convendrá que la más acre humillación es ver raído el nombre propio de las inscripciones y estelas que el rey enemigo arranca y hace transportar, en triunfo y a costa de grandes trabajos, a su capital.
Cuando los arqueólogos franceses descubrieron en 1902 la estela del Código de Hammurabi en las ruinas de Susa, no sólo había sido llevada hasta allá por los conquistadores de Babilonia, sino que secciones enteras de los casi trescientos párrafos habían sido raspadas para ser sustituidas por una nueva inscripción de los vencedores. Todo un caso de corrección histórica y jurídica.
La estela de Hammurabi valdría para icono patrón de los grafiteros, historiadores, juristas, revolucionarios y demás correctores, que debieran peregrinar al Louvre una vez en la vida para rendirle pleitesía.
Y no era que Hammurabi se hiciera ilusiones con los miramientos de los públicos venideros. La estela ostenta un completo surtido de maldiciones contra aquél que “ignore las palabras que he escrito”, “revoque las leyes que he dado”, “destruya mis caracteres”, “cambie mis palabras”, “borre mi nombre escrito”, “escriba su propio nombre”. Las diversas secciones amenazantes muestran una casuística minuciosa y tienen presente a quien “induzca a otro, a un sordo, a un idiota, a un ciego, a un pérfido, a un hombre de idioma extraño, o la muestre a un rey enemigo diciendo borra su nombre y pon el mío sobre él”. No sólo están previstos delitos de comisión, sino también de omisión culpable por parte de quien “cambie de sitio la estatua, no obre conforme a las palabras de esta inscripción, destruya esta imagen, la oculte, la embadurne con pez, la sepulte en tierra, queme, o arroje al agua, la exponga a ser pisada por las bestias o el ganado, impida a las gentes contemplarla o leer mis palabras”. Eso indica que todos esos casos se habían dado, había memoria y jurisprudencia sobre el particular. A la vez que aspira a la eternidad, la pieza literaria hamurábica describe y anticipa su final en las maldiciones protectoras que debían asegurar su duración.
Pero había otra forma de asegurar el renombre, y era escribir, no en una estela vistosa y aspirante a la máxima publicidad en el tiempo y el espacio, sino bajo tierra, con la posteridad como única lectora.
Bajo los cimientos del templo, se colocaba un depósito fundacional, según una costumbre que una tradición ininterrumpida ha transmitido hasta hoy desde tiempos inmemoriales. Uno de los más antiguos que se ha encontrado intacto es el depósito fundacional del rey Ur-Nammu (c. 2050 a. C.), descubierto en Uruk, y publicado en Berlín en 1939, que contiene una caja con tabletas de arcilla puestas en betún, una lámina de oro, una figura del rey en bronce, con forma de clavo, llevando sobre la cabeza la espuerta con el primer ladrillo, y una tableta de piedra con el documento fundacional.
Las tabletas inscritas solían relatar el currículo excavador del rey constructor del templo. Nabonides se jactaba de haber logrado hallar el documento fundacional de Naram-sin “que durante 2.300 años ninguno de mis predecesores pudo contemplar”. Allá donde fracasaron los intentos de los reyes Kurigalzu, Asarhaddon y Nabucodonosor II, el tenaz Nabonides hizo excavar a 18 codos por debajo de los cimientos y alcanzó el documento. También en Larsa consiguió el mismo Nabonides encontrar el documento fundacional de Hammurabi, que le precedió en más de mil años. Y luego, “modelé una imagen de mi persona real que transporta una espuerta de ladrillos, y la puse sobre el documento fundacional.”
A veces, la imagen del rey con la espuerta sobre la cabeza es sustituida por la de un dios hundiendo en el suelo un clavo cubierto de inscripciones. Es el símbolo de la construcción, que en sumerio no conlleva la idea de levantar o erigir, sino la de cimentar, ensamblar, clavar y machumbrar, y se representa en la escritura ideográfica con el mismo símbolo que el dedo, el clavo y la cuña.
Las tabletas fundacionales solían tener instrucciones dirigidas al rey autor del hallazgo para que las ungiera con óleos, les dedicara unas líneas, y las enterrara cual venerables testimonios con el nuevo documento fundacional.
El cono o prisma de arcilla con inscripciones que se enterraba en los cimientos se llamaba en sumerio “temen”, que también era por extensión la denominación del templo. Los acadios, que veneraban el sumerio como nosotros el griego o el latín, llamaban “temenu” al documento fundacional de un templo.
Y por tan egregias vías llegó al griego “témenos”, que es el terreno o recinto dedicado a un dios o un héroe. Y el “témenos” era de temer, porque al poeta Hesíodo le avisó el oráculo que se guardara de ir a uno —el de Zeus Nemeo—, pero como no entendió bien, fue a parar fatalmente allá, donde le aguardaba un linchamiento en la intimidad.
La foto de arriba reproduce la imagen broncínea del rey Sulgi, que vivió sus felices días hacia 2030 a. C. Estaba depositada en los documentos fundacionales del templo de Ur, y presenta al rey en el gesto tradicional del peón que aporta los primeros ladrillos para la construcción. Se lee el nombre del rey en la tercera columna del registro superior. Los expertos notarán que la efigie no tiene extremidades inferiores, sino que acaba en punta, como una clavija, porque simboliza la acción de edificar, que en sumerio se escribía con ese signo.