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Salutaciones

“No hay mal que por bien no venga” es un certero refrán español de aplicación frecuente en tiempos de pandemia. Me explico con un ejemplo. Nunca me gustó estrechar las manos; por un lado manos sudorosas, por otro manos blandas deshuesadas, por otro manos de macho ibérico prestas a mostrar su hombría y, además de todo ello, un problema poco estudiado, el tiempo de estrechamiento, en qué momento hay que aflojar los músculos para separar la mano de la del contrario. Hará un par de años a un presbítero alcoyano se le olvidó el afloje y llevó arrastrando como un pelele a una enteca y gritadora feligresa durante bastante rato, el suficiente para que el episodio pudiera ser captado por la televisión local, creo que del Grupo PRISA.

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1 de octubre de 2021
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‘Tempus fugit’

Los modernos solemos vernos a nosotros mismos como arrastrados por un río gigantesco, salvaje y poderoso al que llamamos “la Historia”

Los modernos solemos vernos a nosotros mismos como arrastrados por un río gigantesco, salvaje y poderoso al que llamamos “la Historia”. Imaginamos un potente flujo de tamaño cósmico en el que flotan o se ahogan unos diminutos muñecos que a veces llevan sombreros emplumados y otras visten sayas. Lo más asombroso es que en ese río cambia el aspecto de los náufragos con cada meandro. Durante mil años la gente apenas se movió de sus casas y campos. De pronto, en un meandro que solemos llamar “renacimiento”, pueblos enteros empezaron a agitarse. Los españoles se expandieron por América, los turcos por Europa y Asia, los franceses por África, los ingleses por el mundo entero. Fue como si les hubiera atacado una inquietud, un agobio que sólo podía curarse descubriendo culturas, religiones, continentes, disímiles de los nuestros.

Estos cambios de época, el paso del cristianismo al Renacimiento, por ejemplo, son asombrosos porque comparados unos con otros constatamos que cambian los sombreros, los zapatos, el baile y los gobiernos, pero seguimos siendo idénticos: unos despojos flotantes que hoy se rapan, se pinchan un aro en la nariz y se tatúan, pero no creen parecerse en nada a los papúes guineanos.

Cada época trae su propio atuendo, aunque a veces es tan pesado que tememos ahogarnos. Así sucedió en los siglos XV y XVI, cuando Italia se convirtió en el terreno de la guerra continental. Allí se mataron cientos de miles de soldados alemanes, franceses, españoles e italianos en constantes batallas, traiciones y carnicerías en cuyo centro se alzaba la figura repulsiva de un Sumo Pontífice armado hasta los dientes. Pero el río también arrastró una erupción artística incomparable. Buen resumen, con algún melindre políticamente correcto, el de Catherine Fletcher en La Belleza y el Terror (Taurus).

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29 de septiembre de 2021
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El anclaje en los detalles

Mirar el azul del cielo, ponerse las zapatillas deportivas siempre en el mismo orden y siguiendo un ritual invariable, desayunar lo mismo cada mañana se despierte uno donde se despierte, pretender que la ropa con que nos cubrimos huela al mismo suavizante, trasladar como un complemento íntimo la tostadora de la casa familiar. Cada uno de esos gestos, nimios o inconscientes, les recuerdan a los diferentes personajes que desfilan por la exquisita novela Ru, de Kim Thúy (Saigón, 1968), quiénes son.

En su ensayo La monarquía del miedo, Martha C. Nussbaum (publicado por Paidós en mayo de 2019 con traducción de Albino Santos) sitúa un posible origen del miedo en la sensación de un bebé acostado boca arriba y a oscuras, mojado, sediento o hambriento, sin poder moverse, esperando, lleno de pavor, que alguien aparezca para calmar su situación. Según Nussbaum, esa sensación, conservada de algún modo en nuestro inconsciente, es el miedo que enciende nuestras alarmas. La aparición de una voz, un olor o un tacto conocido es capaz de infundir el sosiego necesario al bebé, reportarle el bienestar y volver a hacerle sentir que lo que percibe tiene un sentido.

La lectura de algunos pasajes de Ru (publicada por Editorial Periférica en 2020, con traducción de Manuel Serrat Crespo) me ha hecho recordar el comentario de Nussbaum. El exilio del que habla Kim Thúy –ella abandonó Vietnam en una barcaza cuando tenía diez años y pasó una temporada en un campo de refugiados en Malasia– en muchas ocasiones está muy relacionado con esa sensación del ser que, a oscuras y sin margen de movimiento, se siente acorralado en sensaciones que ni sabe ni puede gestionar por sí solo. Sin luz que ayude a ver los objetos que conforman la realidad y que dicen lo que hacemos, es muy difícil saber quién somos o cuál es el sentido de todas las sensaciones que experimentamos. En Ru, hay personajes que miran al cielo para recordarse lo que sintieron y pensaron mientras les amenazaban con un fusil y lo único que podían era dirigir la mirada al cielo; otros, como el hermano menor de la narradora, conserva la tostadora que una familia regaló a sus padres cuando llegaron a Canadá huyendo de la represión comunista en Vietnam y que nunca utilizaron porque ellos estaban acostumbrados a desayunar sopa y arroz. El pequeño electrodoméstico se convirtió en una especie de seguro, era la metáfora del sueño americano que les esperaba.

De nuevo, la imagen del ser desvalido que no puede moverse para interactuar con su entorno aparece en Ru a través del personaje de la narradora –la propia autora–, que se asimila con el encierro en que vive su hijo autista, el que necesita que su hermano cada día se calce las zapatillas siguiendo el mismo ritual. Haber sentido las consecuencias de la guerra en las vidas de sus padres y vivir en el exilio provoca en la escritora una suerte de distanciamiento de la realidad, la imposibilidad de encontrar ni luz ni sentido en los objetos que la rodean. Antes de convertirse en una autora de éxito, trabajó en Canadá como costurera, intérprete, abogada en un prestigioso bufete, propietaria de restaurante o crítica gastronómica.

Esa distancia de lo que acontece hace que Kim Thúy siempre viaje ligera de equipaje, que no se avergüence de calzar unos zapatos cuyo precio serviría para alimentar durante un tiempo varias familias de su país de origen, ni por acumular como amantes a hombres casados de los que sólo recuerda un rasgo físico para, después, construir un único hombre que no existe. La vida está en otro lugar, tal vez en los objetos que van quedando atrás, hasta que el azar los coloca fortuitamente ante ella y reclaman su sentido. Un pequeño objeto provoca un recuerdo, al que sigue una breve historia para componer este conmovedor relato: la exiliada que visita su país de origen y trata de comprender por qué los hombres occidentales viajan a Asia a «comprar amor», la indigente en Nueva York que resulta ser una de las muchas niñas desplazadas desde Vietnam por ser hija de un soldado allí destinado –un efecto colateral–, la sutil cicatriz en el bajo vientre de la tía Siete que revela toda una vida de escapadas de sus propios aullidos y de una realidad que ni entendía ni podía entender.

Toda esa memoria, personal y colectiva, se presenta a la autora y llega a los lectores como breves historias que han de dotar de significado las punzadas de melancolía, los momentos de vacío en los que no se siente la vibración vital. En ese silencio es cuando se hace perceptible el arrullo –ru en vietnamita significa «arrullar», «canción de cuna»– capaz de calmar la inquietud.

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27 de septiembre de 2021

Ruiz-Domènec, autor de más de 40 libros, ha sido catedrático en la Universitat Autònoma de Barcelona hasta su reciente jubilación Llibert Teixidó

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Ruiz-Domènec, el arte de contar la historia

 

Un libro-homenaje glosa la poliédrica e influyente obra del medievalista y ensayista granadino afincado en Barcelona. Colegas y discípulos de España, Italia y América valoran su aportación.

Este hermoso libro es un homenaje al maestro, al amigo, al profesor y al escritor. Hace inventario de la obra de toda una vida y deja constancia de la influencia que ha tenido en las generaciones de estudiantes, colegas y lectores apasionados por el intrigante asunto de la historia. Los editores del volumen, Daniel Rico y Almudena Blasco, reúnen los 29 textos de un entusiasta y fraterno tributo a la energía creativa y pasión intelectual de José Enrique Ruiz-Domènec (Granada, 1948).

Los editores esbozan en el prólogo un primer retrato de nuestro protagonista: “Un historiador pluridimensional y polifacético, un profesor que formó y encandiló a tantos discípulos, un robusto escritor, un riguroso medievalista, un buen ensayista, un espíritu libre de ­talante humanista”.

Los autores invitados recorren con sus reflexiones el conjunto de la obra de Ruiz-Domènec y glosan sus hallazgos, sus desvelamientos, la cohesión de sus argumentos, la noción de historia que ha elaborado y la complicidad que ha contagiado a sus numerosos lectores.

La historiadora genovesa Gabriela Airaldi destaca una declaración de Ruiz- Domènec: “Quiero saber cuándo, cómo y por qué se forjó la idea de la caballería como la imagen cortesana del mundo”.

El filólogo Rossend Arqués recuerda cómo las reflexiones de Ruiz-Domènec sobre la mujer nos han llevado más allá de las construcciones masculinas, revelando una realidad más íntima y personal.

El historiador Jaume Aurell sitúa a Ruiz-Domènec en el centro de una decisiva controversia académica: presentándolo como el exponente más claro de ese “retorno a la narrativa” que distinguía a las fértiles escuelas del pensamiento europeo.

El que firma esta reseña interviene en el volumen citando a Goethe y la gran ambición humana por crear una novela del universo y el tributo que rinde Ruiz-Domènec a unos ilustres maestros “cuya deuda no se puede pagar”.

El historiador florentino Franco Cardini, después de reconocer su condición de spagnolo per desiderio , evoca la juventud compartida con Ruiz-Domènec y la camaradería de unos jóvenes investigadores cuya fraternidad recuerda los códigos de la orden caballeresca.

Eduardo Carrero Santamaría, especialista en historia del arte, agrupa a San Bernardo, a Duby y a Ruiz-Domènec en la misma orla cisterciense para subrayar la riqueza de significados que aporta la interpretación de las intenciones no declaradas.

Giuditta Cianfanelli, florentina historiadora de la literatura, se presenta como deudora del profesor que asumió “el vértigo de lo desconocido”, le permitió seguir su intuición y expresar sus certezas sobre los préstamos entre la estética islámica y la española.

El romanista Antonio Contreras Martín describe la impresión que le causó el libro La novela y el espíritu de la caballería y la compleja y fructífera relación entre la caballería y la novela que transformó y modeló la cultura occidental.

Joan Curbet, filólogo, sostiene que las observaciones de Ruiz-Domènec sobre la mujer nos descubrían la capacidad significante del gesto, tratando a la expresión corporal como un espacio privilegiado de las posibilidades expresivas de la cultura.

El brasileño Ricardo da Costa, historiador de la cultura, destaca en su elogio la digna retórica encargada de combatir la escuela del resentimiento, que nunca deja de renacer de sus cenizas.

Rosa María Delli Quadri, historiadora napolitana, se fija en una de sus recientes obras ( Informe sobre Cataluña. Una historia de rebeldía 777-2017 ) para constatar que el autor practica una historia narrativa pero ascética.

El novelista y periodista Sergi Doria reseña las numerosas disidencias practicadas por nuestro historiador: ajeno a las tendencias dogmáticas, a las incitaciones del lenguaje ortodoxo, a las recomendaciones de lo políticamente correcto, con esa vocación libertaria que enriquece la cultura, libera las figuras prisioneras de los tópicos carcelarios y alimenta una incesante penetración crítica.

Alexander Fidora, historiador de la filosofía, celebra su modo de pensamiento dialogante, que hace de la reflexión historiográfica una de las grandes aventuras del espíritu.

Al músico y novelista Xavier Güell le parece asombroso que un catedrático de historia medieval posea tan elaborado criterio sobre los principales compositores de nuestro tiempo. “Su conocimiento profundo de las más diversas materias –literatura, política, filosofía, arte, música– y un gran talento para saber relacionarlas a través de la historia”.

El filósofo Francisco Jarauta rememora los Seminarios de Jacques Le Goff en la abadía de Fontevraud para seguir el hilo de un “historiador de una erudición inmensa y una competencia filológica admirable”.

El periodista Juan Lagardera, que de adolescente fue uno de los jóvenes alumnos de Ruiz-Domènec en Bellaterra, ha conservado viva la presencia de aquel profesor que se vestía con estilo, entre lanas escocesas y elegantes napas invernales, delgado y con la facha tocada por un foulard de aires psicodélicos, formalista en sus modos y cautivador en sus maneras.

Germán Rodrigo Mejía Pavony, historiador colombiano, refiere cómo organizó las conferencias de su colega en Bogotá “para llenar vacíos y combatir prejuicios”. Con intención de pensar una nueva historia de España y América libre de nacionalismos, recelos y ruindades.

Alfonso Mendiola, historiador mexicano, identifica la fenomenología de Husserl que atraviesa la totalidad de la obra de Ruiz-Domènec. Una obra que critica el realismo ingenuo y se ubica en el realismo crítico, una obra que articula el diálogo entre la filosofía y la historia, una obra escrita con voluntad de estilo y rigor.

José Luis Molina, antropólogo, afirma que “su abundante obra es un empeño por identificar las ideas que marcan una época histórica, a través de la hermenéutica de sus textos capitales, ya sean tratados eclesiásticos, documentos legales u obras literarias”.

El medievalista Alberto Reche Ontillera recupera la fascinación que le produjo el texto Iluminaciones sobre el pasado de Barcelona . Una reflexión que más de veinte años después sigue planteando interrogantes no resueltos acerca de las élites de la ciudad, sus problemáticas y sus horizontes de decisión.

César de Requesens Moll, periodista y lejano descendiente de la dama que preside la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, Isabel de Requesens, recuerda las estimulantes conversaciones con el profesor granadino instalado en Barcelona.

El historiador italiano Victor Rivera Magos cita una conversación con Ruiz-Domènec: “Georges Duby me aconsejó buscar meticulosamente en mi memoria personal, en la convicción de que haber nacido en Granada significaba algo”.

La antropóloga de Barcelona Maria Àngels Roque presenta a nuestro historiador como un gran conocedor de la cultura europea y mediterránea, un adelantado en nuestro país en el campo histórico de estudios sobre la mujer y un gran renovador del discurso histórico.

El músico y romanista Antoni Rosell afirma que Ruiz-Domènec encarna la tradición profesoral de académicos e intelectuales capaces de conocer, interpretar, analizar y difundir los conocimientos académicos.

El historiador turinés Giuseppe Sergi constata una de las exigencias asumidas por el historiador dispuesto a divulgar sus investigaciones: ser experto en comunicación.

Sergio Vila-Sanjuán, periodista y novelista, redactor jefe del suplemento Cultura/s de La Vanguardia , donde Ruiz-Domènec colabora desde los inicios, traza la semblanza de una amistad y los sucesivos encuentros con nuestro historiador. Primero como alumno en la Universitat Autònoma, evocando su enseñanza deslumbrante y a la vez enigmática, rica en elipsis y sobreentendidos. Luego como promotor del Ruiz-Domènec periodista, analista y crítico especialista ante el gran público.

Los chilenos José Luis Widow Lira, Paola Corti y Rodrigo Moreno relatan el impacto de Ruiz-Domènec en Chile. Con el título de “Pensar la verdad de la historia en el siglo XXI”, la disertación del historiador permitió diseminar fructíferas ideas y severas advertencias: “Los peligros que sufre la labor del historiador son tanto la invención del pasado para fines presentes como la profecía de un futuro ruinoso en caso de que no se sigan las pautas de la corrección política”. (Cabe decir aquí que la conocida expresión se utiliza como sinónimo de cortesía o buena educación, cuando en realidad connota significados más siniestros: en estos casos la famosa corrección alude los correccionales, centros penitenciarios de disciplina carcelaria.)

El mexicano Guillermo Zermeño Padilla, historiador de la filosofía, considera que en su forma más genuina la nueva narrativa de la historia radica en su apertura a desafíos cognitivos y epistemológicos. Zermeño recuerda la disertación de Ruiz-Domènec en el Colegio de México y su presentación del azar como una “categoría pura del entendimiento”, una perífrasis de lo desconcertante, lo nuevo, lo imprevisto.

Y así acaba el libro dedicado a Ruiz-Domènec y su obra.

Publicado en CULTURA/S de LA VANGUARDIA

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27 de septiembre de 2021
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Libros prohibidos

La historia de las novelas prohibidas en América Latina es muy vieja, y se remonta a los tiempos de la inquisición, que anotaba en sus listas negras «libros de romance de historias vanas o de profanidad, como son de Amadís y otros de esta calidad, porque este es mal ejercicio para los indios, y cosa es que no es bien que se ocupen ni lean».

La mentira de las vidas fingidas, las exageraciones y los embelecos eran perjudiciales para la fe y la recta conducta de los súbditos del reino. Y la mano de los aduaneros estaba presta a detener los libros llenos de embustes, suerte que corrieron tanto El Quijote como El Lazarillo de Tormes.

Sin embargo, prohibir leer ha sido siempre el mejor acicate para la curiosidad, que se convierte en un acto de desafío, y por tanto de libertad. Los libros vedados por los censores burlaban la vigilancia escondidos en barriles de vino y de tocino, o cubiertos bajo falsas portadas, y circulaban también copiados a mano. Y no solo las novelas con sus fantasías perniciosas, sino los libros subversivos escritos por los pensadores de la ilustración, a medida que se iban enciendo los fuegos de los movimientos libertarios de un a otro confín de América. Ya El Quijote no importaba tanto como La nueva Eloísa de Rousseau.

Ese afán burocrático de prohibir libros pasó a ser parte de las políticas de control ejercidas por las tiranías que empezaron a sucederse bajo el remedo de gobiernos republicanos, cuyo enemigo más jurado pasaron a ser las imprentas, vistas como máquinas infernales, capaces de fabricar libros incendiarios contra el orden público, la moral y las buenas costumbres, o todo lo que se saliera de los límites del pensamiento oficial. Cerrar los países a las ideas era una pretensión de congelar el tiempo.

Pero llegado el siglo veinte no todas las dictaduras tropicales fueron tan celosas de los libros. Al viejo Somoza les importaban más los periódicos que los libros, siempre de tiradas exiguas y publicados por cuenta de sus autores. Pero enviaba a sus militantes fanáticos, sus “camisas azules”, que le rendían pleitesía como a un Mussolini tropical, a descalabrar a garrotazos las platinas de las imprentas de los diarios enemigos.

Su hijo Anastasio no le iba a la zaga. Mandó a bombardear el diario La Prensa, pero su lista de libros prohibidos se reducía a aquellos que propagaran el marxismo; sus agentes aduaneros no eran, sin embargo, muy avisados, pues dejaban pasar sin siquiera examinar sus páginas La sagrada familia de Marx y Engels, que creían de contenido religioso, o El Capital mismo, que les parecía una alabanza del sistema, o inofensivo por demasiado voluminoso.

Cuando en 1970 la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) publicó en Costa Rica Sandino, de Neil Macualay, un embarque de 5.000 ejemplares fue retenido en la aduana en Managua. El libro clásico de Gregorio Selser, Sandino, general de hombres libres, circulaba clandestino en el país, en copias mimeografiadas.

El libro de Macaulay fue llevado por el director de aduanas a Somoza para que tomara la decisión final. Lo vio apenas por encima, y se lo devolvió. “Esto no es conmigo”, le dijo, “es con mi papa”. Los 5000 ejemplares se vendieron en menos de una semana, todo un récord.

Todo esto es para contar la historia de Tongolele no sabía bailar, mi novela prohibida en Nicaragua. La editorial Alfaguara envió el libro desde México. El proceso de desalmacenaje comenzó a volverse lento de pronto, bajo el pretexto de que faltaba uno u otro dato en el manifiesto de carga, hasta que el director de aduanas solicitó que se le presentara un compendio del contenido.

Una petición insólita, que sólo anunciaba que quedaría retenido para siempre. El primer libro prohibido en la historia contemporánea de Nicaragua. No sé si, igual que a Somoza, a la pareja que ahora retiene el poder, algún funcionario obsequioso les habrá llevado el libro para su revisión, y si alguno de ellos dos lo habrá leído. Eso quedará dentro del halo de misterio que siempre rodea a los libros que no pueden ni deben leerse.

Pero miles han leído en Nicaragua la versión electrónica de mi novela prohibida, que anda de pantalla en pantalla, el equivalente en el siglo veintiuno de los barriles de vino y de tocino para el contrabando de las ideas y las invenciones, y de las copias mimeografiadas de antaño.

En Malmö, Suecia, se ha abierto la Biblioteca de Libros Prohibidos “Dawit Isaak”, dedicada al escritor declarado traidor y preso sin juicio alguno por largos años en Eritrea. Contiene desde Versos satánicos de Salman Rushdie, perseguido por el régimen teocrático de Irán, a los libros de Svetlana Alexievich, la premio Nobel perseguida por el dictador estalinista de Bielorrusia Alexsandr Grigórievich Lukashenko.

También existe en Tallin, capital de Estonia, el Museo de los Libros Prohibidos,  creado con el propósito de “preservar libros que han sido prohibidos, censurados o quemados y contar su historia al público”.

Así que dos largos viajes esperan al inspector Morales y al cortejo de personajes de Tongolele no sabía bailar, en busca de su bien merecido lugar en los estantes de esas bibliotecas que representan el espíritu de la libertad.

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27 de septiembre de 2021

Una camarera de piso o 'kelly', trabajando en un establecimiento de Sevilla.  PACO PUENTES

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Reconocer la fatiga

Se ha normalizado que autónomos y asalariados, muchos de ellos trabajadores precarios, estén atrapados en una maratón de velocidad sin opción de parar

El vencejo común —nombrado ave del año por la entidad conservacionista SEO/BirdLife— se marcha de nuestros pueblos y ciudades rumbo a África, hacia las zonas de invernada. Este pájaro, que come y duerme en el aire, vuela sin posarse hasta diez meses. El suyo es un caso de adaptación extrema, por lo que, si tuviera equivalente humano, sería el espécimen perfecto para las aspiraciones productivas contemporáneas. La fatiga —de fatigare, “hacer agrietar”— es un mecanismo que alerta de que nos acercamos a un límite, físico o mental, más allá del cual las capacidades menguan drásticamente. En el “capitalismo flexible” (recuérdese La corrosión del carácter, de Richard Sennett) se nos pide, como fines en sí, justo eso: flexibilidad, adaptación permanente. Que cuando azote el vendaval seamos como el junco de La Fontaine que, aunque se doblega, nunca se quiebra (como sí el roble). No obstante, digan lo que digan quienes recitan el mantra de que en la vida todo es proponérselo, no somos juncos. Precariedad y pensamiento positivo es una mezcla venenosa. No estamos hechos para un vuelo prolongado sin paradas. Podemos rompernos, y a la grieta le siguen el trabajo mal ejecutado, el accidente, el desplome.

Agosto toca a su fin, y ni siquiera el verano habrá podido barrer la capa de cansancio que, como el polvo en una casa abandonada, lo cubre casi todo. La fatiga crónica, agravada por la pandemia, campa en hospitales, oficinas, aulas. Incluso hay deportistas de élite que, por no poder más, se apean de la competición. Tan importante es reconocer que uno ha excedido su capacidad de resistencia como que en el ámbito laboral no le exijan lo imposible. Un estudio reciente de la OMS asocia trabajar más de 55 horas semanales con la muerte de 745.000 personas al año. El síndrome del trabajador quemado invita a pensar en esa metáfora que utilizó Graham Greene en su novela A Burnt-out Case para comparar la quemazón existencial del protagonista —un arquitecto exitoso llegado a una aldea del Congo— con los estragos físicos de los leprosos que han pasado ya por la mutilación. Se ha normalizado que autónomos y asalariados, muchos de ellos trabajadores precarios, estén atrapados en una maratón a velocidad de sprint, sin opción de parar. Recuerde: si ve a alguien en el agua agitando la mano (como en el poema de Stevie Smith), no piense que le saluda. Quizá pida auxilio porque se ahoga.

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25 de septiembre de 2021

Hernán Cortés en la batalla de Otumba, pintura de autor desconocido, en el Museo del Ejército de Madrid.

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Un exceso

 

La primera censura a Gómara se debió a que no calla los desmanes de algunos colonizadores. Gran razón para leerlo. Otra es el estilo

Ante suceso tan colosal como el descubrimiento del continente americano puede uno tomar la humillada posición de los vencidos y culpar de todo mal a los llamados “conquistadores”, como hace López Obrador, juicio demolido con entereza por Ferlosio en su célebre “Esas Indias…”. O bien puede tomar la de los vencedores y convertirlo todo en una gesta o leyenda. Cabe también, como Lévi-Strauss, verlo como una acción civilizadora y alabar las sucesivas disposiciones de la corona de España (véase Les trois sources de la réflexion ethnologique). El asunto en cuestión es tan excesivo que lo mejor es hacerse la propia idea leyendo a los cronistas.

Hay entre ellos los del odio a España, como Las Casas; los testigos personales de la acción, como el supremo Bernal Díaz; o escritores lo más objetivos posible en una historia en la que resulta espinoso discernir la verdad, la exageración y la mentira. El más célebre de este último grupo fue Francisco López de Gómara, cuya Historia de las Indias acaba de publicar la siempre admirable Biblioteca Castro. Es un considerable volumen de casi mil páginas, con una útil introducción de Belinda Palacios y ayudado por tres grandes mapas sin los cuales es difícil orientarse en aquel mundo desaparecido.

La ambición de Gómara era tan excesiva como su crónica pues comienza con el primer viaje de Colón y termina en 1551. Dedica una mitad a la conquista de México y termina ante la tumba de Cortés de quien era adepto confeso y parcial. La gran crónica, que fue prohibida al año de publicarse, ha sido inaccesible durante muchas décadas. La primera censura se debió a que no calla los desmanes de algunos colonizadores, pero sin generalizar. Gran razón para leerlo. Otra es el estilo, sobrio, sencillo, elegante.

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21 de septiembre de 2021
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Sosias

Llama mi viejo amigo Andrés Albiol para decirme que está en Alcalá de Henares y que me ha visto, o que cree que me ha visto. Le contesto que sí, que efectivamente me encuentro en este momento en Alcalá de Henares y le pregunto que cómo es que no ha ido a mi encuentro, y contesta que iba en coche, que no podía parar y que, por otra parte, mi atuendo, gorra americana y polo amarillo, le ha despistado un poco. Le digo que imposible, que de gorra americana y polo amarillo nada de nada, que estoy en un acto en la Universidad y que voy vestido, lógicamente, de otra manera. Sospecho que una vez más ha hecho aparición ese odioso individuo que se me parece y que no hace más que seguirme. Pero qué casualidad que Andrés lo haya visto a él y no a mí. Aunque, quizá, ¿no seré yo el otro?

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20 de septiembre de 2021
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Ñamerica: Desde hace 30 años Martín Caparrós viaja para nombrarnos

“Llevo años discutiendo con gente que dice que escribo ´relatos de viaje’. Les contesto que no, que nunca pensé estos textos como ´relatos de viaje´. Que nunca quise contar viajes. Que si viajaba a lugares era porque en ellos había historias que me daban la mejor excusa para hacer algo que siempre me gustó, pero que el viaje era el recurso para tratar un problema concreto, no un tema en sí”.

Dice Martín Caparrós en Lacrónica, su inclasificable recopilación de crónicas viajadas, autobiografía de cronista y ensayo.

Pero acto seguido, se contradice. O discute consigo mismo y aporta una larga cita en contra de lo que acaba de decir: sí quiere contar viajes. Se la pasa escribiendo sobre para qué y cómo viajar, y estudiándose a sí mismo como viajero.

Digo: la legión de lectores de Caparrós ya sabe que, junto con historias apasionantes y complejas sobre el mundo y sobre nosotros mismos, siempre encuentran en sus libros un permanente dar vueltas sobre lo que cuenta como cronista para discutirlo como ensayista.

Y también saben que nutre sus páginas una prosa depurada, mezcla de palabras eruditas y lunfardo argentino. Por ejemplo, en cada una de sus obras fulgura la palabra “brillito”, a veces escrita como “brishito”, como la pronunciamos los porteños.

Y que tiene una sintaxis propia, que a la vez hace avanzar sus argumentos con inicios como la palabra “digo” seguida de dos puntos, y el poner el autor de una frase en el párrafo siguiente al de su cita, como hice yo al inicio de este texto.

La primera vez que yo lo noté fue en una impresionante entrevista con el teniente coronel Aldo Rico en plena rebelión carapintada en 1987. Rico decía algo, que aparecía entrecomillado, y en el siguiente párrafo, Caparrós repetía la frase sin comillas. Como mirando de reojo al lector, su cómplice. Como décadas después hacía Kevin Spacey en el personaje de Frank Underwood en House of Cards.
Así:
“Soy un demócrata”.

Aldo Rico dice que es un demócrata.

Con el tiempo, en vez de convertirse en una parodia de sí mismo como otros autores que crearon un estilo personal, Caparrós fue transformando su estilo en una puesta en escena de su proyecto literario.

Digo: un proyecto único en la crónica latinoamericana, que arma ambiciosos ensayos narrativos hilvanados con análisis de contexto, largas entrevistas con personajes insólitos, relatos de viaje, breves citas de autores sorprendentes o de sus entrevistados, el buceo en sesudos informes e investigaciones, y la descripciones de paisajes (desde El interior muchas de estas descripciones son minúsculos poemas del tamaño de un haiku que el autor dice deber a la inspiración de poetas como Edgar Lee Masters).

Martín Caparrós es muchas cosas, y tal vez por eso es único en el firmamento de la crónica de Latinoamérica. Yo supe de él por primera vez a comienzos de los ochenta, en la maravillosa Radio Belgrano dirigida por Daniel Divinsky. Hacía un programa cultísimo y desternillante, Sueños de una noche de Belgrano, con Jorge Dorio. Pasó a la televisión (los innovadores documentales falsos de El mirador argentino), a escribir novelas, a la tremenda investigación en tres tomos de la militancia revolucionaria La voluntad, con Eduardo Anguita.

En 1992 encontró esa voz única de ensayista viajero que nos explica el mundo. En aquel libro pionero del nuevo género, Larga distancia, Caparrós “ha encontrado por fin su voz. Una voz conmovedora, memorable, que no se parece a ninguna otra”, dice Tomás Eloy Martínez en el prólogo.

Después, siguió una sucesión de libros de rigor investigativo y vuelo poético como La guerra moderna (que incluye clásicos de la crónica como El sí de los niños), Amor y anarquía, Contra el cambio, Una luna, el delicioso estudio narrado de su pasión futbolística, Boquita, y el luminoso viaje para conocer la Argentina que ya estaba antes de la patria, El interior, donde encuentra una nueva voz, más irónica y a la vez más literaria.

En 2014 lanzó su libro más ambicioso e internacional, El hambre, que es una indignada denuncia por las injusticias del mundo y un acercamiento humano a sus víctimas. Mientras tanto, sigue alternando estas crónicas que leen con fruición los estudiantes de periodismo y estudian con agrado los académicos con novelas históricas como Echeverría y El enigma Valfierno.

Tras desmenuzar con deleite nuestro particular modo de hablar (Argentinismos), solo le faltaba convertir su mirada y estilo únicos en la invención de palabras para su arte y para su territorio. Burlándose del auge del periodismo narrativo en estos tiempos, tituló su strip tease como escritor de no ficción Lacrónica, así, como una sola palabra.

Y ahora bautiza nuestra región del mundo como Ñamérica: lo describe como aquel territorio separado artificialmente en vetustas patrias y unido por la lengua latina que puso sobre una letra que ya existía un divertido bigote, como el frondoso adorno capilar que preside el conocido rostro del autor.

Estilo y sustancia se hacen uno en él. Bienvenidos a la tierra contada por Martín Caparrós.

Este perfil fue publicado en la revista Eñe de Clarín el 3 de septiembre de 2021

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18 de septiembre de 2021

Ilustración Marta Cerdà

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Zombis y androides del tercer milenio

Ningún guionista se habría atrevido a programar un comienzo de siglo tan espectacular y, sin embargo, el hundimiento de las Torres Gemelas permanece en la memoria como la metáfora inaugural del tercer milenio. Al desmoronarse a plena luz del día las imponentes moles de Manhattan, un doloroso interrogante agitó la angustia de la multitud asustada: ¿acaso es este el signo de un mundo condenado a sufrir temblores más terribles?

Los conspiranoicos que ponen en duda la demolición de las Torres Gemelas aciertan al percibir los secretos temores de la civilización y desvelan con su obsesiva sospecha la trama argumental de la gigantesca tramoya: para que algo sea imposible debe suceder dos veces.

Se acentuó con este doble estremecimiento la intensa batalla de nuestra guerra cultural y la tendencia más tercamente arraigada en la mentalidad contemporánea: la confusión endémica entre realidad y ficción. Alentada por los embaucadores de siempre, claro está, pero pérfidamente enquistada en el cerebro adictivo del consumidor.

La industria del entretenimiento fue la primera en comprender el nicho de mercado abierto al desplazarse el eje cognitivo. Una masa creciente de consumidores necesitaba ratificar la confusión del nuevo siglo y renunciar a entender la diferencia entre aquello que se teme y aquello que se desea.

Tecnociencia y espectáculo

La tecnociencia ha precipitado en estas dos décadas la patente de sus dispositivos, ha permitido el surgimiento de las plataformas televisivas y promulgado el dominio de la predicción algorítmica. Esta laboriosa y triunfante industria ha sustituido con sus ingenios narrativos a las obras del séptimo arte y ha ampliado con una nueva vuelta de tuerca la sociedad del espectáculo. De ser un miembro del público que esperan los creadores, el espectador ha pasado a ser el sujeto encadenado a un inmenso catálogo de ficciones adictivas. Nunca antes la humanidad había vivido apabullada por semejante estruendo de imágenes artificiales.

En el escenario portátil de las pantallas deambula un repertorio de personajes cuya marca es la infamia. Mercenarios, sicarios, narcos, policías desquiciados, macarras, matones, espías, asesinos en serie, secuestradores, sádicos, violadores, pederastas, drogadictos y todo tipo de tarados sostienen con sus fechorías una delirante visión del mundo contemporáneo y una mórbida patología que la cultura se niega a diagnosticar. Series y videojuegos se ofrecen como pista de entrenamiento a un espectador atrapado en el torturado bucle de la violencia virtual. Los canallas que antes daban la réplica escénica al héroe clásico son ahora los magos negros de una siniestra ilusión.

La historia de la novela y del teatro ha sido saqueada por una factoría de ficciones que en lugar de alumbrar las zonas oscuras de la conciencia, expande las regiones sombrías de la fantasía. Cuando las entelequias de esta industria californiana no son banales, cursis o directamente estúpidas (ridículas comedias románticas o combinaciones cansinas del habitual inspector de crímenes pasionales), sus ocurrencias proceden de una poderosa tentación cultural.

La distopía como género narrativo ha desplegado su influencia gracias a la ociosa indolencia y la odiosa credulidad del espectador embelesado. Unos relatos de pobre imaginación y desbordada fantasía elaboran las presunciones del cientifismo y dan forma dramática al código cibernético del transhumanismo.

Horizontal

En un espectro de la programación desfilan los zombis y en el otro los androides. Los protagonistas de la fantasía distópica expresan con plasticidad los terrores apocalípticos y el consuelo de las promesas tecnológicas. El zombi enuncia la penosa certeza de la corrupción de la carne, la podredumbre de los cuerpos, la lenta agonía de los hombres medicados y la venganza de los muertos envidiosos. Los androides, en cambio, nos muestran la saludable vitalidad de unos mecanismos diseñados para repararse a sí mismos y durar sin desmayo ni fatiga.

Entretenimiento y doctrina

Los zombis ulcerados que arrastran los pies con la mandíbula colgante por las ruinas de un mundo desolado vienen a lamentar con su gemido el fracaso de un Creador incapaz de proporcionarnos la inmortalidad que veníamos reclamando. Los androides, sin embargo, ilustran las ofertas del fabricante de cuerpos resistentes a la maldición de la muerte. Da la impresión que las plataformas televisivas han encontrado un filón y están dispuestas a entretener al espectador y fomentar al mismo tiempo su confianza en el alegato doctrinal del cientifismo conductista.

No se sabe a ciencia cierta qué abanico de efectos secundarios despliega la ficción distópica en la mentalidad colectiva ni cómo activa el mecanismo mimético de un espectador predispuesto a adquirir hábitos, imitar conductas y adoptar ideas que no comprende. Dado que sigue causando desagrado la idea de morirse el día menos pensado y que ser devorado bajo tierra por los gusanos es algo que no todo el mundo acepta de buen grado, las predicciones del transhumanismo seducen a un público encantado con la propaganda de la ciencia ficción.

La guerra cultural entablada entre el humanismo y sus enemigos libra en el campo de la ficción una decisiva batalla de ideas de la que no todos los actores son conscientes. El combate entre las criaturas de la imaginación y los personajes de la fantasía cibernética es más intenso de lo que ha sido declarado. Aquellas criaturas reflejan la vida insurgente del espíritu creativo, los personajes auguran la resignada derrota de una humanidad trastornada.

Publicado en CULTURA/S de LA VANGUARDIA



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18 de septiembre de 2021
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