
Eder. Óleo de Irene Gracia
Julio Ortega
Voté ayer por España.
Si quieres saber quién perderá cualquier elección, pregúntame quién la ganará.
Por lo mismo, anoche decidí no seguir la maratón de nervios que son los programas dedicados a la matemática electoral, esa superstición norteamericana. No he llevado bien el favoritismo de los conglomerados mediáticos por su obvio candidato, por quien no podría yo votar debido a una fundamental diferencia: pago más impuestos que él.
De modo que agonicé con mi apuesta por Obama.
Mi amiga Beatriz Pastor se nacionalizó para poder votar contra Bush pero, insolentemente, ganó Bush. A ella no le quedó sino pasar de electora a elegible: se presentó de candidata al congreso de New Hampshire y, prodigiosamente, ganó. Espero que le hayan dado las debidas gracias por la diligencia que puso en sus proyectos de inclusión.
Después de treinta años de vivir en EEUU, decidí hacerlo para no tener que ir más al Consulado español por una visa a España.
Encontré que solo tienes que llenar los formularios de nacionalización en Internet y pagar 600 dólares. A poco, te citan; pronto, ya tienes una nacionalidad más.
Pero, claro, antes de dar semejante paso, necesitaba yo de un marco teórico. No puede uno asumir otro pasaporte, aun si no pierdes el tuyo, sin una figura hermenéutica.
La encontré en la teoría jurídica. Según los estudios teóricos sobre la nacionalidad, hoy día la ciudadanía es concebida como un “membership.” Aprendí que en el futuro tendremos varias nacionalidades y los pasaportes serán como los carnés de las bibliotecas que frecuentamos. Según la RAE, “carné” de identidad (en lugar de la fonologización nosotros preferimos la reapropiación: “carnet”) se sobredefine así: “Documento que se expide a favor de una persona, provisto de su fotografía y que la faculta para ejercer ciertas actividades o la acredita como miembro de determinada agrupación” . Esta consolación por la dialectología me aliviaba el trámite.
El hecho es que ayer me tocó votar por primera vez en este país. Como los latinoamericanos somos los ciudadanos que más veces hemos votado en este mundo electoral, el proceso me resultó fácil y hasta deportivo. En Perú, para votar uno es encerrado en una cabina secreta y debe, luego, entintarse el dedo pulgar no sé si para dejar su huella digital o para demostrar con esa mancha que ya ha votado y no puede repetirlo. En México, el Instituto Federal Electoral (IFE), presidido impecablemente por José Woldenberg, fue el instrumento legitimador de la transición mexicana. En las últimas elecciones, con la vuelta del PRI, la compra de votos con tarjetas prepagadas de almacenes y mercados puso al día viejas prácticas. Sin embargo, no he visto que académicos y escritores hayan protestado el plagio de los votos. ¡La falta que nos hace Monsiváis!
De modo que voté temprano y voté por España. De las muchas causas para votar, entiendo que no pocos hemos apostado por una coalición política capaz de restablecer el equilibrio perdido en Europa por la intransigencia de un modelo ideológico que pasa por verdad universal y no es sino el poder del Mercado sobre la vida de los ciudadanos. Confiamos que el gobierno de Obama promueva el proceso de remontar humanamente la crisis.
Esta ideologización impuesta está terminando con la representatividad concedida a gobiernos paralizados por la crisis del sistema, cuya legitimidad es puesta a prueba por su abuso de la “violencia legítima”. Obama tiene el mandato de mediar y, si es posible, paliar el feroz control de la Banca Central y las imposiciones de austeridad irrestricta de los órganos internacionales de pensamiento único. Se trata de una feroz concertación contra España, que el gobierno español busca navegar con el agua al cuello. Los españoles están siendo desahuciados de España por no poder pagar la deuda per capita que la misma banca miltiplicó.
A los latinoamericanos y los hispanos migrantes y nomádicos, allí como aquí, el derrumbe de España y el desamparo de los más jóvenes, nos empobrece.