Víctor Gómez Pin
Tras la aparente boutade, era evidente que Agustín hablaba con toda seriedad y que su enfado era real. Obviamente alguien tan razonable no podía estar negando la universalidad del segundo principio de la termodinámica y sugiriendo que el cuerpo de Ferrán escapaba al mismo. ¿Qué quería decir pues? La clave parecía hallarse en esa referencia al nacimiento. Los hombres nacemos como mínimo dos veces, al venir físicamente al mundo, pero también al contemplar el mundo a través del prisma de las palabras, lo cual constituye el nacimiento propiamente humano. Pero digo "al menos dos veces" porque el segundo nacimiento suele tener una connotación complementaria que constituye casi un tercer nacimiento: el sentimiento de individualidad, es decir el sentimiento de que el lenguaje que filtra la percepción del entorno poblándolo de cosas que representan especies, el lenguaje por el que hay ante nosotros caballos, vasos, espinos y cerezos, el lenguaje que se sirve de la vida humana para iluminar el mundo… es cosa de uno, es propiedad de esa vida, o mejor dicho propiedad de ese cuerpo en el que, como todo otro animal el humano se hace animal concreto y presente.
Se procede con ello a una inversión de jerarquía de enormes consecuencias psicológicas. Pues una cosa es sentirse empapado por el lenguaje y otra cosa sentirse poseedor del mismo, una cosa es dar vida a las palabras y otra tener en las palabras armas para la vida. Si lo primero conduce al relato o al conocimiento, en lo segundo está quizás la clave de la formación del yo. Yo tanto menos transitivo, es decir tanto más temeroso, posesivo, amante de sí y tiránico cuanto más acusada es esa inversión de papeles.
Se comprende así que el morir de un ser humano no constituya un acontecimiento unívoco: morir trágico del que siente que la vida ya no sirve de soporte al espíritu, morir de aquello que hace a la humanidad, por un lado; morir sin grandeza, de aquel para quien sólo la vida cuenta, de aquel para quien la palabra nunca fue más que un expediente para asegurar la subsistencia y el dominio.
Y ese sentimiento de lo que significa la muerte, como rasgo clave del sentimiento de individualidad, viene reforzado por un segundo aspecto que es el nombre propio. Nombre propio a su vez vinculado al nacimiento oficial, cuya importancia Agustín García negaba en el caso de Ferrán, Lobo Serra en la inscripción llamada civil de su Gerona literalmente natal, apellidos que algunos ni siquiera conocían entre los componentes del heterogéneo grupo que se dejaba aburrir, en los cafés parisinos en las postrimerías del franquismo, cuando una mano que cabe llamar ingenua proponía una página de los presocráticos abierta al azar, para que Agustín inmediatamente la cantara en griego y después la vertiera al castellano o al francés, versión que, al ser recogida y glosada por uno u otro de los presentes, convertía por un instante a este en luminoso transmisor de la veracidad de los fragmentos transcritos, arrancándole en consecuencia a ese sentimiento de identidad individual que Agustín siempre veía como correlativo del sentimiento mismo de la muerte.
Solo el nombre propio, García Calvo en este caso, desde luego no ya mortal sino desde siempre muerto, neutralizaba a veces al lúcido Agustín García perseverante en su denuncia de las condiciones sociales en las que la vida de los seres de lenguaje se reduce a un sin vivir. Sin vivir de aquellos que meramente usan la palabra tras reducirla a la superficialidad de las reglas gramaticales; sin vivir de los que prostituyen las técnicas y el ansia de saber tras reducirlas a instrumentos de reconocimiento; sin vivir de los que, al erigirlo en excluyente patria, traicionan el lugar (siempre universal en su singularidad) en el que a través de la lengua materna vieron la vida bañada en palabra.
En tal sin vivir veía Agustín García la concreción de la muerte. Por eso, cuando el primero de noviembre la noticia de la muerte del gran filólogo y académico García Calvo me llegó en París, sentí que sería profundamente injusto vincularla a la ausencia de Agustín García, que en esta ciudad tanto amó y fue amado.