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Un deseo como la sed – Almudena Grandes

 

Tras su escueta mesa de madera clara, en la pared, cuelgan figuritas de mujeres gordas que colecciona desde hace veinte años. Sobre la mesa, un Samsung –“mi hijo es programador y es antiMac–, puñados de llaves, calderilla, un paquete de Camel Essential, una taza donde se lee “Feliz Navidad”. Escribe en una silla sueca –”nunca me ha dolido la espalda”– y corrige en la butaca roja. Las estanterías están abarrotadas de traducciones de sus novelas en todos los idiomas. Coloca pequeños altares laicos con souvenirs, como un autógrafo de John Irving o la foto de Dionisia Manzanero, una de las trece rosas. Preside el despacho otra de Don Benito Pérez Galdós. / Emilia Gutiérrez

Almudena Grandes vive a un par de manzanas de la casa donde nació, en la calle Churruca, y con su ronquera quebradiza resume la sensación de eterno retorno: el periplo vital por el cual acabó regresando a un paso de la casa del abuelo, allí donde empezó a escribir. “Me hizo escritora el fútbol; toda la casa estaba comunicada, no tenía pasillos, y para que mi padre y mi abuelo pudieran ver el partido sin ruidos nos ponían a los niños a pintar. A mí no se me daba bien, y una tía abuela animó a que escribiera cuentos. Tendría 8 ó 9 años. Desde ese momento quise escribir, es lo que más me gusta en este mundo. Soy muy feliz cuando escribo, aunque a veces lo pase mal. Es un deseo similar a la sed: te sientes muy desgraciada cuando tienes sed y no bebes. Escribir es una actividad especular, como cruzar el espejo”.

Almudena Grandes (Madrid, 1960) lo atraviesa a diario, sea domingo o fin de año, en la habitación más pequeña de la casa pintada de verde pistacho. Las medidas sí importan: todo está pensando para evitar la dispersión. Escribe sin teléfono, bebe un té largo después de desayunar tostadas, zumo, yogur y nueces. Se quita el pijama y se pone “uno de esos conjuntos de homewear que pido que me regalen por Reyes, con los que pueda abrirle la puerta a un mensajero”. Calza unos Crocs forrados de lana de borrego: no se puede escribir con frío en los pies. A lo largo de la conversación, Grandes se definirá en varias ocasiones como “prusiana”, tranquila, nada ansiosa. De 9 de la mañana hasta las 15.00 pica y pule la piedra de su escritura (“Soy mas lista por la mañana que por la tarde”). Tiene las novelas pensadas y estructuradas en cuadernos: esquemas, apariciones de los personajes en cada capítulo, anotaciones en cuatro colores diferentes. Un detallada guía de instrucciones para avanzar con método. Se considera controladora, y no se desvía de su plan. Tampoco pone música, la distrae. En cambio no la alteran los ruidos que entran por el balcón ni las pausas obligadas a fin de despejar la cabeza: sea hablando con su amigo editor, Juan Cerezo, o poniendo al fuego un cocido.

Confiesa que no hay momento más perfecto en su vida que el de empezar una novela y saber que tiene tres años por delante. “Acabarla, en cambio, me produce una sensación de desahucio terrible, igual que si me expulsaran del mundo que tenía para mí”. De nuevo las medidas, tiempo y espacio, que en la escritura de Almudena importan igual que los bucles: todos sus títulos proceden de versos de poetas españoles, y sus novelas recogen la historia de la España del siglo XX. Los epílogos de ‘Los aires difíciles’ coinciden con los principios de Lulú de la misma forma que una cronología invertida”. Desconfía de las tendencias que apuntan a la brevedad: “Hay grandes propuestas que fracasan, la realidad no es siempre tan plástica como se supone. Los seres humanos siempre han necesitado que les cuenten cuentos, y más cuando todo es tan fugaz”.

Mauro, Irene y Elisa, sus tres hijos, la alientan y le muestran los quilos de papel de ‘Juego de tronos’ cuando tiene alguna crisis de formato largo. Ella lo paladea, se dice: “Voy a estar otra hora aquí, en este mundo lento”. Confiesa que la suya es una vida aburrida, pero bucea y escarba para lograr que “el lector sienta que le estás contando su vida, cuando en realidad estás contándole la tuya”. Nunca ha escrito la palabra ‘orgasmo’ porque le parece horrible: “Esquivo las palabras que no me gustan”. Siempre ha sido ahorradora, “austera antes que la Merkel”, no tiene vicios caros. “Al escribir, vivo dos vidas a la vez. Cuando la novela tira de ti vas con la lengua de fuera detrás del argumento. Es un estado de ánimo”. A veces confunde coches rojos que ve por la calle con sus propios recuerdos, como una especie de déjà vu, hasta que se da cuenta de que no le ocurrió a ella sino a uno de sus personajes.

Cuando visité a Almudena Grandes en su casa para describir su escritorio, me encontré con una mujer que amaba profundamente la literatura, con la que era capaz de vivir dos vidas a la vez. Impactada por su muerte, ha entrado demasiado pronto en la eternidad. Mis condolencias a Luis García Montero, familia y amigos.

Esta es la pieza que escribí para Cultura/s en La Vanguardia.

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29 de noviembre de 2021
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En el principio fueron las cosas

 

Ya está en las librerías el primer libro colectivo que tuve la dicha y el privilegio de dirigir, pensar y soñar, convocar autores, editar, prologar. En un principio quise llamarlo Contar desde las cosas, pero el sagaz director de Editorial Carena José Membrive me propuso uno mucho mejor: La voz de las cosas.

Ya hicimos tres presentaciones presenciales, en Madrid, Barcelona y Bariloche, con cinco de sus 23 autores. Seguiremos lanzando campanas al vuelo y celebrando sus voces; el libro está siendo leído, citado y comentado en varios países y siento que es un hermoso objeto que celebra las historias que nos regalan las cosas que nos rodean y nos dan sentido.

Quiero compartirles hoy este texto, que juega con el Evangelio según San Juan y con las obras de media docena de autores que admiro. Es el comienzo de la introducción. Desde este elogio de las cosas y sus “miradas” desde los cinco sentidos, me lanzo a aventurar teorías sobre la descripción, sobre la arqueología, sobre las cuatro partes del libro.

Me costó mucho pulir este breve inicio. Espero que les guste.

En el principio fueron las cosas. El espíritu estaba en las cosas y de las cosas surgió la vida, de ellas brotaron los poemas, con ellas se construyeron las ciudades, se irguieron las catedrales y se diseñaron los silenciosos jardines. De las cosas venimos, pero de ellas nos desentendimos, para nuestra perdición.

Cuando los primeros humanos comenzaron a darles nombres, las cosas se asombraron, porque llevaban millones de años innominadas y orgullosas, felices y relucientes. Antes de la entronización del verbo y antes de que supiéramos qué hacer con ellas, ya estaban aquí.

En el principio fueron las cosas. De ellas surgía un aura misteriosa, una luz entre opaca y fluorescente, un sonido de un picor entre ácido y sibilante, un color a fruta a punto de caer del árbol. O tal vez un color a perro que huye, como dice Robert Hughes que es el color de la ciudad de Barcelona. O incluso un color parecido al amarillo ámbar, una luminiscencia tenue que decía Jorge Luis Borges que lo acompañaba cuando la ceguera se cerraba en sus ojos.

Las cosas también cantan. ¿A qué suenan las cosas? El sonido de las cosas tal vez se manifiesta al caer, como afirma el novelista colombiano Juan Gabriel Vázquez, o empieza a hablarnos en el momento en que se terminan de formar, o cuando alguien las mira con atención. O no suena a nada de eso, sino al dulce silbido que surge de la garganta del alfarero, de la costurera, de los exquisitos artesanos que transforman la materia inerte en cosa.

¿A qué les huelen las cosas? El olor de las cosas nos recuerda decididamente a sus antiguos dueños, o al fondo de las entrañas de la tierra de donde surgieron sus materiales, o a la profundidad de los dolores que acompañaron su abismo. Las cosas huelen a miedo, a deseo, a inicio y a catástrofe.

Al tacto, las cosas son tan suaves o tan ásperas como las yemas de nuestros dedos. Nos tocamos a nosotros mismos cuando acariciamos las cosas.

Las cosas nos interpelan, nos llaman, nos preguntan, nos traen a la memoria a los que no están y nos indican quiénes somos y quiénes dejamos de ser hace tiempo.

Somos nuestras cosas. Las cosas están vivas. Laten. Lloran. Ríen. No nos dejan mentir.

Sin las cosas no sólo no podríamos construir el mundo. Tampoco podríamos contar una historia: por eso, en este encuentro de relatos y miradas, un grupo de cronistas de América latina nos hemos propuesto contar desde las cosas.

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28 de noviembre de 2021
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Los amigos de las cosas

 

La realidad sigue siendo eso que se nos escapa. Cada vez más. Por eso es necesario construirla constantemente. El problema debe ser grave y urgente, puesto que cada vez son más los filósofos y pensadores que coinciden en dirigir nuestra atención hacia la relación que mantenemos con la materia que nos rodea y que nos permite habitar el mundo.

‘Habitar’ se perfila como un verbo clave. Un buen punto de partida para no caer en excesivas especulaciones que nos empujen a una espiral vertiginosa. Para poder habitar un espacio terreno es necesario reconocer las cosas que dan forma a nuestro entorno. Esta es la constatación de la que arranca el ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, del filósofo Byung-Chul Han (Seúl, Corea del Sur, 1959), publicado por Taurus con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Con el estilo directo y la claridad expositiva que acostumbra y que le han convertido en uno de los pensadores más populares del momento, son muchos los argumentos que utiliza para denunciar de qué manera la creciente digitalización de nuestras prácticas, la inteligencia artificial y los smartphones nos están transformando en una especie cada vez menos empática, más pobre y más triste. La solución que propone, de modo más inmediato, es que, como los niños pequeños que empiezan a formar parte del mundo, nos aferremos a los objetos de transición, a las cosas que nos hacen imaginar y soñar, nos conectan con la historia, la memoria y con el dolor que también es necesario conocer.

Afirma el pensador que, en los objetos de transición se encuentran una de las primeras materializaciones del otro, del mundo que se extiende más allá de ellos mismos, sus percepciones y sus sensaciones. También las cosas que poseemos nos ayudan a percibir y a relacionarnos con el otro, con la realidad que se alza a nuestro alrededor. La materia de los objetos nos obliga a establecer pactos de convivencia, de aceptación y de superación, pero sobre todo, nos ayuda a crear una narración que da significado a buena parte de nuestra existencia, a nuestra memoria: “Solo las narraciones crean significado y contexto –escribe Byung-Chul Han–. El orden digital, es decir, numérico, carece de historia y de memoria, y, en consecuencia, fragmenta la vida”.

La gran amenaza reside actualmente en que la digitalización está eliminando las cosas, esa materia que vibra para conectarnos con la esencia capaz de dar un sentido al ser. El smartphone y el smarthome filtran para nosotros cualquier relación conflictiva con los objetos, porque todo se convierte en información que desfila con facilidad y placenteramente ante nuestros ojos. Afirma Byung-Chul Han que los algoritmos son una caja negra, que el smartphone nos convertirá en ejemplares de Phono sapiens que no trabajarán, que no disfrutarán del misterio del arte –porque los objetos artísticos van a desaparecer disolviéndose en mera representación y discurso– y que sólo sabrán jugar, entregados a la adicción de consumir incesantemente imágenes e informaciones que no dejarán ninguna huella en su pensamiento. Jugar en el vacío. Perderemos las manos porque habrán perdido su razón de ser cuando esos ejemplares de Phono sapiens hayan perdido la capacidad de con-tactar con lo que reivindica ser tocado y percibido. Solo tendremos dedos para dar likes.

El panorama sería desolador si el filósofo no tratara de ofrecer algún tipo de alternativa o resistencia. Está, exactamente, en las cosas, en los objetos con los que todavía somos capaces de establecer vínculos porque están asociados a vivencias, no a experiencias pasajeras. Coleccionar puede ser una buena estrategia de resistencia. Él mismo se compró una gramola que instaló en su estudio minimalista. En esa reivindicación de lo más inmediato, de lo que está al alcance de la mano, no tiene reparos en acudir a El Principito para recordar la importancia del afecto a la hora de aprehender el mundo. Lo primero, es la emoción, después el sentido de esa sensación, algo de lo que todavía no parecen ser capaces los algoritmos. El niño que encuentra el piloto durante su accidente aprendió que la rosa que él había cuidado era especial precisamente por las atenciones que le había procurado. Así, tal vez la realidad se vuelve más habitable si comprendemos que hay una parte de nosotros y de los que nos precedieron en cada una de las cosas con las que interactuamos y que condicionan nuestros actos y actividades. Si valoráramos los objetos también seríamos más capaces de apreciar el planeta, la tierra sobre la que caminamos.

Saint-Eixupéry es una más de las escogidas referencias en las que Han se basa para argumentar su discurso. También están Deleuze, Barthes –resulta especialmente conmovedor el acercamiento a la descripción de la fotografía como objeto casi mágico, capaz de resucitar a los seres amados–, Peter Handke, Hegel, Benjamin, Arendt, Agamben y, con una presencia destacada, Heidegger y su análisis del estremecimiento que provoca en el ser el contacto con el mundo. Es obvia su predilección por el autor de Ser y tiempo, para quien "la existencia humana hace pie en la tierra. El pie en Heidegger representa la estabilidad del suelo". Contra la virtualidad, necesitamos tan solo unos metros de tierra firme para crear el espacio que ocupamos y por el que nos desplazamos, de la misma manera que las manos, como contrapunto, hacen posible que podamos tocar y percibir la realidad que se sustenta sobre él, sea lo que sea esa realidad.

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24 de noviembre de 2021

lolostock / Getty Images / iStockphoto

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El año del récord

La depresión es un país extranjero. Quien la padece, sé de lo que hablo, cree que es su único habitante. Las fronteras, si se divisan, quedan tan lejos que uno piensa que nunca podrá escapar. Parece situado muy al norte porque las noches, insomnes, se encabalgan como en un invierno boreal. Allí se vive a la intemperie, aislado. No es que no puedas comunicarte, es que ya no hablas el idioma de antes, con el que, bien que mal, te hacías entender.

Esta es una imagen de tantas para ilustrar la angustia y el desconcierto que acompañan la depresión. Conozco más. Mías, leídas y oídas a otros: infierno portátil, compañera invisible, túnel sin salida, campana de cristal… Dice la literatura científica que las metáforas más empleadas tienen que ver con la oscuridad, el peso, los espacios cerrados o una fuerza que tira hacia abajo. En realidad, la enfermedad y el ­dolor son experiencias radicalmente privadas e intransferibles. Frente a la depresión uno depende de que sus palabras tejan una narrativa que dé sentido a algo invisible cuyos síntomas no son contrastables con el microscopio o analíticas. Para Alphonse Daudet, autor de En la tierra del dolor, el sufrimiento, “como la pasión, deja a un lado el len­guaje”, y así cada paciente encuentra su propia teoría del dolor –físico o existencial– que varía como la voz de un cantante según la acústica de la sala. Y siempre queda la sensación de no saber decirlo todo, que lo importante permanece mudo y se­creto.

Desde hace un tiempo, en campañas como “Hablemos de #SaludMental” o tribunas de opinión, se nos anima a visibilizar nuestro estado psíquico. Es decir, antes de poner todos los medios, se nos pide que saltemos sin red. Y con profusión de datos se nos explican, además, cosas ya sabidas: que las cifras muestran un deterioro de la salud mental en nuestro país y que la asistencia psicológica y psiquiátrica del sistema público arrastra una carencia crónica de recursos. Esto es particularmente preocupante con respecto a los adolescentes, porque –leo en un estudio en el que ha participado el hospital Clínic– “el inicio de la mayoría de los trastornos mentales se produce a los catorce años”. Ahora mismo, al margen de la edad, quien quede encallado en las arenas movedizas de la depresión, si quiere seguir activo ha de ir a un centro de atención primaria para que le receten pastillas y luego, las más de las veces, rascarse el bolsillo para la terapia.

Llevan tiempo encendidas las luces de alarma. El mecanismo de negación (hacer como si nada hubiera pasado, interiorizar que lo peor ya había pasado) funcionó en gran medida para la crisis del 2008. El mercado se alimenta de optimismo, no de sujetos alicaídos. Si preguntas a los farmacéuticos, hablan de una sociedad medicada. Las cajas de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos e hipnóticos se prodigan en los mostradores. También estaban ahí los datos comparativos de la UE, claros y diáfanos, con España a la cola: la salud mental no ha sido una prioridad. Ahora las administraciones anuncian “planes de choque” y, si solo se planifican para mejorar las ratios, pienso en el efecto rebote de una mala dieta.

Los factores estresantes del año pasado vinculados a la pandemia contribuyeron a que las muertes por suicidio en España alcanzaran un récord histórico. Aun así, algo estructural debe de estar fallando también para que ascendieran a 3.941 los decesos por esa causa en el 2020. Aunque nuestra tasa de suicidios no es de las peores en Europa, se constata una tendencia al alza que debería hacernos reaccionar. Además, por cada muerte consumada, conforme estimaciones, se producen veinte tentativas. ¿Cuántos a nuestro alrededor habrán fantaseado con el final para atajar su sufrimiento? Que la condición humana es vulne­rable nos lo ha explicado profusamente el pensador Joan-Carles Mèlich a lo largo de su obra ensayística. “Nadie puede ocupar el lugar del otro ni nadie puede sentir su dolor, su experiencia, su pérdida. […] Ser compasivo es situarse al lado del que sufre, escuchándolo, atendiéndolo, cuidando su cuerpo maltratado, sus heridas, su soledad. Ser compasivo es estar a la altura de lo que el otro nos pide. A menudo es una demanda no explícita, silenciosa. Ser compasivo es estar ahí ”. Una expresión sencilla, estar ahí, que aglutina una ética para tiempos inciertos y debería ser una brújula permanente para la política sanitaria.

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24 de noviembre de 2021
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Muera Caín

En un país que sólo mercadea con la Guerra Civil, los de Ciudadanos son necesarios

¿Nunca nos libraremos del pasado? Cuando éramos jóvenes nos atraía la izquierda porque miraba al futuro, prometía ayudar a los más débiles si perseveraban por mejorar, veían la educación como una escala de ascenso gracias al talento y el esfuerzo, el porvenir tenía una luminosidad que guiaba nuestra esperanza. La izquierda, ahora, sólo se interesa y se identifica con el pasado, sólo le importa lo acaudalado en memorias sectarias y fanáticas, quiere regresar una y otra vez a viejos fracasos como las repúblicas (dos) o las revoluciones (un montón), hay incluso apologistas del comunismo, una superstición tan rancia como la alquimia. Nuestra izquierda es profundamente reaccionaria: no ve posibilidad alguna de mejora en aquellos jóvenes que deseen formarse, educarse, aprender y lanzarse a mejorar la sociedad. Todo lo contrario, premia a los gandules, considera que suspender es de derechas, que el esfuerzo es facha y que lo mejor que puede uno hacer es no tener la menor ilusión de mejora. Está paralizada por una ausencia total de ideas para el futuro.

En el otro lado de la trinchera, las fuerzas conservadoras se guían fielmente por lo mismo, aunque con el signo cambiado para polarizar con éxito a la población. Si las izquierdas parece que lo único que pretenden es volver a perder la Guerra Civil, las derechas aceptan el envite y se enfrentan para ganar de nuevo. De modo que, por ejemplo, maltratan a la judicatura y aplastan al modo leninista a quien tenga ideas propias, igual que las izquierdas.

Hubo un tiempo en que se podía votar a un partido de centro y liberal. Lo hicieron mal, como todos los partidos, pero son imprescindibles. En un país que sólo mercadea con la Guerra Civil, los de Ciudadanos son necesarios. Ya sé que se están suicidando. Me da igual. Yo les votaré hasta que se extingan.

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23 de noviembre de 2021
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Trabas a la escritura

Es sabido que la familia, cuando está viva y próxima, dificulta, si no imposibilita, la escritura de una novela. En la actualidad, a ese escollo, habría que añadir la omnipresencia de las cámaras callejeras de seguridad. Mi hermano pequeño, Carlos, sale libre del penal de El Dueso el 14 de marzo de 1985. Lo recojo en el Chrysler 180 y a los pocos metros me pide que pare en una gasolinera, baja, y la asalta. Entrando en Santoña repetimos la maniobra, y llegamos a casa más contentos que Chupilla. Hoy sería imposible. Hay cámaras por todas partes y, para más inri, mi hermano vive ahora con Antoñita, menuda pécora la tía, ya estaría tardando en amenazarme con llamar a la pasma si me volviera a ver con Carlos, que yo le llevo la mala vida a él, y la desgracia a todos. Este cambio en las costumbres, queda claro, no me permite avanzar en la escritura de Sangres, la novela biográfica que he de entregar en marzo al editor; temo que lo que cuente exaspere a mis padres, hermanos, cuñados, sobrinos... además qué trama verosímil le doy al polar con todos los badulaques de la zona videovigilados, quizá que el héroe sea el Hombre Invisible, pero célibe y casto.

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22 de noviembre de 2021
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Cuando despertó, Monterroso todavía estaba allí

El mes de diciembre que entra se cumple el centenario del nacimiento de Augusto Monterroso, un escritor que seguirá despertando y siempre estará allí, como el famoso dinosaurio de su cuento de pocas líneas, obra maestra de la brevedad, del ingenio, y de la ligereza que tan caro era a Ítalo Calvino.

Un cuento de una sola línea, una sola coma y un solo punto que es, además, el único cuento que puede aprenderse entero de memoria, como muchos lo hemos aprendido, y que hoy cabría en la estricta medida de un tuit, con lo que Monterroso, mal que le pese, pasa a ser un adelantado de la postmodernidad.

Al primero a quien la solemnidad de este aniversario habría divertido es a él mismo, desconfiado siempre de la pompa del bronce y los laureles. Un humor sosegado, para nada estridente. Como era corto de estatura, decía que los bajitos tenían un sexto sentido para reconocerse entre ellos. Y se declaraba también embajador plenipotenciario de los Países Bajos.

Ya el hecho de que, en lugar de Augusto, su nombre de pila, lo llamaran Tito, era pasar del terreno de la majestad imperial, despojado a gusto de su título de emperador romano, al de un diminutivo que lo hacía sentirse confiado en sí mismo, maestro como fue de la brevedad también por regla literaria.

La brevedad no sólo en cuanto a la extensión de sus textos, sino en cuanto a su obra toda, que nunca llegó a ser abundante, debido a su recato frente a las palabras, y a los graves riesgos que para él entrañaban los textos excesivos. La regla de la rigurosa escasez. En esto se parecía a Bartleby, el escribiente solitario del cuento de Herman Melville, a quien, cuando se le quería confiar una nueva tarea de oficina, solía responder, tímida pero tozudamente: “preferiría no hacerlo”.

Como suele ocurrir con las accidentadas vidas centroamericanas, nació en Tegucigalpa, de padre guatemalteco y madre hondureña, venido de una parentela de gambusinos como los de las película del oeste, que colaban el oro recogido en la corriente de los ríos, tal como lo cuenta en su libro biográfico de 1993, Los buscadores de oro.

 Vivió su infancia y adolescencia en Guatemala bajo la dictadura de Jorge Ubico, y cuando este fue derrocado, respaldó de estudiante la revolución democrática que se inició en 1944 con el presidente Juan José Arévalo; salió al exilio tras la caída de Jacobo Arbenz en 1953, y vivió primero en Chile, para luego recalar en México, donde se quedó el resto de su vida.

Para Monterroso el breve, la escritura era también lo que no se escribía, lo que quedaba en el silencio. Balzac, el copioso, venía a ser todo lo contrario de su concepción, o escogencia, de la literatura, esa parquedad que se volvía una especie de pudor verbal; y a la vista de aquella cordillera de crestas que se repiten sin fin en el horizonte que es La comedia humana, Monterroso, frugal, exclama, lleno de graciosas ínfulas: “hoy he escrito una línea, hoy me siento un Balzac”.

En su cuento El zorro es más sabio, que cierra su libro La oveja negra y demás fábulas, escuchamos la historia del Zorro escritor a quien siempre pedían un nuevo libro, a pesar de que ya había publicado dos, aclamados por la crítica. “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”, pensaba el Zorro.

En el personaje del Zorro escritor, no pocos descubren al discreto Juan Rulfo, que se negó a escribir un tercer libro, o inventó que estaba escribiendo uno que se llamaría La Cordillera para que lo dejaran en paz, pero nunca lo empezó. También Rulfo tenía ese vicio de la parquedad.

Recuerdo, además, una broma de Monterroso frente a un grupo de estudiantes guatemaltecos que planeaban editar una revista y llegaron a visitarlo a su casa en la ciudad de México para pedirle una colaboración literaria. Los mandó con otro escritor, poeta compatriota suyo, este sí, abundante hasta la desmesura, y mal poeta, también en el exilio, diciéndoles: “pídanle a él, ése tiene bastante”.

Obras completas y otros cuentos, su primer libro, se publicó en 1959, textos ejemplares que despreciaban el rezago vernáculo de la literatura centroamericana de entonces. Luego, un década después, vendría La oveja negra y demás fábulas, e, igual que su zorro, Monterroso empezó a prevenirse de no caer en las provocaciones del escribir demasiado para acrecentar su fama. Cuando alguna vez le dije, hiriendo su modestia, que nunca había escrito una sola línea mala, me respondió, antes de soltar su risa sosegada, que era porque escribía poco. La ilustre compañía de Bartleby.  Recomendaba, además, a sus alumnos de los talleres literarios, frente a la página que uno creía perfecta, agregar algún error, para lograr así la imperfección, que es siempre una obra humana.

Igual que sus antepasados que se metían en las corrientes de los ríos a colar la arena en busca de pepitas de oro, Monterroso lo hizo con las palabras. Mucha arena colada y poco oro.

Y cuando despierte dentro de otros cien años, seguirá allí.

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22 de noviembre de 2021
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De mitos y dilemas

Los mitos nos interrogan y nos despojan de máscaras cuando los sabemos interpretar desde el ángulo más profundo y radical... Los mitos hablan del verbo, pero también de las dimensiones del silencio, del vacío y de la ración de incertidumbre y desazón que nos depara la existencia.

En su excelente poemario De mitos y dilemas, Federico Puigdevall extrae de los mitos su más venenosa esencia y la acerca a nuestros labios, con ritmo pausado y firmeza clásica. Sus reflexiones sobre la vida y el tiempo tienen la música del agua y esparcen un perfume muy bien destilado en el atanor de la noche personal.

Este libro es pura alquimia y enuncia una semántica de cristal, trasparente y lacerante, donde la antigüedad, sorbida en gotas muy concentradas, ilumina y preña de sentido conjetural algunos de los mejores poemas, entre los que cabe destacar Ese animal, Presagio, Libertad soñada, Canción del vencedor vencido, Habitante de lo oscuro...

A continuación reproduzco algunos versos de De mitos y dilemas que me han gustado especialmente:

*

¿No es lo mismo levantar un laberinto que acabar en él?

*

La noche volverá a esconder en tus pupilas el silencio.

*

La vida se detiene ante paisajes imposibles de abarcar con la mirada.

*

¿Qué nos trajo hasta este infierno?

*

La noche regresó desnuda ya de sueños.

*

Solo los secretos van hilando la medida de las cosas.

*

Así nos engañamos nuevamente, creyendo que somos siempre el mismo, aquel cuya mirada solo imaginamos, aquel en cuyo rostro está el abismo... Tal es la distancia entre quien somos y aquel que fuimos.

*

¡Arroja los recuerdos!

*

Nuestros ojos se buscaron en la bruma y hallaron un espejo al otro lado.

*

¿Dónde el oráculo?

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20 de noviembre de 2021

Viñeta. El Roto.

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Histeria

«La ambición de poder es el núcleo de todo. La paranoia es, en el sentido literal de la palabra, una enfermedad del poder», escribe Elias Canetti en Masa y poder.

La prensa sistémica ha cancelado el sentido común. Abundan encuestas y titulares escalofriantes:

¿Deberían los no vacunados pagar por los gastos de su ingreso hospitalario y tratamiento? Austria confinará a los no vacunados. Prohibido visitar a sus familiares ingresados si no disfruta de la doble pauta de vacunación. Berlín deja sin vida social a los no vacunados. Confinar a los antivacunas. ¿Qué hacemos con los antivacunas? Europa endurece las medidas contra los antivacunas por el avance del COVID. Ha llegado la hora de actuar contra los antivacunas que van por ahí matando a gente. Cuñadismo vacunal, la nueva amenaza para las relaciones. A la caza del no vacunado. Los expertos advierten de lo que no se puede hacer en Navidad: No entremos en casa de los no vacunados, no los invitemos. Matar al no vacunado.

Punk is dead. La histeria vacunal roza máximos históricos. El tema ha llegado incluso a las pescaderías de barrio y sus conversaciones amables. ¿A qué esperas para ponerte la tercera dosis? Sintonizamos las principales cadenas de televisión y no vemos más que a un montón de tertulianos sin mascarilla echándole la bronca a los que no la llevan. Es que los techos del plató son muy altos, decían. El acceso al Vaticano sólo es posible con el pasaporte Covid. ¿Pasaporte de salud? La situación es tan ridícula que incluso la cadena McDonalds lo pide en algunos países. Berghain, el templo alemán de la música techno y las drogas, lo pide.

Donde hay riesgo, debe haber elección. El pasado mes de junio, mi querida amiga Sara, joven y activa, se preparaba para su tan esperado viaje a Islandia. Lo primero que le vino a la mente fue la obligatoriedad de mostrar su pauta de vacunación en el control de pasaportes del aeropuerto. Cumplió. Acudió a su cita y se puso la primera dosis de Pfizer. El calvario empezó tres horas después. Mareos, dolores de cabeza, vértigo. Incluso perdió la vista, todo borroso y nada a lo que agarrarse. En urgencias tan sólo le recomendaron reposo. Tres días después, se le inflamó la parte izquierda de la cara y el cuello. Acabó en parálisis. Luego, vinieron las taquicardias y subidas de tensión. Urgencias y TAC cerebral. El dímero D disparado. Su sangre se había coagulado hasta niveles insospechados. Han pasado cinco meses. Constantes ingresos en urgencias y prescripciones médicas, pero Sara no ha recuperado la buena salud de la que disfrutaba antes. Su día a día es una retahíla de mareos, náuseas y vómitos. Sinfín de vértigos, incluso tumbada en la cama. ¿Cómo era aquello de vacunarse para volver a la vida normal? Huelga decir que no hubo viaje a Islandia. Constantes visitas a neurólogos, públicos y privados, y todavía no ha podido dar con un tratamiento válido.

La libertad nos constituye como seres humanos. Los tres comportamientos de Fromm: Autoritarismo, destructividad y conformidad. Los vacunados contagian igual que los no vacunados. No lo digo yo, lo dice The Lancet. Basta ya de eufemismos y retórica oficialista. No son pasaportes e indicadores de salud, son permisos de movimiento. Australia, que hace poco gozaba de una de las democracias más liberales del mundo, se ha convertido en un infierno. Incluso Italia lo pide para trabajar. Miles de italianos se manifiestan cada día en las calles más concurridas de sus ciudades y la prensa no dice ni mu. Austria apunta a la vacunación obligatoria y un nuevo confinamiento. Un padre de familia lituano se lamenta por Twitter al no poder ir a comprar a su centro comercial. Without a pass, you’re banned. Estamos asistiendo a una debacle espiritual e irracional de la que no podremos recuperarnos. Aquellos que preferimos acudir a nuestra libre elección somos tildados de fachas conspiranoicos o portadores de un gorrito de papel de aluminio en la cabeza. La ventana de Overton está más abierta que nunca. Por favor, ¿qué más nos queda por ver? ¿Ha empezado ya la guerra por la libertad —me refiero a la libertad de verdad, no la chorrada del eslogan electoral— y no nos hemos dado cuenta?

Hace unas semanas, me topé por redes sociales con unas declaraciones de una instagrammer llamada Deborah Ciencia. «El bien y el mal existen. Los buenos serían los que se vacunan y los malos los que no se vacunan». ¿Por qué se puede alardear de ser divulgador científico en la televisión pública y acudir al moralismo más barato? Recordemos cuando el debate era la forma más sana de poner ideas en común. ¿A quién no le gusta un buen debate? Pues me temo que también lo hemos prohibido. Hace unos meses tuvo lugar un intento de mesa redonda acerca de la gestión de la pandemia en La Clave Cultural, el programa de Federico Ruiz de Lobera. Los invitados: tres médicos disidentes, María Luisa Carcedo, exministra de Sanidad del PSOE, y el presidente del Colegio de Médicos de Madrid. A la pregunta, ¿qué opina de los tropecientosmil efectos secundarios derivados de estas vacunas y sus muertes registradas? Carcedo y el presidente del Colegio de Médicos abandonaron el plató raudos y veloces. El vídeo fue eliminado de YouTube por incumplir las normas de la plataforma. ¿Qué normas son esas? Aquí nadie niega el virus, sólo nos hacemos preguntas. ¿Qué sería de nosotros si no nos hiciéramos preguntas? Hace unos días nos despertábamos con otra noticia: Instagram bloquea el hashtag inmunidad natural. Vamos a ver, ¿qué problema hay ahora con la inmunidad natural? El problema es que esa inmunidad no te la proporciona la vacuna, te la da tu sistema inmunológico.

Polarización y silencio cómplice. Otra pregunta más: ¿Por qué despreciamos nuestra libertad?

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19 de noviembre de 2021

Foto: Pedro Madueño

Blogs de autor

Palmas en casa Wittgenstein

Aquella niña gitana que se bajó del carro para pedir limosna no llevaba zapatos. Debíamos de tener la misma edad, unos once o doce años, y quizás por ello sus pies callosos representaron para mí la peor de las humillaciones que podía imaginar, aparte del no ir al colegio. Espoleada por la urgencia, corrí a buscar unos zapatos viejos que le entregó mi madre. Aquella noche me acosté con el misterio encendido: pensaba en esas vidas desarraigadas y exiguas, pero también en su gracia, porque a pesar de la miseria aquella familia no parecía abrumada. No tardó en desvanecerse el sentimiento de eficacia que me había embargado al pensar que aquella chiquilla recorría caminos polvorientos con mis zapatos azules porque, cuando regresaron al cabo de dos meses, seguía descalza.

Me costó entender que sus pies prefirieran sentir el suelo, sin apreturas ni cordones. Ese fue mi primer descubrimiento sobre los gitanos, e hizo crecer mi interés por su manera de estar en el mundo. Su sentido de la libertad, que los ubicaba en los márgenes de la sociedad, almidonaba mi fantasía, arrebatada por el don de su música. En mi empeño, subí a las cuevas del Sacromonte, donde vivían pendientes del toque de guitarra; en Granada seguí la estela de los Morente, y en Cádiz, la de Camarón; además de aprenderme la Nana de colores, de Diego Carrasco y Remedios Amaya. También me aficioné a la fotografía de Jacques Léonard, un payo infiltrado en la vida cotidiana de aquellos que siguen defendiendo la fuerza de la comunidad en plena dictadura del individualismo.

Cuando la editorial Arcadia anunció la publicación de Wittgenstein, los gitanos y los flamencos de Pedro G. Romero, mi curiosidad se desbordó. La historia parte de un pretexto: en el 2015, un grupo de gitanos búlgaros y rumanos fueron invitados a la casa Wittgenstein, en Viena, para participar en un encuentro sobre la cultura romaní. Y el fin de semana se alargó a meses de ocupación, pues a los gitanos solo les habían pagado el billete de ida. El autor se sirve de esta excusa para analizar las formas de asentarse y habitar de esta comunidad, así como su bohemia y su desclasamiento, y recuerda no solo que a Wittgenstein le atrajeron siempre los no integrados, aquellos en itinerancia física y moral, sino que enseñó a sus alumnos de la aldea de Trattembach que la cinta mágica, mulengi dori, de los gitanos guarda relación con el sistema métrico universal, y podía, además, traer buena fortuna. Pedro G. Romero nos descubre que la falsa simetría que caracteriza a la mansión que el filósofo levantó sobre los escombros del Palais de la Kundmanngasse, incómoda para la mayor parte de sus moradores, fue justo lo que hizo sentirse a los gitanos como en casa. Una sincronía nada extraña teniendo en cuenta que Wittgenstein defendía “la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender (…) esa comprensión que consiste en ver las relaciones entre las cosas”, como escribe su biógrafo Ray Monk en Ludwig Wittgenstein, el deber de un genio (Anagrama).

La banca del capitalismo ha comprado no pocas veces el arte gitano, pagando a los flamencos para que derramaran el duende –como herramienta de conocimiento, o sea, el antiguo pathos, tan arraigado en Europa– sobre sus manteles. Como en aquella ocasión en la que Lola Flores bailó medio desnuda entre señoritos jerezanos y un vapor de otro mundo paralizó el aire. Si su arte ha logrado no solo permear, sino elevar nuestra cultura, ¿por qué nos empeñamos en mantener el estigma con el que tan a menudo los señalamos?

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18 de noviembre de 2021
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El Boomeran(g)
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