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El anclaje en los detalles

Por 27 de septiembre de 2021 diciembre 7th, 2023 Sin comentarios

Sònia Hernández

Mirar el azul del cielo, ponerse las zapatillas deportivas siempre en el mismo orden y siguiendo un ritual invariable, desayunar lo mismo cada mañana se despierte uno donde se despierte, pretender que la ropa con que nos cubrimos huela al mismo suavizante, trasladar como un complemento íntimo la tostadora de la casa familiar. Cada uno de esos gestos, nimios o inconscientes, les recuerdan a los diferentes personajes que desfilan por la exquisita novela Ru, de Kim Thúy (Saigón, 1968), quiénes son.

En su ensayo La monarquía del miedo, Martha C. Nussbaum (publicado por Paidós en mayo de 2019 con traducción de Albino Santos) sitúa un posible origen del miedo en la sensación de un bebé acostado boca arriba y a oscuras, mojado, sediento o hambriento, sin poder moverse, esperando, lleno de pavor, que alguien aparezca para calmar su situación. Según Nussbaum, esa sensación, conservada de algún modo en nuestro inconsciente, es el miedo que enciende nuestras alarmas. La aparición de una voz, un olor o un tacto conocido es capaz de infundir el sosiego necesario al bebé, reportarle el bienestar y volver a hacerle sentir que lo que percibe tiene un sentido.

La lectura de algunos pasajes de Ru (publicada por Editorial Periférica en 2020, con traducción de Manuel Serrat Crespo) me ha hecho recordar el comentario de Nussbaum. El exilio del que habla Kim Thúy –ella abandonó Vietnam en una barcaza cuando tenía diez años y pasó una temporada en un campo de refugiados en Malasia– en muchas ocasiones está muy relacionado con esa sensación del ser que, a oscuras y sin margen de movimiento, se siente acorralado en sensaciones que ni sabe ni puede gestionar por sí solo. Sin luz que ayude a ver los objetos que conforman la realidad y que dicen lo que hacemos, es muy difícil saber quién somos o cuál es el sentido de todas las sensaciones que experimentamos. En Ru, hay personajes que miran al cielo para recordarse lo que sintieron y pensaron mientras les amenazaban con un fusil y lo único que podían era dirigir la mirada al cielo; otros, como el hermano menor de la narradora, conserva la tostadora que una familia regaló a sus padres cuando llegaron a Canadá huyendo de la represión comunista en Vietnam y que nunca utilizaron porque ellos estaban acostumbrados a desayunar sopa y arroz. El pequeño electrodoméstico se convirtió en una especie de seguro, era la metáfora del sueño americano que les esperaba.

De nuevo, la imagen del ser desvalido que no puede moverse para interactuar con su entorno aparece en Ru a través del personaje de la narradora –la propia autora–, que se asimila con el encierro en que vive su hijo autista, el que necesita que su hermano cada día se calce las zapatillas siguiendo el mismo ritual. Haber sentido las consecuencias de la guerra en las vidas de sus padres y vivir en el exilio provoca en la escritora una suerte de distanciamiento de la realidad, la imposibilidad de encontrar ni luz ni sentido en los objetos que la rodean. Antes de convertirse en una autora de éxito, trabajó en Canadá como costurera, intérprete, abogada en un prestigioso bufete, propietaria de restaurante o crítica gastronómica.

Esa distancia de lo que acontece hace que Kim Thúy siempre viaje ligera de equipaje, que no se avergüence de calzar unos zapatos cuyo precio serviría para alimentar durante un tiempo varias familias de su país de origen, ni por acumular como amantes a hombres casados de los que sólo recuerda un rasgo físico para, después, construir un único hombre que no existe. La vida está en otro lugar, tal vez en los objetos que van quedando atrás, hasta que el azar los coloca fortuitamente ante ella y reclaman su sentido. Un pequeño objeto provoca un recuerdo, al que sigue una breve historia para componer este conmovedor relato: la exiliada que visita su país de origen y trata de comprender por qué los hombres occidentales viajan a Asia a «comprar amor», la indigente en Nueva York que resulta ser una de las muchas niñas desplazadas desde Vietnam por ser hija de un soldado allí destinado –un efecto colateral–, la sutil cicatriz en el bajo vientre de la tía Siete que revela toda una vida de escapadas de sus propios aullidos y de una realidad que ni entendía ni podía entender.

Toda esa memoria, personal y colectiva, se presenta a la autora y llega a los lectores como breves historias que han de dotar de significado las punzadas de melancolía, los momentos de vacío en los que no se siente la vibración vital. En ese silencio es cuando se hace perceptible el arrullo –ru en vietnamita significa «arrullar», «canción de cuna»– capaz de calmar la inquietud.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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