Eduardo Gil Bera
Los alquimistas del barroco inventaron el flogisto para explicar el fuego, que hasta entonces era uno de los cuatro elementos, y después de su cese andaba por ahí ardiendo sin pies ni cabeza. El flogisto se quemó y volatilizó, visto y no visto, en cuanto se le arrimó oxígeno allá por el siglo de la razón. Hoy ya no existe, lo extinguió la ilustración.
El indoeuropeo, por su parte, es un flogisto gramatical decimonónico que se inventó para explicar las coincidencias entre el germánico, el griego y el sánscrito. El origen gótico y supremacista de la invención se manifiesta en el término indogermánico, que los alemanes suelen preferir porque les halaga tontamente.
La ejecutoria de nobleza e hidalguía del indoeuropeo se evapora en cuanto se comprueba que cantidad de lenguas que ignora y declara aisladas porque no acierta a encasillar, como el ibérico, el celtibérico, el etrusco o el vasco, están emparentadas con las presuntas indoeuropeas y con otras muchas que se suponían ajenas a dicha ficción lingüística, como las uraloaltaicas y otras más orientales. O sea, en cuanto se comprueba que todas vienen del sumerio.
El maridaje de la ficción indoeuropea con las alucinaciones cabalistas que vinculan el genoma con la diversidad cultural ha engendrado un neorracismo que pulula en cantidad de libros. En este neorracismo genoplasta, los vascos son objeto de particular devoción, hasta el extremo de que no hay un solo libro de este género alucinatorio que no dilucide el apasionante sebo neolítico que preservan sus boinas, y así queda demostrado, no ya que la ignoracia es atrevida, sino que es una levadura poderosa capaz de levantar naciones, fundamentar razas, prescribir conductas colectivas y escribir bestsellers.
Se conoce que el racismo y su entrañable variedad del pueblerinato son como el moho, que está en todas partes aguardando su oportunidad, y en cuanto dispone de su conveniente atmósfera de ignorancia, autocontemplación y sesteo de la razón, procrea monstruos.