Joana Bonet
Las mujeres de cabello color plata han dejado de esconderse. Avanzan por las calles del mundo con sus melenas entrecanas, recuperadas tras siglos de simulación, de lucha contra la despigmentación del alma. “Detestar las canas como se detesta a la marea alta cuando te deja sin playa”, escribe Coloma Fernández Armero en , cuya protagonista empieza a dejárselas a los cincuenta como quien estornuda.
Cuando cumplí treinta años estaba de moda decir que en la cincuentena nos volveríamos invisibles, incluso delante de un camión. Las querían jubilar prematuramente de la vida interesante, desescalaban ambiciones y emergía la decrepitud: compresas para la incontinencia, parafina para las manos artrósicas… En cambio, no ha sido hasta hace menos de cinco años cuando empezaron a proliferar los productos para la hidratación íntima: se daba por hecho que a partir de la cincuentena el sexo se convertía en personaje literario. Y la viagra femenina nunca acabó de llegar.
Aunque sepamos que, tanto estética como semánticamente, es algo terrible, nuestras nociones de psicología social nos autoboicotean y nos desbocan en la imprecisión: “Soy demasiado mayor”, “podría ser vuestra madre”, decimos en el mejor de los casos. En el peor, nos mata el lenguaje de teneduría: “Estoy fuera del mercado”. La culpa, me dice mi amiga Silvia, la tiene el audiovisual: “Nos educaron enseñándonos que Bogart, medio calvo y con más de 50, era follable, mientras ellas a los 30 solo hacían papeles de madre”. Follables y no follables, así se reparten los roles desde la mirada androcéntrica, que excluye del erotismo las pieles arrugadas, las manos con manchas y el cuerpo más vencido, sí, pero también más sabio y experimentado.
Afortunadamente, los libros nos devuelven a mujeres mayores que pertenecen al reino de los vivos: Margaret Atwood, Vivian Gornick, Annie Ernaux o Dubravka Ugresic, conjuradas con sus pinzamientos y sus risas gruesas para acabar con el temblor ante la juventud perdida. La aceptación de sus filamentos plateados traza, con humor y lucidez, una nueva cartografía del deseo. Y, al igual que tantas mujeres que viven su veteranía sin complejos, reivindican una existencia plena, a pesar del jarro de agua congelada que les vierte encima el funcionario al informarles de que no será necesario renovar más el DNI, que tienen licencia para morir.
La edad –hoy más que nunca, a causa del envejecimiento progresivo de nuestras sociedades– debe convertirse en cuestión política, a fin de devolverle la dignidad y visibilidad. “Aceptamos la edad como un don”, afirma Anna Freixas, que acaba de publicar un libro necesario, lúcido y desternillante, Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres . No busquen naturalezas muertas arrinconadas: esas yayas pasita, las denomina Freixas, que se desentienden de todo y, entre la dejadez y el temor, apagan el interruptor, aunque se rebelen internamente cuando las tratan como bebés y les hablan con una azucarada condescendencia.
“La vejez es fea”, decía una mujer en el programa de Radio Gaga donde abordaron las vivencias y sentimientos de la todavía llamada tercera edad , un eufemismo repugnante. Anna Freixas advierte de la urgencia de construir una vejez afirmativa y confortable. Y apela para ello a la creatividad y al ingenio, a la transformación de una mirada que la desdramatice y reivindique su valor en lugar de vaciarla de sentido. Sean bienvenidas, pues, nuestras “orgullosamente viejas”.