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Retrato de Napoleón Bonaparte del pintor francés Jean Auguste Dominique Ingres

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Enviciado

 

T.S. Norio, ha escrito un libro titulado ‘El vicio de Napoleón’ cuyo genitivo es engañoso: no trata sobre algún pecado capital de Napoleón sino de la obsesión del escritor con el gran corso

Si usted cree tener un vicio deje de sentirse culpable porque lo que le sucede es lo contrario, es el vicio quien le tiene a usted. Somos mártires de nuestros vicios y el vicioso suele odiarse por esa irritante comezón. Aunque no todos, así, por ejemplo, en el cuento infantil Pedro y el lobo, sólo cuando está a punto de morir devorado se arrepentirá Pedro de haber mentido toda su vida. Porque una de las cualidades realmente extrañas del vicio es que, aunque sabemos que es dañino, al vicioso le produce placer.

Fue Gregorio Nacianceno quien propuso siete grandes vicios: la vanagloria, la avaricia, la lujuria, la envidia, la gula, la ira y el tedio. Estos serán luego los célebres pecados capitales, pero con el tiempo han ido cambiando e incluso alguno se ha extinguido. En cambio, han aparecido vicios nuevos. Así, por ejemplo, un escritor asturiano, T.S. Norio, ha escrito un libro titulado El vicio de Napoleón (KRK) cuyo genitivo es engañoso: no trata sobre algún pecado capital de Napoleón sino sobre un vicio de T.S. Norio que es pasar la vida obsesionado con el gran corso. Hay mucho napoleópata, gente que no puede prescindir de un sólo detalle: de sus manías, sus portentos, sus líos, sus amantes, su vestimenta, su dieta. Algunos datos son interesantes, como cuando inventó las fake news a partir de 1805 mediante los Boletines de la Grande Armée que mentían sistemáticamente sobre el resultado de las batallas. Otros inventos son más simpáticos, como imponer las hileras de árboles a ambos lados de las carreteras para dar sombra a los caminantes pobres. Y un cierre de Norio: Napoleón es, después de Jesús de Nazaret, el personaje más biografiado de la historia. Así que él añade otra, con la intención de matar a su vicio para siempre. Como el que deja de fumar, pero se guarda la cajetilla con gesto decidido.

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11 de enero de 2022
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Del traductor de Google a la ebriedad de una máquina-poeta

Hace sólo unos años, cuando se viajaba  a un país cuya lengua es desconocida, un buen consejo era aprender unas cuantas frases elementales relativas a la vida cotidiana. Así, si preguntabas dónde estaba la parada de autobuses, lo más probable es que de la respuesta no te enteraras, pero al menos habías dado un primer paso. Si se trataba de un país como Grecia en el que la dicción de las personas de habla castellana es bastante similar podías por así decirlo dar el pego. Si pedías un vaso de vino blanco en un bar,  el problema surgía si en lugar de servirte  directamente el camarero preguntaba  por tu preferido en un abanico de blancos y tintos,  pero en fin…

Hoy todo este esfuerzo por introducirte  en el universo lingüístico del otro es inútil. Si llegas por ejemplo a Pekín y preguntas torpemente por la estación de metro, tu interlocutor, sobre todo si es joven, sacará el smartphone, para que introduzcas la pregunta que la máquina traducirá al mandarín (si es el caso) y te dará la respuesta en tu lengua.

Animados por estos hechos hoy tan cotidianos los legos podemos caer en la tentación de estimar que con instrumentos maquinales más sofisticados  estaría resuelto el problema de la traducción de textos científicos, por sutiles que fueran; se piensa incluso  que las máquinas pueden llegar  a tener capacidad de traducir narración o poesía.  Un paso más y (guiados ya por una suerte de hybris) se apunta a la creación por esa  máquina  inteligente  de una composición musical, una obra pictórica que responda  a un determinado estilo, o  un poemario que un humano no sabría distinguir del realizado por un congénere.  ¿Cabe pensar que  una de estas entidades maquinales, cuya modalidad de aprendizaje aceptaríamos provisionalmente que es similar a la de un científico, está ya en condiciones de emular la tarea de un poeta,  un músico o un pintor? Evocaré al respecto  una anécdota:

En una sesión reciente de Jakiunde (Academia Vasca de Ciencias, Letras y Artes) en la que  académicos de diversas disciplinas reflexionaban sobre el creatividad y las condiciones que la favorecen  o dificultan, uno de los ponentes mostró en la pantalla imágenes forjadas por entidades artificiales que parecían tener las características de una obra de arte, algunas de ellas evocadoras quizás de pinturas de Dalí. Pues bien, otro  de los participantes, conocido artista plástico, se alzó denunciando la  falacia que supondría el considerar como arte aquellas imágenes, que calificó literalmente de cutres.

Por lo furibundo de la reacción  entendí que no estaba  designando aquello como  arte “malo”, sino como  algo que nada podía tener  que ver con el arte. Otra cosa es que  esta (a mi juicio bien fundada) denuncia de una monumental confusión hubiera sido suficientemente argumentada,  es decir, que el mencionado artista hubiera llegado a exponer las razones conceptuales de su certeza. Creo que ayudaría en la tarea el  tener  en cuenta la tripartición kantiana de la razón, tantas veces aquí  evocada.

Pues aun suponiendo (¡y es mucho suponer!) que un ente que no se da en la naturaleza inmediata, un ente que exige  directa o indirectamente la intervención  del hombre (pues eso significa en última instancia el término  “artificial”) pudiera ser capaz de un aprendizaje científico, ateniéndose meramente  a esa capacidad suya,  no  puede inferirse que ese ente sería también capaz de dar lugar a una obra de arte.

Pero es que ni siquiera hay seguridad de la premisa, seguridad de que entidades maquinales sean capaces de conocimiento científico en el sentido cabal de la palabra “ciencia”, que implica no sólo capacidad de descripción y previsión sino también capacidad de explicación. Para llegar por sus pasos a este tremendo problema, empezaré en la próxima columna  por algunas consideraciones sobre lo que cabe y no cabe atribuir a una máquina, haciendo comparación con las  etapas a las que es susceptible de acceder el espíritu humano, a saber, experiencia, conocimiento técnico, conocimiento científico y actividad artístico-creativa.

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10 de enero de 2022
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Profecías de la ciencia, ficción y sátira

El divulgador científico Adolfo Plasencia, autor de un extenso libro de entrevistas a investigadores para el MIT, me pone en copia los últimos artículos que ha recopilado sobre los avances en el conocimiento de los mecanismos del cerebro, el humano. Entiendo poca cosa a pesar de tratarse de escritos de amplia difusión. Uno de esos papeles explica lo que es el conectoma, algo así como el mapa de las conexiones entre los 86.000 millones de neuronas que compondrían un cerebro adulto. Tantas como estrellas en la galaxia. Apenas se sabe nada de su funcionamiento, pero el artículo es capaz de fijar un número muy redondo de neuronas. ¡Bendita ciencia!

El conectoma, sin embargo, no afecta a la memoria pero sí a la personalidad. Tampoco conocemos dónde reside la memoria, el archivo de nuestra vida, porque no ocupa un único territorio, sino que depende también de las relaciones interregionales. Las cercanías. A lo largo de ese mapa o conectoma, que además es cambiante, dinámico, el mencionado artículo cuantifica las conexiones sinápticas en más de 100 billones. El autor del reportaje posee una calculadora extraordinaria, muy apreciable desde luego.

Lo más interesante –o peliculero, si se prefiere–, es que ya existen compañías en California que congelan el conectoma del cerebro para conservarlo y resucitarlo cuando exista tecnología avanzada para ello. Se congela matando a la persona, segundos antes de morir, introduciendo congelante, literalmente. En el conectoma, suponen estos científicos del business, se encuentra todo el dispositivo de la personalidad del individuo, su yo, en definitiva. El conectoma o la inmortalidad.

Otro de los artículos habla de las redes neuronales y los trabajos de los científicos computacionales para crear un algoritmo que permita el aprendizaje de la inteligencia artificial. Eso, dicen, ya lo han conseguido, pero ahora lo que pretenden con ayuda de los neurólogos es que funcione en un cerebro biológico, y ahí se han atascado porque están convencidos de que se aprende mediante retropropagación, que tampoco sé muy bien de qué se trata. Al parecer, uno de los mecanismos cerebrales consiste en vaticinar lo que vamos a sentir, no en sentir mediante los sentidos. Como un predictor de percepciones. ¿Se acuerdan de aquel relato de ciencia-ficción de la película Minority Report basada en Philip K. Dick en donde una máquina se adelantaba a la realidad?

Todo esto suena a chino más que a ciencia-ficción, aunque hay gente que está convencida del poder omnímodo del hombre. El filósofo israelí Yuval Noah Harari, por ejemplo, es el principal profeta de esta teoría. También cree que la ciencia nos dotará de un poder cuasi divino con el que se alcanzará el umbral de la inmortalidad. Mientras tanto, vende millones de libros de su Homo Deus, una breve y más que optimista visión del mañana humano. Aunque la realidad, de momento, es que no sabemos curar la esquizofrenia, ni el autismo, dos de los malestares que produce la deformación del conectoma. Ni siquiera podemos hacemos cargo socialmente de los enfermos mentales.

Hace escasos días, dos emprendedores multimillonarios norteamericanos, se enzarzaban en una delirante discusión. El creador de Facebook anunciaba un futuro radicalmente lúdico a través de la creación de un mundo digital paralelo, Metaverse le ha llamado. Contestaba el dueño de Tesla, para quien ese paraíso de pantallas y manipulaciones ópticas no le despierta el mínimo interés porque lo suyo es enviar satélites reales a Marte antes de la próxima década. Y dos científicos españoles afirmaban en El País que en unos diez años los humanos llevarán sensores injertados en la cabeza. Supongo que no serán para restablecer la cordura.

En sentido contrario a todas estas panoplias cientifistas, la película de las felices fiestas navideñas, No mires arriba, en Netflix, propone un final apocalíptico para la humanidad. El film, con un extraordinario Leonardo Di Caprio, no satiriza a la ciencia, todo lo contrario, sino los intereses espurios de una serie de políticos y multinacionales, cuya demencia y estupidez alcanza cotas impredecibles. Don’t Look Up, pone a parir la deriva actual de la comunicación, desbordada por oligofrénicos personajes dominantes en las redes sociales y programas de televisión donde todo son risas y chistecitos sin atención por lo verdaderamente noticioso. La estupidez convertida en entrevistas y humoradas televisivas.

El año 2021 ha dejado muchas huellas en ese sentido. El entretenimiento ha vencido al rigor de la historia –y a la misma ciencia– a pesar del gigantesco esfuerzo que la industria farmacológica ha desarrollado para combatir la pandemia y la seriedad con la que discutimos de educación pública. La humanidad rendida ante el virus no tenía conciencia de su fragilidad. Como quiera que la historiografía no se ocupaba de la vida cotidiana –no lo hizo hasta el último tercio del siglo XX–, no se tenía conciencia de la debilidad microbiana que hizo colapsar imperios y épocas ante las oleadas de peste negra, viruelas y gripes mal llamadas españolas. Solo se constataba el desastre que provocaron las epidemias occidentales cuando la colonización de América, una hecatombe demográfica.

Así que 2021 iba a ser el año de la recuperación económica, pero en realidad nos ha traído vacunas e historia, una perspectiva relativista. De tal suerte que nadie se atreve a vaticinar cómo será el 2022. Debía ser el de la gastronomía y el turismo de calidad, pero todo vuelve a estar en el aire. ¿Será posible recuperar la normalidad o lo que se avecina va a ser radicalmente distinto? ¿Cuánto tardaremos en volar con automóviles autónomos propulsados por electricidad como en el Blade Runner de 2019, imaginado también por Dick? ¿O la nueva geopolítica del gas de Putin y los argelinos nos va a dejar sin calefacción en cuanto llegue el frío invernal, si es que llega, dado el cambio climático que derrite el Ártico?

Como buena sátira, No mires arriba cuenta con un demoledor guion (Adam McKay ha ganado dos Óscar como guionista): la crisis científica nos pillará gobernados por idiotas, controlados por empresas tecnológicas, en manos del big data y la memez televisiva y social. ¡Vaya augurio! Otro ruso, tan irreverente para la cultura y la política como Vladimir Nabokov, ya dijo que “la sátira es una lección”. En cualquier caso, afirmaba el autor de Lolita, “nunca sabremos cuál es el origen de la vida, ni la naturaleza del espacio y el tiempo, ni la naturaleza de la naturaleza, ni la naturaleza del pensamiento”. El flotador es siempre literario.

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8 de enero de 2022
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Escohotado se despide desde Ibiza

Conocí a Antonio Escohotado gracias a Enrique Ocaña y un amigo. Estaban tratando de organizar algo similar a un master o curso sobre las drogas en la facultad de Psicología de Valencia y querían traer a Escohotado a dar una conferencia sobre el tema. Ocaña consultaba a Escohotado sobre sus traducciones de Ernst Jünger y le pidió el prólogo para su ensayo sobre el escritor alemán, Más allá del nihilismo. Para “Escot”, como le llamaban ambos, Tormentas de acero era uno de los libros nucleares del pensamiento moderno. Un texto memorialístico situado lejos de una aproximación ideológica a la historia bélica.

Vino entonces al Club Diario Levante y su charla se centró en las drogas. Estábamos al principio de la década de los 90, y Escohotado ya se había labrado una leyenda en torno al mundo de los estupefacientes. Conectamos entonces hablando de otras cuestiones, de política y de filosofía de la historia sobre todo. Y de fútbol. Intercambiamos nuestros teléfonos y no tardé demasiado en volver a llamarle. Le invité a un curso de verano sobre Ética y periodismo en la Uned de Dénia, junto a Javier Pradera, Eduard Mira, el mítico director del Nouvel Observateur, Jean Daniel, y el por entonces director del General Press Council británico, que fue el último. Ocurrió poco antes de que el propio Escohotado trajera a Jünger a nuestro país en compañía de Albert Hofmann, el químico suizo que experimentó con el ácido lisérgico mientras estudiaba los alcaloides que se derivaban de un hongo del centeno.

Escohotado era profesor de Sociología en la Uned y había escrito un manual muy voluminoso sobre Filosofía y Metodología de las Ciencias (1987). Empecé a leerlo esos días de julio en Dénia tras obtenerlo de la librería universitaria. El manual era deslumbrante. Escohotado mostraba una erudición fuera de lo común sobre el pensamiento clásico griego y en torno a la filosofía de la ciencia. Por aquel entonces los análisis de Michel Foucault para profundizar en la genealogía del pensamiento a partir de los caminos abiertos por Nietzsche estaban en boga, pero solo algunos pequeños grupos de historiadores como Georges Duby y sus seguidores de los Annales habían recorrido esos senderos. Todavía no se había publicado la Historia de la vida privada (1987) de Duby y Philippe Aries, aunque el propio Foucault había indagado en la historia de la locura (1961) y en la del sexo (1976). La aproximación del propio Ocaña al dolor (1997), resultaría sin embargo mucho más epistemológica y académica que historiográfica y genealógica.

Más tarde Escohotado publicó otro ensayo magistral, Rameras y esposas (1993). Le llamé para decírselo. Aquel libro le entroncaba con los grandes antropólogos, incluso con los más poéticos como Octavio Paz. De Mircea Eliade a Joseph Campbell. Pero en cambio le seguían llamando para hablar de alucinógenos y otras hierbas, cuando en realidad su relación con las drogas no era sino un camino de conocimiento, la de un historiador de lo sagrado. Su espíritu libertario y sus ganas de pelear contra la estulticia y el poder hicieron el resto. Era divertido, a veces lunático, deportivo, sensual y lúcido, mucho. Una de aquellas noches en Dénia, junto con Eduard Mira, nos dedicamos a los cánticos y ebriedades. Entonamos el It’s a Long Way to Tipperary en la nocturnidad mediterránea camino de no sé dónde.

Cuando años después le invité a mi boda me dijo que lo intentaría. Me había llamado un día en Valencia para enseñarme un extraño psicótropo sintético que se cortaba como si fuera aluminio muy frágil. Le dejé con una amiga. Estaba absorto preparando lo que me anunció como “una crítica de la razón roja”, había trazado un camino en busca de "aquello que pasa desapercibido por no tener nada de historia, como los sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos...", como solicitaba Foucault, a través del "saber minucioso, gran cantidad de materiales apilados, paciencia".

Los tiempos siguientes transcurrieron entre confesiones libertinas, recuerdos personales ibicencos e intentos muy serios de una metafísica emparentada con la ontología impenetrable de Zubiri. En 2008 empezaría a publicarse Los enemigos del comercio, cuya edición completa culminaría en 2017. Tres gruesos volúmenes para desentrañar las relaciones de la política y la economía más allá del marxismo, o por decirlo a su manera, una genealogía del propio Marx y del pensamiento economicista contemporáneo a partir de las relaciones materiales y mentales, y por lo tanto políticas y religiosas, del hombre con los principios de la propiedad y del intercambio. Los orígenes de la vida postribal y su continua reconstrucción a lo largo de la historia.

Llevo varias semanas aislado. Por el Covid y por los encargos de escritura. No me había enterado del fallecimiento de Antonio Escohotado (1941-2021) hace apenas un mes y pico. En noviembre y en Ibiza. Más allá de las drogas. Escohotado era un gran pensador, serio y documentado, un antropólogo filosófico dedicado a esclarecer la construcción de las mentalidades, la óptica histórica de las ideas. Nuestro Sloterdijk. Pero la filosofía española sufre una grave problemática que la devalúa. No trasciende en nuestro país y, en consecuencia, es difícil que sea tenida en cuenta más allá de los Pirineos. ¿Subsiste la maldición de Heidegger a Víctor Farias sobre la falta de profundidad del idioma castellano? No creo que esa sea la cuestión. El español es una buena lengua para el relato –la historia– aunque resulte farragoso para la hermenéutica. Ahora bien, en un país que liquida la filosofía del bachillerato cómo va a ser posible prosperar con el pensamiento. España –que no la novelística Latinoamérica–, España ha dado sólidos filósofos y divulgadores de lo trascendente en el último tercio del siglo XX y es justo que el país los reconozca, empezando por Escohotado y siguiendo por Eugenio Trias, Fernando Savater, Xavier Rubert de Ventós, Rafael Argullol, Félix de Azúa, Jacobo Muñoz, Emilio Lledó o Salvador Pániker…

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6 de enero de 2022
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Ferroviaria

 

No levantaba la mirada, poseído por una actualidad que se agitaba en la palma de su mano. Era la imagen viva del político

Viajar de Oviedo a Madrid viene a durar unas cinco horas. El día era limpio y soleado. La Cantábrica resplandecía con sus picachos nevados y los dientes de sierra verdinegros de un horizonte dramático. Al tomar asiento me fijé en un hombre menudo de complexión fuerte que ocupaba el sillón frontero, al otro lado del pasillo. Iba, pues, en dirección contraria a la marcha. Me compadecí de él, cinco horas de espaldas son un mareo. Sólo más tarde sospecharía que lo había elegido adrede para evitar distracciones.

El caso es que, a pesar del bozal, su cara me sonaba. Tenía toda la pinta de un mando sindical, un profesional del trabajo ajeno, pero había detalles que me chocaban, como una camisa blanquísima, de un blanco cegador, una blancura que solo luce en un algodón de extremada pureza. Era, además, una camisa hecha a medida que se adaptaba con precisión al cuerpo del político. Una camisa de 500 euros, para entendernos, con las líneas de planchado en mangas y pecho implacables, a lo Mondrian. Aquello era raro porque todos solemos usar ropa de baratillo para un largo viaje como aquel.

Entonces le vi abrir un ejemplar de El País y leerlo con suma atención. Una vez confirmadas sus creencias lo dobló con cuidado y volvió a dejarlo en la mochila Montblanc, al tiempo que sacaba un móvil. Se acomodó confiado y satisfecho. Ya no volvió a levantar la mirada hasta llegar a Madrid. Fueron cuatro horas de fusión con la pantalla, de tecleo, de oír mensajes y leerlos. Estuvo hundido en el aparato como un buzo a la caza de tesoros. Fuera, cimas altivas, relámpagos de nieve y sol, valles con pueblines enanos. Él no levantaba la mirada, poseído por una actualidad que se agitaba en la palma de su mano. Era la imagen viva del político: alguien que quiere arreglar la vida de los demás, pero solo conoce el mundo inmaterial.

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4 de enero de 2022
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Lecturas con la maleta abierta

El año que se ha cerrado estuvo lleno para mí de las vicisitudes que trae consigo la vida del recién exiliado, lo que significa tener siempre la maleta abierta: la maleta con la que pensabas volver a tu país y que contiene sólo lo necesario para un viaje que se volvió sin retorno. Y a una maleta así siempre llegarán libros que leerás en los aviones, en los cuartos de hotel y en las casas de amigos que te han abierto las puertas, y te consuela siempre la idea de que puedes al menos leer, ese viejo vicio que más bien se exacerba con la penurias del desarraigo.

Y como en los cierres de año cada uno hace sus listas, de intenciones que cumplir para el que viene, o de libros leídos y disfrutados, yo aquí tengo una mía de estos últimos, muy corta y muy personal. Y empiezo por citar dos de ellos que reflejan, desde ópticas diferentes, el complejo entramado de la realidad de América Latina, de sus grandes carencias, y de sus fracasos, vista como una inmensa utopía siempre en construcción, y siempre fallida.

Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez es susceptible de muy distintas lecturas, novela que es a la vez biografía, recuento histórico y reportaje. Pero aún otra lectura nos dirá que es la historia del fracaso de las ideologías, que desde su simpleza no pocas veces han pretendido sustituir a la compleja realidad, y su halo romántico ha terminado en un halo trágico. Fausto Cabrera, el padre del personaje principal, el cineasta Sergio Cabrera, encarna la terquedad de quien se siente parte de una utopía que hoy nos parece extraña, y hasta grotesca, crear en Colombia un sistema político basado en el maoísmo, transportando desde China las bases de una sociedad nueva que sólo será posible con el triunfo de la lucha armada. Pero su compromiso de viejo luchador es leal y es sincero, lo cual vuelve la experiencia aún más atroz; un compromiso por el cual, además, no pocos jóvenes dieron la vida.

De la historia de ese fracaso histórico, Karina Sainz Borgo pasa en El tercer país a la de otro, el de la utopía socialista que ha empujado a millones de venezolanos al exilio. Es una novela que también se abre a distintas lecturas, pero la mía es la de una gran alegoría. Los habitantes de un país que no se nombra huyen de manera masiva, por causa de la peste, y el territorio de la novela es mítico, pero muy real a la vez, el de la frontera, la de Colombia, o la de Brasil, que bulle de maleantes, autoridades corruptas, guerrillas que extorsionan, y los cadáveres de los fugitivos quedan en los pantanos a merced de las aves de carroña. Y la parábola se extiende hacia cualquier territorio donde los refugiados padecen los rigores del éxodo. Angustias Romero, emigrante forzada, busca enterrar a sus hijos muertos, y con ellos enterrará también el sueño pervertido de la utopía que la ha obligado a ponerse en camino.

Un día llegaré a Sagres, de Nélida Piñón, es también un viaje hacia la utopía, pero ahora en busca del pasado remoto, de cuando Portugal era soberano de los mares. Mateus se pone en marcha hacia Sagres, muerto su abuelo Vicente, un campesino analfabeto de las orillas del Miño, que siempre permanecerá vivo en su memoria. Va en busca de don Enrique, el héroe navegante que ha venido creciendo en su imaginación, y la estrella que lo guía en el viaje es el relato de Camoens; es decir, lo guía la epopeya. Pero su viaje no es para nada épico, sino el de un peregrino solitario que en Sagres sólo se encuentra con los fantasmas huidizos de los antiguos navegantes. Las glorias que se volvieron ruinas. Y el caminante se refugiará en Lisboa para contar desde allí, desde su pobreza y su soledad, su viaje al pasado derruido.

Y, por fin, la historia del cura don Hipólito Lucena, contada por Antonio Soler en Sacramento, que es a la vez una crónica del aparato de hipocresías del franquismo en su cerrada alianza con la jerarquía de la iglesia católica. Don Hipólito, que viniendo de una familia muy pobre logra ingresar en el seminario y hacerse cura, termina siendo la cabeza de una secta de feligresas, las hipolinas, a las que pacientemente adoctrina para que delante del altar mayor cohabiten con él en orgías rituales y secretas. Esta trama, con toda su cauda de intrigas, el novelista la rescató de la tradición oral malagueña y de las colecciones de periódicos de los años cincuenta, cuando se dan los hechos. Pero no cae nunca en la tentación de convertirlos en un relato liviano, ni siquiera picaresco; se demora en preparar al lector, haciendo que fluya como parte de su propia vida, incubado en sus tiempos de aprendiz de periodista, y le da una hondura que es la vez dramática y reflexiva. Don Hipólito es un personaje compuesto por capas. Lo desentraña en vez de juzgarlo; esa tarea les toca a los inquisidores, que lo conducirán por fin a Roma, donde frente a sus jueces repetirá siempre las palabras: “no tengo conciencia de pecado”.

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3 de enero de 2022
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Generali

Muy baja era la probabilidad de que impactara en el cráneo de Esquilo una tortuga desprendida de las garras de un quebrantahuesos. Sin embargo, el año 456 antes de Cristo, cuando el poeta griego, advertido por los dioses de que moriría al venírsele la casa encima, vagaba por los campos al solo refugio de la luna y las estrellas, murió alcanzado por el símil de una casa, una casa móvil, una casa lenta, pero en esta ocasión acelerada por la fuerza de la gravedad. Porque esta ave, el quebrantahuesos, Gypaëtus barbatus para los científicos (algo así como Buitreáguila barbuda), es animal escaso, solitario, de fidelidad territorial y matrimonial, al que no le intimidan los rigores climáticos extremos y que tiene el hábito de arrojar tortugas, y sobre todo huesos, sobre canchales y roquedos para allí devorarlos fragmentados. Pues bien, esta licencia casi deportiva, en tan austera y mística personalidad, ha supuesto la rotura del parabrisas de mi automóvil cuando regresaba del monte de echar despojos caseros para alimento de aves necrófagas, entre las que se encontraba un inexperto joven de quebrantahuesos que ha soltado de las garras un hueso de ternera de los restos del cocido, y que ahora veré cómo explico el percance al bueno de mi agente de la aseguradora Generali.

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2 de enero de 2022
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Dos  Francias

Lo más extraordinario de La crónica francesa (The French Dispatch) es su existencia: un film de muy alto presupuesto destinado a una minoría selecta que al poco de empezar la proyección muy probablemente se vea desbordada por la lluvia de los significados intrincados y las bromas encriptadas, no todas ingeniosas. Wes Anderson es muy culto y tiene culto entre los cinéfilos, aunque no creo que los tenga en cantidad suficiente como para que en este caso a sus productores les salgan bien los  números, algo que, naturalmente, no me concierne, en tanto que mero espectador y no contable o tesorero. Me preocupó, pese a ello, ir a verla (dos veces, la segunda por si acaso me había yo perdido cosas trascendentales inadvertidas en la primera) y salir las dos veces tan contrariado, después del gran disfrute de El gran hotel Budapest y hasta de su fantasía animada en stop-motion Isla de perros (Isle of Dogs). Aclaro sin embargo que su nueva película es de una gran belleza formal, trascurre a un ritmo vertiginoso, entre lo arrebatador y lo mareante, y cuenta con un reparto de estrellas suntuoso; ¿habrán cobrado todas sus cachés o son prestaciones por amor al arte? Me refiero, entre otros, a Bill Murray, Tilda Swinton (hablando con tonillo y frenillo pomposo y un no menos estridente peinado de derechas), Frances McDormand, Saoirse Ronan, Timothée Chalamet, Willem Dafoe, Mathieu Amalric, a la voz narradora principal de Angelica Houston, al preso-artista que encarna Benicio del Toro y a su modelo-guardiana Léa Seydoux, que consigue memorablemente crear dos personajes embutidos en uno, aunque el que está en cueros supera al que lleva uniforme de carcelera. ¿Será, por cierto, The French Dispatch una metáfora sobre el periodismo entendido como prisión, manicomio o hangar de egos con teletipo? Las tres opciones me gustan, y las suscribo, habiendo yo escrito ininterrumpidamente en prensa, sin tener la carrera ni el carnet de periodista, desde los 17 años.

La trama que nos cuenta Anderson es provinciana, y aun así difícil de resumir; por razones poco explícitas, las ciudades de Kansas y Angulema se hermanan en un periódico, el que da título al film, viendo el espectador una Francia espesa y reinventada donde trascurre la mayor parte de su acción. Los decorados son sensacionales, el color y su blanco y negro alternante muy bien trabajados, el vestuario exquisito, y cuando los grandes medios corpóreos de los que dispone no le bastan, el director pasa de lo figurativo y lo sólido a lo gaseoso de la animación. Todo ello acompañado de una narración en off endiabladamente irónica, resabiada, punzante, que, siendo obra del Wes Anderson también guionista no ha de sorprendernos; pocos cineastas hay hoy en ejercicio que manejen la lengua escrita para ser dicha con tanto peso, con tanta riqueza de matiz, con tan gran cantidad de juegos de palabras y silencios cargados de elocuencia.

Lo que sucede es que La crónica francesa divaga y se desorienta, dando muestras constantes de finura intelectual y de amaneramiento; de vaciedad, más que de vacío semántico. Como si el propósito desencadenante del relato, (“traer el mundo a Kansas”, en las palabras altisonantes del propietario y editor, Bill Murray), naufragara en los churriguerescos decorados de Angulema, perdiendo en el naufragio el contenido de sus bodegas. Divertida a ratos en el zafarrancho de crímenes, delitos y estupros, la película adquiere la condición de pastiche con dificultad, quedándose más bien en un galimatías, un crucigrama que no lleva consigo la solución. Y esa misma apuesta fallida de Anderson se advierte en la música de Alexandre Desplat,  remedando a Satie con mucho oficio y poca invención. Homenaje a Francia y su cultura, o burla de Francia y  sus altanerías, La crónica francesa no acierta a conjugar esas dos vías abiertas entre la amable nostalgia y la ácida crítica.

Una Francia nada estrambótica y más naturalista es la que inspira a Céline Sciamma en Petite maman, película muy tenue en su osadía, que es de signo distinto a la de sus títulos anteriores Tomboy (2011) y Retrato de una mujer en llamas (2019), en los que el género indeciso de la pequeña niña/niño y la sexualidad de sus mujeres flamígeras determinaban la estética, lineal en la primera, barroquizante en la segunda. Las niñas de Petite maman, que son hermanas gemelas en la vida real, interpretan con preciosa soltura un juego infantil de casi 70 minutos en los que el bosque, la cabaña o refugio y las cocinas desempeñan su función primordial de lugares atávicos, restauradores, curativos. Y si bien eché de menos, como espectador, la riqueza iconográfica de Retrato de una mujer en llamas, película de época dieciochesca realizada con gran esmero y punteada por pequeños bloques de música, en la que destacaba el cántico nocturno de unas campesinas que hacen fiesta al aire libre, agradecí la austeridad sonora de esta Pequeña mamá; una entrada a todo meter de las Cuatro estaciones de Vivaldi resultaba un crescendo muy trillado en aquel retrato lésbico que Sciamma hizo el año 2019.

Las dos niñas de Petite maman no se desean, se aman, aunque la incógnita es que ignoremos el grado de su amor, que abarca tres generaciones femeninas, y consiste en unos contactos castos y una mirada constante al espejo en el que se miran para entender su parentesco, su necesidad de la otra. Todo ello en tanto que piezas humanas de un ajedrez sentimental en el que ambas son rey y reina, y los adultos alfiles escuetos pero necesarios. Cuando en la mitad del metraje advertimos que algunas de las figuras del breve elenco de intérpretes podrían ser fantasmas pasados o futuros, ya no hay tiempo para rebobinar el misterio. O no hay misterio, y sólo hay ensueño. Una desnudez paisajística, una casa vacía, un coche  que arranca sin destino preciso: la antítesis formal del abigarrado mundo francés de Wes Anderson.

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30 de diciembre de 2021
Ilustración de Diego Mir
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Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida

El ‘kintsugi’ es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.

En una época dominada por el consumismo y la obsolescencia programada, lo más probable es que si una mañana te levantas con el pie cambiado y, en un tropiezo, se te cae la taza del desayuno, te resignes a recoger sus pedazos y los tires a la basura sin más. Algo impensable en Japón. Hace cinco siglos, surgió en el lejano Oriente el kintsugi, una apreciada técnica artesanal con el fin de reparar un cuenco de cerámica roto. Su propietario, el sogún Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a ese objeto indispensable para la ceremonia del té, lo mandó a arreglar a China, donde se limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. No contento con el resultado, el señor feudal recurrió a los artesanos de su país, que dieron finalmente con una solución atractiva y duradera. Mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura. Se da el caso de que algunos objetos tratados con el método tradicional del kintsugi —también conocido como “carpintería de oro”— han llegado a ser más preciados que antes de romperse. Así que esta técnica es una potente metáfora de la importancia de la resistencia y del amor propio frente a las adversidades.

La filosofía vinculada al kintsugi se puede extrapolar a nuestra vida actual, colmada de ansias de perfección. A lo largo del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos, bajo la máscara de la infalibilidad y éxito. Se ocultan los defectos, aunque desde que nacemos nos recorre una grieta. Adam Soboczynski apunta en El arte de no decir la verdad (Anagrama) que hemos aprendido a camuflar “con gran esfuerzo, y manteniendo la compostura, incluso la más terrible de las conmociones que nos golpean”.

Somos vulnerables no solo física, sino también psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. A veces, es el azar el que nos lleva al punto de ruptura; otras, somos nosotros mismos, con nuestras elevadas expectativas no cumplidas y la avidez de novedad, los que nos metemos en el hoyo. Como animales dotados de creatividad, tenemos una poderosa herramienta en la capacidad de concebir alternativas a la realidad. Pero cuando soplan malos vientos, ¿qué más nos ayuda a resistir la embestida? La respuesta es, según la escritora Joan Didion, el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad “es dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter”. Y el logro de una vida plena pasa, además, por librarse de las expectativas ajenas y dejar atrás la compulsión de agradar.

No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia. En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su cohesión y durabilidad. Entre los cultivadores de la paciencia, Kafka ocupa un lugar privilegiado. Para él, la capacidad de saber sufrir y de tolerar infortunios era la clave para afrontar cualquier situación. Un día, mientras paseaba con un amigo, le dio este consejo: “Hay que dejarse llevar por todo, entregarse a todo, pero al mismo tiempo conservar la calma y tener paciencia. Solo hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo”. La receta para vivir del autor de El proceso es sencilla, pero no por ello menos difícil: “Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y crecer”.

Saber valorar lo que se rompe en nosotros nos aporta una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos, irreemplazables, en permanente cambio. ¡Feliz Año Nuevo!

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30 de diciembre de 2021
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El Boomeran(g)
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