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Sobre mares, poetas, imperios

Por 11 de febrero de 2022 Sin comentarios

Efe

Marta Rebón

En el inicio de El jinete de bronce, poema fundacional del mito de San Petersburgo, aparece ya mencionado el Viejo Continente. Pushkin, padre de la literatura rusa moderna, tomó una imagen de un poeta italiano para sintetizar el motivo que impulsó la creación de “la ciudad más premeditada del mundo”: abrir una ventana a Europa. Un balcón “a orilla de los mares” por el que asomarse a Occidente. Casi dos siglos después, la metáfora de abertura de una ventana, que sugería una mirada curiosa hacia fuera, ha dado paso a otra imagen más prosaica: la de un gaseoducto, el Nord Stream 2.

A mediados del siglo pasado, desde la historiografía se apuntó la necesidad de mantener una perspectiva de longue durée. Se proponía dar un paso atrás y ganar en profundidad: centrarse demasiado en lo concreto –“las crestas espumosas que las mareas de la historia llevan sobre sus lomos”– agudiza una suerte de miopía que desenfoca el conjunto. Como cuando, en una sala de museo, nos acercamos a un cuadro de grandes dimensiones para fijarnos solo en la pincelada. En la larga duración, el historiador debería captar estructuras profundas y realidades estables (“los arrecifes de coral de la historia”), como los marcos geográficos o ciertos fenómenos ideológicos. Y esto los grandes poetas, como barómetros del clima que se respira (así los calificó el polaco Zbigniew Herbert), lo captan de manera instintiva.

Durante la ocupación de Ucrania del 2014, de boca de los partidarios de una nueva tutela de Moscú se oyó repetir otro poema de Pushkin, A los calumniadores de Rusia (1831), que tiene el amargo sabor de los versos patrióticos. Compuesto con motivo del levantamiento en Varsovia contra el dominio del zar, el poeta exigía a Europa no inmiscuirse en disputas domésticas: “Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”. Una disputa cuya resolución estaba determinada de antemano, no por la guerra ni por la diplomacia, sino porque Rusia, juez y parte, debía ser el centro del mundo eslavo, su único interlocutor. Desde entonces en la política exterior rusa se esgrimiría esta idea de paneslavismo centralizado. Pushkin lanzó, además, una pregunta que resuena hoy en Berlín, Kíev, Moscú, París o Washington: “¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? Ese es el dilema”.

El bardo ruso, en cualquier caso, no pretendía convencer a Occidente –“Nos odiáis­, de todos modos”–, sino recordar a sus compatriotas que se podía ignorar el argumentario de Europa y seguir un destino propio, forjado sobre una identidad eslava compartida. Estas ideas las reformularía en 1869 Nikolái Danilevski en su ensayo Rusia y Europa. Dostoievski auguró que sería un título de referencia, y en 1991 se convirtió en un superventas gracias a un sentimiento que estaba arraigando: Rusia no podía reducirse a un mero afluente del mar del capitalismo. Tres décadas después, con la ventana tapiada, además de la amenaza bélica otro temor recorre Europa. Lo ha formulado, entre otros, el ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, y es que el Kremlin opte por asomarse solo a Asia. Basta con ver la buena sintonía entre Xi Jinping y Putin en la reciente visita del segundo a Pekín. ¿Se enfrentan dos ideas de democracia? ¿Una que solo ostenta el nombre (y que ya ha penetrado también en Bruselas: Hungría, por ejemplo) y otra que juega con cierta desventaja, pues es participativa, reposa sobre los derechos fundamentales y cree en la independencia (aunque imperfecta) de los tres poderes?

Otro poeta, Joseph Brods­ky escribió un poema despectivo sobre la independencia de Ucrania, aunque luego se autocensuró y no llegó a publicarlo. Brodsky –cuyo apellido, por cierto, deriva de un topónimo de la región ucraniana de Lviv– no lloraba el desmembramiento de la Unión Soviética, desde luego, sino el de un espacio cultural construido a lo largo de dos siglos de tradición literaria imperial, en el que Ucrania había tenido poca entidad propia, más bien era una prolongación: “El amor se acabó, si es que alguna vez lo hubo entre nosotros”. En 1992, durante un acto organizado por una universidad americana, cuando le presentaron a Oksana Zabuzhko como “poeta ucraniana», Brodsky preguntó con ironía: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko señaló su silla, situada entre la de Brodsky y la de Czesław Miłosz, y respondió: “¿No lo ve? Ahí sigue, como siempre, entre Polonia y Rusia”. Hay marcos mentales que fluyen a través de los siglos, hasta el punto de parecer eternos. Es vital conocerlos para entender algo de ese enrevesado mundo de las zonas de influencia. También para cambiarlos.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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