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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Modos de administrar

Una observación de Leopardi en su Zibaldone di pensieri, reveladora de los dos modos de abordar la escritura del yo y del vos, el tuiteo febril, la ficción y demás aspavientos de la economía del acicalamiento:
 
Las personas acostumbradas a la extroversión, si les pica una mosca, o si se les vuelca o rompe un vaso, lanzan exclamaciones instintivas incluso en absoluta soledad; las adictas a convivir consigo mismas y retenerlo todo en su interior, si les pasa algo, aunque estén en compañía multitudinaria, no abren la boca para quejarse ni pedir ayuda.
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9 de febrero de 2018
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Los pedagogos del señor de arriba y la ley vieja

El avance en materia de derechos humanos consiste en la abstracción. Cuando se dice ciudadano, el término que introdujeron los estoicos y que Marco Aurelio emplea de modo ejemplar, o sea, ciudadano de la ciudad que es el mundo, se elude el adjetivo, no se dice romano, ni griego, ni bárbaro. En cambio, el retroceso, la roña y la vileza, radica en el adjetivo. Cuando una declaración lo más abstracta posible, como es toda constitución cabal, se quiere envilecer e infectar se le ponen adjetivos lugareños. Cuidado con los adjetivos, que los carga la estupidez y los paga la inteligencia. El propósito de los adjetivadores es convertir la cualidad accidental y privada en esencia constituyente.
 
Así por ejemplo se dice que hay vascos, cuando lo cierto es que no hay vascos, hay gente que habla vasco y eso es todo. Hablar vasco no presta ninguna cualidad esencial ni da derecho a deponer el adjetivo en una constitución ciudadana y dejarlo ahí, atufando. Aún menos a declararse superior o ejemplar. 
 
Aquí tenemos gobernando, con el apoyo del sedicente progresismo, a los partidarios del señor de arriba y la ley vieja, que se dicen vascos de esencia sentimental, vamos, que lo sienten mucho, y tienen un cabildo raro que llaman consejo del euskera para ver cómo imponer el morbo alucinógeno. Una cosa es que donde se habla vasco sea oficial, y haya sanidad y enseñanza en vasco, y se pueda hacer la declaración de la renta en vasco, yo mismo la he hecho y me devolvieron antes que nunca, bravo, y otra cosa es hacerlo oficial donde no se habla para que se jodan, digo para que se hable. ¿Por qué se tendría que hablar donde no se habló o se dejó de hablar porque le dio por ahí a la gente? Esa sería la cuestión. ¿Con qué morro, que no sea el delirante del rollo del neolítico, va a decirle un ciudadano que habla vasco, a otro que no lo habla, que lo tiene que hablar, o como mínimo dejar que sus hijos sean aleccionados en la cosa? ¿Para entenderse quizá? El consejo del euskera tendría que ocuparse de ese punto, a ver, que argumenten los sentimentales. Por si fuera poco el chiste, el susodicho consejo está poblado en exclusiva de gente que habla vasco y delira con el adjetivo y cree que es sustantivo. Es como si un consejo de oncología exigiera acreditar la posesión de un tumor de grado III para ser miembro de la cosa. Si fuera un problema real, no inventado e impuesto, debiera estar formado también por quienes no hablan vasco pero van a ser las víctimas del delirio ajeno, ésos defenderían a la gente normal y a ésos tendrían que explicarles las ventajas de sumarse a la resta para hacer la división.
 
Pero en vez de hacer la pedagogía ahí, de donde no saldría, porque no tiene recorrido argumental, la hacen a toda pasta en el territorio privado, donde consideran que es natural entrometerse. Así, resulta que los adjetivados en vasco son superiores y deben tener ventaja, y les parece tan natural meterse en la relación entre particulares para «normalizar» la anormalidad. Eso nos hace disfrutar de peculiaridades encantadoras, por ejemplo, los locutores repetitivos, todo locutor vasco se sabe ejemplarizante y modélico, de manera que deleita a las víctimas con la repetición de sus asertos. Se trata de un morbo muy vasco, Usabiaga, el del ciclismo, repite sin falta todos sus comentarios, si llevan un verbo conjugado que a él le parezca guay o algún purismo de su cosecha, entonces lo suelta cuatro veces seguidas en crescendo, tomad y comed, el vasco adjetivado se distingue porque todos los chistes los cuenta tres veces, la segunda de repaso,  la tercera es la que vale, salvo que haya dudas, es lo que tiene la pedagogía. Pérez, el de pelota, que no soporta ser Pérez y en compensación ha erradicado el bote, la dejada, la cortada y hasta el dos paredes, a base de repetir sus purismos, y se hace eco sin falta, no sólo a sí mismo, sino cada vez que algún fiel talibán denuncia que Berasaluze ha hablado en castellano con Urrutikoetxea, y luego Lizartza, pelota también, repetitivo y curil también, castiga al personal cuando falta Pérez. Por eso, el vasco adjetivado y metido a culturizante suele ser como el ciclista que va mirándose los pedales, pendiente de que le admiren de cómo se mira. Y bien, ¿acaso no tiene derecho? Oh sí, pero que vaya por su carril y dé paz.
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8 de febrero de 2018
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Bufonía

Es la ceremonia sacrificial más antigua que tenemos en catálogo. El ilustre antecedente está en la lidia y muerte del toro celeste en la epopeya de Gilgamesh. El rey de Uruk, tras desaforada faena con la heroica ayuda del  noble subalterno Enkidu, mata al toro por descabello con hacha. A continuación se infligen al bicho muerto diversas sevicias. La más notable es, según las traducciones convencionales, cortarle una pata y arrojársela a la compungida diosa Ishtar que le hace honras fúnebres. Seguramente se ha malentendido decorosamente el eufemismo de turno, que quería decir «testículos». Las imágenes de la época, como la de arriba, que se vería si no fuese porque el algoritmo se ha escandalizado y no la quiere subir, sugieren que el toro era capado post mortem, lo cual quedaba subrayado por el contraste entre los atributos de Enkidu y la ausencia de ellos en el cornúpeta. La faena no fue olvidada por los dioses y constituyó la acusación principal que motivó la trágica condena a muerte del matador y el subalterno.
 
La versión ateniense de la corrida épica mesopotámica se llamaba Bufonía y se celebraba en honor de Zeus Urbano, el protector de la ciudad. Se conducían unos toros bien cebados ante al altar sobre el que había una bandeja broncínea con una pan de ofrenda y un montón de cebada. Entretanto,  unas vírgenes selectas traían agua bendita para pasar por la piedra y amolar un hacha y un cuchillo. El afilador del hacha se lo pasaba a otro y éste a otro más, hasta que uno de los toros comía de las ofrendas. Entonces le daban el hacha al sumo sacerdote que sacrificaba al animal al estilo gilgamésico. El sacerdote se hacía entonces el horrorizado, tiraba el hacha y hacía una espantada aparatosa. Los expertos carniceros y desolladores ejecutaban luego su trabajo, y a continuación venían los cocineros que preparaban el asado. Todo el público comía piadosamente. Sin embargo, no dejaba de estar claro que se había cometido un asesinato horroroso, y todos los responsables se ponían a disposición del arconte. Se echaba la culpa al afilador, a las que trajeron el agua, al desollador, en fin a todo el mundo, porque el principal culpable, el sacerdote, había huido cual vil puchimón. Tras arduas deliberaciones jurisprudentes, se declaraba culpable al hacha que era condenado a hundirse en la mar salada. Como colofón chispón rellenaban la pelleja, y hacían un bonito toro aparente que ponían ante un arado, cosa que también viene de los sumerios pero que ya explicaremos otro día.
 
En fin, todo viejo y renovado como la vida misma. Lo más bonito es que los animalistas, con su sensibilidad exhibicionista que humaniza al toro y cosifica al torero, sean antiquísimos elementos corales con su papelón obligado en la representación.
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28 de enero de 2018
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El mortero de Teruel

Los gramáticos que, como decía Huarte de San Juan, son la arrogancia personificada, constituirían para Erasmo el género más calamitoso, desgraciado y dejado de los dioses, si una especie de dulce chifladura no mitigase las desdichas de su profesión misérrima, y añadía el sabio holandés: «Que todos los gramáticos me maldigan si miento. Conozco a uno que lo sabe todo, una eminencia en griego, latín, matemáticas, filosofía, medicina, el amo de todas las especialidades, ya sesentón, que lo ha dejado todo y  hace veinte años que se atormenta y martiriza con la gramática. Dice que se consideraría feliz si llegase a vivir lo bastante para distinguir las ocho partes de la oración, cosa que hasta ahora ninguno de los griegos ni romanos han conseguido satisfactoriamente. Es más que suficiente para desencadenar la guerra que alguno confunda una conjunción con un adverbio. Lo bueno es que hay tantas gramáticas como gramáticos…»
 
Pues bien, ese gremio feliz y apasionado se ha ocupado tradicionalmente de las inscripciones ibéricas, lo que ha garantizado la absoluta petrificación de la especialidad incluso en los casos de inscripciones bilingües que, como cualquier profano sensato pensaría, han de ser claves para entender con seguridad alguna minucia que otra. 
 
Hay que comprender algo elemental, pero que roza el tabú para dichos especímenes, a saber, que las afinidades léxicas no sólo son más reales que la características morfológicas, sino que constituyen la «realidad» frente a la «convención». O sea que las partes de la oración, los casos gramaticales y demás zarandajas son convenciones de utilidad problemática, quizá buenas para los sexenios que dijo el poeta, pero que no pasan de entelequias volátiles, frente a las afinidades léxicas, que no tratan del parecido casual de dos o más raíces, sino de la convergencia reiterada de los sinónimos que nos hacen ver el acervo léxico común de las lenguas emparentadas.
 
Todo esto va por un mortero que hay en el museo de Teruel, dotado de una inscripción bilingüe, tan realmente existente como la noble urbe y encantadora provincia aragonesa, donde pone:
FL ATILI L S (en latín)
bilake aiunatinen abiner (ibérico)
 
Desde su descubrimiento y publicación, la S del lado latino se ha interpretado como abreviatura de servus «esclavo». ¿Por qué? Pues porque sí. Creo que empezó Untermann, pero da igual, todos se han sumado. Eso ha hecho que abiner, en el lado ibérico, se haya declarado equivalente por unos y de imposible equivalencia por otros, que niegan que la inscripción sea bilingüe, con todo lo cual se garantiza la imposibilidad de ir a ninguna parte, vamos, como si dijeran que Teruel no existe.
 
Ahora probemos a mirar el artefacto desde el lado de la realidad. Abiner, como la variante balear Tanniber, es el hermano ibérico del latino Faber y del armenio Darbin, todos ellos descendientes y sinónimos del sumerio Tabir «artesano».  Así que Abiner quiere decir artesano y la S correspondiente en latín es la inicial de scissor, sculptor, scriptor o cualquiera de la treintena larga de posibles oficios artesanos que empiezan por S en latín. 
 
Asi que la inscripción latina diría: 'Flacus artesano de Atilius L.'
y la ibérica: 'Bilake artesano del señor Atin'
 
para «señor», cfr. aiun, iuns, iaon, iaun, ἄναξ 
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15 de enero de 2018
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Conexión aldeana

Parece que las fuerzas neolíticas de la comarca han pactado con las paleolíticas del marianismo el trazado del tren veloz. Y oh prodigio, no servirá para conectar a Pamplona directamente con Francia, sino para unir a las cuatro capitales del eusko irredentismo. La aversión al progreso de los carlistas y demás aberzaliados viene de atrás, qué sorprendente.
 
Cuando en el siglo pasado iban a mejorar la carretera Pamplona Irún —que ya la Diputación navarra decimonónica consiguió trazar racionalmente comprando un corredor a los indígenas guipuzcoanos—, hubo expresiones memorables como la de Etxegarai, el alcalde de Lesaka por parte de Sabino Arana, que fundó su resistencia al trazado y anchuras modernas en que con carreteras rápidas «estos pueblos se quedan muertos», lo que hacían falta eran caminos carretiles y ventas, siguiendo la tradición vasca, ya elogiada por Aymeric Picaud hace mil años, de saquear al transeúnte. En fin, esto es lo que se dice perder el tren.
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10 de enero de 2018
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Progresismo

Pues tienen razón en la Ribera cuando pían: Hartos de la discriminación por no haber hablado nunca euskera, empresarios de la industria agroalimentaria y ciudadanos riberos crean una asociación para impulsar a "Riberna" como provincia independiente de Navarra. Por fin Tudela será capital.
 
La matraca de la «antigüedad» del vasco es una de las más perniciosas entre las creencias comúnmente admitidas, no ya entre los etarras y adheridos (Zabarte el matarife de Mondragón, preguntado por el beneficio que trajo a la sociedad su serie de asesinatos, dijo exultante que gracias a sus ejecuciones en nombre del pueblo había ikastolas incluso en Lodosa, o sea, se avanzaba hacia la recuperación del delirante neolítico euskaltzale, cuando en el Ebro daban la vara unánime bertsolaris y txalapartas) sino entre literatos de todo pelaje —ay, los pobricos—, y estirados catedráticos salmaticenses como Villar Liébana, que tipifica ur- como hidrónimo neolítico, sin otra base que haberse enterado de que ur es agua en vasco, o sea algo antiquísimo, e ignorando cuidadosamente que el término vasco, así como el  griego ὕδωρ «agua» o el umbro utur «agua», derivan derechamente del sumerio Hubur «la gran corriente de agua que circunda la tierra«, «el río del infierno», y que la verdadera hidronimia que vino de Mesopotamia es más bien la ejemplificada por Ibur (cabecera de Baztán), Iber (Ebro), Ubera, Bera, Tíber, Ter, Ivry, Iberia, Tibarénida (Iberia Caucásica), Hibero, Xibero, Tibur, Ibar, Ibor, Vivar, Viver, Eber y tantísimos más, y que, en cambio, los nombres de las ciudades  mesopotámicas de Ur y Uruk no son hidrónimos ni por el forro de las tablillas.
 
Bueno, pues esa cosa tan cansa de la antigüedad vasca, más falsa que los crucifijos de antes de Cristo, es la base del racismo oficial campante en esta tierra, que quiere establecer por ley que el que hable vasco es un especimen superior, mejor, aventajado, modélico y progre a más no poder, porque, dicen, semejante ser delicado ha sido tradicionalmente encorrido y humillado por el franquismo desde 1512. 
 
En cambio, tiene buena traza que, siquiera por exepción, aquí el PSOE no parezca tan acomplejado con la pelmada machacante, y su lideresa Chivite aspire a montar un gobierno no nacionalista. También es ilusionador que se barrunte fuerte subida de Ciudadanos y, el colmo, que los partidarios del progresismo neolítico hayan conseguido prestar a UPN un aire atractivo.
 
  Y feliz año nuevo, que decían los sumerios. 
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31 de diciembre de 2017
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¿Qué es sólido?

Una homonimia curiosa en italiano es la de saldo como «sólido» y «saldo». En latín, el significado primario de solidus es «solar», «hecho de la materia del sol». De ahí, aureus solidus, la moneda «de oro solar», el pleonasmo que recalcaba la pureza de la aleación, porque el oro venía del sol, era solar; y después el llamar «sol» a la moneda, y «saldo» a lo que se vende. 
 
Donde más salta a la vista la relación entre el sol y la moneda de su nombre es en ibérico. En el plomo de Alcoy aparece dos veces Salirg, el dios Sol, por su importancia en el panteón ibérico y porque era el testigo por excelencia de los juramentos: los testigos divinos nombrados podían vengarse del perjuro. Salirg, derivado del sumerio zalaq «brillar», d’Zalaqqa «el dios Brillante», y del también sumerio dingir, digir «dios», ha quedado como un monumental arcaísmo sin otra referencia que la inscripción alcoyana. En cambio, su versión más tardía salir figura tropecientas veces en las inscripciones. Seguramente es el término más repetido en el corpus ibérico. Un trabajo interesante para los iberistas sería perfilar en las inscripciones los diversos significados de salir que van desde la teonomia testifical, hasta la moneda y la venta, lo cual arrojaría luz sobre el texto adyacente.
Tambien es ilustrativa la familia derivada: ibérico Salirg «dios Sol», salir «sol, moneda, venta»; latín sol «sol», aureus solidus «moneda, pieza batida de oro»; inglés sellan, sell, sold «vender, vendido»; noruego selja «vender»; vasco saldu «vender, vendido», salgai «producto que se vende», «materia convertible en moneda», saldo «rebaño»; castellano, sol, saldar, saldo; italiano saldo «sólido», «saldo»; sueco sol «sol»; gótico soil «sol»; griego ἥλιος «sol»; etrusco usil «sol».
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12 de diciembre de 2017
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Matar al rey

El Museo Nacional de Irlanda en Dublín tiene una sección dedicada a muertos hallados en las turberas, y que según el estudio del conservador emérito Eamonn Kelly, son reyes ejecutados en el correspondiente ritual de fin de reinado. 
 
El llamado Oldcroghan Man, su trozo conservado más de dos mil años por la acidez, el frío y la falta de oxígeno en la turbera, es particularmente elocuente. Era un real mozo de dos metros con planta de decatleta. Tenía unas manos propias de quien nunca labró la tierra ni cuidó ganado. Las uñas manicuradas. Comió carne a diario los cuatro últimos meses, pero su última comida fue ritual: cereales y mantequilla. Le cortaron los pezones porque, sostiene Kelly, eran el equivalente al sello real que los súbditos besan en señal de sumisión. También le cortaron la cabeza a ras de clavículas, y el torso a la altura del diafragma. Tenía los brazos agujereados y traspasados por una atadura de avellano trenzado que sirvió para reducirlo y llevarlo vivo a la turbera.
 
Es la versión irlandesa del destino de Gilgamesh, el gran rey de Uruk forzado a ejecutar su suicidio ritual como fin de su reinado. Los reyes eran los esposos de la diosa de la vida y la fertilidad, y al cabo del año se les renovaba, o no, el destino.
 
A quien le cueste ver (para creer) que el irlandés también viene del sumerio quizá le alumbren las astillas de esta fogata: en sumerio, girr es «fuego», y Girra, «el Fuego»; irlandés hyrr «fuego»; acadio girrum «fuego»; armenio hur «fuego»; etrusco vers «fuego»; hitita pahhur «fuego»; griego πῦρ «fuego»; altoalemán fiur «fuego»; vasco  sur «fuego», erre «quemar», (no hay errata en sur, antecedente del actual su, y nótese que el vasco, como el ibérico y el árabe, es refractario a la p- o la f-, particularmente cuando es inicial).
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2 de diciembre de 2017
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El indoeuropeo no existe

 

 

Los alquimistas del barroco inventaron el flogisto para explicar el fuego, que hasta entonces era uno de los cuatro elementos, y después de su cese andaba por ahí ardiendo sin pies ni cabeza. El flogisto se quemó y  volatilizó, visto y no visto, en cuanto se le arrimó oxígeno allá por el siglo de la razón. Hoy ya no existe, lo extinguió la ilustración.

 

El indoeuropeo, por su parte, es un flogisto gramatical decimonónico que se inventó para explicar las coincidencias entre el germánico, el griego y el sánscrito. El origen gótico y supremacista de la invención se manifiesta en el término indogermánico, que los alemanes suelen preferir porque les halaga tontamente. 

 

La ejecutoria de nobleza e hidalguía del indoeuropeo se evapora en cuanto se comprueba que cantidad de lenguas que ignora y declara aisladas porque no acierta a encasillar, como el ibérico, el celtibérico, el etrusco o el vasco, están emparentadas con las presuntas indoeuropeas y con otras muchas que se suponían ajenas a dicha ficción lingüística, como las uraloaltaicas y otras más orientales. O sea, en cuanto se comprueba que todas vienen del sumerio.

 

El maridaje de la ficción indoeuropea con las alucinaciones cabalistas que vinculan el genoma con la diversidad cultural ha engendrado un neorracismo que pulula en cantidad de libros. En este neorracismo genoplasta, los vascos son objeto de particular devoción, hasta el extremo de que no hay un solo libro de este género alucinatorio que no dilucide el apasionante sebo neolítico que preservan sus boinas, y así queda demostrado, no ya que la ignoracia es atrevida, sino que es una levadura poderosa capaz de levantar naciones, fundamentar razas, prescribir conductas colectivas y escribir bestsellers.

 

Se conoce que el racismo y su entrañable variedad del pueblerinato son como el moho, que está en todas partes aguardando su oportunidad, y en cuanto dispone de su conveniente atmósfera de ignorancia, autocontemplación y sesteo de la razón, procrea  monstruos.

 

 

 

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27 de noviembre de 2017
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El nombre del hijo

 

 

Aunque todas ellas deriven del sumerio, un punto notable donde el ibérico, el itálico, el micénico y el hitita, o sea las viejas lenguas de la cuenca mediterránea, se distancian con el aquitano, el germánico, el eslavo, el lituano, el sánscrito y el tocario, o sea, las de más al norte, es el nombre del hijo.

 

Para las lenguas mediterráneas, el nombre del hijo deriva de la idea de cría, educación y herencia: eso significan los términos sumerios buluĝ, «heredero», «educar», «crecer» e ibila, ibilu «heredero» de los que proceden el ibérico biloz «hijo»; latín filius «hijo»; mesapio bilia «hija»; albanés bir «hijo»; micénico iju «hijo»; griego υἱός «hijo»; hitita uwa «hijo», ibila «heredero»; y el vasco biloba «nieto, descendiente», que es préstamo ibérico.

 

Para las septentrionales, el nombre del hijo conlleva la idea de semilla, o sea productor de semen, y procede del sumerio še-numun «semilla», «semen», «descendiente masculino». De ahí, el aquitano sembe «hijo»; vasco senar «marido»; latín semen «semilla», «semen»; altoalemán sunu «hijo», alemán Sohn «hijo», Samen «semilla, semen»; tocario B soy «hijo»; sánscrito sunuh «hijo»; lituano sunus «hijo».

 

La idea se hace particularmente evidente en vasco, donde seme es hijo, y alaba (alaua, alua «vulva») es hija.

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26 de noviembre de 2017
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