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Otoño ‘happysad’

 

En sueños, confundo las casas en que he vivido. A veces los pasos nocturnos me llevan hasta un antiguo piso de alquiler del que conservo una llave, y, en mi rapto onírico, pruebo si todavía abre su puerta. Sin dificultad entro en la vivienda, que todavía contiene algunos muebles míos, e incluso unos labios de metal rojo con un agujerito para clavar una barra de incienso. A pesar de la vaguedad del espacio, los detalles emergen con claridad. Pero la casa no tiene bombillas. Me digo: “Bueno, solo estaremos aquí durante unos meses… hasta que encontremos otro lugar”, aunque la parte más angustiosa del sueño consiste precisamente en simular que no vivimos allí. En la pesadilla me debato entre la estupidez de mi acto y la búsqueda de una salida airosa.

Otra de mis casas soñadas es rural y emana un aroma a mandil encebollado y residuos de aceite. Tiene una mesa de comedor con mantel de hule y cuartos pequeños con edredones de color ala de mosca; una especie de laberinto conduce a sucesivas estancias igual de lúgubres y ajenas, hasta que, al fondo, veo una habitación luminosa y pienso que no todo está perdido: allí podré sobrevivir sin mo­rirme de tristeza pues la blancura lo redime todo.

Walter Benjamin soñó que iba con sus padres a visitar a la abuela, y en el pasillo de la casa se topaba con una serie de camas de niño con bebés vestidos de adulto sentados en ellas. “No me quedó más remedio que suponer que eran de la familia”, escribe. En su libro Sueños (Abada Editores), una maravillosa recopilación de algunos de los suyos, define así la textura del sueño: “El tedio es un paño gris, caliente y forrado por dentro con la seda más ardiente y colorida. En ese paño nos envolvemos al soñar: en los arabescos de su forro nos encontramos entonces como en casa”.

Freud afirmaba que todo sueño satisface un deseo, y acaso lo de soñar casas dentro de la casa que es el sueño trata de complacer un temor antiguo, el de hallar un lugar para vivir, justo cuando el mundo acelera sus motores prepandémicos. Más atascos y colapsos. Contenedores varados en un tránsito infinito. Gastar, viajar, regresar a la vieja idea de felicidad, que no de normalidad. Palpita una nostalgia de aquel mundo a medio gas de hace un año, que se solapa con la alegría del reencuentro; una sensación happysad, como dirían los anglosajones, justo cuando nos volvemos a ahogar en la maraña de urgencias que nos impide soñar en grande. A ver si Morfeo me lleva esta noche hasta una villa en la Toscana.

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11 de noviembre de 2021
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Usted perdone

Ha caído del cielo una culpabilidad universal para todos aquellos que hayan hecho algo en el pasado y también en el presente

Ha caído del cielo una culpabilidad universal para todos aquellos que hayan hecho algo en el pasado y también en el presente. Quizás sea una admonición para que lo aconsejable, a partir de ahora, sea no hacer absolutamente nada. Así lo recomienda la ley Celaá y las instrucciones de Castells para los estudios en España. No hay futuro, pero si lo hubiera, estate quieto y callado o acabarás pidiendo perdón.

La culpabilidad está mal repartida. Los españoles hemos de pedir perdón por la colonización de América, pero los presidentes mexicanos no han de pedir perdón por el sinnúmero de crímenes que se cometen allí todos los días desde los aztecas. Tampoco recuerdo yo que los rusos hayan pedido perdón por los millones de asesinados durante el estalinismo y sus secuelas. O los chinos, o los de Pol Pot, o (más chocante aún) los caudillos cubanos. Como dijo Sloterdijk, la izquierda se perdona a sí misma siempre y sin necesidad de decirlo.

Aún más raro es que nadie le pida a ninguna república o mafia islámica que se disculpe por las matanzas terroristas o por su financiación. Quizás será para que los cristianos no pidamos perdón por las cruzadas. Todo lo cual está muy bien y no lo critico, Dios me libre, pero me gustaría saber qué Señor (o Señora) ordena la selección. Se diría que, si el agredido pertenece a lo que Fanon llamaba “los condenados de la tierra”, el agresor debe golpearse el pecho aunque haga siglos de ello, pero ahora mismo Venezuela, por ejemplo, es un “pueblo condenado” gracias a su fornido sátrapa y nadie de nuestro Gobierno y asociados le exige disculpas al colonizador chavista.

También los varones españoles somos culpables de un tal acopio de atrocidades machistas desde Mio Cid y Don Pelayo que hemos de ir pidiendo perdón a todas horas. Habrá que reinventar La Tebaida y sus anacoretas.

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9 de noviembre de 2021
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Granada de mano

Estoy tumbado en un sofá, en posición de echar la siesta o de descansar tras un periodo de colosales fatigas. La granada de mano, de fragmentación, de conmoción, o aturdidora, quizá la haya encontrado en ese espacio ominoso entre el cojín y el respaldo, donde me gusta, a veces, rebuscar. De modo maquinal tiro de la palanca y arrojo el proyectil por la ventana que tengo a mi izquierda, una ventana espaciosa pero que dada su ubicación respecto a donde me hallo y, sobre todo, por la postura que mantengo, no es fácil de acertar, por lo que experimento un lógico alivio cuando el proyectil describe una parábola limpia y desaparece explotando en un punto que queda fuera de mi vista, pero que debe de situarse cerca de la fachada ya que se oyen cascotes cayendo a la calle, donde el griterío de niños y adultos demuestra que el impacto ha sido notable. Pero hay algo que sorprende, un segundo estruendo que, a modo de eco, se produce casi de inmediato, procedente, sin duda, de las montañas que rodean la ciudad y, esto es lo llamativo, un estruendo, un eco, un factor sorpresa que tanto el hombre soñado, como, al despertarse, el hombre tumbado, no tenían previsto que hiciera acto de presencia; les sorprende algo que no estaba en el sueño, algo autónomo, no un elemento más de la estructura convencional de este sueño del que el hombre soñado forma parte, así como forman parte el sofá, la bomba, el ventanal, la primera explosión, los cascotes, los gritos de la calle, pero del que no forma parte esta segunda explosión, sorpresiva, no programada, ajena al que sueña y al soñado, pero no al mundo de los sueños, del cual este sueño de la granada de mano sería una minúscula parte, una tibia conexión con el mundo, mucho más limitado, de los llamados vivos.

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8 de noviembre de 2021
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Un oficio peligroso

La literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiranías, que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. El poder que se ejerce con crueldades y excesos tiene rostro de piedra y es contrario a las verdades y a la invención, y al humor, y a la risa, que son cualidades cervantinas.

Ovidio fue desterrado a los confines más inhóspitos del imperio romano en el Mar Negro, “allá, donde ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo”, porque sus poemas, o su irreverencia, o sus opiniones, eso ya nunca llegará a saberse, ofendieron al emperador Augusto, y habría de morir lejos, afligido por las calamidades de la soledad y el ostracismo.

Extrañado. Cuando a un escritor se le envía al exilio la pretensión es convertirlo en un extraño de su propia tierra, de su vida y de sus recuerdos.

“Como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, dice de sí mismo en sus Tristes, porque aún en aquellas lejanías siguió escribiendo, un oficio al que no se renuncia nunca. Más bien, la necesidad de escribir se exacerba entonces, si uno se debe a las palabras, o debe su vida a las palabras.

El arte de amar, uno de sus libros capitales, quedó prohibido y fue sacado de las bibliotecas públicas. Prohibidas sus palabras, y alejado para siempre de su tierra, que era, según él mismo lo dijo, como “ser llevado al sepulcro sin haber muerto”.

En América Latina se ha pagado siempre un alto precio por la palabra libre. Muerte, desaparición, cárcel, destierro. Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, asesinados por la dictadura del general Videla en Argentina.

Al destierro fue a dar dos veces Rómulo Gallegos, primero bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez, y luego bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, después que fue derrocado de la presidencia de Venezuela.

Había durado solamente nueve meses en el cargo, los mismos nueve meses que duró Juan Bosch, exiliado por la dictadura del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la República Dominicana, sólo para ser derrocado por los militares trujillistas, y vuelto otra vez al exilio.

Pablo Neruda se comprometió en 1946 con la candidatura de González Videla, y se involucró en su campaña electoral, pero, ya en el poder, aquel lo mandó perseguir y tuvo que huir a través de la cordillera hacia Argentina.

Exiliados tras el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala Tito Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, por la dictadura de Castillo Armas. Exiliado Augusto Roa Bastos por la dictadura de Stroessner en el Paraguay. Exiliado Mario Benedetti del Uruguay, exiliado Juan Gelman de Argentina, su hijo asesinado y su nuera secuestrada y llevada al Uruguay donde dio a luz a una niña, desaparecida por largos años; y él mismo canta mejor que nadie esa desolada canción del exilio: “huesos que fuego a tanto amor han dado/exiliados del sur sin casa o número/ahora desueñan tanto sueño roto/una fatiga les distrae el alma…”

Y exiliados de Cuba Rinaldo Arenas, y Guillermo Cabrera Infante, y Severo Sarduy; y de Venezuela, hoy, tantos escritores y artistas que forman una inmensa, e intensa, diáspora.

De modo que yo pertenezco a esa larga tradición de quienes pagan un precio por sus palabras, dos veces bajo orden de prisión, y dos veces obligado al exilio, primero en mi juventud por una dictadura familiar, y tantos años después, por otra dictadura familiar.

Pero hay algo de lo que nunca nadie podrá exiliarme, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua de escribir realidades, y de crear mundos imaginarios, es una lengua que no conoce fronteras.

Hay lenguas que tienen el país por cárcel, lenguas que terminan donde terminan las fronteras. No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Ese sentimiento de que la voz se escucha de cerca, pero no de lejos.

Que le quiten a uno su lengua por la fuerza. Sándor Márai, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, también fueron prohibidos en su patria. Le extirparon la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia, o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y se suicidó en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sándor Márai, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Pero yo, con mi lengua recorro todo un continente, atravieso el mar, y siempre me dejaré escuchar. Y si mis libros están prohibidos en Nicaragua, las veredas clandestinas de las redes sociales hacen que lleguen a miles de lectores, igual que pasaba antes con los libros inscritos en las listas negras de la inquisición, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula, o burlaban las aduanas escondidos en barriles de vino, o de tocino.

Por eso que las palabras se vuelven tan temibles. Porque tienen filo, porque desafían, porque no se las puede someter. Porque son la expresión misma de la libertad.

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8 de noviembre de 2021

Foto: Ferrán Mateo

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Dostoyevski viral

El día en que Iván Zhdánov, estrecho colaborador del encarcelado Navalni, principal opositor a Putin, llegó a Barcelona para reunirse con la comunidad rusa, me sumergía en el libro de Manel Alías. En Rússia, l’escenari més gran del món plasma lo que ha visto y vivido durante siete años de corresponsalía en Moscú para TV3. El epígrafe lo toma de una activista feminista a quien entrevistó: “Vamos a mejor y a peor, simultáneamente”. En un país de las dimensiones y la historia de Rusia, lo extraño sería no encontrar contradicciones a su medida. Zhdánov, que denunció en el Col·legi de Periodistes las corruptelas del círculo del Kremlin y la ­destrucción sistemática de cualquier alternativa democrática, nació en Moscú como Dostoyevski, de cuyo nacimiento se cumplirán doscientos años la próxima semana. La tierra en la que mejor se ha escrito sobre la importancia de la libertad ­individual –de Pushkin a Grossman, , etcétera .– es también donde más a menudo se la ha pisoteado. “Solo los rusos pueden aglutinar a la vez tantas contradicciones”, leemos en El jugador.

Dostoyevski podía llegar a ser un chovinista empedernido, pero defendió a ultranza la participación en el debate pú­blico y el ejercicio de las libertades, lo que casi le costó la vida de joven. Libertad incluso –y esto le fascinaba– para equivocarnos, actuar contra nuestros intereses, sabotearnos la vida si es preciso, como cuando él desafiaba al destino cada vez que visitaba un casino y a menudo se dejaba hasta el último kopek. No pude evitar preguntarle a Alías si creía que, con Putin, a Dostoyevski lo habrían vuelto a encarcelar. Tal como están ahora las cosas, me respondió, si formulara una crítica directa a la clase dirigente, no tendría más remedio que publicar en una pequeña editorial, o largarse. Y es que Rusia vive una de las represiones más negras contra la prensa independiente y la disidencia desde la época soviética. No son casuales dos premios de este año: el Nobel de la Paz para un veterano periodista ruso y el Sájarov a la libertad de conciencia del Parlamento Europeo para Navalni.

A los rusos les cuesta entender que el trágico Dostoyevski despierte pasiones en el extranjero. Con todo, la fascinación actual por el true crime tiene un antecedente en sus obras. Crimen y castigo debe de hacer las delicias de Carles Porta. Y luego todo ese desfile de príncipes epilépticos, terroristas revolucionarios, intelectuales nihilistas, parricidas, funcionarios neurasténicos, ludópatas incurables y usureras que pueblan sus novelas... Escribir devorado por las deudas le empujaba, más que a alcanzar la excelencia estilística, a intentar atrapar a los lectores. Dostoyevski lleva al límite psicológico a sus personajes, pero sabía muy bien de qué hablaba: practicó la resiliencia mucho antes de que la palabreja se pusiera de moda.

¿Cómo nos desenvolveríamos si diéramos a cada segundo de la vida un valor incalculable? Eso lo aprendió después de pasar por un simulacro de fusilamiento, como le explicó a su hermano. Además, hay un dilema que atraviesa toda su obra y que sigue vigente. Me explico. Tomemos algunas noticias internacionales: ¿un fin razonable justifica tomar un camino (quizás) equivocado? Por ejemplo, ¿¿protegerse con una tercera dosis, pero dejar a otros invacunados? ¿Y negociar con estados autoritarios a cambio de reservas de gas?

La pandemia nos hizo volver a aquellos clásicos que describían o presagiaban una gran plaga. En las redes se recordó la pesadilla que aparece al final de Crimen y castigo: en medio de la fiebre y los delirios, Raskólnikov sueña con una grave enfermedad mortal que se extiende por el planeta desde las profundidades de Asia. Además de la coincidencia geográfica, el escritor acertó también con otra cuestión (su segunda obsesión después de la libertad): cómo las ideas nos dirigen, gobiernan nuestras acciones y se propagan siguiendo un patrón epidemiológico, en especial las más radicales y menos elaboradas. El virus que aterra a Raskólnikov en sueños tiene un síntoma particular: quien lo padece se siente “el único depositario de la verdad”. A medida que avanza la epidemia, por tanto, nadie escucha a nadie, inamovibles en sus convicciones, en un mundo polarizado y en permanente confrontación, incluso entre correligionarios. El novelista ruso no podía concebir un panorama más desolador. Echando una ojeada a la actualidad, sueño y realidad vuelven a confundirse. Y yo no puedo evitar pellizcarme.

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5 de noviembre de 2021
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Antonio y Cleopatra

Representada, seguramente por primera vez, en una fecha imprecisa de 1606, Antonio y Cleopatra no volvió a los escenarios hasta pasados 150 años, lo cual más que de fracaso habla de unas circunstancias que ayudan hoy a entenderla mejor en su osadía y su gran ambición tragicómica. Fue además escrita, y también esto es significativo, a continuación de cuatro obras maestras del más alto periodo shakespeariano, precediéndola Otelo, Medida por medida, El rey Lear y Macbeth.

En 1677, setenta años después de aquel probable estreno y trascurridos más de sesenta de la muerte de Shakespeare, un buen poeta y comediógrafo de la Restauración, John Dryden, puso en escena Todo por amor (All for Love), “escrita en imitación del estilo de Shakespeare” confiesa el propio Dryden, y esa tragedia sobre Marco Antonio y la reina egipcia tuvo tanto éxito que eclipsó a su modelo; el original de Shakespeare sería rescatado ya en el siglo siguiente, en 1759, por una de las figuras legendarias del teatro británico, David Garrick, cuyo Antonio daba réplica a la Cleopatra de otra gran actriz del momento, Mary Ann Yates. Aun así, la obra no entró en el repertorio, y lo que sigue es mi interpretación somera y tentativa de las razones de esa incomprensión o temor a un texto actualmente considerado esencial dentro del canon del Bardo: un texto en exceso atrevido para aquellos siglos que veían fluir la sangre con gran derrame en los escenarios, y abundaban en la representación de incestos y estupros, pero en los que la intimidad carnal sin freno de una ilustre pareja histórica podía escandalizar.

Ya en su primera escena, Antonio y Cleopatra revela los componentes opuestos y tan bien ensamblados que la caracterizan; la voz de una opinión pública desconfiada que, en boca de dos ciudadanos de Alejandría lamenta, no sin racismo, la chochez de un militar de rango como Antonio enamorándose perdidamente de una “gitana con tez de betún”. Para esos ciudadanos recelosos, al igual que para la alta jerarquía que comparece poco después en Roma, Cleopatra ha hecho del general romano “el hazmerreír de una ramera”, y la descripción despectiva no es tan huera como parece. Si hay algo que destaca en esta tragedia es la idea de diversión, de placer gozoso que sostiene el desarrollo de la pasión y casi podría decirse que proyecta a los enamorados en un más allá hecho de sensualidad verbal y disfrute de la risa. No puede ser casual a tal respecto, sino premeditada ingeniería dramática, que las escenas de las agonías y muertes de los amantes (acto IV escena 15 y acto V escena 2) transcurran en un constante equilibrio entre lo conmovedoramente patético y lo descacharrantemente cómico. En sus crisis de celos, en sus desplantes, en sus golpes bajos y sus zalamerías, en sus acusaciones mutuas y sus gloriosas reconciliaciones, está la clave de una contienda erótica en la que ni ella ni él desean quedarse en segundo lugar. De ahí lo extraordinario que la primera frase pronunciada por la reina en la obra sea ese “Si es en verdad amor, dime cuánto”, a lo que Antonio, entrando al trapo, responde “Pobre es el amor que deja sacar cuentas”. Cielo y tierra, sublimación y rencillas domésticas, van a ser en esa larga fase postrera de su relación los dos polos que les mantenga unidos y al fin les destruya.

Amada Cleopatra por otros hombres de abolengo antes de conocerse Antonio y ella (cosa que se resalta en los diálogos con una mezcla de impudor y vanidad), la reina de Egipto quiere evaluar el amor del triunviro para estar segura de que, llegado el momento inevitable de la confrontación de Oriente y Occidente, el valor de su ligazón sentimental superará al otro gran poder que está en juego, el poder político; un territorio desplegado entre los campamentos, las naves de guerra, los palacios y las alcobas, lo que da paso a muy vivas escenas de conspiración, mangoneo, traiciones y alianzas de conveniencia.

Es sabido que Cleopatra, hija de reyes y reina ella misma, fue una mujer curiosa y sabia, lectora y escritora (a ello se alude en la escena 3 del acto III), pero también estratega astuta en un universo de hombres sibilinos a los que no es aventurado decir que les atraía su belleza, su arrojo y su labia. Shakespeare, el más consumado artista de la elocuencia teatral, lo es tanto por boca de reyes o princesas como cuando hace hablar a los más siniestros sicarios y a los bufones menos compasivos; en esta obra los criados, los centinelas, los agoreros profesionales y los mensajeros se expresan con una dignidad y un sentido inapelables, lo que quizá justifique a los ojos de la pareja protagonista las ganas de mezclarse y hacer fiestas con la servidumbre y la soldadesca. Aunque las batallas de ingenio que ambos pelean constantemente, sin dejar de amarse, no tienen parangón. La tragedia de Antonio y Cleopatra, antes de serlo, es una de las comedias más chispeantes del autor.

Es también una obra en la que una de las recurrencias mayores de Shakespeare, la paternidad y sus reflejos filiales, aparece de un modo singular, distinto al que se da en Hamlet o El rey Lear, en los dos Enriques IV y el Enrique V, en El mercader de Venecia y en El rey Juan. Cleopatra es hija y heredera de los Tolomeos, y para continuar esa dinastía de la que tan orgullosa se siente, insiste y maniobra con la finalidad suprema de que su hijo, un desdibujado Cesarión, posible retoño de Julio César, la continúe y la afirme. Por su parte, Antonio tiene en el dramatis personae del Bardo una condición única: ser personaje muy central en Julio César (1599), y desempeñar en 1606 uno de los roles titulares de esta tragedia egipcia. Es muy de subrayar que en su primera encarnación Shakespeare dote a Marco Antonio de una gran contención y dignidad en la austera y muy hermosa oración fúnebre tras el asesinato de Julio César en el Senado romano, y siete años más tarde le confiera al mismo personaje una oratoria colorista, asiática la llama Plutarco, cuajada de metáforas y ocurrencias que se equiparan y desafían a las de Cleopatra, reina oriental. Dentro y fuera del lecho, en el puente de mando naval o al frente de las tropas, Antonio tiene en su mente como referencia o modelo al admirado Julio César; tampoco Cleopatra le olvida, aunque siente rabia de que su sirvienta Carmia, tan avispada, compare a los dos hombres, poniendo a su antiguo amante por encima de su definitivo amor del presente.

La voluptuosidad de Antonio y Cleopatra se acentúa por la edad que han cumplido; como tantas parejas actuales, los dos vienen de un pasado amoroso nutrido y con descendencias cruzadas. Su madurez les apremia pero les da también sabiduría. El poder de atracción de Cleopatra, basado no sólo en su físico sino en su palabra y en la resonancia de su memoria, da pie a breves y picantes intentos de seducción, en los que Shakespeare es maestro. Y tienen mucho peso los perjudicados principales: Octavia, intercambiada en una transacción de alta política, Enobarbo el auto-castigado por su breve abandono al jefe, Lépido; Sexto Pompeyo (otro hijo con angustia de las influencias paternas), el adolescente Eros, de ambigua y delicada fidelidad a su señor Antonio. Y, naturalmente, el vencedor Octavio César, que no hay que confundir con el gran general; se trata de su ahijado y sobrino segundo, que consiguió el laurel de emperador ambicionado por su tío.

La macabra danza amorosa entre el deber y el placer, así como el desfile constante de adivinos y mensajeros, tiene un memorable momento teatral y melódico, en la escena 3 del acto IV, que también ha pasado en una condensación de veinte líneas a la historia de la literatura. Me refiero al extraordinario poema del griego de Alejandría C.P. Cavafis El dios abandona a Antonio, escrito en 1910 y para Luis Cernuda una de las cumbres de la poesía del siglo XX, como sin duda lo es toda la obra de Cavafis. Citando las Vidas paralelas de Plutarco (al igual que Shakespeare en varias de sus piezas), Cavafis, que compuso un buen número de poemas sobre el entorno de nuestra pareja de amantes, entona en sus versos el lamento de un mundo que, tanto para Cleopatra y Antonio como para el oscuro funcionario civil fallecido en 1933 que él fue, desapareció cuando las pasiones de amor extremo empezaron a estar mal vistas en sus respectivas épocas. Ellos dignificaron, dice el poeta, esa ciudad extinta que no fue un sueño. Y que si lo fue merece seguir siendo oído en la celeste música de la palabra.

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4 de noviembre de 2021
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Un posible argumento a favor de nuestra singularidad

Las computadoras pueden conectarse a otras, apropiándose así de la capacidad de almacenar información de estas últimas. Como esto les da una ventaja sobre nosotros, se está intentando que los humanos podamos mediante implantación de chips conectarnos a las redes de silicio. Asunto que se presenta como inminente, y que contribuiría decididamente a la equiparación –cuando menos parcial- de nuestros destinos con el de seres… creados por el hombre. Entiéndase bien que, según como se interprete todo el asunto, se trataría de que el hombre pueda emular a la entidad maquinal por él generada y no al revés.

Pues bien, precisamente porque reconozco que todo esto puede desbaratar arraigadas convicciones sobre la singularidad absoluta del ser humano (por las que a priori tengo sesgo positivo), aventuro a favor de tales convicciones un argumento digamos de factura kantiana, que creo es algo más que ideológico.

El funcionamiento de nuestra mente cuando lo que está en juego no es el orden del aprendizaje empírico ni el orden del conocimiento puramente eidético (un conocimiento del tipo del que nos ofrecen las matemáticas), el funcionamiento de nuestras facultades cuando el criterio no reside en la objetividad, sea empírica o trascendental (así el funcionamiento cuando legisla un principio moral), pero sobre todo el funcionamiento cuando lo que está en juego es aquello que denominamos estética (en un sentido ciertamente muy alejado de la significación originaria), tal funcionamiento sería el indicio mayor a la vez del peso de lo simbólico cuando se trata de nuestra especie y de la radical irreductibilidad de la misma, es decir, entre otras cosas, imposibilidad de objetivación del ser humano, y por consiguiente imposibilidad de hacer del mismo un objeto de ciencia.

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4 de noviembre de 2021
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Con amo y sin ley

Recuerdo yo que la garantía de un sistema democrático se basaba en la división de los poderes y su equilibrio. La quiebra de ese principio destruye el fundamento de la democracia

Me tiene muy escamado el ocaso de los jueces, el cada vez más extendido desacato a las sentencias, el menosprecio del Poder Judicial, para resumir, la muerte de Montesquieu. Recuerdo yo que la garantía de un sistema democrático se basaba en la división de los poderes y su equilibrio. La quiebra de ese principio destruye el fundamento de la democracia. Si el Poder Judicial no puede controlar los desmanes del Ejecutivo, estamos en una dictadura. Si el Legislativo no puede corregir los errores judiciales, lo mismo. Y si el Legislativo es tan sólo un empleado a sueldo del Ejecutivo, peor.

Cuando medio Gobierno echa fuego por los colmillos, suele ser porque alguna sentencia le perjudica. Y desde luego el populismo mismo no es otra cosa que una anulación del sistema judicial al que los ministros querrían aplastar para imponer su voluntad. No es sólo el Ejecutivo catalán el que actúa como si los jueces fueran de trapo, es también la práctica de un Gobierno tan próximo al totalitarismo como el de Polonia. Cuando el Judicial polaco dice que las leyes europeas están por debajo de sus leyes nacionales está negando la existencia misma de la Unión Europea. Lo consecuente sería su salida. Pero en lugar de la expulsión, el Gobierno europeo opta por unas tímidas multas que finalmente, si se pagan, las pagará la población y no el bolsillo de los facciosos. Lo mismo cabe decir de los nacionalistas catalanes que se niegan a pagar las multas de sus delincuentes políticos. Si se pagan, las pagará la población catalana.

Dado el poder cada vez más descarado del Ejecutivo, el sometimiento de un Legislativo con parlamentos esclavos de los partidos, y el hundimiento del Poder Judicial, ¿alguien duda de que estamos encaminados a dictaduras y absolutismos hipócritas? Venezuela parece señalar el futuro.

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2 de noviembre de 2021
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El peso del apellido o el peligro de la disolución

De Huaco retrato, la última novela de Gabriela Wiener (Lima, 1975), publicada recientemente por Random House, se ha destacado la valentía de la autora a la hora de mostrar todas sus contradicciones y sus cobardías. Un ejercicio tan arriesgado como es el de presentarse públicamente como la heredera de un explorador cuya práctica hoy día se puede considerar expolio, o el de mostrarse como la persona que traiciona a los individuos a quienes ama es posible gracias a que la literatura, ya sea en la lectura o en la escritura, siempre proporciona una distancia y una ambigüedad que acaban protegiendo a quien escribe o lee. Al fin y al cabo, la historia no es la verdad, es sólo literatura, es sólo artificio, «es solo un truco», como se nos decía en La gran belleza. Precisamente, este carácter ilusorio es lo que convierte a la confesión en una obra de interés para quien escucha, observa o lee, porque los ejemplos nos enseñan, ordenan nuestro pensamiento.

Son muchos los temas que Wiener saca a colación, con una prosa directa y libre de artificios, fruto de su celebrada trayectoria como cronista en medios como El País o en los contenidos en español de The New York Times –reside en España desde hace casi dos décadas–, pero también de la pulsión que aparentemente parece empujar al libro. Ella misma, con la ironía que muy pocas veces abandona, cuestiona el hecho de que esté recurriendo a la autoficción. Ironía y autoficción para tener bien presente que, con la habilidad de un buen ilusionista, se puede manipular la apariencia que percibimos como realidad. El peligro reside en que todos los recursos se dediquen al espejismo, porque después de la fugacidad del fenómeno que nos deja boquiabiertos, no queda nada. Gabriela Wiener, sin embargo, se instala en lo que queda después de la explosión mágica. Primero, para tratar de entender con qué mecanismos debe integrar ella al discurso de su propia identidad los descubrimientos de su antepasado, el explorador judío-austriaco Charles Wiener, que, a finales del siglo XIX estuvo a punto de descubrir Machu Picchu y que se apropió de casi cuatro mil huacos –preciadas piezas de cerámica de las culturas precolombinas que solían encontrarse en lugares sagrados– y un niño. Hasta qué punto las acciones más o menos atroces, más o menos sancionables de nuestros ancestros –es decir, ese tópico «del lugar del que venimos»– nos definen y las culpas que cargamos por ello es un tema importante si aceptamos la trascendencia que la memoria juega para nuestro anclaje en el mundo. Cuando los rasgos heredados dirigen en buena medida nuestra manera de actuar y el modo en que nos ven o nos interpretan los demás, es recomendable manejarlos con un cierto conocimiento de causa. Wiener nos demuestra con su experiencia que no siempre es fácil, que la opción de negar el legado recibido y mirar para otro lado no funciona casi nunca. Especialmente, cuando ella, defensora y practicante del poliamor –y de una escritura repleta de sexo explícito y naturalizado–, tiene que lidiar con el descubrimiento de la doble vida de su padre recién fallecido.

Su crudeza nos ofrece un nuevo ejemplo de cómo, con frecuencia, el proceso de duelo consiste en construir para el difunto una nueva personalidad, una nueva existencia que nos permita encajarlo en nuestro esquema, en el mapa que dibujamos, día a día, de la realidad. Efectivamente, el ejercicio realizado por Wiener es de una gran valentía. No tanto por poner en el centro de todas las miradas sus propias debilidades o dudas, sino por proponer a quien se acerca un ejercicio similar: el de sumergirse en las propias cobardías y en las certezas débiles que nos sostienen para tratar de obtener una forma que, aunque no nos acabe de favorecer del todo en la foto, nos permita conectar mejor con nuestra esencia y entender de qué manera se integra esta en la Naturaleza de la somos parte para sentir honestamente la vibración de la existencia, aunque no siempre sea placentera.

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1 de noviembre de 2021
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Ciencias naturales

Nunca nadie pudo imaginar la existencia de tal cantidad de vulcanólogos, sismólogos, geólogos, pertenecientes a no se sabe cuántas entidades públicas y privadas, consagrados por lo que parece en cuerpo y alma a la prevención de cataclismos, pero que no aciertan una. ¿Alguien predijo la erupción del volcán? ¿Alguien acertó cuándo la lava caería al mar? Eso sí, sus declaraciones resultan en extremo provechosas; ahora mismo uno de esos notables caballeros acaba de informar que “no son buenas las consecuencias para la salud de las emisiones de dióxido de azufre”, mientras otro advierte que “es mejor protegerse las vías respiratorias para no ingerir ceniza”, y no podemos olvidar a uno de los primeros en aparecer en los canales televisivos, según dijeron director de un importante organismo, que anunció, muy en la línea del inefable sabio pandémico Fernando Simón, que lo de Cumbre Vieja iba a durar escasas horas. Y, otra cosa, aún no se ha oído a ningún político, urbanista o científico que llamara la atención sobre el disparate de instalarse a vivir en la falda de un volcán; recuerda demasiado a las periódicas inundaciones de casas y negocios construidos, con el beneplácito de la Administración, en los cauces de ríos, rieras, ramblas y torrentes. Claro, claro, que casi nunca llueve mucho y que han pasado nada menos que cincuenta años desde que despertara un volcán en La Palma.

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1 de noviembre de 2021
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