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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El error del 6 de octubre

No repetiremos el error del 6 de octubre de 1934, he oído decir estos días. Para saber en qué se equivocó Lluís Companys en 1934 hay que leer el dietario del abogado y político Amadeu Hurtado, titulado Abans del sis d'octubre, publicado por Quaderns Crema en 2008, entre la polémica aprobación del nuevo Estatut y la no menos polémica sentencia del Tribunal Constitucional.

¿Cuál fue el error de aquel acto insurreccional que rompía con la legalidad republicana desde un organismo emanado de la propia Constitución republicana? La respuesta a esta pregunta, casi 80 años después, puede ser útil para responder a otras preguntas, en el momento en que también se nos anuncia un nuevo choque de trenes entre la legalidad constitucional y la legitimidad democrática.

La respuesta más simple y quizás actual radica en la eficacia. Fracasó. Nada nos absuelve mejor de los errores que el éxito. El maquiavelismo de los medios queda avalado cuando se consiguen los fines. La proclamación por Companys del Estado catalán dentro de la República Federal terminó con la suspensión de la autonomía y la detención del gobierno catalán entero. Los errores que habría que enmendar según la crítica maquiavélica son la improvisación, la ausencia de apoyo popular y los fallos en el cálculo político, un cuadro de pavorosa ineptitud que nadie imagina en los responsables de hoy y que el dietario de Hurtado ilustra hasta la saciedad. La crítica de Hurtado, feroz a pesar de su humor contenido, no se queda aquí. Enlaza y suministra argumentos al juicio más severo que hayan merecido aquellos hechos y que es el de Vicens Vives en Notícia de Catalunya. Cuatro son los pecados de leso catalanismo cometidos aquel 6 de octubre.

El primero es de desentendimiento: "Los catalanes hemos dejado de dar testimonio de nuestra responsabilidad para los otros pueblos de España, de nuestra madurez para hacerles aceptar los caminos que les señalábamos desde 1901". Se dirá que Companys se solidarizó con un movimiento revolucionario español, que cuajó momentáneamente en Asturias. Bien, pero no fue precisamente en una demostración de sentido de la responsabilidad hacia el conjunto de los españoles, sino más bien lo contrario.

El segundo pecado es la ruptura con las virtudes prototípicas del carácter catalán, definido esta vez por Ferrater Mora: con la sensatez, con la continuidad, con la mesura y con la ironía; es la aventura insólita que se juega a una sola carta con la fe ciega en una excepcionalidad histórica respecto al destino catalán, equivalente al excepcionalismo americano o a la Sonderweg alemana.

La tercera es la ruptura con el método que ha proporcionado los mejores momentos de nuestra historia, su mayor riqueza y reconocimiento, además de la salvación de la lengua: el pactismo. Hurtado fue un maestro práctico como abogado y político y Vicens Vives como historiador y teorizador.

El cuarto es el peor de todos los pecados: que quien ha llegado al poder rompa la regla de juego por la que ha sido elegido con la pretensión de definir por su cuenta una regla de juego nueva. Quienes evocan estos días aquellos Fets d'Octubre lo tienen muy presente a la hora de cuidar la figura del presidente Mas. Su ausencia de la manifestación del 11 de septiembre, su negativa a subirse al balcón histórico de la plaza de Sant Jaume el día de su regreso triunfal de Madrid tras la ruptura con Rajoy por el pacto fiscal y finalmente su calculada ambigüedad léxica respecto a la independencia y a la legalidad de la consulta revelan bien a las claras la fuerza con que los Fets d'Octubre siguen percutiendo, como sucede con todos los mitos, sobre la cabeza de los políticos catalanes contemporáneos.

Mas se identifica con Prat de la Riba y Macià, según dijo en Madrid a la prensa. Pero ahora su espejo es Companys, al que Hurtado describe transfigurado y dispuesto a sacrificarlo todo por Cataluña. Por fortuna, también Macià había hecho antes de Companys en el complot de Prats de Molló (1926) y en la proclamación de la República Catalana (14 de abril de 1931), aunque al final fue el pragmático padre del Estatut del 32. (Este artículo es una versión reducida de la presentación del libro Abans del sis d'octubre que realicé el pasado jueves 25 de noviembre en el Taller de Política, un club de lectura de tetxos políticos que dirigen en Barcelona Antoni Gutiérrez-Rubí y Jaume Bellmunt).



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29 de octubre de 2012
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Musical sin baile

‘The Deep Blue Sea' se estrenó en el West End londinense en marzo de 1952, y como la mayor parte de la producción escénica de Terence Rattigan tuvo un gran éxito y fue llevada al cine tres años después por un director rutinario, Anatole Litvak, que siguió al pie de la letra el guión escrito por el propio dramaturgo, contando con un magnífico reparto encabezado por Vivien Leigh en el papel de Hester Collyer, la protagonista femenina encarnada en el Duchess Theatre por Peggy Ashcroft. Según sus biógrafos Michel Darlow y Gillian Hodson, Rattigan escribió una primera versión teatral centrando el drama de la separación y el intento de suicidio en una pareja de hombres, influido por la conmoción que le produjo la muerte de su primer amante el actor Kenneth Morgan, quien en 1949, poco tiempo después de haber abandonado al escritor, se suicidó de la misma manera en que lo intenta Hester Collyer en la pieza: ingiriendo somníferos y abriendo la llave del gas. De esa original ‘The Deep Blue Sea' homoerótica no ha quedado rastro, si bien algunos amigos de Rattigan afirmaron haberla leído todavía en manuscrito en la década siguiente a su estreno. Conviene recordar que la homosexualidad fue un grave delito en Gran Bretaña hasta 1967.
La película de Terence Davies, escrita por el propio director, arranca con la escena suicida pero se toma una libertad que ya marca el sesgo de su adaptación: mientras espera la muerte, que nunca llega, Hester (Rachel Weisz), acompañada por un largo pasaje del Concierto para violín y orquesta Op.14 de Samuel Barber, rememora su vida sentimental triangular, presentando de paso al espectador, de un modo algo sumario, al marido convencional y fondón, el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale), y al atractivo amante conocido en un campo de golf, el expiloto de la RAF Freddie Page (Tom Hiddleston). La música de Barber se repite en los momentos más sentimentales, pero no es la única en la banda sonora del film.
De niño, Terence Davies veía melodramas y musicales en los cines de Liverpool, y lo más probable es que tarareara los grandes ‘crescendos' orquestales y las canciones ligeras en el regreso a su casa de familia obrera. A los siete años, como él mismo ha contado, vio ‘Cantando bajo la lluvia', un ejemplo de cómo "si la música está bien empleada, puede realzar las emociones y las tensiones de una película" (declaraciones a ‘Caimán, cuadernos de cine', julio-agosto 2012). Sin embargo, la naturaleza melódica de la obra fílmica de Davies nada tiene que ver, a mi juicio, con el fundamento y los mecanismos del cine musical de Hollywood. En sus dos mejores títulos, ‘Voces distantes' (‘Distant Voices, Still Lives', 1988) y ‘El largo día acaba' (‘The Long Day Closes', 1992), el director inglés hace cantar a sus personajes de un modo dispar al de los alados héroes de Donen, Minnelli o George Sydney; los hombres y mujeres de mediocre vida ‘lower middle class' que entonan sin cesar éxitos populares del tiempo en que suceden esas dos originales películas no cuentan una historia propia, ni se declaran amor o desdén. Tampoco danzan ni hacen cabriolas, fuera de los ‘halls' de baile o las fiestas caseras. Ellos repiten canciones que han oído en la radio o los tocadiscos, y cantan para salir del tedio, para acompañar su soledad y prolongar sus sueños. Para salvarse.
En los años 90, Davies, que siempre ha conservado una atractiva personalidad de ‘outsider' dentro del cine en lengua inglesa, filmó, con más medios de los habituales en él dos conocidas novelas norteamericanas, ‘La biblia de neón' de John Kennedy Toole (‘The Neon Bible', 1995), y ‘La casa de la alegría' de Edith Warthon (‘The House of Mirth', 2000). Se trata de películas superficiales y yertas, por momentos ridículas, en las que Davies muestra su buen gusto compositivo y su más terrible carencia: la dirección de actores, muy notable por el hecho de que en esas dos fracasadas adaptaciones tenía ante el objetivo verdaderos personajes de ficción y no figuras de su entorno familiar. En ‘The Deep Blue Sea', el material literario de base, fielmente tratado, le resulta evidentemente más próximo que los de Toole y Warthon, y por lo general acierta en la transposición, aunque sigue sin saber sacar provecho de su excelente ‘cast'. El ambiente de la mansión victoriana desmembrada en sórdidos ‘flats' de alquiler está bien reflejado (es el ‘territorio Davies' por antonomasia), y el enigmático plano final en el que la cámara se aleja de la ventana del cuarto de la mujer hasta llegar a una especie de terreno baldío con desechos es un secreto guiño a Rattigan, quien describe en la primera acotación de su drama la mansión, venida a menos "como sus alrededores muy dañados por las bombas" ("its badly-blitzed neighbourhood"). La guerra mundial palpita aún en los contornos de la historia contada, como se pone siempre de manifiesto en las alocuciones del personaje de Freddie, el joven cuya vida quedó detenida cuando sus vuelos militares acabaron.
Es por el contrario una pérdida que Davies elimine del personaje de Hester su formación de pintora, sólo insinuada de un modo confuso en la graciosa escena de la visita al museo, cuando Freddie, aburrido de la pintura cubista, sale corriendo a ver a los Impresionistas. Pero la Hester de Rattigan pinta, y sus cuadros la acompañan en la modesta casa donde vive su adulterio, hablándose más de una vez en la pieza teatral de que quizá esa vocación podría redimirla. Davies, subrayando el perfil ‘bovary', prefiere reducirla a la mujer pasional a quien ninguno de sus dos enamorados, el marido consuetudinario y el amante alborotado, satisfacen. Y para aliviar o animar el reducido esquema dramático (que acaba por pesar), recurre al repertorio tradicional de las canciones que tanto le gustan: la de los parroquianos en el pub y la balada popular irlandesa entonada a capella por los londinenses refugiados durante un bombardeo en la estación de metro de Aldwych. Son las dos escenas mejores de su film, perteneciendo a una película que no es la que estamos viendo.
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29 de octubre de 2012
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Taxis sin chándal

Cuando subimos a un taxi, no siempre advertimos quién lo conduce. Apresurados, pegados al teléfono, perdidos en un lugar extraño, hemos aprendido a levantar un muro invisible para aislarnos desde el asiento de atrás aunque no siempre lo consigamos. Tan sólo una idea prevalece: llegar a destino con rapidez y eficacia. De sobra sabemos que en las sociedades hipermodernas se fracturó la línea del tiempo. Alteramos pequeños rituales que se nos atragantan, ponemos el piloto automático para cumplir con actos más triviales y ocupamos un lugar en la vida que oscila entre lo inmutable y lo inestable. Cuando el día se desparrama, la mañana presta aún a desplegar sus alfombras, y una cadena de abruptos ensucia su blanca hoja, el ademán de alzar la mano para parar un taxi resulta una promesa de alivio. Tomar asiento, aunque este permanezca aún caliente y con el perfume o el hedor del anterior viajero, cerrar la puerta y dar la dirección se ha convertido en un gesto universal que cuenta con una variada gama de grises. Porque hay taxistas que te hacen parecer un intruso y otros que te reciben como a un invitado; quienes te revientan los tímpanos con la radio y los que conservan su pequeño habitáculo a la temperatura de un congelador. No hay historia urbana sin un taxi. El cine ha dado buena cuenta de ello con psicólogos de andar por casa como los de Almodóvar, justicieros como De Niro en Taxi Driver, costumbristas como los de las comedias all’italiana o excéntricos como el de Jo, ¡qué noche!. Y aunque el periodista Paul Johnson sostuviera que nunca debía citarse a los profesionales del volante en una columna, “al menos en cuestiones políticas”, cada día millones de personas en todo el mundo utilizan a uno de ellos como interlocutor para obtener información. De todo tipo. En cualquier ciudad del mapa, los taxis son un índice para medir su nivel de progreso y civismo. Una tarjeta de visita, una conversación sorprendente, un suceso lamentable. Hoy, cuando lo público decrece, el taxi representa un interespacio a medio camino entre lo común y lo privado. Esto es lo que ha debido valorar el Ayuntamiento de Madrid al ultimar un proyecto de nueva ordenanza en la que se prohíbe que los conductores vayan vestidos de tarde de sofá. Considerados como correas de transmisión sociocultural, Ana Botella los quiere aseados, alfabetizados -será obligatorio tener la ESO- y sin chándal, justo cuando una encuesta nacional ha certificado que los taxis barceloneses -donde, por cierto, uno de cada seis chóferes es inmigrante- han desbancado a los de la capital del primer puesto en el ranking de mejor servicio. El factor diferencial se agarra a un volante dispuesto a mostrar que lo que separa a los taxis class de los taxis cutres no es sólo una cuestión de dress-code o idiosincrasia, sino de buena educación y silencioso GPS.

(La Vanguardia)

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29 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ante el Comité de Salud Pública

A la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean solo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados [...] y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada victima o pieza cobrada: ‘Ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no'. Entre toda esa gente hay unos pocos (a diario vamos menguando) que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator.

 

Javier Marías, Los enamoramientos

 

Declaro que a los 19 años descubrí Un mundo para Julius y en sus páginas atisbé un mundo entrañable, habitado por criaturas tan extraviadas y ridículas como nosotros en la infancia.

Declaro que, tras pasar meses abismado en las grandiosas arquitecturas de La casa verde, Cien años de soledad o Terra Nostra, los libros de Alfredo Bryce Echenique me llenaron de nostalgia por la niñez perdida. Aún me asombra su humor corrosivo y la sutil melancolía que se filtra en su agudeza.

Declaro que, años más tarde, en París, leí La vida exagerada de Martín Romaña y me interné en el laberinto de sus calles con el mismo desatino de su protagonista, y fui feliz y desdichado con sus delirantes aventuras. Ningún personaje desde Don Quijote me había reír tanto -y sentir tanta compasión- con sus peripecias.

Declaro que, a lo largo de más de 40 años, Bryce continuó enriqueciendo ese universo personal en una veintena de libros singulares.

Declaro, en contra de lo que afirman quienes ni siquiera lo han leído, que Un mundo para Julius, No me esperen en abril o La vida exagerada de Martín Romaña enaltecen al Premio FIL tanto como los libros de sus más ilustres predecesores.

Declaro estar seguro de que miles de jóvenes lectores continuarán descubriendo, al lado de Julius y Martín Romaña, el valor, la belleza y la majestad de nuestra lengua.

Declaro que jamás he tenido con Bryce otra conversación que la que se sostiene a través de sus cuentos y novelas.

Declaro que sumé mi voto al de la mayoría, en la última sesión del jurado del Premio FIL -el más transparente de nuestro país-, por un simple acto de amor hacia sus libros.

Declaro que el jurado premió a Bryce por su obra narrativa pues ésta bastaba y sobraba para concederle este premio y cualquier otro. Ello nada tiene que ver con el valor intrínseco del periodismo, el ensayo o la poesía.

Declaro que me resistí, hasta el último segundo, a emitir un juicio moral sobre su autor. No porque me obstine en cerrar los ojos ante el plagio (o el fraude o la mentira), sino porque la sola tentación de evaluar en un jurado literario la conducta moral de un escritor, incluso aquella que tiene que ver con su ética de artista, me parece arrogante y peligrosa.

Declaro que el plagio es absolutamente condenable (escribo esta obviedad para que no la olviden quienes me citan). Pero los plagiados son los únicos que pueden exigir legítimamente una reparación o una disculpa. No necesitaban una turba enardecida para defenderse.

Declaro que, si los plagios periodísticos de Bryce ya eran juzgados en Perú, ¿por qué un jurado literario tendría que juzgarlo y castigarlo otra vez por esas mismas faltas, violando un principio elemental del derecho?

Declaro que en ocasiones lo imaginé, azuzado por la angustia, incapaz de escribir las líneas punzantes o aguerridas que antes brotaban tan fácilmente de su pluma. Y en el acto extremo de apropiarse de las palabras de otros no pude entrever al alevoso criminal que dibujan sus enemigos, sino al artista derrotado que no encontró otra salida. Sus desventuras no lo justifican -que quede claro-, pero el justo reconocimiento a su obra narrativa jamás significó la absolución de sus errores.

Declaro que quienes queríamos recompensar la obra del artista, sin tomar en cuenta las faltas del hombre, deploramos que el premio se le haya entregado fuera de la Feria. La decisión de apartarlo de Guadalajara fue el ínfimo triunfo de quienes confunden la ética con el linchamiento.

Declaro mi respeto hacia los periodistas, escritores y académicos legítimamente preocupados por este asunto -decenas de voces razonables- y mi desprecio hacia quienes se jactan de exhibir los pecados ajenos como trofeos de caza. Los mismos insensatos que ahora exigen retirarle los fondos públicos a la Feria -una de las escasas instituciones por las que somos admirados en el mundo- o incluso boicotearla. Sepulcros blanqueados.

Declaro que, si ésta es la moral pública que buscan imponernos, la moral de los delatores, yo no quiero ser parte de ella.

Y, en fin, declaro mi orgullo por haber defendido, más que a un escritor -humano, demasiado humano-, unos libros extraordinarios. Una gran obra narrativa que en modo alguno se define por las faltas de quien la concibió ni por los insultos de sus detractores.

 

Twitter: @jvolpi

 



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28 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Al pan, pan y al vino, vino

Egipto no era Túnez. España no era Grecia. Cataluña no es Escocia. Y naturalmente, Israel no es la Sudáfrica del apartheid, el sistema de segregación racial y de discriminación de derechos creado por la minoría blanca y eliminado a principios de los años noventa. Que se lo pregunten al expresidente de Estados Unidos Jimmy Carter, que osó insinuarlo en su libro Palestina: paz, no apartheid, y se las cargó con todo el equipo.

Israel está evolucionando velozmente hacia una forma de organización que permite encontrar puntos en común con el apartheid. Los ciudadanos árabes de nacionalidad israelí, que representan el 20% de la población de Israel, gozan de todos los derechos de ciudadanía, pero son percibidos como una minoría alógena e indeseable por buena parte de la población israelí. En una encuesta realizada por la ONG Diálogo y difundida por el periodista Gideon Levy en el diario Haaretz, se señala que un 59% de los encuestados quiere que se dé preferencia a los judíos sobre los árabes en la adjudicación de plazas de funcionarios del Gobierno, un 42% no quiere vivir en un edificio donde hay árabes y otro 42% no quiere que haya árabes en las clases donde llevan a sus niños. Más: un tercio de los israelíes pide que se les retire el derecho de voto y un 47% se muestra a favor de la medida más drástica, su expulsión.

La cuestión de los derechos civiles no adquiere vigencia únicamente en el interior de Israel, donde muchos árabes, como es el caso de los beduinos, se sienten discriminados e incluso desposeídos en sus derechos y propiedades. El fracaso del proceso de paz y la constante ampliación de los asentamientos israelíes en Cisjordania están creando una nueva realidad que tiene similitudes con los bantustanes de Sudáfrica, en los que se concentra una población palestina empobrecida, sin Estado propio y sin derechos de ciudadanía. De ahí que la reivindicación que se perfila en el horizonte sea el reconocimiento de los derechos civiles para los 2,5 millones de palestinos cisjordanos, eventualidad que un 69% de israelíes rechaza. Un 48% de los encuestados no quiere tampoco la anexión de Cisjordania, que sería la que facilitaría la adopción de una nueva estrategia palestina similar a la del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos y a la lucha contra el apartheid en Sudáfrica.

Lo más noticioso de todo, hasta merecer la primera página del diario Haaretz, es que un 58% de los encuestados reconoce que Israel practica una forma de apartheid con los árabes, a pesar de que no se haya producido dicha anexión. Otra ONG de signo contrario llamada Honest Reporting, dedicada según sus principios a ?asegurar que la información sobre Israel sea honesta y rigurosa?, ha criticado la presentación de la encuesta y acusado al periodista de manipular los datos para apoyar su agenda izquierdista y antiisraelí.



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27 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Minotauro en la Gran Via madrileña

La periodista Anabel Abril ha tomado su cámara de fotos y un cuaderno y se ha ido a la Gran Vía de Madrid a buscar catalanes. Los dos temas tienen sentido e interés. La Gran Vía es muchas cosas: una zarzuela, una pintura de Antonio López, el paisaje desde donde hablan los corresponsales de 8TV para el 8 el día de Josep Cuní, el centro del centro de la capital de un país centralista que no sabe si quiere dejar de serlo, también la primera calle comercial, un circo de la humanidad ... y al final el símbolo y la expresión de Madrid y también de Madrit, terminado con té. La Gran Vía es el lugar por donde se pasea el Minotauro, ese personaje medio toro medio humano de la mitología griega que Vicens Vives convirtió en el símbolo de la inhabilidad catalana para tratar con el poder.

(Este texto es la traducción del catalán de la presentación del libro de Anabel Abril ?Catalanes en Madrid. 50 miradas desde la Gran Vía?, que presenté el pasado 16 de octubre en el Palau Robert de Barcelona. El texto catalán fue publicado este pasado jueves en el suplemento Quadern de El País/Catalunya.)

Los catalanes en Madrid son todo un tema, tan excepcional y único en el mundo como lo es la Gran Vía, una clase de ciudadanos que provocan sorpresa e incluso admiración: se han ido de casa para ir a vivir con el Minotauro, a Madrid, ciudad de todas las comparaciones y emulaciones, por encima de todo, ciudad donde está el poder. Se les reconoce como grupo o clase de ciudadanos en Cataluña y también se les reconoce en Madrid. Yo no conozco ningún otro grupo humano al que le suceda algo así dentro de las Españas, las Europas o el mundo. También debo decir que no conozco ninguna otra dualidad tan aguda y perfecta como la que componen Madrid y Barcelona, ciudades que han rivalizado en todo en el último siglo y medio, desde el número de habitantes, la altura de los edificios o la cifra de coches matriculados en tiempos de la dictadura, hasta la capitalidad de dos ideas de España, una central y radial, atlántica y latinoamericana, la otra periférica y en red, mediterránea y europea. Quizás estamos al final de una historia y el libro de Anabel Abril es una despedida, la del Minotauro en su paseo por la Gran Vía y de los catalanes osados que se atreven a vivir en la boca del lobo. Quizás crecerá ahora un Minotauro pequeño y entrañable que nos hará olvidar los complejos catalanes con el poder y permitirá ir a Madrid a vivir con toda naturalidad y sin la identificación como un grupo o clase de ciudadanos especiales. O no. Aunque ahora parece que brama y eleva la cabeza y los cuernos como en los viejos buenos tiempos de su plena dominación, este Minotauro ha perdido mucha de su fuerza, ya es muy viejo, y muy pronto será devuelto a los corrales de los tiempos posnacionales en que Europa necesita definitivamente federarse y enfrontar la unión política si no quiere desaparecer en la irrelevancia, ella y todos sus componentes, pequeños y grandes.

Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo de cambios tectónicos es que justo ahora, en los tiempos posnacionales, llegamos al momento álgido, definitivo, sin retroceso, del enfrentamiento con el Minotauro, es decir, nuestra ineptitud respecto al poder del Estado, y lo hacemos justo cuando el Estado nacional pierde soberanía por todos lados, hacia arriba en dirección a Europa, y hacia abajo en dirección a entidades menores, sea en regiones, ciudades o viejas naciones sin reconocimiento político. ¿Tiene algo que ver con los catalanes de Madrid? Todo. Nunca se había producido en la historia, reciente y pasada, una mayor integración entre las dos ciudades, una mejor y más estrecha participación de los catalanes en la vida económica, cultural, empresarial, universitaria, deportiva y periodística de Madrid. Y a la vez, nunca se habían distanciado hasta tal punto las dos ciudades, sus opiniones públicas, sus ambientes intelectuales, mediáticos y políticos.

Todo esto se puede ver y leer el libro de Anabel Abril gracias a las 50 conversaciones con catalanes de Madrid, una especie de trabajo de campo o estudio sociológico cualitativo -esto debería ser siempre el buen periodismo-que nos cuenta muchas cosas sobre las relaciones entre las dos ciudades y entre Cataluña y España. También nos explica muchas cosas sobre quiénes son estos personajes tan diferentes pero tan característicos, aunque haya de todo: madrileños desde la infancia, desde la juventud o desde la madurez; permanentes e intermitentes, con pase de pernocta y de día, medio pensionistas casi, de estudios y de oficio, con piso de propiedad o sin, y las mismas variaciones se podrían hacer con respecto a la familia y a los hijos. En la muestra elegida por el Anabel hay de todo, también en relación a los oficios y sectores, las edades y el sexo. Sólo la política es una excepción, y es lógico.

Los catalanes en Madrid, aunque cuentan con muchos libros que hablan de ellos, no han sido objeto de un estudio a fondo, con cifras y datos contrastados, con sociología empírica y economía del fenómeno. Lo merecería, y en otros países, si contaran con algo igual, ya lo habrían hecho. Digamos como conclusión que, a diferencia de otros -los vascos por ejemplo-, los catalanes casi siempre regresamos a casa. Solemos ser madrileños provisionales, por temporadas más o menos largas, pero casi siempre terminamos regresando.

Aquí tenemos que generalizar un poco, y eso quiere decir que siempre encontraremos alguna excepción. Veamos rápidamente cómo son estos 50 catalanes. En primer lugar, les veo felices de vivir donde viven (un motivo más de extrañeza). Luego, veo que les gusta su ciudad de adopción. No son aquellos animals que s?enyoren, definición de los catalanes en el extranjero según Josep Pla. También que se sienten satisfechos y orgullosos de su catalanidad y de su lengua, sin hacer ningún tipo de exageración. Reconocen que en Barcelona y en Cataluña se ha perdido fuelle. Y, finalmente, que se sienten un punto diferentes en todas partes: catalanes en Madrid y madrileños en Cataluña, un poco extraños por tanto. En algunos oficios, con una mención explícita de una cierta marginación: la gente de la farándula por ejemplo aseguran que desde Cataluña ya no les llaman.

Estos 50 catalanes no forman lobby o grupo de presión, que yo sepa. El catalán es individualista. Quizás es el ciudadano más individualista de la Península Ibérica. Una cosa es reconocerse entre sí, hablar catalán entre nosotros, y la otra es la conjura y la conspiración. El catalán en Madrid conspira y entra en conjura como todos los demás madrileños, pero no lo hace con los otros catalanes sino con todos, según las afinidades y los intereses individuales. Algunos temen que los catalanes de Madrid estén trabajando en el fondo para Cataluña, cuando de hecho trabajan, muchas veces sin saberlo, por una idea más peligrosa y, según algunos, totalmente en decadencia: por la España plural y diversa, por la España plurilingüe y pluricultural, plurinacional al fin y al cabo.

Si estas ideas quedan definitivamente derrotadas, tal como quieren muchos en el centro y temen muchos más en la periferia, estos 50 catalanes y muchos otros serán los últimos mohicanos. Ahora que dicen que los puentes se han roto, hay que decir que ellos siguen haciendo de puente, la desagradecida e imprescindible trabajo de seguir contando Catalunya en España y España en Catalunya. Ahora mismo yo diría que son los que más sufren por los desafíos lanzados contra el Minotauro y por los bramidos de la bestia. Su opinión y su actitud me parecen especialmente importantes y esclarecedoras. Hay que escucharles. Hay que escucharles en Madrid y Barcelona. El libro de Anabel Abril contribuye a ello y es una invitación a que hablen, que no dejen que la espiral del silencio y el pensamiento de grupo dominen ni en Madrid ni en Barcelona. Sólo por eso ya merece nuestro agradecimiento y nuestra felicitación. Y ojalá fuera realmente una despedida definitiva del Minotauro que históricamente nos ha inhabilitado a los catalanes para el poder del Estado.



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26 de octubre de 2012
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I. Nuevos cronistas de indias

Bajo los auspicios del Consejo Nacional para la Cultura de México, y la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, se celebró este mes en la ciudad de México el Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias. Estaban allí convocados periodistas y escritores que han hecho de la crónica un arte en todo los temas que uno puede avizorar, crimen organizado, narcotráfico, migraciones forzadas, vida urbana, marginación, prostitución, pandillas, fútbol, boxeo, la vida que palpita bajo los dedos que teclean y revelan a cada golpe esplendores y miserias.

La crónica encamina al periodismo en los albores de este incierto siglo veintiuno, y cuando uno examina la nómina de los convocados, más de setenta de España y América, islas y tierra firme, se da cuenta de que es, sobre todo, un oficio de jóvenes, y entre los jóvenes, no pocas mujeres que tienen sus mejores maestras en las figuras de Elena Poniatowska, la cronista ejemplar de la noche de Tlatelolco, o en Alma Guillermoprieto, mexicana también, o más recientemente en la argentina Leila Guerreiro.

Un viejo oficio, al que la crisis del periodismo abre nuevos espacios. En crisis no porque vaya a desaparecer, sino porque está cambiando, y lo viejo no acaba de morir, ni lo nuevo acaba de
nacer. Alguien de entre el público reunido en el Museo Nacional de Antropología e Historia, compuesto mayormente por estudiantes de periodismo, preguntó por qué el nombre de Cronistas de Indias para el encuentro, ¿se trataba acaso de una nostálgica evocación de lo rancio y de lo antiguo, en tiempos tan vertiginosos en los que los medios impresos desaparecen, como se acaba de anunciar que ocurrirá a fin de este mismo año con la revista Newsweek?

 

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26 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Europa aún vota por Obama

El árbol da menos sombra y la sombra que da se desplaza y nos alcanza cada vez menos. Esto es lo que ha sucedido con los Estados Unidos de América, la superpotencia única, ahora desafiada por el mundo emergente, y también sucede con quien la encarna, su presidente. La idea de que en la elección presidencial se juega el destino del planeta, y en concreto el de los europeos, llega muy matizada y casi desvanecida a la cita del próximo 6 de noviembre en que los votantes deberán elegir entre Barack Obama y Mitt Romney. Pierde fuerza un viejo deseo de ciertos europeos, situado entre la chanza y el ensueño, sobre su participación ideal en la única elección que verdaderamente cuenta para sus vidas.

El árbol da menos sombra porque el mundo es multipolar. Desde la Casa Blanca es más difícil la imposición unilateral, desgastada gracias a la presidencia de George W. Bush y a sus tres guerras, Irak, Afganistán y la global contra el terror que las envolvía a todas. En nada se puede avanzar sin contar con el nuevo reparto de poder en el mundo, que ha dado cartas, geoeconómicas sobre todo, a los países emergentes. El presidente estadounidense todavía es el número uno pero ya no es el único líder que cuenta. La sombra se ha desplazado. El eje de rotación que estuvo en Europa durante la guerra fría se está dirigiendo desde Oriente Próximo hacia Asia. Los sólidos lazos transatlánticos, renovados una y otra vez con promesas de indisolubilidad, se aflojan a ojos vista. EE UU y Europa han ido incluso con el paso cambiado en las políticas económicas para salir de la crisis: de estímulo allí y de austeridad a rajatabla en Europa; algo que seguirá, pero invertido, si gana Romney y en Alemania la gran coalición corrige el rigor actual de Angela Merkel.

Europa recibió en apoteosis a Obama en 2008 y según las encuestas sigue manteniendo su apoyo al actual presidente, a pesar de los abundantes motivos para la decepción. La mayor de todas, las continuidades con Bush. ?Obama ha sido más efectivo que Bush en aplicar la agenda de este último?, han señalado Martin Indyk, Kenneth Liberthal y Michael O'Hanlon en un informe de Brookings Institution. En este capítulo se incluye el uso de los drones para liquidar terroristas, la eliminación de Bin Laden y, por supuesto, el incumplimiento de su promesa de cerrar Guantánamo. Pero en las relaciones multilaterales pesan más los fracasos en la negociación sobre cambio climático y en la resolución del conflicto entre Israel y Palestina.

La popularidad que tuvo Obama en el mundo a su llegada se ha perdido del todo, a excepción de Europa. En junio un 71% de los europeos encuestados por el German Marshall Fund aprobaban al presidente Obama, 12 puntos por debajo de los niveles extraordinarios de apoyo que recibía en idéntica encuesta en 2009; mientras que solo el 23% tenían buena opinión de Romney. Una encuesta más reciente de la televisión alemana ARD señala que el 86% de los europeos votarían por Obama frente a solo un 7% por Romney.

Mucho entusiasmo, pero poco en juego. Europa ha estado ausente de los debates electorales sobre el mundo exterior, aunque no cabe decir ahora que no es un problema. La crisis fiscal europea, que lo es, no ha merecido la atención de los candidatos, si no es para mencionar de pasada los malos ejemplos de endeudamiento y déficit públicos. Las escasas divergencias entre Obama y Romney solo rozan a Europa desde la periferia. El republicano quiere endurecer sus relaciones con Rusia, después del reset de Obama. También ha especulado con la recuperación del escudo antimisiles de Bush, que debía contar con instalaciones en Polonia y República Checa. O con la revocación del tratado START de limitación de misiles nucleares.

Nada bueno puede albergar un candidato que sitúa al Moscú de Vladímir Putin como el ?enemigo geopolítico número 1?, cuando los europeos, con Polonia a la cabeza, quieren evitar precisamente el antagonismo y el regreso a una versión mitigada de la guerra fría. Hay más diferencias, aunque pueden diluirse una vez alcanzado el poder. Romney, por ejemplo, quiere gastar mucho más en defensa (2.5 billones de dólares más que Obama en diez años) pero también que los europeos nos rasquemos más el bolsillo para la OTAN.

La política exterior europea, a pesar de su dudosa existencia, tiene amplias zonas de divergencia con un candidato como Romney. No hay duda de que el candidato republicano es más duro y unilateralista que Obama. No cree que el cambio climático sea producto de la actividad humana, quiere recuperar la tortura legal de Bush, mantener Guantánamo o revisar la retirada de Afganistán, cuestiones que suscitan todas ellas recelos o incluso la directa oposición de los europeos. Con el matiz de que en el debate televisado de este lunes consiguió moderar su imagen y hacerse creíble como un presidente tranquilo y un comandante en jefe preparado para enfrentarse a los peligros del mundo. Es una modulación de sus iniciales propósitos electorales que puede proseguir en caso de alcanzar la Casa Blanca.

Europa todavía vota por Obama, pero si gana Romney los europeos nos quedaremos tan anchos. Las elecciones americanas ya no son lo que eran. Los europeos estamos ensimismados en nuestras crisis. Pocos piensan en el refrán que condujo al lamentable viraje geoestratégico que llevó a Aznar a la guerra de Irak: quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija. Pero tampoco tenemos un árbol propio que nos dé la buena sombra imprescindible en el mundo global.



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25 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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