Josep Massot
Es cierto que en toda minoría de intelectuales hay una mayoría de pigmeos, con perdón de las pigmeas, que hacían y hacen extraordinarias obras de arte sobre corteza de los árboles, y de los sorprendentes pigmeos polifónicos. Recuerdo a Julian Barnes contando a un grupo de periodistas que, cuando preguntaba en Londres cuántos intelectuales había en la sala, apenas unos pocos levantaban tímidamente la mano, y que cuando hacía la misma pregunta en Francia o España, podía oírse el estrépito de un bosque de brazos alzándose al unísono. Entre risas, llegamos a la conclusión de que Barnes tendría que haber planteado la pregunta a la inversa. En esa mayoría de la minoría los más numerosos son los Lamenombres, que diría Elias Canetti, aquellos que saben los nombres que hay que saber, pero que no saben que no saben. Están emparentados con los explosivos Enciclopetópicos, que pueden hablar de cualquier obra con gran autoridad echando mano de un vasto repertorio de clichés -«sí, Siri Husvedt es mejor que Paul Auster, y Lydia Davis mejor que los dos»-, o del cóctel de frases extraídas de reseñas leídas en Internet.
Los Arruganariz desprecian todo aquello que les suena a comercial, sean libros, filmes o nuevas músicas. Leen sólo novelas contemporáneas y conservan un vago recuerdo de algunas lecturas o filmes de su época de estudiantes, y aunque huyen de lo mainstream no ven contradictorio citar «a aquel coreano tan bueno» —Byung Chul-Han acertarán algunos a decir—, ese wikipedista del pensar prestado, ahora que ya no luce citar a Baumann, Badiou, Zizek o Sloterdijk. Si no pueden opinar sobre un tema, no importa, desviarán la conversación hacia aquello que se han preparado.
Los más activos son los Engatusanecios que copan tribunas de prensa, conferencias, jurados, premios, tertulias, másters y catálogos deslumbrando a los incautos iletrados que manejan la llave de la caja o deciden las programaciones. Algunos de ellos se forrarán denunciando con frases incendiarias las causas de las víctimas y los pobres. Otros conseguirán entrar en el circuito evidenciando entre el aplauso general los mecanismos obscenos del poder: los mismos mecanismos de los que ellos se servirán cuando lleguen al poder para mantenerse en el poder.
Los Gallifelpudos son aquellos que cacarean las consignas de los partidos que les promocionan y pagan. Para llegar a ser un Gallifelpudo de Oro tienes antes que haber sido una voz crítica para llamar la atención y subir la cotización de tu silencio.
Los Aristoplastas son muy abundantes en el mundo del arte. Te miran por encima del hombro sin disimular un rictus de asco, cuando cuestionas cosas como si los museos en los que habitan son amables parques temáticos diseñados para exhibir una apariencia de modernidad crítica y aquietar la conciencia de los coleccionistas, esos buenos burgueses a los que aconsejan compras y decoran sus fiestas, vistosa cuota progre entre otros habituales animales de compañía -el peluquero, una modelo, el bailaor, alguien transgénero, la profesora de yoga, una adivina, alguna arquitecta neoyorquina de visita a la ciudad…
Por supuesto hay más especímenes. Sin agotar el diccionario: El Loroacadémico (repite citas como los curas versículos de la Biblia), el Destripaobras (diserta sobre la estructura de la obra sin haber captado su espíritu), los Penetrantes (como su popio nombre indica), los Soporíferos (un bostezo) o el Yoantesquenadie, aquel que suele apostillar, solemne y ofendido «Eso ya lo dije o hice yo antes que nadie…»