Félix de Azúa
No levantaba la mirada, poseído por una actualidad que se agitaba en la palma de su mano. Era la imagen viva del político
Viajar de Oviedo a Madrid viene a durar unas cinco horas. El día era limpio y soleado. La Cantábrica resplandecía con sus picachos nevados y los dientes de sierra verdinegros de un horizonte dramático. Al tomar asiento me fijé en un hombre menudo de complexión fuerte que ocupaba el sillón frontero, al otro lado del pasillo. Iba, pues, en dirección contraria a la marcha. Me compadecí de él, cinco horas de espaldas son un mareo. Sólo más tarde sospecharía que lo había elegido adrede para evitar distracciones.
El caso es que, a pesar del bozal, su cara me sonaba. Tenía toda la pinta de un mando sindical, un profesional del trabajo ajeno, pero había detalles que me chocaban, como una camisa blanquísima, de un blanco cegador, una blancura que solo luce en un algodón de extremada pureza. Era, además, una camisa hecha a medida que se adaptaba con precisión al cuerpo del político. Una camisa de 500 euros, para entendernos, con las líneas de planchado en mangas y pecho implacables, a lo Mondrian. Aquello era raro porque todos solemos usar ropa de baratillo para un largo viaje como aquel.
Entonces le vi abrir un ejemplar de El País y leerlo con suma atención. Una vez confirmadas sus creencias lo dobló con cuidado y volvió a dejarlo en la mochila Montblanc, al tiempo que sacaba un móvil. Se acomodó confiado y satisfecho. Ya no volvió a levantar la mirada hasta llegar a Madrid. Fueron cuatro horas de fusión con la pantalla, de tecleo, de oír mensajes y leerlos. Estuvo hundido en el aparato como un buzo a la caza de tesoros. Fuera, cimas altivas, relámpagos de nieve y sol, valles con pueblines enanos. Él no levantaba la mirada, poseído por una actualidad que se agitaba en la palma de su mano. Era la imagen viva del político: alguien que quiere arreglar la vida de los demás, pero solo conoce el mundo inmaterial.