Joana Bonet
Nacemos y reproducimos desesperadamente los primeros gestos que nos rodean, de ahí nuestro oculto talento para la interpretación. Todos somos actores y actrices que nos preparamos para entrar en escena, y creemos que, actuando, podremos transformar algo. Para ello medimos nuestra impostura, y más cuando en este reino se impone como mandato la naturalidad, aunque sea forzada. “¡Sé más natural!”, le exige el asesor al candidato cuando posa bien alejado de toda espontaneidad.
Me deslumbran mis amigas actrices: con qué bravura dejan de ser ellas y encarnan personajes que parecen auténticos, absorbiendo un dolor o una frivolidad que nunca han experimentado. Ellas me recomendaron El actor y la diana, de Declan Donnellan, un libro que invita a descubrir los misterios de la vida. El dramaturgo, en lugar de preguntarse ¿por qué?, prefiere cuestionarse ¿para qué? El cambio es radical. Por ejemplo, nunca llegaremos a saber por qué Julieta se enamora de Romeo, pero sí que su misión en la vida es amarle desafiando al destino.
Así como la escritora, el chef o los músicos escriben, cocinan y componen para ser más queridos, en la vida minúscula solemos actuar para obtener afecto. En lugar de adeptos los llamamos seguidores, y las pantallas contribuyen a que establezcamos una falsa complicidad que revienta el ego. Mi amigo Basilio Baltasar me señaló una frase de la actriz Belén Cuesta en Jot Down que le había impactado, venía a decir: vivir del aprecio de los demás es una mierda. “Una filósofa”, apostilló Baltasar. Porque, confundidos por nuestras meritorias actuaciones, pensamos que el mundo nos debe algo. Que nos corresponde un aplauso. Y en este agudo proceso de infantilización de una sociedad que necesita de palmeros para combatir el horror vacui, seguiremos preguntándonos equivocadamente ¿por qué no me quieren?, en lugar de ¿para qué me quieren?