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Los dos reyes

 

Érase una vez un país donde reinaba un padre recto que había llegado al trono por vías torcidas y tenía un hijo que le salió tarambana. Pero el viejo rey cayó enfermo, y el príncipe, sin dejar su vida tabernaria y faldera, tuvo la presunción de la majestad y sentó la cabeza bajo la corona del padre, que estaba adormecido en su alcoba y se la había quitado. El padre murió pronto, los compañeros de farra del heredero, uno de ellos muy grueso, fueron apartados de la corte, el joven rey ganó una batalla y se hizo el monarca más amado por su pueblo. Esos dos reyes existieron, y los cronistas de su verdadera época narraron sus hechos de guerra y sus controversias, que un poeta, el más grande que hubo en aquel país tan ininterrumpidamente monárquico, convirtió doscientos años después, con la bravura del drama histórico y el espíritu de la comedia, en tres obras maestras: las dos partes de Enrique IV y Enrique V.

Ahora mismo vivimos los españoles, que también sabemos lo nuestro de reinas licenciosas y reyes arrebatacapas, un drama en el que hijo y padre intercambian papeles en un cast familiar con estrella invitada: un joven rey sensato, una discreta reina plebeya, un cuñado preso, unas hermanas borrosas (o borradas), y dos princesas, todavía niñas pero ya con aplomo, que han visto a su abuelo en la picota y lo verán, seguramente, hacer mutis o irse al destierro. Tampoco nos han faltado cronistas, no todos del mismo calibre; unos investigando pagarés, otros pescando en el lío revuelto de las sábanas sucias. Para que la historia de estos seres humanos poderosos y en parte descarriados se cerrase con plena justicia pero evitando el gore de la venganza, ayudaría un Shakespeare que captara en ellos su verdad profunda, sus engaños, los servicios prestados, dirigiendo una mirada final a los inocentes de una familia rica e infausta.

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29 de julio de 2021

La filósofa Simone Weil

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La queja y el saco roto

El mundo parece una oficina de reclamaciones colapsada. En cualquier rincón, por alejado y pacífico que parezca, habita un malestar. Pequeñas desesperaciones que engordan con su lamento. La oposición se lamenta de las acciones del Gobierno, sean cuales sean; los trabajadores se quejan ante sus jefes; hijos, madres y padres se quejan los unos de los otros, algunos por vicio, otros con desesperación. La queja no te deja tranquilo, siempre hay un motivo: que el vino blanco esté caliente, que el taxista equivoque la ruta y nos robe diez minutos de nuestra vida; que debamos operar digitalmente –cita previa mediante– con la administración porque ya no hay nadie al otro lado del teléfono.

O que, con la quinta ola, tengamos que volver a encerrarnos en casa a las diez en plena noche de verano; que nuestros hijos empiecen a contagiarse, atemorizados al dar positivo pues veían el virus tan lejano a ellos como la muerte, algo que solo les sucede a los otros.

Las quejas tienen categoría. Las hay de todo a cien y de alta costura. Unas se sobreactúan, mientras que otras se silencian. Grandes pensadores de la talla de Kant o Nietzsche –un verdadero quejica– alertaron de la infertilidad del lamento y las lágrimas, que continúan siendo noticia cuando asoman públicamente. La razón debería controlar aquella emoción, reducirla y disiparla. Restañar la herida en lugar de respirar por ella. En más de una ocasión, cuando he estado a punto de quejarme a las altas instancias, algún colega masculino cargado de buenísima intención me ha di­suadido: “Déjalo estar, no merece la pena: quedará en nada”. Pero la ofensa acallada acaba generando desprecio, e incluso inquina.

Simone Weil concebía la queja “como algo hermoso, incluso sagrado”, según cuenta la investigadora Deborah Casewell, codirectora del Simone Weil Network. Y resume su pensamiento, tan vigente: “Siempre que una persona llora por dentro –“¿Por qué me lastiman?”–, le están haciendo daño. A menudo se equivoca al tratar de definir el agravio, por qué y quién se lo inflige. Pero el grito en sí es infalible”. Weil, junto a Spinoza, Leibniz, Descartes, Olympe de Gouges, Tomás Moro, Voltaire o Émilie du Châtelet forman parte del interesantísimo libro de Víctor Gómez Pin El honor de los filósofos (Acantilado). La pensadora murió con apenas 34 años, y todos sus libros se publicaron póstumamente. T.S. Eliot y Albert Camus, que la distinguió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”, alabaron su lucidez y honestidad intelectual. Hoy se la recuerda por haber indagado las tonalidades del dolor. Supo discernir entre sufrimiento ordinario y aflicción, un sentimiento que acaba convirtiéndose en una pregunta interior: ¿por qué me pasa esto?

Weil, que se había conmovido hasta el llanto ante las hambrunas en China, le espetó en una ocasión a Simone de Beauvoir, defensora a capa y espada de la revolución: “¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!”. Para ella, la ética implica una actitud de atención, de compasión y amor hacia el otro. Y afirmaba que, si bien no tenemos la capacidad de crear un mundo mejor, sí debemos conducirnos en esa dirección.

En la actual saturación de quejas –y de señalamientos en busca de chivos expiatorios, malignos conspiradores culpables de las calamidades que padece la humanidad–, nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás, demasiado acuciados como estamos por imponer nuestros puntos de vista, reglas y procedimientos. Un gigantesco dique del que cuelga un cartel: “No se atiende a razones”.

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28 de julio de 2021
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Hasta pronto

Una niña de nueve años les dice a sus perplejos padres que ella de mayor quiere ser salvaje, pero que los demás no le dejan ser todo lo salvaje que ya es

Una niña de nueve años les dice a sus perplejos padres que ella de mayor quiere ser salvaje, pero que los demás no le dejan ser todo lo salvaje que ya es. ¿Quiénes son los demás?, pregunta su madre. Pues la gente. Y nosotros, ¿también somos la gente? Hombre, pues claro, todos los padres son la gente. Y se pone a caminar por el hotel a cuatro patas apoyándose en los nudillos.

La cuestión había comenzado cuando, paseando por un sendero boscoso, la niña se empinó para coger una manzana que colgaba entre muchas de un pomeral, pero había aparecido un labrador como por encanto y le había afeado la conducta en un idioma apenas comprensible. Tras salir disparada, la niña preguntó a sus padres si en la naturaleza todo era de alguien. Sí, respondió el padre, ahora ya todo tiene dueño. Entonces, ¿esto no es la naturaleza? No, hija, ya casi no queda naturaleza. ¿Dónde queda? Pues un poco en las selvas del Amazonas, pero no te lo puedo asegurar. Caviló un poco y por la tarde es cuando dijo que ella era salvaje Y que sólo le interesaba lo salvaje.

Iba yo leyendo entonces El día que empezó la Guerra Civil, de Pilar Mera (Taurus), un buen resumen de los funestos días de julio del 36, y andaba horrorizado de nuevo por las salvajadas que cometieron izquierdas y derechas. El libro es bastante ecuánime, aunque no figura nunca ni el partido comunista ni la URSS, pero sí Alemania e Italia, lo que resulta un poco raro (p.195). Pero, en fin, lo que intimida son las barbaridades que cometieron ambos bandos.

¿Por las manzanas? ¿O por un salvajismo natural que aún nos posee en estado latente? No lo sé. Tendré que preguntárselo a la niña cuando sea un poco más mayor. Mientras tanto, que tengan ustedes unas considerables vacaciones. Nos volveremos a ver en septiembre.

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27 de julio de 2021
Plaza de Sant Felip Neri en Barcelona. Imagen de Espe Pons.
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La pervivencia de la luz

Varias de las fotografías incluidas en la edición de autora Sota la llum del mar, de Espe Pons, reproducen los rincones de una celda de la Modelo de Barcelona. Las huellas de la presencia humana que albergó, el tiempo, la dejadez, proporcionan una apariencia de desolación a los muros. Una decrepitud que ya está incorporada a nuestra mirada porque recomponemos la imagen con lo que sabemos e imaginamos que ha sucedido en esa pared de cárcel. Pero todavía no me quiero referir a eso.

La pared desconchada, la cal arañada, el rincón oscurecido por sustancias orgánicas pasadas… El conjunto me hace pensar en los reveladores escritos de Juan Eduardo Cirlot sobre el informalismo que ha reunido la editorial Siruela. Cirlot describe deslumbrantemente cómo el informalismo se basa en los esfuerzos de unos artistas para que la materia dé forma a su trauma, a ese dolor informe que es a veces la existencia. Estas representaciones casi siempre se concretan en fondos que reproducen muros desgastados y castigados, pintura acumulada que recuerda a la tierra, lienzos con frecuencia desgarrados, agujereados y quemados. Es decir, que muchos informalistas buscaban la imagen de ese rincón de una celda o de otro rincón, el de un ángulo de la plaza barcelonesa de Sant Felip Neri, todavía testimonio de los bombardeos de la Guerra Civil, que también reproduce Espe Pons en su reciente y exquisito fotolibro.

Las fotografías forman la exposición homónima al libro que pudo verse en el Museu Palau Solterra de la Fundació Vila Casas entre los meses de julio y noviembre de 2020 y que ahora se encuentra en el Castillo de Montjuïc, hasta el 12 de septiembre. Espe Pons recupera la historia del hermano menor de su abuelo, Tomàs Pons Albesa. Existe el catálogo de la exposición, así como los textos de Vicenç Altaió y Cynthia Young que acompañan las fotografías. Pero, ahora, la fotógrafa da un paso más con esta nueva y personal edición, minuciosamente pensada y que consigue situar al lector-observador y traer al presente los diferentes espacios y paisajes en los que transcurrió la historia del hermano menor de su abuelo. Reivindicación del libro como objeto capaz de concitar la memoria de quienes se le acercan en un ejercicio casi espiritista no exento de riesgo.

Tomàs Pons Albesa tenía ideas republicanas y socialistas, con cargos de organización y propaganda en el PSUC. Fue fusilado en 1941 en el Campo de la Bota. El director teatral, escenógrafo y artista Iago Pericot solía hablar de cómo de joven veía desde el tren que lo llevaba a Barcelona los fusilamientos del Camp de la Bota. Todavía tengo sobre mi escritorio el programa de mano del homenaje que se rindió a Pericot hace unas semanas en la Vinya dels Artistes. Un conmovedor e irreverente via crucis excelentemente dirigido por Climent Sensada.

Además del libro de Espe Pons, el de Cirlot y el programa de mano del via crucis de Iago Pericot, en mi escritorio también espera el diario de a bordo que escribió Josep Espinasa Massagué, el alcalde que había proclamado la República en el municipio de Montcada i Reixac a bordo del Mexique, mientras se exiliaba a México. Pienso en esta presencia de ausentes, unidos por un invisible pero evidente hilo, al leer el texto de Vicenç Altaió en el libro de Espe Pons. El siempre lúcido e iluminador crítico escribe que, con su trabajo, la fotógrafa repara el dolor y la memoria de la víctima en tiempos de silencio. Me pregunto si de verdad nuestro presente ha silenciado los testimonios y el sufrimiento de personas como Tomàs Pons Albesa. Levanto la mirada un poco más allá de mi escritorio y no puedo más que darle la razón a Altaió.

Los que seguimos viendo salir el sol cada mañana estamos obligados a aceptar la función de relevo. No somos más que unos simples transportadores de la memoria –aunque a veces ésta nos haya llegado sólo a través de silencios–, que es tanto como decir de las heridas. Hay niveles diferentes de sufrimiento y cada uno llevamos nuestra propia carga de dolor. La empatía nos lleva a imaginar, desde el nuestro, cómo las otras personas asumen el horror, el de Tomàs Pons Albesa, por ejemplo. Hacemos el ejercicio de imaginar y sentimos el asombrado espanto, el abismo por el que nos despeñaríamos en una situación como las que Espe Pons sitúa ante nosotros en forma de fotografía y metáforas. Asombro por la facilidad con la que el mundo que conocemos se desvanece y se revela el absurdo sin límites: el vacío. Algunos sobreviven, otros no. De alguna manera, ese horror ante la certeza del vacío, “la nada que se hace elocuente” en palabras de Albert Camus, es también la fuerza que mueve a los artistas informalistas a manifestarse. Escribe Cirlot que la pintura es llanto sobre llanto. Así pues, esa sensación que producen las fotografías de Espe Pons puede definirse claramente: es el llanto sobre el llanto que aparece sobre el llanto.

Se trata de vencer la nada que absorbió a los ausentes para afirmar, en una pírrica victoria, que el mundo sigue existiendo, que la vida se sigue reproduciendo, sea ésta lo que sea. Que, en palabras de Altaió, seguimos siendo luz. Esa luz que los científicos se afanan por saber qué es, mientras que los más metafísicos la aceptan como una verdad recibida, evidente e indiscutible.

Altaió se refiere también a la dicotomía de si la fotografía debe documentar o evocar. Fotos de prisiones y fotos de pájaros en pleno vuelo que, aunque se alejan de una tierra desertizada o reducida a materia desatendida, la necesitan para completar su significado; aunque sólo sea para recordarnos que la misma fuerza de la gravedad que nos mantiene a nosotros unidos al suelo es la que moldea la silueta de su vuelo.

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25 de julio de 2021
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Clarice Lispector, la descripción y el genio literario

En una carta a su editor, el gran maestro de la novela negra Raymond Chandler dice:

“Hace mucho tiempo, en la época en que escribía para las pulp magazines, incluí en un cuento una frase de este tipo: "Se bajó del auto y cruzó la vereda bañada de sol hasta que la sombra del toldo sobre la entrada tocó su rostro como el contacto de agua fresca". La eliminaron al publicar el cuento, porque no iba a gustarle a los lectores: sólo servía para interrumpir la acción. Me decidí a probar que estaban equivocados. Mi teoría era que los lectores solamente creían no interesarse más que en la acción y que, en realidad, aunque no lo sabían, lo que les interesaba a ellos, y a mí, era la creación de emoción a través del diálogo y la descripción.”

Del diálogo se ha hablado mucho y se seguirá hablando en otros textos. Aquí quiero hablar de la descripción. Como gran prosista, Chandler sabía que la palabra final de su párrafo, incluso en una carta privada, era la piedra que caería con más fuerza sobre la tersa superficie del lago, el punto central y definitivo de su argumento: por eso el ejemplo que da no es del diálogo, ese rey de la novela realista norteamericana, el motor de las novelas de Hemingway y Dos Passos y Steinbeck, sino de la humilde descripción.

La mujer fatal de la novela de Chandler, antes de contar su historia, antes de que escuchemos el murmullo que la envuelve suavemente como una boa, es la cara mojada por la sombra del toldo. La descripción emociona, sí, pero pienso que Chandler no se está dando el crédito que merece: también hace avanzar la acción. Solo que de una forma oblicua, tangencial, distinta.

La descripción nos da tiempo a los lectores para pensar en la acción mientras miramos y escuchamos y olemos el ambiente, pero también nos brinda los elementos para que construyamos nuestra propia historia. En las novelas de detectives, tanto las de la serie negra como las de la otra corriente, de enigma tipo Conan Doyle o Agatha Christie, la descripción nos vuelve detectives a nosotros mismos: nos transforma en observadores tan perceptivos y obsesionados como el héroe que termina exponiendo la verdad.

En el comienzo de El nombre de la rosa (1992), Umberto Eco nos hace recorrer el camino a la abadía donde sucedió un crimen con Guillermo de Baskerville, el genio medieval mezcla de filósofo, detective y semiólogo de las cosas: para describir hay que entender qué es relevante y qué es superfluo, qué significan las cosas, cuál es el golpe que causó cada magulladura, cada herida, cada raspón, y quién lo causó y por qué. En resumen, creo que los lectores de Chandler aprecian sus descripciones no solo porque crean emoción y transmiten el alma de los lugares y los personajes, sino porque también las descripciones cuentan la historia.

“El triunfo”, el primero de la incandescente colección de cuentos de Clarice Lispector que editó con mimo Editorial Siruela, comienza así:

“El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve. Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el día va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio.”

Cuando se intenta explicar en qué estriba la maestría de esta escritora, aquella cuentista o el otro novelista raramente se apela a sus dotes y maestría en la descripción. Y, sin embargo, ahí está el mundo en el que nos adentra Lispector con su caleidoscopio de descripciones: el reloj con su sonido tan específico; después, el sol que se comporta como un personaje con voluntad; el encuentro del rayo de sol con Luísa y esa imagen increíble, “crucificada por la languidez”.

No se describe a Luísa, pero los lectores vamos recorriendo su cuerpo como lo hace el sol y como se despierta ella misma, con demora lánguida. Y los pasos revelan al niño que adivinamos como lo hace Luísa, porque en esta breve descripción primero somos el reloj, después somos el sol y finalmente nos posamos en la sensibilidad del personaje que ya nos atrapó hasta el final del cuento.

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23 de julio de 2021
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Iceta

Le vi bailar en un estrado una rumba, o lo que fuese aquello, pero salvo eso no tengo nada contra él. Dicen los enemigos del gobierno que Miquel Iceta no pertenece a la cultura, ni viene de ella, y me pregunto yo dónde estábamos todos antes de leer libros y entrar en un museo. Reconozcamos que Iceta no tiene la cintura de Nureyev, ni el don de la palabra de Szymborska, y que su humor catalán no iguala en sarcasmo al de Josep Pla. Esos artistas y tantísimos otros de hoy y del futuro no quieren a un semejante haciendo cabriolas o versos o exquisitos planos-secuencia. Lo que necesitan es el estímulo de alguien que les entienda en sus requerimientos más básicos y menos pretenciosos: sus derechos de autor, el apoyo a una creación que devuelve con creces tal ayuda al destinatario: todos nosotros. El público.

Nadie nace para ser ministro de Cultura o directora general de Bellas Artes. Por el contrario, una ministra de Hacienda ha de saber de números, y el de Exteriores chapurrear alguna que otra lengua extranjera. Hay oficios que requieren una inspiración, y otros que se aprenden con el estudio. Hace algo más de un año tuve ocasión de oír, en un homenaje teatral, al entonces recientemente nombrado ministro de Cultura Rodríguez Uribes, que estuvo un poco novicio. Pasados doce meses, en idéntica circunstancia, Uribes ya sabía de lo que hablaba, y acertaba en sus diagnósticos; quince días después, con la lección sabida, salió del ministerio.

El mejor ministro de Cultura de la democracia no fue el mejor escritor que ocupó ese sillón, Jorge Semprún. El mejor ministro de Cultura de la democracia fue Javier Solana, que estudió Química y dio clases de Física. Ahora leo que Iceta dejó la química por la militancia. Interesante el vínculo político entre ciencias y artes. Quizá todo consista en encontrar la fórmula que haga de la cultura disfrute y panacea.

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23 de julio de 2021
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Nos equivocamos

Veo, en una fotografía, al presidente de la Sección Regional Catalana de la Sociedad Española de Ornitología pronunciar unas palabras, a mediados de los sesenta, en el barcelonés restaurante El Oro del Rin, y siento un escalofrío, no sólo al comprobar que ninguno de los miembros de aquella entrañable asociación cultural sigue vivo, sino por lo que tuvo de germen de los grupos ecologistas que prosperaron no muchos años más tarde y en los que milité de un modo o de otro. Quizá la rápida, inmediata, penetración en dichos grupos de individuos pertenecientes al radicalismo territorial marcó las coordenadas, pero todos, por acción u omisión, fuimos responsables de los desatinos que pronto se produjeron, entre los que es obligado destacar el ingenuo antiamericanismo cuyo correlato ambiental más obvio fue el furibundo rechazo a las centrales nucleares. Hoy, viajando en coche por la carretera que une Pamplona y Jaca, he experimentado la terrible sensación de haber contribuido a degradar el paisaje, a causar el exterminio de las grandes aves rapaces por las cuales luchamos en aquel tiempo y que ahora mueren descuartizadas; me refiero a la salvaje apuesta por las energías alternativas, por los abióticos parque solares fotovoltaicos y, en especial, por los aerogeneradores de palas que orlan la ruta como siniestros y gigantescos espantapájaros aunque poco tengan de espantar y mucho de asesinar el horizonte y la fauna. Sí, Chernóbil fue un desastre, pero en la Unión Soviética la utilización de cualquier artefacto, fuera un ferrocarril o un avión de línea, suponía jugar con la muerte, y en cuanto a Fukushima, constituye un ejemplo más, véanse las inundaciones en Alemania en estos días, de la falta de previsión ante las catástrofes naturales. Dependeremos todavía durante un tiempo de la electricidad y las nucleares son la forma menos dañina de conseguirla; los residuos que en la actualidad no se puedan tratar deben ser almacenados a la espera de que llegue la tecnología que permita reutilizarlos, y las centrales en sí, su presencia, los edificios, podrían rivalizar con las catedrales de la modernidad, con las bodegas diseñadas por los más famosos arquitectos y que, gracias a ellos, se han convertido en arte.

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22 de julio de 2021
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La enemistad según Gracián

 

Triste cosa es no tener amigos, pero más triste debe ser no tener enemigos, porque quien enemigos no tenga, señal de que no tiene: ni talento que haga sombra, ni valor que le teman, ni honra que le murmuren, ni bienes que le codicien, ni cosa buena que le envidien.

 

 

La cita es de Gracián y lo más destacable de ella es el valor estratégico que le da a los enemigos, más valor que Maquiavelo.

El problema de darle tanto relieve al enemigo es que implica la idea de que la vida en una guerra, y que solo podemos medir nuestra grandeza, y hasta nuestra existencia, enfrenándonos al Otro. Y aquí Gracián se adelanta a Hegel y plantea una dialéctica tan militar como la del amo y el esclavo de la Fenomenología del Espíritu: lucho a muerte con el otro, y se lo venzo, me adueño de su vida y fortalezco la mía.

Una filosofía opuesta a la dialéctica cristiana de la otra mejilla. Sí, pero no hay que olvidar que los jesuitas eran la milicia de Dios y había que estar preparado para luchar contra la adversidad como un soldado de la palabra y las ideas. Como un soldado de Dios. Y respecto a Hegel, bueno, ese se creía sencillamente Dios, y en la Fenomenología casi lo demuestra. Hegel nos aplasta con su saber. Él se eleva con las alas de su inteligencia, mucho más poderosas que las de la lechuza de Minerva,  mientras nosotros pegamos los pies al suelo para no temblar. Nosotros en la tierra, él en el cielo abismal de las categorías que no cesan de rotar.

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21 de julio de 2021
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¿Sensores que detectan el mero pensar?

Un artículo en Nature en mayo de 2021 daba cuenta de  los resultados de un experimento en la universidad de Stanford: a una persona afectada por una lesión tetrapléjica se le insertaron pequeños electrodos en partes del cerebro vinculadas al movimiento de los brazos. Tales  sensores    detectan la actividad   neuronal correspondiente al deseo de activar el brazo y la mano con vistas al trazado de letras. La información es entonces  transmitida a un ordenador que escribe las frases deseadas. Se trata de un experimento  en el marco de un programa denominado Brain Gate.

 Lo que  se ha conseguido es escribir 90 caracteres por minuto, cuando en experimentos anteriores no se habían pasado de 40 caracteres, no se trata pues de un salto cualitativo. Por otro lado Humberto Bustince ha señalado que el experimento estaba desde el inicio focalizado en un individuo concreto (la máquina estaba por así decirlo adecuada a los rasgos de funcionamiento de ese individuo) y no en la mente de personas en general. La observación es tanto más pertinente cuanto  que el equipo dirigido por el propio Bustince en la universidad pública de Navarra, hace tiempo que realiza experimentos aplicables a cualquier persona, aunque restringidos a la reacción neuronal a preguntas elementales que sólo exigen la respuesta sí o no.

Conviene recordar  que el trazado caligráfico es algo enormemente complejo (de ahí las dificultades de las primeras  redes neuronales para avanzar en el mero reconocimiento de dígitos manuscritos) y compleja es pues la actividad  neuronal que le da soporte. Así que  pese a las observaciones que preceden, el asunto es desde luego impresionante, y desde luego abre la puerta a interrogaciones de calado.

Si he entendido bien  lo que se ha conseguido es detectar las señales de que se intenta efectuar una acción física, no directamente el pensamiento que ha dado lugar a tal voluntad. Supongamos, pues,  que (contrariamente al caso evocado) no se tratara  de un pensamiento tendiente a la activación de un órgano, sino de pensamiento sin otra intencionalidad que el pensamiento mismo, un pensamiento abstracto, relación matemática, por ejemplo, o una asociación metafórica; un pensamiento en suma no vinculado a la acción física. ¿Podrían sensores análogos a los evocados  decir algo de esta actividad neuronal sin intencionalidad de traducción en gesto físico luego con correlato meramente eidético?

Obviamente el pensamiento tiene soporte en el cerebro, y la correlación neuronal de tal acto de pensar podría eventualmente ser captada  por sensores análogos a los considerados. Cabría entonces decir que estos sensores interrelacionan casi directamente con el pensamiento. En suma: una cosa es que una máquina reconozca los correlatos neuronales de la intención de trazar  físicamente un dígito o una letra y otra que reconozca los correlatos neuronales del puro pensar. Si dejamos aparte casos de metapsicología, entendemos al otro a partir del aspecto físico del signo lingüístico saussuriano, sea este verbal o visual (tal el lenguaje de los sordomudos). Y es efectivamente sorprendente la posibilidad de que un instrumento acceda a lo que a nosotros mismos parece  estar  vedado.

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21 de julio de 2021
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Son así

Lo que más odian (y temen) los totalitarios es que la gente actúe libremente y decida por sí misma sin tutela

Me alegra la negativa del Gobierno a otorgar en público que Cuba sea una dictadura. Aclara las cosas. Los totalitarios sufren una verdadera tortura cada vez que se ven obligados a definir algo que no sea facha. Ellos mismos evitan llamarse “comunistas”, prefieren “antisistema” o “anticapitalistas”. Les avergüenza seguir amparando los regímenes comunistas, sus miserias, sus hambrunas, sus genocidios y, sobre todo, su dictadura brutal en beneficio de una casta (esta sí): el Partido.

De hecho, tampoco hablan del Partido, sino del Estado. Dicen que ese ente se sitúa por encima de las libertades individuales. Y lo dicen tanto si son los húngaros de Orbán como los cubanos de Castro. Y aún más singular, lo dicen también los separatistas vascos y catalanes, aunque no le llaman “Estado” (porque sólo poseen una pizca) sino Nación. En todos ellos hay un elemento común: no son demócratas. O, mejor dicho, lo serán, como el Vaticano, mientras no puedan imponer su Inquisición. Aceptan a redropelo las libertades democráticas, pero atentos a destruirlas para crear el Estado (comunista), la Nación (xenófoba), el Partido (fascista y comunista).

Es evidente que ellos creen que seguirían mandando en el Partido, la Nación o el Estado. Ellos, con su obsesión por dominar al prójimo, serían quienes ordenarían a la gente cómo debe comportarse, qué debe creer, cómo ha de vestir, qué lengua ha de hablar y cuáles han de ser sus costumbres sexuales (herencia del poder episcopal). Lo que más odian (y temen) los totalitarios es que la gente actúe libremente y decida por sí misma sin tutela. En la próxima rueda de prensa podrían preguntarles si creen que Castro (o Stalin o Maduro) son o no dictadores. Los verán retorcerse como lombrices en la sartén.

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20 de julio de 2021
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El Boomeran(g)
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