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Los juicios de Managua

En Managua se están celebrando juicios para condenar a los prisioneros políticos encarcelados desde mayo del año pasado, cuando el régimen quiso eliminar cualquier riesgo en contra del fraude electoral que ya estaba montando y que culminó con la cuarta reelección de Daniel Ortega en noviembre.

Los juicios de Managua recuerdan en muchos sentidos a los juicios de Moscú, que se celebraron entre 1936 y 1938 en contra de figuras políticas relevantes que representaban algún tipo de amenaza para el poder de Stalin; unos juicios que le sirvieron también para imponer el terror entre aquellos que abrigaran algún mal pensamiento y quisieran de alguna manera revelarse. Mejor el silencio que el tiro en la nuca.

Se parecen en cuanto al siniestro catálogo de delitos. El famoso artículo 58 del Código Penal de Stalin estaba diseñado para eliminar adversarios, disidentes y potenciales enemigos, y sacarlos del juego. Traición a la patria, traición a la revolución, atentados contra la soberanía nacional, colaboración con potencias extranjeras; un artículo que se iba reformando de acuerdo a las necesidades de la represión. Parecidos delitos están contenidos en las leyes que fueron dictadas en Nicaragua de manera expresa antes de que comenzaran las redadas de prisioneros; sólo que ahora, además de la traición y el menoscabo de la soberanía, esas leyes contemplan los ciberdelitos, y se castigan los chats que contengan palabras ofensivas contra la familia en el poder, y hasta los memes; ya no se diga la difusión de noticias “que promuevan el odio y la disensión social”.

En los juicios de Moscú, los prisioneros comparecían delante del tribunal con el ánimo quebrado tras largas sesiones de tortura, la luz siempre ardiendo en sus celdas, sacados constantemente a medianoche para ser interrogados. En los juicios de Managua hay prisioneros que, tras meses sin ver la luz del sol, y sin saber si es de día o de noche, han empezado a perder la memoria y a olvidar el nombre de sus hijos; a otros se les está cayendo la dentadura, o se han convertido en esqueletos de tanto peso que han perdido, y también son levantados a cualquier hora de la madrugada para llevarlos a interrogatorio y preguntarles siempre lo mismo.

Pero a ningún han logrado doblegar. Ana Margarita Vijil, a quien se le impidió hablar durante el juicio, sólo tenía derecho de poner su firma al pie del acta de condena. Y debajo de la firma escribió: “prisionera política”. Fue sentenciada a diez años de prisión por “conspirar para cometer menoscabo a la integridad nacional”.

Y si los juicios de Moscú se celebraban en una sala de la Corte Suprema de muchos dorados y cortinajes, en cambio, los juicios de Managua tienen lugar en secreto dentro de la propia prisión, sin acceso a la prensa. Y los reos no tienen derecho a la palabra, que escasamente se concede a sus abogados.

Pero en ambos casos se trata de condenadas dictadas de antemano. Jueces y fiscales no son más que comparsas de una puesta en escena. Y si los juicios de Moscú podían durar semanas, con desfile de testigos y confesiones públicas de los acusados, los juicios de Managua no duran más de dos o tres horas, y no hay más testigos que los propios policías. Y los jueces tampoco deciden las penas. Eso ya está resuelto desde más arriba desde sus cabezas.

Tampoco los prisioneros que sufren enfermedades graves, o los de edad avanzada, de los que hay varios, son apartados de los rigores del régimen carcelario que tiene mucho de crueldad vengativa. El comandante Hugo Torres, héroe de la lucha guerrillera contra Somoza, acaba de morir a los 73 años, víctima de una enfermedad terminal de la que sus carceleros hicieron poco caso. Aún muerto, en las redes oficialistas siguen llamándolo traidor. En diciembre de 1974 había sido parte del comando armado que tomó en Managua la casa de un alto funcionario de Somoza mientras se celebraba una fiesta, y el comando logró canjear a los invitados por los presos políticos que pudieron volar hacia Cuba, entre ellos Daniel Ortega. Triste y terrible. Habiendo liberado a Ortega de la prisión, ahora Hugo Torres ha muerto en una prisión de Ortega.

Y al tiempo que se celebran los juicios de Managua, decenas de organizaciones no gubernamentales están siendo ilegalizadas, entre ellas universidades privadas que sufren el despojo de sus instalaciones, y miles de estudiantes son dejados a la deriva. Universidades obedientes, o nada.

Cuando los juicios de Moscú se celebraron, en el mundo hubo poco eco de aquel bárbaro montaje. La opinión pública y los periódicos tenían entonces cosas distintas de qué ocuparse: la amenaza del nazismo, el cerco de Madrid.

Hoy también, cuando se llevan a cabo los juicios de Managua, el mundo tiene otras cosas de que ocuparse: la impávida cara de jugador de póker de Putin negando que quiera invadir Ucrania, y el presidente Biden insistiendo en que la invasión es inminente.

Mientras tanto, el martillo de los comparsas de Ortega disfrazados de jueces, que golpea al dictarse una condena tras otra dentro de los muros de la cárcel convertida en tribunal, no se escucha. Nadie lo escucha.

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15 de febrero de 2022
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El espasmo narcisista del hombre resentido

El progreso que va de la mano de las nuevas tecnologías a menudo hace olvidar sus aspectos más cuestionables. El filósofo inglés e historiador de la cultura Jeremy Naydler se adentra en ellos, en un combativo ensayo que apunta a limitar sus dominios.

Aunque la chimenea de las fábricas, el tubo de escape de los coches y la punta del cigarro han humeado visiblemente sobre nuestras cabezas, encharcando con alquitrán los pulmones del tórax y del planeta, ha sido necesario más de un siglo y miles de reclamaciones, denuncias y tumultos para admitir los trastornos que estos fogones causan a la salud del mundo. Cabrá preguntarse entonces cuánto tiempo hará falta para comprender los efectos perniciosos de la cibernética y cuánto se tardará en concertar un acuerdo que limite sus dominios.

Dado el ímpetu de la cuarta ola tecnológica, parece conveniente consultar la obra de los pensadores, analistas y ensayistas dedicados a cuestionar el despliegue de la inteligencia artificial. Será un pobre contrapeso a la abrumadora propaganda de los fabricantes, al ardiente entusiasmo de los partidarios, la confiada credulidad de los clientes y la impotencia legislativa de los gobiernos, pero nos ayudará a entender la encrucijada en la que hemos caído de bruces.

Con el inquietante título La lucha por el futuro humano el filósofo inglés e historiador de la cultura Jeremy Naydler reúne en cinco ensayos el inventario crítico de las innovaciones y primicias que han enajenado nuestra más íntima, profunda y verdadera razón de ser en el mundo.

Naydler subraya los aspectos oscuros que silencian los publicistas de la computación y calibra a dónde nos puede llevar la adicción, la fragmentación psíquica, el abandono de lo real por lo virtual y la mengua moral que hará del cuerpo humano un artefacto ciborg. El autor comenta las pantallas hipnóticas de la realidad “aumentada”, la radiación electromagnética de alta intensidad que necesitan las antenas del 5G, sus efectos dañinos en el sistema inmunológico de los organismos vivos y la extinción de plantas, hormigas, colonias de abejas y gorriones, su impacto en la salud humana y el brote de tumores cerebrales, la neurodegeneración y la infertilidad que provoca en los individuos.

Naydler nos invita a visualizar los 100.000 satélites que deben ponerse en órbita –con sus correspondientes residuos de chatarra espacial– para que funcione el famoso “internet de las cosas”, la malla de routers que deben instalarse en hogares, campos y ciudades para “monitorizar” la posición, el movimiento y los pensamientos de los habitantes del mundo.

Con paciencia pedagógica Naydler enumera los efectos encadenados al artificio tecnológico y busca con perplejidad el motivo por el cual la tecnificación del todo es celebrada como un logro del progreso y un salto cualitativo de la perfección evolutiva. El autor confiesa no entender la complicidad festiva de ministerios, universidades, partidos políticos y escuelas con el moderno Leviatán.

Mucho más fácil resulta comprender el entusiasmo de los emprendedores que dirigen la factoría tecnocientífica. Al fin y al cabo el nicho de mercado que les espera es un masivo parque de clientes dispuestos a comprar las más recientes invenciones de sus laboratorios. Injertar un chip en el cerebro de cada uno de los siete mil millones de seres humanos del planeta, y reponerlo cada vez que se estropee, será un negocio muy apreciable. No tuvo inconveniente en confesarlo Jeff Bezos después de su breve salto espacial, con la franqueza a la que nos tienen acostumbrados los gringos: “Clientes, empleados: todo esto lo habéis pagado vosotros”.

Recientemente El País recogía las declaraciones de los dos expertos españoles invitados a la reunión convocada en Washington por el Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. Con alegre contundencia los entrevistados anuncian el inminente estreno del “ser híbrido” que llevará implantado en el cerebro las terminales de las grandes tecnológicas. Aclaran los expertos que las aplicaciones incrustadas en el cráneo humano proporcionarán un cómodo acceso a los videojuegos y a la pornografía, pero que luego, más adelante, el algoritmo nos permitirá operaciones más sofisticadas. Por ejemplo: “Acabar las frases en las que estamos pensando…”. Otra milagrosa conquista del hombre enchufado consistirá en superar el descomunal obstáculo que padece cuando intenta “decirle algo a la gente” (sic).

Como no se llega a entender la truculenta humorada de la profecía, a la que se dedican miles de millones de dólares, el lector tendrá que adivinar por su cuenta si estamos en verdad ante ese gran horizonte de sucesos pronosticado por la tecnociencia o a la sombra de una colosal tomadura de pelo.

No obstante, la interrogación de Naydler va más allá de la atrofia cognitiva, la ingenuidad servil y el fetichismo consumista de los usuarios. Nuestro autor polemiza frontalmente con la ideología transhumanista cuyos dogmas, consignas y doctrinas bullen a nuestro alrededor. Niega categóricamente que la cibernética vaya a procurar el “mejoramiento” de lo humano y declara que la fatal consecuencia de la innovación tecnológica será la subordinación del hombre al imperativo mecanicista de una extraña y bastarda presencia.

La reflexión filosófica de Naydler sigue el hilo de una crucial observación del pensador francés Jean-François Lyotard: “¿Y si lo propio del hombre fuera estar habitado por algo inhumano?”. La sospecha de ese algo enquistado en el cuerpo, patológicamente corroído por la envidia a la máquina y alentado por el delirio de una inmunidad ortopédica, conduce su indagación sobre el síndrome fáustico de nuestra época.

¿Qué perturbadora burla puede incubarse en el seno de un hombre harto de sí mismo? ¿Qué fuerza le lleva a someterse temerariamente a una computadora más inteligente y poderosa? ¿De dónde nace la obsesión por dar a la técnica el poder de gobernar a la humanidad? ¿Qué influencia ha extirpado de la conciencia humana el principio de dignidad, soberanía y autonomía que glosa la filosofía kantiana?

La mentalidad colonizada por la doctrina mecanicista anhela el ocaso de lo humano y ver cumplido el vaticinio distópico que consuele el espasmo narcisista del hombre resentido, acabe de una vez con la disyuntiva del libre albedrío y borre de la memoria cultural la dimensión espiritual de un ser alumbrado por la trascendencia.

 

Publicado en La Vanguardia Cultura/s  El espasmo Narcisista 12 02 2022

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14 de febrero de 2022

Efe

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Sobre mares, poetas, imperios

En el inicio de El jinete de bronce, poema fundacional del mito de San Petersburgo, aparece ya mencionado el Viejo Continente. Pushkin, padre de la literatura rusa moderna, tomó una imagen de un poeta italiano para sintetizar el motivo que impulsó la creación de “la ciudad más premeditada del mundo”: abrir una ventana a Europa. Un balcón “a orilla de los mares” por el que asomarse a Occidente. Casi dos siglos después, la metáfora de abertura de una ventana, que sugería una mirada curiosa hacia fuera, ha dado paso a otra imagen más prosaica: la de un gaseoducto, el Nord Stream 2.

A mediados del siglo pasado, desde la historiografía se apuntó la necesidad de mantener una perspectiva de longue durée. Se proponía dar un paso atrás y ganar en profundidad: centrarse demasiado en lo concreto –“las crestas espumosas que las mareas de la historia llevan sobre sus lomos”– agudiza una suerte de miopía que desenfoca el conjunto. Como cuando, en una sala de museo, nos acercamos a un cuadro de grandes dimensiones para fijarnos solo en la pincelada. En la larga duración, el historiador debería captar estructuras profundas y realidades estables (“los arrecifes de coral de la historia”), como los marcos geográficos o ciertos fenómenos ideológicos. Y esto los grandes poetas, como barómetros del clima que se respira (así los calificó el polaco Zbigniew Herbert), lo captan de manera instintiva.

Durante la ocupación de Ucrania del 2014, de boca de los partidarios de una nueva tutela de Moscú se oyó repetir otro poema de Pushkin, A los calumniadores de Rusia (1831), que tiene el amargo sabor de los versos patrióticos. Compuesto con motivo del levantamiento en Varsovia contra el dominio del zar, el poeta exigía a Europa no inmiscuirse en disputas domésticas: “Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”. Una disputa cuya resolución estaba determinada de antemano, no por la guerra ni por la diplomacia, sino porque Rusia, juez y parte, debía ser el centro del mundo eslavo, su único interlocutor. Desde entonces en la política exterior rusa se esgrimiría esta idea de paneslavismo centralizado. Pushkin lanzó, además, una pregunta que resuena hoy en Berlín, Kíev, Moscú, París o Washington: “¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? Ese es el dilema”.

El bardo ruso, en cualquier caso, no pretendía convencer a Occidente –“Nos odiáis­, de todos modos”–, sino recordar a sus compatriotas que se podía ignorar el argumentario de Europa y seguir un destino propio, forjado sobre una identidad eslava compartida. Estas ideas las reformularía en 1869 Nikolái Danilevski en su ensayo Rusia y Europa. Dostoievski auguró que sería un título de referencia, y en 1991 se convirtió en un superventas gracias a un sentimiento que estaba arraigando: Rusia no podía reducirse a un mero afluente del mar del capitalismo. Tres décadas después, con la ventana tapiada, además de la amenaza bélica otro temor recorre Europa. Lo ha formulado, entre otros, el ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, y es que el Kremlin opte por asomarse solo a Asia. Basta con ver la buena sintonía entre Xi Jinping y Putin en la reciente visita del segundo a Pekín. ¿Se enfrentan dos ideas de democracia? ¿Una que solo ostenta el nombre (y que ya ha penetrado también en Bruselas: Hungría, por ejemplo) y otra que juega con cierta desventaja, pues es participativa, reposa sobre los derechos fundamentales y cree en la independencia (aunque imperfecta) de los tres poderes?

Otro poeta, Joseph Brods­ky escribió un poema despectivo sobre la independencia de Ucrania, aunque luego se autocensuró y no llegó a publicarlo. Brodsky –cuyo apellido, por cierto, deriva de un topónimo de la región ucraniana de Lviv– no lloraba el desmembramiento de la Unión Soviética, desde luego, sino el de un espacio cultural construido a lo largo de dos siglos de tradición literaria imperial, en el que Ucrania había tenido poca entidad propia, más bien era una prolongación: “El amor se acabó, si es que alguna vez lo hubo entre nosotros”. En 1992, durante un acto organizado por una universidad americana, cuando le presentaron a Oksana Zabuzhko como “poeta ucraniana», Brodsky preguntó con ironía: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko señaló su silla, situada entre la de Brodsky y la de Czesław Miłosz, y respondió: “¿No lo ve? Ahí sigue, como siempre, entre Polonia y Rusia”. Hay marcos mentales que fluyen a través de los siglos, hasta el punto de parecer eternos. Es vital conocerlos para entender algo de ese enrevesado mundo de las zonas de influencia. También para cambiarlos.

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11 de febrero de 2022
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¿Conocimiento científico en las máquinas?

 Hubo pasmo, en las décadas finales del pasado siglo, cuando  entes maquinales se mostraron  aptos a reconocer dígitos manuscritos.  Mayor  estupor todavía cuando se revelaron capaces de catalogar con acuidad aspectos del rostro (una nariz, una boca), o un rostro por entero, distinguiendo, si es el de un animal o el de una persona. Hoy entes  maquinales hacen previsiones que  los científicos no habían sido  capaces de hacer. Me detengo en este aspecto, considerando un caso de performance predictiva, en la intersección de la inteligencia artificial y la genética.  Me refiero a Alpha–Fold 2, artefacto que fue capaz de prever el repliegue sobre sí mismos de los polipéptidos, a fin de alcanzar la estructura tridimensional que es necesaria para el  correcto funcionamiento de las proteínas.

Es bien sabido que  prever no es explicar y no está claro que la acuidad predictiva de Alpha-Fold 2  sea consecuencia de que ha alcanzado una intelección plena, es decir, un conocimiento de la causa o razón.  Recordaré al respecto que la gravitación newtoniana preveía importantísimas cosas y sin embargo no se explicaba (pues de hecho era inexplicable, de ahí la importancia filosófica de sus sustitución por la gravitación  relativista).  Así que, aún no teniendo Alpha-Fold2 explicación de sus previsiones, dado que ello le ocurre en ocasiones también  a un científico, desde el punto de vista práctico cabe homologar la performance del primero   a la  del segundo. Pero digo homologar la performance y no homologar Alpha -Fold 2 a un científico, en razón de lo siguiente:

La inteligencia de  todo ser humano, científico o no científico  supone una imbricación de sintaxis y semántica que (como el pensador americano John Searle viene recordando desde hace decenios)  no es seguro en absoluto que quepa atribuir a un artefacto maquinal por importantes que puedan ser sus logros (en todo caso el asunto está en discusión). Muchas son las cosas susceptibles de sorprendernos y hasta de dejarnos estupefactos sin necesidad de que el agente productor este dotado de una inteligencia semántica. Piénsese simplemente en la acuidad descriptiva en el código de señales  de muchos animales, empezando por el siempre mencionado caso de la abeja.

El científico tiene sin duda  en todo momento  ideas, pero su acción concreta no siempre  es resultado del despliegue de tales ideas. El aprender de un algoritmo es desde luego homologable a ciertos aspectos del aprender de un científico, pero no hay seguridad de que se trate de esos momentos del aprendizaje científico en los que del manejo de parámetros conocidos surge literalmente una nueva idea.

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10 de febrero de 2022

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¿Para qué nos quieren?

 

Nacemos y reproducimos desesperadamente los primeros gestos que nos rodean, de ahí nuestro oculto talento para la interpretación. Todos somos actores y actrices que nos preparamos para entrar en escena, y creemos que, actuando, podremos transformar algo. Para ello medimos nuestra impostura, y más cuando en este reino se impone como mandato la naturalidad, aunque sea forzada. “¡Sé más natural!”, le exige el asesor al candidato cuando posa bien alejado de toda espontaneidad.

Me deslumbran mis amigas actrices: con qué bravura dejan de ser ellas y encarnan personajes que parecen auténticos, absorbiendo un dolor o una frivolidad que nunca han experimentado. Ellas me recomendaron El actor y la diana, de Declan Donnellan, un libro que invita a descubrir los misterios de la vida. El dramaturgo, en lugar de preguntarse ¿por qué?, prefiere cuestionarse ¿para qué? El cambio es radical. Por ejemplo, nunca llegaremos a saber por qué Julieta se enamora de Romeo, pero sí que su misión en la vida es amarle desafiando al destino.

Así como la escritora, el chef o los músicos escriben, cocinan y componen para ser más queridos, en la vida minúscula solemos actuar para obtener afecto. En lugar de adeptos los llamamos seguidores, y las pantallas contribuyen a que establezcamos una falsa complicidad que revienta el ego. Mi amigo Basilio Baltasar me señaló una frase de la actriz Belén Cuesta en Jot Down que le había impactado, venía a decir: vivir del aprecio de los demás es una mierda. “Una filósofa”, apostilló Baltasar. Porque, confundidos por nuestras meritorias actuaciones, pensamos que el mundo nos debe algo. Que nos corresponde un aplauso. Y en este agudo proceso de infantilización de una ­socie­dad que necesita de palmeros para combatir el horror ­vacui, seguiremos preguntándonos equivocadamente ¿por qué no me quieren?, en lugar de ¿para qué me quieren?

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9 de febrero de 2022
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Desolación

Mi conclusión, después de darle vueltas al asunto, es que vamos hacia el modelo de república bananera o filipina, en la que los parlamentarios acaban dándose de puñetazos a plena cámara

Nada se puede añadir a lo publicado sobre la ridícula sesión parlamentaria del pobre gañán del PP que confundió a su mujer con un sombrero. Sólo algunos detalles laterales aún llaman la atención. Así, en algún lugar he leído que el tal diputado de dedo tonto es hijo de pastores. No da el personaje. Yo veo a un hombre en perpetua perplejidad, que gasta jerséis de firma y tiene cara de haber sufrido acoso en el colegio. Es una figura curiosa, pero, ¡vaya equipo el de Teodoro! No se concibe nada más inútil. ¡Y el sanchismo aplaudiendo furioso! ¿A quién? ¿A ellos mismos? ¿Al error?

También me sorprende que todo el adelanto que supone la votación telemática y demás zarandajas técnicas no conduzca a una mayor seriedad sino a todo lo contrario. Hay todavía muy poca información sobre los procesos de pirateo y conspiración telemática, seguramente porque todas las cloacas de la política, los medios y las finanzas usan procedimientos y estrategias de astroturfing que falsean votaciones, deciden elecciones e inducen el odio necesario para que todo acabe como una reyerta de tasca. No hay, en efecto, apenas documentación sobre esta guerra canallesca. Acabo de leer Confesiones de un bot ruso (Debate) que poco dice, está mal escrito, no llega a donde debería, pero por algo se comienza.

Mi conclusión, después de darle vueltas al asunto, es que vamos hacia el modelo de república bananera o filipina, en la que los parlamentarios acaban dándose de puñetazos a plena cámara y en abierto. No parece que cargarse la democracia española sea la voluntad del PSOE o del PP, aunque sí lo es, desde luego, de Bildu y los separatistas catalanes, ambos simpatizantes de Putin. ¿Y no habrá fuerzas oscuras atacando ya el blando vientre de Europa? ¿Intoxicadores con bots profesionales? Si les dicen que no, denlo por seguro.

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8 de febrero de 2022
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Los Lamenombres y otras zoologías de la cultura

Es cierto que en toda minoría de intelectuales hay una mayoría de pigmeos, con perdón de las pigmeas, que hacían y hacen extraordinarias obras de arte sobre corteza de los árboles, y de los sorprendentes pigmeos polifónicos. Recuerdo a Julian Barnes contando a un grupo de periodistas que, cuando preguntaba en Londres cuántos intelectuales había en la sala, apenas unos pocos levantaban tímidamente la mano, y que cuando hacía la misma pregunta en Francia o España, podía oírse el estrépito de un bosque de brazos alzándose al unísono. Entre risas, llegamos a la conclusión de que Barnes tendría que haber planteado la pregunta a la inversa. En esa mayoría de la minoría los más numerosos son los Lamenombres, que diría Elias Canetti, aquellos que saben los nombres que hay que saber, pero que no saben que no saben. Están emparentados con los explosivos Enciclopetópicos, que pueden hablar de cualquier obra con gran autoridad echando mano de un vasto repertorio de clichés -«sí, Siri Husvedt es mejor que Paul Auster, y Lydia Davis mejor que los dos»-, o del cóctel de frases extraídas de reseñas leídas en Internet.

Los Arruganariz desprecian todo aquello que les suena a comercial, sean libros, filmes o nuevas músicas. Leen sólo novelas contemporáneas y conservan un vago recuerdo de algunas lecturas o filmes de su época de estudiantes, y aunque huyen de lo mainstream no ven contradictorio citar «a aquel coreano tan bueno» —Byung Chul-Han acertarán algunos a decir—, ese wikipedista del pensar prestado, ahora que ya no luce citar a Baumann, Badiou, Zizek o Sloterdijk. Si no pueden opinar sobre un tema, no importa, desviarán la conversación hacia aquello que se han preparado.

Los más activos son los Engatusanecios que copan tribunas de prensa, conferencias, jurados, premios, tertulias, másters y catálogos deslumbrando a los incautos iletrados que manejan la llave de la caja o deciden las programaciones. Algunos de ellos se forrarán denunciando con frases incendiarias las causas de las víctimas y los pobres. Otros conseguirán entrar en el circuito evidenciando entre el aplauso general los mecanismos obscenos del poder: los mismos mecanismos de los que ellos se servirán cuando lleguen al poder para mantenerse en el poder.

Los Gallifelpudos son aquellos que cacarean las consignas de los partidos que les promocionan y pagan. Para llegar a ser un Gallifelpudo de Oro tienes antes que haber sido una voz crítica para llamar la atención y subir la cotización de tu silencio.

Los Aristoplastas son muy abundantes en el mundo del arte. Te miran por encima del hombro sin disimular un rictus de asco, cuando cuestionas cosas como si los museos en los que habitan son amables parques temáticos diseñados para exhibir una apariencia de modernidad crítica y aquietar la conciencia de los coleccionistas, esos buenos burgueses a los que aconsejan compras y decoran sus fiestas, vistosa cuota progre entre otros habituales animales de compañía -el peluquero, una modelo, el bailaor, alguien transgénero, la profesora de yoga, una adivina, alguna arquitecta neoyorquina de visita a la ciudad…

Por supuesto hay más especímenes. Sin agotar el diccionario: El Loroacadémico (repite citas como los curas versículos de la Biblia), el Destripaobras (diserta sobre la estructura de la obra sin haber captado su espíritu), los Penetrantes (como su popio nombre indica), los Soporíferos (un bostezo) o el Yoantesquenadie, aquel que suele apostillar, solemne y ofendido «Eso ya lo dije o hice yo antes que nadie…»

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7 de febrero de 2022
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Delito

Juan Rodolfo Wilcock Romegialli (Buenos Aires, 1919 - Lubriano, Italia, 1978), como J. Rodolfo Wilcock, fue el autor del libro que Edoardo Camurri, en traducción del italiano de Rosa de Viña, edita con el título El delito de escribir (Libros de la resistencia, Madrid, 2019) a partir de Il reato di scrivere, la primera versión, de 2009, la del sello milanés Adelphi. El delito de escribir lo componen 13 textos de Wilcock más otro de Camurri a modo de epílogo, todos breves, artículos publicados en prensa, excepto el de Camurri, inédito, que giran en torno a la llamada ‘sociedad literaria’.

Del libro, y por agravio comparativo, esa fea costumbre de destacar alguna de sus partes, en este caso alguno de sus párrafos, copio dos de ellos, el primero, se supone de Wilcock, y el segundo, una referencia, una cita no entrecomillada, ese recurso que invita a pensar que lo citado, ajeno normalmente al cuerpo del libro, se incorpora a él de tal modo que el autor de la cita y el autor del libro se confunden, son lo mismo. Aquí van los dos párrafos:

“Sustituir a las horribles (por incomprensibles e incomprensivas) personas que nos rodean por seres imaginados, comprensibles y comprensivos, por lo tanto agradables, es un privilegio no sólo de los pintores (si todavía existen, escondidos), sino también de los escritores importantes, y es una de las características que los hace importantes y felices.”

“La felicidad de un artista reside en poder concebir, como Lewis Carroll a los ochenta años, la vida de igual manera que un diálogo entre una tortuga y un termómetro.”

Antes que narrador fui arquitecto, o al menos formé parte de un equipo interdisciplinar en el que la arquitectura era la materia dominante y, desde esa atalaya privilegiada, sentí yo también, como los escritores importantes de Wilcock, la capacidad, el poder de transformar el mundo, de proyectar, en vez de horribles bloques de viviendas, agradables adosados.

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7 de febrero de 2022
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Último oro

Un día de julio de 1995 visité en su tranquilo retiro de Jávea a Julio Alejandro, que iba a ser el primer personaje de una galería de retratos conversados que yo publicaría en la edición dominical de este periódico a lo largo de aquel verano. La idea de la serie, que titulamos La edad de oro, era oír y transcribir el relato de personas muy mayores (en edad y significación) de nuestra cultura, en su mayoría activas aunque no todas debidamente reconocidas. El encuentro previo en su despacho, a mitad de mayo, con Jesús Ceberio, entonces director de El País, precisó el contenido de esas colaboraciones estivales y propició su arranque; los nombres serían todos indiscutibles, pero al lado de Victoria de los Ángeles y Aurora Bautista, de Jorge Oteiza y José Luis Sampedro, en mi lista habría también raros y olvidados, por ejemplo Julio Alejandro. Y quiso la casualidad que Ceberio, que había sido antes corresponsal en México, conociese bien la vida y los hitos del fascinante exmarino aragonés exiliado que acabó siendo el gran guionista del cine mexicano, autor, entre otros trabajos para Buñuel, de los guiones de Viridiana y Tristana. Aquella misma mañana de mayo se tomó la decisión de que La edad de oro empezaría con él.

Fue para mí un verano muy rico en ganancias humanas y aprendizaje histórico en directo. Los que al fin fueron dieciocho hombres y mujeres mayores de setenta (ya que hubo en la serie segunda temporada al año siguiente), tenían mucho que contar, y juntas sus voces, en sus diferencias y hasta en sus discrepancias, quiero pensar que ofrecieron en esos extensos reportajes la imagen de un país mejor que no fue posible y de una España autoritaria y trágica pero no paralítica. La intención de aquellos “primeros planos orales” era hacer públicos los nombres propios más que el renombre, y creo que los artículos semanales, como el libro de 1997 que los recopilaba al completo, con las magníficas fotos originales de Ricardo Martín, descubrieron trayectorias borrosas por el paso del tiempo y silencios forzados.

Guardo recuerdos muy vivos de muchos de mis interlocutores, con los que, según el esquema de trabajo pre-establecido,  pasaba un día más o menos entero en su casa; sólo el gran escultor guipuzcoano Oteiza prolongó la visita con un largo almuerzo, tan sabroso como chispeante, de cuyo reflejo humorístico en mi escrito discrepó cortésmente en un cruce de cartas al Director, incluidas también en el libro las suyas y las mías. Y alguno de los más sabios y ocurrentes, como el profesor Aranguren o el genial poeta Joan Brossa, dijeron cosas muy brillantes, pero, ya delicados de salud en los encuentros, se fueron apagando en las horas de conversación.

Pocas semanas después de iniciarse con él la publicación de la serie murió Julio Alejandro de una embolia cerebral que le atacó mientras recibía la visita de José Luis García Sánchez y Manuel Vicent, quienes habían querido conocerle personalmente al leer su retrato en El País. A Julio Alejandro de Castro (tal era su nombre completo) le quedó tiempo de disfrutar de unos meses de reconocimiento tardío y edición de su obra escrita, y aunque  no llegó a tener una edad de oro en su propio país, sí pudo dar su último suspiro frente al Mediterráneo: “el mar ha sido el espejo de una gran parte de  mi vida, y me resulta difícil vivir sin verlo”.

Al cumplirse los 25 años de la última entrega semanal de La edad de oro murió el pasado 30 de noviembre a los 95 el arquitecto Oriol Bohigas, último superviviente de mis dieciocho personajes y el más joven de todos junto a su amigo el editor Josep Maria Castellet; este fue de hecho el único en ser incluido sin haber cumplido entonces, por unos pocos días, los preceptivos setenta años de edad. Bohigas, al margen de sus construcciones y de su fenomenal erudición arquitectónica, fue un hombre de ingenio, que en nuestro diálogo mostró de modo oblicuo su ironía respecto a lo que los catalanes, no se sabe si por insuficiencia fonética o ganas de fastidiar, llaman “madrit”. La capital de España le dio motivo a Bohigas para alguna greguería paleo-secesionista: “Barcelona ha de aprender de Madrid a ser una capital, pero que Madrid aprenda de Barcelona a ser una ciudad”. O este aforismo a costa de El Escorial, “un símbolo de la no-incorporación de España a la cultura europea. No hay más remedio que verlo así: el monumento más importante de aquella época española es un cuartel”. He dicho greguería, pero en realidad la gracia sentenciosa que el arquitecto mostró en sus réplicas y en más de una página de sus Dietarios no concuerda con el humor de Gómez de la Serna, acercándose más al de las glosas y máximas de Eugeni d´Ors, de quien Bohigas fue, en su juventud, seguidor acérrimo, sin llegar, creo, a la categoría de “idólatra eugénico” que tuvieron en la vida del gran filósofo algunas distinguidas damas.

También recuerdo otros momentos estelares de gran comicidad: la narración presencial del golpe de estado de Tejero visto como sainete conyugal por el finísimo periodista de la derecha ilustrada Augusto Assía (seudónimo de un primer Felipe Fernández-Armesto), y el despecho de mala leche del incombustible cineasta Ricardo Muñoz Suay evolucionando desde el estalinismo al liberalismo valenciano. Las mejores veladas las pasé con dos artistas bien distintas y muy locuaces ambas, la incomparable actriz y cantaora Imperio Argentina, que ya era, tal vez sin saberlo, una mujer libremente incorrecta, y Gloria Fuertes, a la que por entonces la trataban de payasa quienes no habían leído su obra en verso, que se sitúa en mi opinión (y en la de su antólogo Jaime Gil de Biedma) entre las grandes voces de la poesía española del siglo XX.

Pero había asimismo grandes silencios recordados por mis dialogantes. La sombra protectora, tal vez desde ultratumba, de Encarnación López la Argentinita, que había muerto joven en 1945, sobre su hermana la bailarina Pilar López, con quien hablé en la casa familiar del Barrio de Salamanca llena de reliquias y memorias de García Lorca, de Ignacio Sánchez Mejías, de Edgar Neville. Y la voz rota del exilio, la de los pintores Ramón Gaya y Eugenio Granell, tan diferentes ellos como personas y artistas, o el pesar de los exiliados interiores: el de Pepín Bello, amigo y cerebro en sordina de la Generación del 27, tan diezmada y dispersa por la guerra; la creativa melancolía de los paraísos perdidos de un Tánger cosmopolita en ese sabio hombre de cine y de libros que fue Emilio Sanz de Soto.

Cuando La edad de oro se recompuso semana a semana, documentando el pasado desde un presente longevo y memorioso, ya no había en España militares golpistas, ni persecuciones de religión, ni exilios por la libertad ideológica. De ahí mi sorpresa cuando, al despedirme de una maravillosa tarde confesional y poética, Gloria Fuertes me pidió omitir hasta después de su muerte (que por desgracia no tardó muchos años en producirse) el recuento vivaz, más jocoso que doloroso, de sus amores lésbicos; de publicarse en vida, me dijo, eso podría quitarle muchos lectores de sus cuentos infantiles, “porque los libros de niños los compran los padres, y hay por ahí cada padre…”. Cumplí la condición, naturalmente, y el tiempo ha permitido no tener que ocultar del todo la verdad de uno mismo. O el poder vivirla.

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3 de febrero de 2022
Blogs de autor

Onomástica

Cuentan que el filósofo Eugenio Trías Sagnier, ya muy enfermo, rió, a carcajadas, y quizá por postrera vez, al oír la historia narrada por el poeta Francisco Ferrer Lerín tras el viaje, de este último, a cierta localidad del norte de España y descubrir que algunos de sus habitantes disfrutaban de un peculiar nombre de pila, Ano, como masculino de Ana; acontecimiento que sorprendió al poeta pero que no sorprendía a los indígenas a los que el sustantivo “ano” no les decía nada ya que el extremo del recto era conocido por “serete”.

En la actualidad, coinciden con cierta frecuencia en los medios de comunicación de dos regiones, también septentrionales, dos personas que por la pandemia han cobrado relevancia; una, del sector cárnico, llamada Julián Falo y, otra, ignoro de qué sector, apellidada Coito, del sexo femenino. Y queda claro que dichos apellidos, Falo (derivación de otro apellido, Fanlo) y Coito (de origen gallego, del que ignoro su etimogía) no hacen saltar las alarmas, quizá es que nadie, o como mucho unos pocos, conocen el significado de “falo” y “coito” (es preferible no saber cuáles son sus equivalencias locales). Incluso, en el improbable pero posible caso de matrimonio entre estas dos personas cabría la situación, espectacular, de que si tuvieran un hijo varón lo llamaran Ano: Ano Falo Coito... y nadie pestañearía.

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2 de febrero de 2022
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El Boomeran(g)
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