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Plaza de Sant Felip Neri en Barcelona. Imagen de Espe Pons.
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La pervivencia de la luz

Varias de las fotografías incluidas en la edición de autora Sota la llum del mar, de Espe Pons, reproducen los rincones de una celda de la Modelo de Barcelona. Las huellas de la presencia humana que albergó, el tiempo, la dejadez, proporcionan una apariencia de desolación a los muros. Una decrepitud que ya está incorporada a nuestra mirada porque recomponemos la imagen con lo que sabemos e imaginamos que ha sucedido en esa pared de cárcel. Pero todavía no me quiero referir a eso.

La pared desconchada, la cal arañada, el rincón oscurecido por sustancias orgánicas pasadas… El conjunto me hace pensar en los reveladores escritos de Juan Eduardo Cirlot sobre el informalismo que ha reunido la editorial Siruela. Cirlot describe deslumbrantemente cómo el informalismo se basa en los esfuerzos de unos artistas para que la materia dé forma a su trauma, a ese dolor informe que es a veces la existencia. Estas representaciones casi siempre se concretan en fondos que reproducen muros desgastados y castigados, pintura acumulada que recuerda a la tierra, lienzos con frecuencia desgarrados, agujereados y quemados. Es decir, que muchos informalistas buscaban la imagen de ese rincón de una celda o de otro rincón, el de un ángulo de la plaza barcelonesa de Sant Felip Neri, todavía testimonio de los bombardeos de la Guerra Civil, que también reproduce Espe Pons en su reciente y exquisito fotolibro.

Las fotografías forman la exposición homónima al libro que pudo verse en el Museu Palau Solterra de la Fundació Vila Casas entre los meses de julio y noviembre de 2020 y que ahora se encuentra en el Castillo de Montjuïc, hasta el 12 de septiembre. Espe Pons recupera la historia del hermano menor de su abuelo, Tomàs Pons Albesa. Existe el catálogo de la exposición, así como los textos de Vicenç Altaió y Cynthia Young que acompañan las fotografías. Pero, ahora, la fotógrafa da un paso más con esta nueva y personal edición, minuciosamente pensada y que consigue situar al lector-observador y traer al presente los diferentes espacios y paisajes en los que transcurrió la historia del hermano menor de su abuelo. Reivindicación del libro como objeto capaz de concitar la memoria de quienes se le acercan en un ejercicio casi espiritista no exento de riesgo.

Tomàs Pons Albesa tenía ideas republicanas y socialistas, con cargos de organización y propaganda en el PSUC. Fue fusilado en 1941 en el Campo de la Bota. El director teatral, escenógrafo y artista Iago Pericot solía hablar de cómo de joven veía desde el tren que lo llevaba a Barcelona los fusilamientos del Camp de la Bota. Todavía tengo sobre mi escritorio el programa de mano del homenaje que se rindió a Pericot hace unas semanas en la Vinya dels Artistes. Un conmovedor e irreverente via crucis excelentemente dirigido por Climent Sensada.

Además del libro de Espe Pons, el de Cirlot y el programa de mano del via crucis de Iago Pericot, en mi escritorio también espera el diario de a bordo que escribió Josep Espinasa Massagué, el alcalde que había proclamado la República en el municipio de Montcada i Reixac a bordo del Mexique, mientras se exiliaba a México. Pienso en esta presencia de ausentes, unidos por un invisible pero evidente hilo, al leer el texto de Vicenç Altaió en el libro de Espe Pons. El siempre lúcido e iluminador crítico escribe que, con su trabajo, la fotógrafa repara el dolor y la memoria de la víctima en tiempos de silencio. Me pregunto si de verdad nuestro presente ha silenciado los testimonios y el sufrimiento de personas como Tomàs Pons Albesa. Levanto la mirada un poco más allá de mi escritorio y no puedo más que darle la razón a Altaió.

Los que seguimos viendo salir el sol cada mañana estamos obligados a aceptar la función de relevo. No somos más que unos simples transportadores de la memoria –aunque a veces ésta nos haya llegado sólo a través de silencios–, que es tanto como decir de las heridas. Hay niveles diferentes de sufrimiento y cada uno llevamos nuestra propia carga de dolor. La empatía nos lleva a imaginar, desde el nuestro, cómo las otras personas asumen el horror, el de Tomàs Pons Albesa, por ejemplo. Hacemos el ejercicio de imaginar y sentimos el asombrado espanto, el abismo por el que nos despeñaríamos en una situación como las que Espe Pons sitúa ante nosotros en forma de fotografía y metáforas. Asombro por la facilidad con la que el mundo que conocemos se desvanece y se revela el absurdo sin límites: el vacío. Algunos sobreviven, otros no. De alguna manera, ese horror ante la certeza del vacío, “la nada que se hace elocuente” en palabras de Albert Camus, es también la fuerza que mueve a los artistas informalistas a manifestarse. Escribe Cirlot que la pintura es llanto sobre llanto. Así pues, esa sensación que producen las fotografías de Espe Pons puede definirse claramente: es el llanto sobre el llanto que aparece sobre el llanto.

Se trata de vencer la nada que absorbió a los ausentes para afirmar, en una pírrica victoria, que el mundo sigue existiendo, que la vida se sigue reproduciendo, sea ésta lo que sea. Que, en palabras de Altaió, seguimos siendo luz. Esa luz que los científicos se afanan por saber qué es, mientras que los más metafísicos la aceptan como una verdad recibida, evidente e indiscutible.

Altaió se refiere también a la dicotomía de si la fotografía debe documentar o evocar. Fotos de prisiones y fotos de pájaros en pleno vuelo que, aunque se alejan de una tierra desertizada o reducida a materia desatendida, la necesitan para completar su significado; aunque sólo sea para recordarnos que la misma fuerza de la gravedad que nos mantiene a nosotros unidos al suelo es la que moldea la silueta de su vuelo.

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25 de julio de 2021
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Clarice Lispector, la descripción y el genio literario

En una carta a su editor, el gran maestro de la novela negra Raymond Chandler dice:

“Hace mucho tiempo, en la época en que escribía para las pulp magazines, incluí en un cuento una frase de este tipo: "Se bajó del auto y cruzó la vereda bañada de sol hasta que la sombra del toldo sobre la entrada tocó su rostro como el contacto de agua fresca". La eliminaron al publicar el cuento, porque no iba a gustarle a los lectores: sólo servía para interrumpir la acción. Me decidí a probar que estaban equivocados. Mi teoría era que los lectores solamente creían no interesarse más que en la acción y que, en realidad, aunque no lo sabían, lo que les interesaba a ellos, y a mí, era la creación de emoción a través del diálogo y la descripción.”

Del diálogo se ha hablado mucho y se seguirá hablando en otros textos. Aquí quiero hablar de la descripción. Como gran prosista, Chandler sabía que la palabra final de su párrafo, incluso en una carta privada, era la piedra que caería con más fuerza sobre la tersa superficie del lago, el punto central y definitivo de su argumento: por eso el ejemplo que da no es del diálogo, ese rey de la novela realista norteamericana, el motor de las novelas de Hemingway y Dos Passos y Steinbeck, sino de la humilde descripción.

La mujer fatal de la novela de Chandler, antes de contar su historia, antes de que escuchemos el murmullo que la envuelve suavemente como una boa, es la cara mojada por la sombra del toldo. La descripción emociona, sí, pero pienso que Chandler no se está dando el crédito que merece: también hace avanzar la acción. Solo que de una forma oblicua, tangencial, distinta.

La descripción nos da tiempo a los lectores para pensar en la acción mientras miramos y escuchamos y olemos el ambiente, pero también nos brinda los elementos para que construyamos nuestra propia historia. En las novelas de detectives, tanto las de la serie negra como las de la otra corriente, de enigma tipo Conan Doyle o Agatha Christie, la descripción nos vuelve detectives a nosotros mismos: nos transforma en observadores tan perceptivos y obsesionados como el héroe que termina exponiendo la verdad.

En el comienzo de El nombre de la rosa (1992), Umberto Eco nos hace recorrer el camino a la abadía donde sucedió un crimen con Guillermo de Baskerville, el genio medieval mezcla de filósofo, detective y semiólogo de las cosas: para describir hay que entender qué es relevante y qué es superfluo, qué significan las cosas, cuál es el golpe que causó cada magulladura, cada herida, cada raspón, y quién lo causó y por qué. En resumen, creo que los lectores de Chandler aprecian sus descripciones no solo porque crean emoción y transmiten el alma de los lugares y los personajes, sino porque también las descripciones cuentan la historia.

“El triunfo”, el primero de la incandescente colección de cuentos de Clarice Lispector que editó con mimo Editorial Siruela, comienza así:

“El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve. Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el día va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un niño corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio.”

Cuando se intenta explicar en qué estriba la maestría de esta escritora, aquella cuentista o el otro novelista raramente se apela a sus dotes y maestría en la descripción. Y, sin embargo, ahí está el mundo en el que nos adentra Lispector con su caleidoscopio de descripciones: el reloj con su sonido tan específico; después, el sol que se comporta como un personaje con voluntad; el encuentro del rayo de sol con Luísa y esa imagen increíble, “crucificada por la languidez”.

No se describe a Luísa, pero los lectores vamos recorriendo su cuerpo como lo hace el sol y como se despierta ella misma, con demora lánguida. Y los pasos revelan al niño que adivinamos como lo hace Luísa, porque en esta breve descripción primero somos el reloj, después somos el sol y finalmente nos posamos en la sensibilidad del personaje que ya nos atrapó hasta el final del cuento.

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23 de julio de 2021
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Iceta

Le vi bailar en un estrado una rumba, o lo que fuese aquello, pero salvo eso no tengo nada contra él. Dicen los enemigos del gobierno que Miquel Iceta no pertenece a la cultura, ni viene de ella, y me pregunto yo dónde estábamos todos antes de leer libros y entrar en un museo. Reconozcamos que Iceta no tiene la cintura de Nureyev, ni el don de la palabra de Szymborska, y que su humor catalán no iguala en sarcasmo al de Josep Pla. Esos artistas y tantísimos otros de hoy y del futuro no quieren a un semejante haciendo cabriolas o versos o exquisitos planos-secuencia. Lo que necesitan es el estímulo de alguien que les entienda en sus requerimientos más básicos y menos pretenciosos: sus derechos de autor, el apoyo a una creación que devuelve con creces tal ayuda al destinatario: todos nosotros. El público.

Nadie nace para ser ministro de Cultura o directora general de Bellas Artes. Por el contrario, una ministra de Hacienda ha de saber de números, y el de Exteriores chapurrear alguna que otra lengua extranjera. Hay oficios que requieren una inspiración, y otros que se aprenden con el estudio. Hace algo más de un año tuve ocasión de oír, en un homenaje teatral, al entonces recientemente nombrado ministro de Cultura Rodríguez Uribes, que estuvo un poco novicio. Pasados doce meses, en idéntica circunstancia, Uribes ya sabía de lo que hablaba, y acertaba en sus diagnósticos; quince días después, con la lección sabida, salió del ministerio.

El mejor ministro de Cultura de la democracia no fue el mejor escritor que ocupó ese sillón, Jorge Semprún. El mejor ministro de Cultura de la democracia fue Javier Solana, que estudió Química y dio clases de Física. Ahora leo que Iceta dejó la química por la militancia. Interesante el vínculo político entre ciencias y artes. Quizá todo consista en encontrar la fórmula que haga de la cultura disfrute y panacea.

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23 de julio de 2021
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Nos equivocamos

Veo, en una fotografía, al presidente de la Sección Regional Catalana de la Sociedad Española de Ornitología pronunciar unas palabras, a mediados de los sesenta, en el barcelonés restaurante El Oro del Rin, y siento un escalofrío, no sólo al comprobar que ninguno de los miembros de aquella entrañable asociación cultural sigue vivo, sino por lo que tuvo de germen de los grupos ecologistas que prosperaron no muchos años más tarde y en los que milité de un modo o de otro. Quizá la rápida, inmediata, penetración en dichos grupos de individuos pertenecientes al radicalismo territorial marcó las coordenadas, pero todos, por acción u omisión, fuimos responsables de los desatinos que pronto se produjeron, entre los que es obligado destacar el ingenuo antiamericanismo cuyo correlato ambiental más obvio fue el furibundo rechazo a las centrales nucleares. Hoy, viajando en coche por la carretera que une Pamplona y Jaca, he experimentado la terrible sensación de haber contribuido a degradar el paisaje, a causar el exterminio de las grandes aves rapaces por las cuales luchamos en aquel tiempo y que ahora mueren descuartizadas; me refiero a la salvaje apuesta por las energías alternativas, por los abióticos parque solares fotovoltaicos y, en especial, por los aerogeneradores de palas que orlan la ruta como siniestros y gigantescos espantapájaros aunque poco tengan de espantar y mucho de asesinar el horizonte y la fauna. Sí, Chernóbil fue un desastre, pero en la Unión Soviética la utilización de cualquier artefacto, fuera un ferrocarril o un avión de línea, suponía jugar con la muerte, y en cuanto a Fukushima, constituye un ejemplo más, véanse las inundaciones en Alemania en estos días, de la falta de previsión ante las catástrofes naturales. Dependeremos todavía durante un tiempo de la electricidad y las nucleares son la forma menos dañina de conseguirla; los residuos que en la actualidad no se puedan tratar deben ser almacenados a la espera de que llegue la tecnología que permita reutilizarlos, y las centrales en sí, su presencia, los edificios, podrían rivalizar con las catedrales de la modernidad, con las bodegas diseñadas por los más famosos arquitectos y que, gracias a ellos, se han convertido en arte.

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22 de julio de 2021
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La enemistad según Gracián

 

Triste cosa es no tener amigos, pero más triste debe ser no tener enemigos, porque quien enemigos no tenga, señal de que no tiene: ni talento que haga sombra, ni valor que le teman, ni honra que le murmuren, ni bienes que le codicien, ni cosa buena que le envidien.

 

 

La cita es de Gracián y lo más destacable de ella es el valor estratégico que le da a los enemigos, más valor que Maquiavelo.

El problema de darle tanto relieve al enemigo es que implica la idea de que la vida en una guerra, y que solo podemos medir nuestra grandeza, y hasta nuestra existencia, enfrenándonos al Otro. Y aquí Gracián se adelanta a Hegel y plantea una dialéctica tan militar como la del amo y el esclavo de la Fenomenología del Espíritu: lucho a muerte con el otro, y se lo venzo, me adueño de su vida y fortalezco la mía.

Una filosofía opuesta a la dialéctica cristiana de la otra mejilla. Sí, pero no hay que olvidar que los jesuitas eran la milicia de Dios y había que estar preparado para luchar contra la adversidad como un soldado de la palabra y las ideas. Como un soldado de Dios. Y respecto a Hegel, bueno, ese se creía sencillamente Dios, y en la Fenomenología casi lo demuestra. Hegel nos aplasta con su saber. Él se eleva con las alas de su inteligencia, mucho más poderosas que las de la lechuza de Minerva,  mientras nosotros pegamos los pies al suelo para no temblar. Nosotros en la tierra, él en el cielo abismal de las categorías que no cesan de rotar.

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21 de julio de 2021
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¿Sensores que detectan el mero pensar?

Un artículo en Nature en mayo de 2021 daba cuenta de  los resultados de un experimento en la universidad de Stanford: a una persona afectada por una lesión tetrapléjica se le insertaron pequeños electrodos en partes del cerebro vinculadas al movimiento de los brazos. Tales  sensores    detectan la actividad   neuronal correspondiente al deseo de activar el brazo y la mano con vistas al trazado de letras. La información es entonces  transmitida a un ordenador que escribe las frases deseadas. Se trata de un experimento  en el marco de un programa denominado Brain Gate.

 Lo que  se ha conseguido es escribir 90 caracteres por minuto, cuando en experimentos anteriores no se habían pasado de 40 caracteres, no se trata pues de un salto cualitativo. Por otro lado Humberto Bustince ha señalado que el experimento estaba desde el inicio focalizado en un individuo concreto (la máquina estaba por así decirlo adecuada a los rasgos de funcionamiento de ese individuo) y no en la mente de personas en general. La observación es tanto más pertinente cuanto  que el equipo dirigido por el propio Bustince en la universidad pública de Navarra, hace tiempo que realiza experimentos aplicables a cualquier persona, aunque restringidos a la reacción neuronal a preguntas elementales que sólo exigen la respuesta sí o no.

Conviene recordar  que el trazado caligráfico es algo enormemente complejo (de ahí las dificultades de las primeras  redes neuronales para avanzar en el mero reconocimiento de dígitos manuscritos) y compleja es pues la actividad  neuronal que le da soporte. Así que  pese a las observaciones que preceden, el asunto es desde luego impresionante, y desde luego abre la puerta a interrogaciones de calado.

Si he entendido bien  lo que se ha conseguido es detectar las señales de que se intenta efectuar una acción física, no directamente el pensamiento que ha dado lugar a tal voluntad. Supongamos, pues,  que (contrariamente al caso evocado) no se tratara  de un pensamiento tendiente a la activación de un órgano, sino de pensamiento sin otra intencionalidad que el pensamiento mismo, un pensamiento abstracto, relación matemática, por ejemplo, o una asociación metafórica; un pensamiento en suma no vinculado a la acción física. ¿Podrían sensores análogos a los evocados  decir algo de esta actividad neuronal sin intencionalidad de traducción en gesto físico luego con correlato meramente eidético?

Obviamente el pensamiento tiene soporte en el cerebro, y la correlación neuronal de tal acto de pensar podría eventualmente ser captada  por sensores análogos a los considerados. Cabría entonces decir que estos sensores interrelacionan casi directamente con el pensamiento. En suma: una cosa es que una máquina reconozca los correlatos neuronales de la intención de trazar  físicamente un dígito o una letra y otra que reconozca los correlatos neuronales del puro pensar. Si dejamos aparte casos de metapsicología, entendemos al otro a partir del aspecto físico del signo lingüístico saussuriano, sea este verbal o visual (tal el lenguaje de los sordomudos). Y es efectivamente sorprendente la posibilidad de que un instrumento acceda a lo que a nosotros mismos parece  estar  vedado.

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21 de julio de 2021
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Son así

Lo que más odian (y temen) los totalitarios es que la gente actúe libremente y decida por sí misma sin tutela

Me alegra la negativa del Gobierno a otorgar en público que Cuba sea una dictadura. Aclara las cosas. Los totalitarios sufren una verdadera tortura cada vez que se ven obligados a definir algo que no sea facha. Ellos mismos evitan llamarse “comunistas”, prefieren “antisistema” o “anticapitalistas”. Les avergüenza seguir amparando los regímenes comunistas, sus miserias, sus hambrunas, sus genocidios y, sobre todo, su dictadura brutal en beneficio de una casta (esta sí): el Partido.

De hecho, tampoco hablan del Partido, sino del Estado. Dicen que ese ente se sitúa por encima de las libertades individuales. Y lo dicen tanto si son los húngaros de Orbán como los cubanos de Castro. Y aún más singular, lo dicen también los separatistas vascos y catalanes, aunque no le llaman “Estado” (porque sólo poseen una pizca) sino Nación. En todos ellos hay un elemento común: no son demócratas. O, mejor dicho, lo serán, como el Vaticano, mientras no puedan imponer su Inquisición. Aceptan a redropelo las libertades democráticas, pero atentos a destruirlas para crear el Estado (comunista), la Nación (xenófoba), el Partido (fascista y comunista).

Es evidente que ellos creen que seguirían mandando en el Partido, la Nación o el Estado. Ellos, con su obsesión por dominar al prójimo, serían quienes ordenarían a la gente cómo debe comportarse, qué debe creer, cómo ha de vestir, qué lengua ha de hablar y cuáles han de ser sus costumbres sexuales (herencia del poder episcopal). Lo que más odian (y temen) los totalitarios es que la gente actúe libremente y decida por sí misma sin tutela. En la próxima rueda de prensa podrían preguntarles si creen que Castro (o Stalin o Maduro) son o no dictadores. Los verán retorcerse como lombrices en la sartén.

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20 de julio de 2021
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La serpiente que se muerde la cola

Los dictadores que conocimos en el pasado de América Latina, llamaban al asombro por su desmesura, y por todo lo que tuvieron de personajes de drama y de ópera bufa; quedaron en retratos hablados que van desde Tirano Banderas de Valle Inclán a Maten al león, de Jorge Ibargüengoitia.

El tirano que ordena clausurar su país para aislarlo del mundo está en Yo, El Supremo de Roa Bastos. El doctor Francia convierte el poder en la razón única de su existencia, y de él sólo es capaz de apartarlo la muerte; reencarna en el caudillo solitario, encerrado en su propio laberinto de soledad, en El otoño del patriarca de García Márquez.

Son dictaduras que la historia engendra desde la fundación de las repúblicas americanas, caudillos, intoxicados con las ideas de la ilustración y que convierten la ideología liberal en pesadilla opresora. Salvadores de la patria por la fuerza, que viene a ser un sustituto eficaz de la razón.

Los ideales se vuelven pretextos para las tiranías que arrastran los harapos ideológicos del siglo diecinueve y pueblan la primera mitad del siglo veinte. Como Estrada Cabrera, el oscuro abogado provinciano de Guatemala, el dictador de El señor presidente de Asturias, arquetipo de los presidentes de las repúblicas bananeras, tal como fueron bautizadas por O. Henry en De coles y reyes, novela escrita en su destierro de Honduras.

Presidentes para siempre que mueren en su cama, o son derrocados por golpes de estado que se vuelven el sustituto de las urnas electorales. Y los depuestos huyen con las maletas llenas de dólares en compañía de sus amantes, cantantes de ópera, o de cabaret. La historia vista como opereta, o como vodevil, según enseña O. Henry. Su república de Anchuria serán luego todas las repúblicas del Caribe. Leónidas Trujillo, Fulgencio Batista, Anastasio Somoza, Marcos Pérez Jiménez.

La siguiente oleada de dictadores, los que salen de sus cuarteles para asaltar el poder en uniforme de fatiga, se ampara en la doctrina de seguridad nacional de Kissinger. Son los que buscan salvar a la patria del comunismo, defensores de los valores de occidente, igual que sus antecesores, criaturas todos de los hermanos Dulles; pero ahora se trata de gorilas orgánicos.

Nadie recuerda ahora a Geisel, uno de los presidentes de la larga dictadura militar brasileña, porque no entra en el canon del mito. Eran sustituibles.  No hay novelas sobre Videla, Bordaberry, Pinochet, sino más bien sobre las consecuencias de sus reinados siniestros; para empezar, los miles de desaparecidos lanzados al mar desde aviones, o enterrados en cementerios clandestinos.

Los métodos premeditados de control y exterminio se imponen sobre la individualidad de esos tiranos. Nadie los retrata en la soledad de los palacios presidenciales. Son figuras atroces, pero no despiertan la imaginación. Piezas maestras de una maquinaria sin nombre, que mata lista en mano.

La segunda mitad del siglo se abre con una nueva mitología, la de las revolucionarios triunfantes que bajan de las montañas para redimir a los pueblos de su pasado de opresión y miseria. Pero esta mitología propone como nuevo sustento ideológico la implantación de un sistema en el que se prescinde de la democracia electoral. Las dictaduras de derecha falsifican el voto, o lo desacralizan por medio del golpe de estado. Las dictaduras de izquierda lo consideran uno de los males a ser abolidos. Democracia proletaria en lugar de democracia burguesa; en lugar de partidos corruptos, un solo partido redentor.

El siglo veinte se cierra con las revoluciones armadas de Cuba y Nicaragua, de una u otra manera devenidas en tiranías sin plazo, y que, cuando agotan su discurso redentor, recurren a la represión bajo el disfraz de que el pueblo organizado se defiende a sí mismo cuando castiga a palos y a balazos toda disidencia. Las opiniones contrarias al poder, se vuelven traición. El partido es el país.

Y en este molde de romanticismo ya mortecino, se fabrica el socialismo del siglo veintiuno en Venezuela. No parte del triunfo de una revolución armada, sino del viejo golpe de estado, al que se le da un tinte redentor, y es la demagogia la que conquista el voto popular, bajo el mismo discurso redentor. El viejo populismo que conocimos en las figuras de Getulio Vargas y Juan Domingo Perón se encarna en la figura de Hugo Chávez.

En la medida en que el aura romántica de los guerrilleros heroicos devenidos en caudillos se disipa, y la historia empieza a reconocerlos sólo como tiranos, porque ya no se distingue entre dictaduras de izquierda o de derecha, el doctor Francia empieza a parecerse a Fidel Castro, y Ortega se convierte en el símil de Videla. Ya están novelados desde antes, o no son novelables.

Chávez pasa a ser en la memoria un mago de feria ofreciendo aguas de colores, él y su sucesor, que es su caricatura: pero más que a su figura de “comandante eterno”, los novelistas venezolanos son atraídos por la cauda de miseria y ruinas que deja tras de sí su proyecto, un país devastado como tras una guerra que nunca se libró, más que contra los ciudadanos indefensos, víctimas de la demagogia.

Y la serpiente no deja de morderse la cola.

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19 de julio de 2021

Josep Pla a la plaça Roja de Moscou, el 1969. Fotografia de Josep Vergés. Fundació Josep Pla.

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La Rússia de Josep Pla

Dostoievski, una paella inenarrable i el mausoleu de Lenin

 

Si Sant Petersburg és la finestra a Europa, Dostoievski és la porta a Rússia. El març de 1926 Josep Pla —aleshores corresponsal de la Publicitat a París— va escriure una columna amb motiu de l’èxit comercial de la primera traducció íntegra d’Els germans Karamàzov. Titulada «El que llegeix la gent», comença així: «França ha descobert, finalment, Dostoievski». Tot seguit, no va dubtar a amonestar els editors catalans per privar els lectors de «la bona literatura estrangera» perquè preferien «llibres ensopits i coses inofensives». En la biografia de Pla, l’aventura de París va marcar l’inici d’una etapa decisiva en els àmbits personal i professional: es va veure immers en una vida cosmopolita, va ser testimoni d’esdeveniments històrics —com les vicissituds de la postguerra o l’ascens del feixisme— i la seva carrera literària va prendre embranzida. I tan important com l’escriptura va ser la seva experiència lectora, que a l’estranger va poder ampliar amb traduccions i edicions i originals; per exemple, amb publicacions significatives com la novel·la de Proust, vital en el seu projecte memorialista. «Cuando se ha nacido con la predisposición para leer, uno desearía acercarse a todo lo que se publica», va confessar el 1969 en un article sobre Txékhov a la revista Destino. La recepció d’una obra literària depèn del moment en què veu la llum, i la de Dostoievski a la França de 1924 va arribar a una època «de desil·lusions i de morts», de «grans ideals fallits», en què la gent tenia «fam de veritat». Aleshores irromp l’autor rus, que no dividia els personatges en categories antagòniques, sinó que els concebia de tal manera que en cadascun d’ells niava «una barreja d’egoisme i de generositat, de bondat i de perversitat, d’ingenuïtat i malícia». Els estralls de la guerra van revelar la lluita de forces que té lloc en el cor dels éssers humans: si bé hi ha una força que cohesiona, n’hi ha una altra, centrífuga, disgregadora, «per més que tot plegat sigui una aposta, un risc de mort», va apuntar Pla en «Notes sobre el centenari de Dostoievski». El primer reconeixia en el rus la passió pròpia pels contraris i l’interès propi a atènyer una realitat més profunda, gairebé onírica, mitjançant l’escriptura.

A Diari d’un escriptor Dostoievski va insistir en una idea que va formular de totes les maneres imaginables: l’abisme d’incomprensió que hi havia entre Europa i Rússia, malgrat que la segona s’havia format «segons els models europeus». I precisament en la capital d’aquell món aliè a ulls dels occidentals i alhora fascinant, entre febrer i octubre del 1917 es va produir un tomb històric que havia de marcar l’esdevenir del segle passat, i les conseqüències del qual, després de la dissolució de la Unió Soviètica, encara perduren. Havia arribat l’hora de la Revolució. D’ençà d’aleshores, ja no es va poder ignorar per més temps aquell país vastíssim, ni la seva cosmovisió, després que hagués subvertit l’ordre de les coses i, a més, amb tanta virulència que amenaçava d’arrossegar, amb una força irresistible, a altres països. El nou Estat va ser l’aparador d’uns temps sociopolítics nous que atreien l’atenció del món sencer. «A mi, em tempta Rússia, no per Rússia precisament, sinó perquè Rússia representa a Occident el contrari de la democràcia», va escriure Pla a Sagarra.

Pla va entrar en contacte no només amb la literatura russa sinó també amb els exiliats de la guerra civil d’aquell país (1917-1923). I ho va fer tant a París com a Berlín, on freqüentaven els mateixos cafès. Va ser a la ciutat alemanya on va començar a concebre el viatge a la Unió Soviètica amb Eugeni Xammar. Mesos després, just quan Pla celebrava la segona edició de Coses vistes i un cop superats els obstacles del finançament i del visat per a aquella expedició, La Publicitat el va enviar a Moscou. El 20 de juliol es va publicar la primera de les quaranta cròniques que va escriure, per a les quals Andreu Nin li va oferir un ajut considerable que va alleujar la barrera de l’idioma. Pla tenia un temps molt ajustat per poder assimilar un paisatge humà i polític tan desconegut —«el 1925, quan vaig anar a Rússia, sabia d’aquell país aproximadament el que sap tothom: pràcticament res»—, tot i que va arribar amb una idea de «l’ànima russa» formada a partir de les seves lectures a París que ell anomenava «el compàs eslau»:

És una cosa indefinible, complexa, com l’ànima de cadascun de nosaltres. Una barreja d’olors, de gustos, de colors [...] distints dels nostres. Un desequilibri més profund entre intel·ligència i sensibilitat, entre instint i lògica, entre ciència i creença, que el nostre. Tot això barrejat és un compàs, equivocat, absurd, inharmònic potser, però sens dubte ple a vessar de substància humana. [...] Rússia té un estil, un compàs. Això la fa incomprensible.

A Viatge a Rússia el 1925, recull de les cròniques del primer viatge que va fer a la Unió Soviètica, es limita al propòsit de descriure la via soviètica. Amb una mirada que vol ser rigorosa apuntalada amb dades, primer traspua un entusiasme i una empatia genuïns que van deixant lloc a una suspicàcia creixent envers els mètodes emprats al país dels Soviets. Les apreciacions més sucoses no les trobem quan se cenyeix a redactar l’«enquesta periodística» (com ell la qualifica), sinó en altres textos posteriors d’inspiració russa, com ara el retrat vívid que fa d’Andreu Nin a un crític «homenot» de 1959 (i de qui va lloar les traduccions que va fer de novel·les russes) o a la crònica de viatges d’El viatge s’acaba. En les pàgines sobre Nin penetrem entre bastidors en el seu viatge de 1925 i explica, amb la seva gràcia habitual, el surrealista «arròs a la catalana» que Nin li demana que prepari a una datxa per a unes personalitats russes del món de la política. Un arròs a base de margarina, sofregit amb tomàquet de llauna, llamàntol, els menuts de dos pollastres i arròs xinès en un cassó «prim com una orella de gat»: «Rossírem els crustacis i els menuts amb el greix fabricat, cosa que em produí una autèntica nàusea. Després tiràrem l’arròs [...], es formà de seguida una enorme pasta. [...] En fi: resultà un arròs per a menjar amb cullera, ensafranat, emmargarinat i sense la més lleu semblança amb qualsevol forma original. [...] Els agradà positivament i devoraren aquella gasòfia a cremadent, fins a l’extrem que tots ells anaren repetint fins que no n’hi hagué ni un gra». Junt amb l’episodi del robatori de l’estilogràfica de Xammar a la Plaça Roja i la reacció dels vianants, que es queden mirant i rient —«travessats d’un complex d’esclavatge i de pedanteria»—,  és un dels moments en què Pla excel·leix en la capacitat de dur l’anecdòtic a l’universal.

Pla va tornar a la Unió Soviètica el 1969, no oficialment com a periodista, sinó acompanyant els turistes d’un creuer pel nord d’Europa. La breu visita de Pla a Moscou i Leningrad al ritme de les excursions organitzades i de les explicacions monòtones dels guies amb «tendència a la hipèrbole», quan es compleix ja mig segle des que s’ha instaurat el règim soviètic, serveixen a l’escriptor per a comparar el que veu (la pràctica) amb allò que es deia el 1925 (la teoria). Un esforç de confrontació en primera persona que, segons confessa, li hauria agradat que l’haguessin fet els comunistes europeus, «que no solen anar a Rússia ni als països satèl·lits», raó per la qual simpatitzaven amb «les idees i els mètodes basats en la dictadura i els mètodes policíacs».

Si alguna cosa s’havia conservat immutable, va registrar Pla, va ser la devoció sacrosanta per Lenin en un Estat suposadament ateu. Aquell ídol, últim vestigi dels temps de la revolució, era omnipresent en totes les formes possibles de reproducció: cartells, retrats, busts, monuments, medalles, bitllets, toponímia, etc. I va enunciar una altra realitat institucionalitzada sense embuts: «Rússia és el país de les cues». A aquest fenomen Vladímir Sorokin li va dedicar una novel·la, La cua (1983), símbol d’una vida en espera governada per una ideologia que se sustenta en una mena de llimbs temporals: «El ciutadà soviètic viu alhora en dos mons diferents, el real i l’ideològic, essent aquest últim l’enemic del primer». Si en la primera visita de Pla (i fins a principis dels anys seixanta) les cues es feien per aconseguir productes de primera necessitat, quan l’escriptor va per segona vegada la raó de ser de les fileres són els productes importats d’occident. Més tard, a les dècades dels vuitanta i els noranta, s’havien de tornar a fer per comprar «salsitxes i mantega». I és en el mausoleu de Lenin erigit a la Plaça Roja on tots dos paradigmes de la quotidianitat soviètica conflueixen:

La cua em semblà enorme des del principi, llarguíssima, imponent. [...] Ens informàrem i ens digueren que feia cinc quilòmetres. Fent un càlcul aproximat sobre la seva composició [...] em resultava un nombre d’éssers humans literalment imponent. [...] No crec pas haver vist enlloc una peregrinació com aquesta: és la concentració religioso-superticioso-patriòtico-imperialista més grossa que els meus ulls hagin vist. Espectacle inenarrable: seriós, silenciós, ordenat, lent, pacient, humil. [...] Què representava aquella immensa quantitat d’éssers humans? Era una simple massa o era una consciència? ¿Era un producte de mig segle de propaganda o era un fenomen de voluntat perfectament arrelat i cert?

 Des de Berlín, alguns dies després de la mort de Lenin, Pla va escriure per a la Publicitat tres articles consecutius sobre la revolució de 1917 —«l’esdeveniment capital dels anys del nostre segle»— i sobre el líder bolxevic —«socialista, com tots els russos de talent, condemnat i exiliat a Sibèria, com tots els russos que eren alguna cosa»— de qui té l’opinió més o menys compartida d’aleshores, entre l’admiració i el recel, envers una figura «profundament antidemocràtica» que seguia la màxima del fi justifica els mitjans. El 1971, Pla li va dedicar un altre perfil biogràfic, «Notes sobre Lenin», en què va subratllar que, a diferència de Stalin, és «l’única gran personalitat que s’ha salvat íntegrament de la profunda polèmica absolutament callada que remogué aquell país», consideració que explicava que es mantingués el seu cos exposat al cor de la capital. Caldrien encara uns quants anys perquè aquest relat s’esquerdés. Que Stalin era el continuador de Lenin —és a dir, del centralisme, de la violència, de la jerarquia, del lideratge, de l’Estat unipartidista, de la persecució de la dissidència, dels camps de treballs forçats, etc.—, i no una desviació, és una de les premisses més contundents de Vassili Grossman a Tot flueix. Irònic, referint-se a Lenin i les seves lectures de Marx,  Pla va exclamar: «Que feliç deu ser un ésser humà quan troba la veritat!». Lenin va triomfar, segons l’anàlisi planià, perquè va saber llançar un atac implacable amb un discurs «clar i d’una simplicitat indiscutible», mentre esperava el moment adient. D’aquell experiment d’enginyeria humana, va pensar el de Palafrugell, només quedava aquella cua llarga, obedient i devota que espera per veure-li el cos jacent, símbol d’un fracàs estrepitós.

No sabem si a Pla li van explicar les vicissituds per les quals va haver de passar el cos de Lenin. La majoria dels líders soviètics es van oposar a la idea de preservar-li el cos més enllà del temps necessari per al comiat massiu i l’enterrament posterior a la Plaça Roja. El cor i el cervell ja havien estat extirpats i s’estaven estudiant amb la finalitat de descobrir l’origen del seu suposat geni en un institut que Pla va dir haver visitat. El fred extrem d’aquell hivern en què va morir el pare de la revolució va mantenir en condicions aparentment perfectes el seu cadàver, exposat al públic. Les cues ingents per retre-li tribut van fer reconsiderar la idea de conservar-ne el cos més temps. Per evitar qualsevol associació entre les restes de Lenin i unes relíquies de caràcter religiós, es va fer públic que uns científics soviètics eren els responsables de la seva preservació: l’anatomista Vladímir Vorobiov i el bioquímic Borís Zbarski. D’ençà d’aleshores, el cos s’embalsama  regularment en solucions de glicerol, formaldehid, acetat de potassi, alcohol, peròxid d’hidrogen, una solució d’àcid acètic i sodi acètic. L’única vegada que el cos es va absentar de Moscou va ser el 1941, quan va ser traslladat en un vagó especial a Tiumén, a la Sibèria Occidental, fins que l’Exèrcit Roig va avançar fins a Berlín. Del Lenin «original» només en queda un 23%. El que es preserva no és tant la matèria orgànica original com la seva aparença física, una tasca que requereix cures contínues per mantenir l’elasticitat de la pell, la flexibilitat de les articulacions o la pressió interna dels teixits musculars.

Aquest buidatge d’un cos original Pla el trasllada en certa manera a la descripció que fa de Leningrad i de Moscou. De la primera, desproveïda de la seva capitalitat, havia quedat a la vista «el prodigi de planificació i racionalisme», de matemàtica i geometria, que s’adequava tan poc amb la idiosincràsia russa (vegeu Dostoievski), com si fos una pròtesi artificial i estrangera, «buida, despullada, esquemàtica». Quant a Moscou, la ciutat va patir una transformació gegantesca amb el Pla de Reconstrucció de 1935 (vegeu el documental El nou Moscou (1938) d’Aleksandr Medvedkin i Aleksandr Olenin), en virtut del qual se’l va desposseir, a cop de piqueta, del «pintoresquisme»: «ha aparegut una ciutat que sens dubte és socialista, però que no té res a veure amb el que és popular».

A «De Txékhov a Marcuse» (1969), Pla va explicar que l’autor d’El jardí dels cirerers, en els seus últims anys, va oferir una solució als mals dels russos —com ara la deixadesa, la ignorància, la xerrameca inseparablement unida a la incapacitat d’actuar, el tedi—, tot prescrivint-los els beneficis del treball compromès i el gust per l’aprenentatge: «no siguin fanàtics, ni capritxosos ni ferotges. Treballin sempre, no destrueixin res». Aquesta va ser també la recepta que Lenin va voler aplicar: posar a treballar els russos fins a convertir-los en un espècimen de «rus occidentalitzat, treballador, especialitzat en la seva feina, puntual, net, sense supersticions». En aquest procés, va afegir, va esguerrar la personalitat genuïna de la gent. Per això, per tornar a la Rússia autèntica en l’escalfor de la llar de foc de la seva masia de l’Empordà, Pla preferia obrir un llibre de Txékhov, de qui admirava la simplicitat, la cura pel detall, l’interès per la gent i la seva quotidianitat. Els seus relats eren la millor guia de la Rússia eterna. Al cap i a la fi, la revolució només havia estat «un canvi brusc del personal dirigent».

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16 de julio de 2021

Hotel Formentor en los años 30

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Historia y leyenda de un hotel literario

 

Cuando el pasado 23 de abril, Día del Libro, leí el artículo publicado por el colaborador de El Cultural, Ignacio Echevarría, vislumbré de repente la esencial futilidad de los esfuerzos humanos y la apabullante tarea que nos ha sido asignada. No sólo se trata de decir y mostrar, contar y dar cuenta de nuestras ocupaciones, sino de repetirnos hasta la saciedad, insistir y reiterarnos con redundancia hasta que el fin de los tiempos se desplome sobre nuestra cabeza.

Con lógica irritación el articulista se preguntaba: “¿quién demonios está detrás del Premio Formentor?”

Parece evidente que escribir cada semana un artículo deja poco tiempo para buscar la información que esperan los lectores. Y resulta comprensible que en semejante estado de agotamiento no le hayan bastado al articulista once años para averiguar lo que sucede en Formentor. Con el fin de reparar las ausencias, omisiones y descuidos del articulista pongo a disposición del lector la breve sinopsis de este episodio de la historia cultural europea.

Es bien sabido que detrás del Premio Formentor no hay nadie. Todos los que están, están delante y con su rúbrica. Simón Pedro Barceló y Marta Buadas —en nombre de la Fundación Formentor— lo entregan cada año al autor galardonado. Como presidente del jurado soy yo el encargado de leer cada año el acta que declara los motivos de la elección. Durante estos once años han sido cuarenta los hombres y mujeres de letras —escritores, académicos, editores y críticos literarios— que han contribuido con su juicio, experiencia y buen criterio a las deliberaciones del jurado.

Cada año se dedica un número de Carnets de Formentor a glosar los méritos literarios del autor premiado. Estos ensayos hilvanan los motivos, argumentan las razones y expresan la responsabilidad intelectual asumida por los miembros del jurado. Al Comité de Honor del Premio Formentor pertenecen además tres destacados representantes de la escuela editorial europea: Antoine Gallimard, Roberto Calasso y Jorge Herralde.

No parece que en esta extensa comunidad culturalse dibuje algún parentesco con los demonios que atormentan al articulista. Y sin embargo podemos ver en su frase algo todavía más inquietante.

“¿Quién demonios está detrás del Premio Formentor? Me dicen que dos familias de hoteleros…” 

La historia de Formentor comenzó en 1931 cuando el hotelero y poeta argentino Adán Diehl construyó en la costa mallorquina el legendario hotel y lo inauguró convocando la Semana de la Sabiduría que presidió el Conde de Keyserling. A esta inspirada iniciativa se sumó treinta años después el hotelero Tomeu Buadas, que acogió las Conversaciones Poéticas organizadas por Camilo José Cela y el Premio Formentor creado por Carlos Barral, Einaudi, Gallimard, Rowolth… y otros colegas del mundo editorial.

Cincuenta años después, en el 2011, el hotelero Simón Pedro Barceló restauró la convocatoria del Premio Formentor y auspicia desde entonces las Conversaciones Literarias entre los más de trescientos escritores, poetas, ensayistas, artistas y actores que han pronunciado en los jardines de Formentor sus memorables intervenciones. Los mismos jardines en donde en plena pandemia se encontraron los editores independientes para redactar su reciente Declaración.

No es frecuente que el relato literario de unos hoteleros se sostenga durante tanto tiempo (¡90 años!) y sorprende que pese a las interrupciones se mantenga viva la entusiasta celebración de las bellas letras. El aura de este hotel literario incita asombradas meditaciones sobre la predestinación de un lugar, la belleza del paisaje y la casualidad que reúne a los hombres. Con resignación debo aceptar que al articulista se lo lleven los demonios cuando confiesa no saber nada del asunto. Pero confío que el rapto no dure mucho y algún día pueda leer ya sin prisas, como creíamos, los libros que han editado los propietarios de este legendario hotel literario.

Aunque si el articulista no tuviera tiempo puedo sugerir al lector, al desocupado lector, que vaya directamente al libro Prix Formentor (2020) y vea en sus páginas la historia del premio, los discursos leídos por los escritores galardonados —incluido el de nuestro querido Alberto Manguel— y las actas firmadas por los jurados. En el libro rojo de Formentor el lector verá escenificada la filosofía de nuestro Premio. Un galardón que se concede a la trayectoria de toda una vida y se convoca para rendir tributo a las obras maestras, alentar la intrépida lucidez de la conciencia artística, fomentar el buen gusto, la certeza de lo excelente, la elegancia cultural y la energía creativa de la imaginación literaria.

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16 de julio de 2021
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