación a su “Proyecto Goldberg”. Y, sin embargo, como decía Virgil Thomson al escribir sobre el pianista Josef Lhevinne, ‘cada interpretación de mérito debe su excelencia tanto a lo que el artista hace como a lo que no hace’. Y el Sr. Lang hace demasiado.”

Es comprensible el fruncimiento de nariz de los adustos críticos: la versión en estudio parece crujir bajo el peso de la responsabilidad y la veneración. Toda expresión está tan resaltada que deja poco espacio para el gozo del Bach más juguetón y la espontaneidad del Lang Lang más carismático. Como dice Tommasini, nos invade con su emoción en vez de provocar la nuestra.

Pero en mi opinión, después de escuchar varias veces sus dos versiones, la segunda, en vivo en el templo de Leipzig, es mucho mejor: respira, juega, tiene aire y luz.

Cuando hace un año terminó su obra de amor y comenzaba la gira de conciertos… llegó la pandemia. En los próximos meses, el célebre pianista se pondrá nuevamente en viaje buscando respeto. La veneración, el éxito y la fama evidentemente no le bastan.

¿Cuál de las versiones del cofre se escuchará en su gira europea? Yo confío que la más suelta de la interpretación con público en Leipzig. El gran trabajo está hecho: el esforzado niño prodigio ya puede relajarse y divertirse con una de las obras más luminosas del repertorio.

Este ensayo se publicó en abril de 2021 en Cultura/s del diario La Vanguardia.

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28 de abril de 2021
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El Boomeran(g)
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