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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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El recuerdo crea la vida

 

 

Antonio Primo fue un militar y político romano que luego de haber sido senador, cónsul y hasta dueño de Roma, se retiró para dedicarse a la lectura y la correspondencia con los amigos. El poeta Marcial recuerda en un epigrama (IX, 99) una carta de Antonio, ya jubilado en Tolosa, donde le saluda y muestra su aprecio. La emoción de Marcial por el hallazgo de un interlocutor de sus poemas es intensa y así se la hace saber a su libro, al que envía como embajador plenipotenciario al encuentro de Antonio: “tú, que aún puedes soportar los largos trayectos de los caminos, ve, libro, prenda de una amistad ausente.”

No mucho después, Marcial dedicó al retirado Antonio, que ya pasaba de los 75 años, un epigrama (XX, 23) que condensa, en su admiración por la serenidad del amigo, lo mejor de la sabiduría estoica y celebra un mecanismo esencial de la mente humana: el recuerdo crea la vida.

 

Iam numerat placido felix Antonius aevo
       Quindecies actas Primus Olympiadas
Praeteritosque dies et tutos respicit annos
       Nec metuit Lethes iam proprioris aquas.
Nulla recordanti lux est ingrata gravisque;
       Nulla fuit, cuius non meminisse velit.
Ampliat aetatis spatium sibi vir bonus: hoc est
       Vivere bis, vita posse priore frui.

 

Antonio Primo, feliz en su plácida vejez, enumera ya quince Olimpiadas vividas, y reconsidera los días pasados, y los años que ya nadie puede arrebatarle, y no teme las cercanas aguas del Leteo. Ningún día memorado le resulta ingrato ni gravoso. Ninguno hubo del que no quiera acordarse. El hombre cabal amplía la extensión de su vida: saber disfrutar de la vida pasada es vivir dos veces.

 

“Vivere bis” tiene todo el sentido de un bis teatral ordenado por el director, autor y espectador de la pieza exclusiva: su vida, que vive de memoria y se reproduce memorable, sin miedo al olvido.

 

Hay una sencillez insuperable en el poema de Marcial, sobre todo si se compara con el ringorrango que los modernos redescubridores del eterno retorno ponen de guarnición para emplatar una intuición vieja como la humanidad. Y, hablando de sencillez, acabo de ver que Google incluye un traductor de latín en su repertorio. Le voy a hacer un examen con Marcial. Tecleo el epigrama y el artefacto me replica esto:

“Ahora es contar con una edad calma feliz Antonio quince veces en los últimos los primeros praeteritos que Olimpiada durante días, y son seguras en cuanto a la años, sin miedo al Leteo ahora más cerca de las aguas no hay en el recuerdo de la luz es, el fruto y es pesado; no, no había, de los cuales no recordar los deseos aumenta el período de su vida es el hombre que es bueno: es decir, vivir dos veces para poder disfrutar de la vida de los primeros.”

 

Entretanto, madura la mañana y es hora de salir. Desde Barbastro hacia el Ebro, se pasa por Castelflorite y San Juan de Flumen, pueblos hermosos como sus nombres, y se atraviesa el jardín de los Monegros, todo jaspeado de bosquetes y corralizas. Cruzado el Ebro, empieza el gran mar de arcilla blanca de Zaragoza. Esta arcilla, que aquí llaman buro, refleja la luz de una manera única que confiere una claridad desoladora a la atmósfera, algo particularmente notable en Fuendetodos. El pueblo de Goya está en el caracierzo de una sierra donde en años buenos recogían nieve y la conservaban para bajarla a Zaragoza. Al otro lado de la sierra, está Villar de los Navarros donde la expedición carlista obtuvo otra de sus grandes victorias inútiles.

Hacia el sol poniente, pronto se alcanza el corredor del Jalón, por donde han ido y venido durante milenios los incontables hombres esperanzados.

Calatayud tiene un callejeo encantador, las calles de la Paciencia y el Desengaño merecen ascéticas meditaciones. Y hay un curioso monumento a la industria cañamera. Lástima que mi prisa por llegar a Bilbili me impida recrearme en esta ciudad irónica, hay fachadas y balconajes pintados adrede para dar la impresión de desplome y sembrar la duda.

¿Dónde está Bilbili? Ahora sabemos que éste era el nombre auténtico, y no Bilbilis, porque la /s/ final fue un aliño posterior. Pasado el cementerio, una pista trepa hacia el cerro inmortal, y media legua después, es preciso ocultar el coche para no profanar la vista de la urbe venerable. Por fin, después de faldear a media ladera, aparece Bilbili, enorme, sobrecogedora. Termas, templos, mansiones y pórticos descansan de su lento derrumbe, y el foro se alza imponente sobre una vieja acrópolis que se debió desanimar.  El teatro fue excavado en una torrentera, gran desafío ingenieril, y es una joya. El otro día desenterraron junto al escenario una cabeza de Augusto que presidía las representaciones. Paseando entre las columnas del foro se contempla el gran valle cruzado a toda leche por los gusanos del AVE y los pulgones nerviosos de la autovía.

¿Dónde viviría Marcial? Busco por las calles, el teatro y las termas, como si algo me tuviera que resultar conocido. Marcial, cuyos padres hablarían algún dialecto celtibérico, recibió una formación letrada extraordinaria, aquí, en esta orgullosa ciudad de la áspera colina ceñida por el Jalón que hiela el hierro, y luego se fue, veinteañero, a Roma. Cinco días de carreta hasta Tarragona, y después el azar del viento favorable sobre el ancho dorso del mar. Y triunfó en el durísimo oficio de poeta de encargo, no tanto como Virgilio, porque parece que Trajano lo ninguneó imperialmente, pero ahí anduvo, malediciente y tenaz, decretando qué palabras recordaríamos hoy, este día que rojea y se va. Permaneció en Roma casi cuarenta años, los historiadores de la medicina, los oficios, la policía urbana, las costumbres y usos romanos, le deben una información ingente. Luego volvió aquí, a esta ciudad, ya  sesentón. Otra vez el mar, y los cinco días de carreta. Es admirable que este hombre nos describiera Roma, la monstruosa e interminable, y Bilbili, señorial y alta, de un modo que nos hace asentir dos mil años después.

Dice Lope de Vega en el Laurel de Apolo, que hubo en todo el tiempo del mundo veintitrés poetas sólo; y Marcial está el noveno. Plinio el Joven, que le encargó un laudorio inmortalizante del que estaba muy satisfecho, llama a Marcial homo ingeniosus, acutus, acer (hombre ingenioso, agudo, penetrante).

A la luz equívoca del día que agoniza se lee trabajosamente en una inscripción PHILOMUSI. ¡Caramba, si es Filomuso! Aquel trapicheador de noticias caducadas y parásito de cenas, que tenía nombre griego de poeta profesional, y del que se burla Marcial. Resulta que era paisano. Ahora sólo falta encontrar la casa de Liciniano. Pero sube desde el valle la noche, los trenes subrayan su decisión, y allá abajo, donde maduraron las uvas y los alberjes del poeta, guiñan las luces de los coches.

 

 

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4 de octubre de 2010
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Punch line


 

 

La hazaña más recordada de Charles Oliver, cacique de Kilmallock, Kilfinane, y todo el suroeste del condado de Limerick, de la raza de los Oliver, poseedores de todos los cargos oficiales en aquella región y partidarios profesionales del gobierno inglés, la hazaña, decíamos, tuvo lugar en marzo de 1798, y consistió en hacer atar a un carro y arrastrar por las calles al granjero Patrick Wallis, miembro de los United Irishmen. Días después, lo hizo ahorcar y, por fin, decapitar. La cabeza colgada de una escarpia estuvo largo tiempo expuesta en el mercado de Kilfinane. Casi treinta años después, el nieto de la cabeza, también llamado Patrick Wallis, y de oficio poeta, mató en Barbastro al nieto de Charles Oliver, también así llamado, y de oficio subteniente. Los dos nietos se habían enrolado en el ejército español, pero en bandos diferentes. 

Wallis había ganado todos los campeonatos de limericks y tenía previsto pasar a la lírica mayor, en cuanto cometiese alguna hazaña que pudiera luego versificar. Un limerick, como no ignoran los poetas, es una quintilla epigramática con exageraciones, absurdos, obscenidades y otras agudezas, que tiene un verso final, llamado punch line, donde se entra a matar. El nombre se debe a su país natal, Limerick, reputado por la concisión, doblez y prontitud habladora de sus moradores.

 Destacados miembros de los Irish Limericksmen, club poético irlandés con boletín propio, hicieron una excursión a Barbastro en 1922 y dejaron como recordatorio una cruz, con placa y poema, en el memorable lugar.

Poco antes, en mayo de 1837, una expedición de miles de hombres y cuadrúpedos, con cañones, sables, fusiles, boinas y penachos, se puso en marcha y salió de Estella. Era una expedición pretendiente, unos pretendían gloria, y otros, milagros. Era sabido que si ganaban la guerra, todos ascenderían. Don Carlos, a rey; y los demás, a conde, a general, o al cielo. En cuanto llegasen a Madrid. 

Mientras tanto, llegaron a Barbastro. Allá se demoraron durante cuatro días en funciones religiosas y en deliberaciones sobre el lugar por dónde cruzarían el Ebro, punto transcendental del recorrido. Los cortesanos preparaban la noticia de que la expedición carlista había pasado el Ebro, para hacerla saber a las cortes de Austria, Prusia, Holanda, Nápoles, Cerdeña y Rusia, que estaban a favor del pretendiente don Carlos.

Como después de pasar el Ebro, habría otros muchos quehaceres y ceremonias, decidieron preparar el comunicado antes. El comité ocupado en fabricar la noticia del paso del Ebro estaba formado por el infante don Sebastián, el marqués de Monasterio, el de Villafranca, el conde de Orgaz, y una veintena de ingenieros, topógrafos, y escribientes. Entre quienes debían traducir la noticia al inglés estaba el poeta Wallis.

El día 2 de junio de 1837, atacó Barbastro el ejército gubernamental al mando del general Oraá. Eran 18.000 hombres y 2.000 caballos, mientras en la ciudad había unos 10.000 carlistas, con 1.600 caballos. No era fácil organizar a tanto figurante, y sólo las Legiones extranjeras supieron encontrarse en el caracierzo de un cabezo aguas arriba del río Vero. Allá se entabló lucha encarnizada entre la Legión extranjera del ejército carlista, que tenía unos novecientos hombres, y la Legión extranjera de los cristinos, igual de numerosa. Los dos cuadros se masacraron en los olivares sin perder la formación, después de que sus miembros intercambiaran saludos en francés, inglés y alemán, y se llamaran por sus nombres de cofrades. Todos ellos se conocían de otras batallas, y habían sido compañeros de fortuna. No consta si Wallis el poeta le metió al subteniente Oliver la bayoneta por la nuez y le pegó un tiro que entró por la aleta derecha de la nariz, rompió los dientes, y salió con la oreja por delante. Eso es materia de limericks amantes de la simetría. En todo caso, el subteniente Oliver está censado entre los muertos de ese día, y el poeta Wallis, no. El ataque de Oraá fracasó, y los carlistas cargaron al arma blanca a lo largo de la carretera de Monzón. En total, el ejército cristino tuvo dos mil bajas, y el carlista, unas mil.

Como consecuencia de la batalla, hubo que reiniciar la redacción de la noticia del paso del Ebro, porque ahora vendría después de la gran victoria de Barbastro, que también era preciso hacer saber a las potencias europeas. El equipo redactor se enriqueció con la incorporación del hijo único del marqués de Artasona, ofrecido por sus padres a don Carlos, que estaba alojado en su palacio de Barbastro. El joven Artasona tenía dieciséis años, sabía idiomas y era un portento en matemáticas, pero lo mejor era su habilidad como sonetista. Todo el equipo redactor, y Wallis en especial, estaba entusiasmado con el joven Artasona.

El día 4 de junio, después del Te Deum y los festejos, sonó el toque de generala en plena siesta, y corrió la voz de que había que dirigirse al Cinca. En la expedición de diez mil soldados, con sus oficiales, topógrafos e ingenieros, más otro millar largo de clérigos, cortesanos y funcionarios, después de una semana para decidir por dónde pasarían el Ebro y cómo lo harían saber a la humanidad, nadie había previsto el detalle de cómo cruzar el Cinca.

Había dos barcas de sirga, que empezaron a transportar tropas y bagajes a media tarde. Muchos quisieron vadear la corriente o pasarla a nado, y a todos se los llevó el Cinca.

A la mañana siguiente, los ahogados ya eran multitud, y las barcas no daban abasto pasando tropa. Cuando el ejército gubernamental llegó a Barbastro y atacó a la retaguardia carlista, faltaba por pasar el Cinca el cuarto batallón de Castilla. Las dos barcas se hundieron por el sobrepeso. Wallis y el joven Artasona figuran entre los ahogados que se identificaron. De las pertenencias del primero son destacables una antología de Pope, una gramática francesa, el manual de instrucciones Rhyme and Reason, lápices de dibujo y una flauta con llaves plateadas. 

El recordatorio que se puso en el embarcadero de Estadilla se lo llevó el Cinca, verde punch line.

 

 

 

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30 de septiembre de 2010
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De la inspiración poética

 

La polémica entre las dotes naturales y el aprendizaje de un arte tan importante como la poesía tiene su hito más relevante en el pasaje de la Odisea donde el aedo Femio se dirige a Ulises, que acaba de liquidar a los pretendientes, y le suplica que no le mate, porque (XXII, 347-9): “Soy autodidacta, y el dios me implantó en la mente todo género de vías poéticas,  y me parece que canto a tu lado, como al lado de un dios.” Es la única vez que aparece el término “autodidacta” en los poemas homéricos, y la primera, en las letras griegas. Platón cogió al vuelo la oportunidad y estos versos son el principal apoyo de su teoría de la anammesis, que concibe la sapiencia como rememoración, y se explica por primera vez en su diálogo Ion (533). La inspiración poética se debería a la divinidad, bien sea la Musa, o bien un daimon  innominado, como el que inspiró a Penélope la astucia de la tela interminable.

El pasaje homérico autoriza la tesis platónica, pero también a su modo la del aprendizaje, aunque sea autodidacta. Cuando Aristóteles se ocupó del problema de la inspiración poética, hizo mención del caso de Maraco de Siracusa, que era mejor poeta en sus accesos de locura. Este famoso ejemplo aristotélico fue comentado por Alejandro de Afrodisia, autor muy estudiado durante el Renacimiento, y el poeta y loco esporádico Maraco de Siracusa pasó a ser un paradigma repetido por numerosos teóricos de los misterios de la inspiración poética, como Huarte en su Examen de ingenios: “Maraco siracusano era más delicado poeta cuando estaba (por el calor demasiado del cerebro) fuera de sí; y, volviendo a templar, perdía el metrífico, pero quedaba más prudente y sabio. De manera que no sólo admite Aristóteles por causa principal de estas cosas extrañas al temperamento del cerebro, sino que también reprende a lo que dicen ser esto revelación divina y no causa natural.”

Al final del Renacimiento, el genio literario y el proceso de la inspiración tuvieron su fase culminante como materia de discusión entre los entendidos. En su tratado Apología de la poesía, escrito hacia 1582, Philip Sidney constata que “los más bárbaros y simples indios, que carecen de escritura, tienen sus poetas que componen y cantan”. Montaigne también calificó por entonces de “anacreónticas” las canciones compuestas por los “caníbales”, y en su Diario del viaje a Italia relata dos casos de inspiración extraordinaria, el del spiritato de Roma, y, sobre todo, el de la signora Divizia, iletrada que componía de encargo:

“Esa mujer, como su marido, vive del trabajo de sus manos. Es fea, de treinta y siete años, con bocio en la garganta, y no sabe leer ni escribir. Pero como en su tierna juventud tenía en la casa de su padre uno de sus tíos que leía siempre en su presencia a Ariosto y otros poetas, su ingenio se halla de tal modo dispuesto a la poesía que no sólo hace versos de una prontitud extraordinaria, sino que también les mezcla fábulas antiguas, nombres de dioses, de países, de ciencias y de hombres ilustres, como si hubiera hecho un curso de estudios reglado. Hizo muchos versos para mí. No son, en verdad, más que versos y rimas,  pero de un estilo elegante y fácil.”

Antonio Guaineri, médico de Pavía, escribió casi un siglo antes el caso de “un rústico melancólico que componía cantos fogosos durante la luna creciente, y una vez pasada la combustión, al cabo de unos dos días, hasta que venía otra combustión, no proferia ni palabra literaria. Me han dicho que jamás estudió letras.” El propio Huarte cita varios casos de inspiración sapiencial y en particular el de un frenético versificador: “De otro frenético podré también afirmar que en más de ocho días jamás habló palabra que no le buscara consonante, las más veces hacía una copla redondilla muy bien formada.”

Frente a la explicación estrictamente médica de Huarte, que remite el fenómeno al desequilibrio de los diversos humores y temperaturas, los teóricos de la época preferían la versión de Marsilio Ficino, que era puramente mágico-platónica, y se remitían a un “entusiasmo” literario que estaba ilustremente autorizado por el fervor de Boccacio, el furor de Cicerón y el cuarteto de furori del propio Ficino. 

Montaigne, que medita largo y tendido sobre el gusto y la capacidad para la poesía, sigue la opinión de Huarte en materia de inspiración poética y psicología aplicada, lo que se traduce en su autovindicación por la suelta de “mis caprichos en público”. La dignificación de lo caprichoso en el Examen de ingenios de Huarte corre así: “A los ingenios inventivos llaman en lengua toscana caprichosos, por la semejanza que tienen con la cabra en el andar y pacer. Esta jamás huelga por lo llano; siempre es amiga de andar a solas por los riscos y alturas, y asomarse a grandes profundidades, por donde no sigue vereda alguna, ni quiere caminar con compañía. Tal propiedad se halla en el ánima racional cuando tiene un cerebro bien organizado y templado: jamás huelga en ninguna contemplación, todo es andar inquieta buscando cosas nuevas que saber y entender […] Hay otros hombres que jamás salen de una contemplación, ni piensan que hay más en el mundo que descubrir. Esos tienen la propiedad de la oveja, la cual nunca sale de las pisadas del manso, ni se atreve a caminar por lugares desiertos y sin carril, sino por veredas muy holladas y que alguno vaya delante. Ambas diferencias de ingenio son muy ordinarias entre los hombres de letras. Unos hay que son remontados y fuera de la común opinión; juzgan y tratan las cosas por diferente manera; son libres en dar su parecer y no siguen a nadie. Otros hay recogidos, humildes y muy sosegados, desconfiados de sí y rendidos al parecer de un autor grave a quien siguen, cuyos dichos y sentencias tienen por ciencia y demostración, y lo que discrepa de aquí juzgan por vanidad y mentira.”

Montaigne no sólo leyó a Huarte, sino que se debe a él, y el autor español representó para el francés justo aquello que Morgenstern contaba de Joseph Roth en relación con Proust. Roth le confió una vez que: “Durante muchos años, después de cada artículo que escribía, tenía el terrible sentimiento de que era el último, ¿cómo podría escribir el siguiente? Así fue hasta que leí a Proust. Con Marcel Proust se me deshizo el nudo. Desde entonces sé cómo tengo que escribir. Aunque no imito a Proust en absoluto, como seguramente sabes.” 

Al señor Eyquem se le deshizo el nudo cuando leyó a Huarte, y decidió ser Montaigne. En Huarte encontró la legitimación para ese capricho. Es natural que la afinidad quedase inconfesa, a nadie le gusta deberse a un contemporáneo.

Pasada la brillante procesión del Renacimiento, y una vez que sus más atrasados epígonos doblaron la esquina, la cuestión sobre la inspiración poética debida al diablo, a la magia platónica o el estudio de los humores orgánicos, perdió todo su interés. Ya en el Siglo de las Luces, se presiente la convicción moderna de que la poesía, como el arte, se ha vuelto imposible y fácil.

De esa época, hacia 1740, son los deliciosos ejemplos de ingenio e inspiración relatados en las Cartas confidenciales sobre Italia por Charles de Brosses:

“Quiero participaros, mi querido presidente, una especie de fenómeno literario del que acabo de ser testigo, y que me ha parecido una cosa più stupenda que la catedral de Milán. Al mismo tiempo, poco me ha faltado para quedar en evidencia. Vengo de casa de la signora Agnesi, donde dije ayer que tenía que acudir. Me han hecho entrar en un gran y hermoso apartamento, donde he encontrado a treinta personas de todas las naciones de Europa, ordenadas en círculos, y a la señora Agnesi, sola con su hermana pequeña, sentada en un canapé. Es una chica de dieciocho o veinte años, ni guapa ni fea, con hermosa tez, aspecto sencillo y dulce. Primero han traído muchos helados, lo que me ha parecido un preludio de buen augurio. Al ir, esperaba que no sería más que para conversar de manera corriente con esa señorita; en lugar de eso, el conde Belloni, que me acompañaba, ha querido hacer una especie de acto público. Ha empezado por pronunciar una bella arenga a esa joven en latín, de modo que le oyera todo el mundo. Ella le ha contestado muy bien; tras lo cual,  se han puesto a debatir en la misma lengua sobre el origen de las fuentes, y sobre las causas del flujo y reflujo que algunas tienen semejante al mar. Ella ha hablado como un ángel sobre esa materia; no he oído nada al respecto que me haya satisfecho tanto. Tras lo cual, el conde Belloni me ha rogado disertar igualmente con ella, sobre cualquier materia que me pareciera bien, siempre que fuera filosófica o matemática. He quedado estupefacto al ver que me hacía arengar de improviso y hablar durante una hora, en una lengua que no uso. No obstante, de un modo u otro, le he dirigido un hermoso cumplido, y luego hemos discutido primero sobre la manera en que el alma puede ser afectada por los objetos corporales, y luego comunicarlos a los órganos del cerebro, y a continuación sobre la emanación de la luz, y sobre los colores primitivos. Loppin ha disertado con ella sobre la transparencia de los cuerpos y sobre algunas líneas curvas geométricas, de lo cual no he entendido nada. Él le hablaba en francés, y ella le ha pedido permiso para responderle en latín, temiendo que los términos de las artes no le vinieran tan fácil a la boca en lengua francesa. Ella ha hablado de maravilla de todos los temas, sobre los cuales, sin duda, no estaba más prevenida que nosotros. Es muy adicta a la filosofía de Newton, y es una cosa prodigiosa ver a una persona de su edad que se sabe tan bien puntos tan abstractos. Pero, por chocante que me haya parecido su doctrina, aun me ha asombrado más oírle hablar en latín (lengua de la que, sin duda, ella no hace uso sino rara vez) con tanta pureza, facilidad y corrección, que puedo decir no haber leído nunca libro alguno en latín moderno escrito con tan buen estilo como sus discursos. Después de que contestase a Loppin, nos levantamos, y la conversación se hizo general. Cada persona le hablaba en la lengua de su país, y ella respondía a cada cual en su propia lengua. Me dijo que estaba muy disgustada por que la visita hubiera tomado así el aspecto de una tesis, y que no le gustaba hablar de tales cosas en sociedad donde, por cada persona que se entretenía, había veinte aburridas, y que aquello sólo estaba bien entre dos o tres personas del mismo gusto. Ese discurso me pareció al menos de tanta sensatez como los precedentes. Me disgustó enterarme de que pensaba meterse en un convento, cosa innecesaria, porque es muy rica. Después de que charlamos, su hermana pequeña tocó en el clavecín, como Rameau, unas piezas de Rameau y otras de su propia composición, y cantó acompañándose.”

La joven dama sapiente era Maria Gaetana Agnesi (1718-1799), y su hermana, Maria Teresa Agnesi (1720-1795), clavecinista, cantante y compositora de óperas. La carta de Brosses está dirigida a Jean Bouhier (1673-1746) erudito, académico y presidente del Parlamento de Borgoña. Unos días más adelante tuvo lugar el encuentro con Bernardino Perfetti (1681-1747), poeta improvisador, que Brosses narra como sigue:

“El espectáculo más singular que hemos tenido durante nuestra estancia en Siena nos ha sido otorgado por el caballero Perfetti, improvisador de profesión. Llaman así a ciertos poetas que se dedican a improvisar sobre la marcha un poema impromptu sobre un motivo quodlibético que se les propone. Propusimos como tema a Perfetti la aurora boreal. Permaneció con la cabeza baja durante un buen cuarto de hora, al son de un clavecín que preludiaba a media escala. Se levantó y comenzó a declamar suavemente, estrofa a estrofa, en rimas octavas, siempre acompañado por el clavecín que daba los acordes durante la declamación y volvía a preludiar para no dejar vacíos los intervalos al cabo de cada estrofa. Estas se sucedían unas a otras bastante despacio, a lo primero. Poco a poco,  la verba del poeta aumentó y, a medida que aumentaba, el son del clavecín se reforzaba parejamente. Al final, el poeta declamaba como un hombre rebosante de entusiasmo. El acompañante y él iban concertados con una sorprendente rapidez. Al salir, Perfetti parecía muy fatigado; nos dijo que no le gustaba hacer con frecencia semejantes ensayos, que le agotaban el cuerpo y la mente. Pasa por el más hábil de los improvisadores de Italia; su poema me causó gran placer; en esa declamación rápida, me pareció sonoro, y lleno de ideas e imágenes. Al principio era una joven pastora que se despierta, sorprendida por el brillo de la luz; se reprocha su pereza y va a despertar a sus compañeras, les muestra el horizonte ya dorado con los primeros rayos, les representa que ya debían haber conducido sus rebaños a las praderas esmaltadas de flores. Las pastoras se reúnen, el fenómeno aumenta; el rayo del dueño de los cielos se lanza a todas partes desde un globo oscuro que amenaza la tierra, las olas inflamadas se desbordan por la campiña; el terror se apodera de todos los pastores. Vanamente, uno de ellos, más instruido que los demás, les quiere explicar las causas físicas del fenómeno; todos huyen, todos se dispersan, etc. Esa improvisación perfilada poéticamente, llena de frases armoniosas, declamada con rapidez, y unida a la dificultad singular de sujetarse a las estrofas en rimas octavas, sumerge rápido al oyente en la admiración y le hace compartir el entusiasmo del poeta. Creeréis, con todo, que hay ahí muchas más palabras que cosas. Es imposible que la construcción no resulte forzada y el relleno, compuesto de un pomposo galimatías. Creo que con esos poemas pasa un poco como con las tragedias que improvisamos el señor Pallu y yo, donde hay tantas rimas y tan poca razón. Tampoco el caballero Perfetti ha querido escribir nada, y las piezas que le han robado mientras las recitaba, no han mantenido en la lectura lo que habían prometido en la declamación.”

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27 de septiembre de 2010
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Cuarenta nombres de una vida

 

 

 

La idea es de Sloterdijk: somos blogs erráticos, esparcidos en medio del paisaje de la red, y abandonados al pánico de la presencia. Cada cual ignora de qué montaña fue arrancado y es testigo de una historia que ninguna memoria ha retenido. Ahora que por encima de Santa Leocadia desciende al ocaso la primera luna del otoño, me repito que hay una semejanza notable entre escritores y actores. Algunos observadores caritativos han sugerido que el escritor es alguien que se vacía. Y eso, al cabo de un tiempo, es la aniquilación: se han vaciado a sí mismos y convertido en fantoches. Es una apreciación bastante optimista; sobre todo, si cree que podían estar llenos de algo y lo han sacado de sí.  

El escritor suele ser un actor encasillado. Desde que aparece el autor famoso en la escena social, allá por la época de Dickens, el pobre comparsa, que disfruta de los mismos ajetreos que una cupletista, se siente impostor: actor que hace bien de escritor pero que, secretamente, desearía descansar haciendo una gira en un papel distinto.

De joven, cuando aprendía alemán, leí en Jünger que la autobiografía Cuarenta años de la vida de un muerto, de Fröhlich, es de lo más entretenido de las letras alemanas. Durante años indagué a diestro y siniestro buscando al dichoso Fröhlich, y no hubo manera. El nombre, que significa “alegre”, y es un apellido muy común, parecía broma.

El año pasado me vi en Leipzig, la esforzada ciudad.  Paseaba por una calle ancha y despoblada, que hacía fluir sus bloques alineados y vacíos junto a la desolada vía del tren, y me metí en un bar vacío. El local me pareció muy camuflado, casi invisible desde fuera, y la decoración muy espesa. Me senté y, al rato, oí voces y ruidos de cena familiar que venían del fondo. De golpe, vi que todas las cosas tenían puesto un precio. Entonces distinguí en un revistero, justo a mis pies, los tres tomos azulencos y desanimados de Cuarenta años de la vida de un muerto, a la venta por 10 euros, incluyendo el propio revistero y una lujuriosa revista de corte y confección. Dejé el dinero junto a un reloj de cuco, todo parecía un cuento de Hoffmann.

Edición berlinesa de 1915, en fatigosa letra gótica, y de autor anónimo. Ningún Fröhlich a la vista, pero alguien escribió a lápiz “Friederich” en la página de respeto.

Johann Conrad Friederich nació en Frankfurt en 1789, recién tomada la Bastilla. A la edad en que los demás críos encorrían a los gatos, él hacía los visajes y aspavientos de los personajes de la revolución francesa, declamaba tiradas formidables de Danton y Robespierre, y quería ser actor de teatro inmediatamente.

Una carta de la madre de Goethe a su sobrino August menciona a un joven frankfurtiano de 16 años llamado Conrad Wenner, que estaba poseído por una insuperable atracción por las tablas, y le daba la lata con ir a Weimar, ponerse a declamar papelones y no parar nunca: “me va a volver loca, se apellida Friedrich, su madre era de soltera Wennern”. Hasta la pobre señora escribía versiones distintas del apellido. Se ve que el furor histriónico de Friederich desbordaba el comedor de casa, se expandía por el vecindario, trastornaba nombres y renombres, y desesperaba a sus mayores. 

Recomendado por la señora Goethe, lo metieron en un internado de Homburg, pero la cosa empeoró, el joven sólo se ocupaba del teatro y la música, recitaba con gran sentimiento a Schiller y Goethe, componía marchas y cuplés de todo pelaje, cantaba arias de Mozart, y sólo quería ser actor de teatro. 

Por fin, consiguió un papel en el tiroteo napoleónico, la mayor obra de teatro que entonces se representaba, e ingresó en el regimiento de Inseburg, que era un aglomerado de austriacos, húngaros, checos, polacos y rusos que preferían servir en el ejército ganador. Friederich se sintió de primera en aquella legión de presos y desertores de toda Europa. Antes de que pasara un año de su ingreso, a los 17 de edad, ya hacía el papel de teniente, lo cual le dio tablas para desempeñar el de capitán la temporada siguiente.

En 1808, se apuntó en un regimiento francés de infantería, llegó a España, la cruzó desde Irún a Toledo, pasando por mitad de los cuadros de Goya y el sitio de Zaragoza; y ya lo iban a matar, cuando lo destinaron a Nápoles. Participó en la toma de Capri y la detención del papa Pío VII. Sedujo a Pauline, la hermana de Napoleón, y organizó el estreno de Fígaro en Nápoles, y el de Don Juan en Génova. ¡Los italianos no conocían a Mozart! Él mismo les cantó y puso por escrito los papeles principales y varios secundarios.

La escritura de Friedrich tiene ágiles tiradas donde recuerda a Heine, dueño de la mejor prosa de su siglo, y a Lessing, el maestro que enseñó la ironía a los alemanes. Los tres son bloques erráticos a los que arrastró un glaciar fuera del tiempo.

Cuando Napoleón empezó a perder, Friederich ingresó en el ejército prusiano rebajado a teniente. En Magedburgo conoció a Carnot, el inventor del cálculo infinitesimal, que le sugirió dejar el ejército, y producir el papel de escritor. Friederich empezó con mesura, en 1821 fundó tres periódicos y redactó una biografía de Napoleón que incluía los planos de un submarino con el que pensaba sacar al emperador de Santa Helena. Luego se lanzó a la composición de su primer gran poema, La historia de nuestro tiempo, redactada por Carl Strahlheim, antiguo oficial del ejército imperial francés, en 30 tomos. Para distraerse de esas cuestiones pesadas, compuso La historia sagrada desde la creación del mundo hasta la destrucción de Jerusalén por Tito, en cinco entregas, y la Historia de la revolución inglesa, en tres, y la Segunda revolución francesa, en cinco. Tocó también el género ligero, y alumbró el Mapa de las maravillas universales o compendio de todos los prodigios artísticos y naturales de la esfera terrestre, en 12 tomos, que aparecieron e insistieron con valor de 1834 a 1841. 

Todas las obras iban profusamente firmadas por nombres inventados, salvo lo de la destrucción de Jerusalén, ahí se distrajo, y firmó Friederich. También organizó conciertos para Bettina Brentano y Angelica Catalani, y y cantó con ellas el papel de tenor; en esos eventos, se solía llamar Conradino Allegro.

En 1848, rondando los 60 años, publicó en Tubinga sus memorias en 12 entregas, tituladas Cuarenta años de la vida de un muerto. Se nombraba a sí mismo “Ferdinand Fröhlich”, “don Federigo” y “Monsieur Frédéric”, según le iba dando la ventolera. Pero admitía llamarse Adolph von Dassel y ser sólo editor de aquella autobiografía, la más vivaracha que nunca se vio en las letras góticas. El título original era “Verdad y poesía”, no por fastidiar a Goethe, sino con miras a la necesaria confusión.

Hacía unos veinte años que habían aparecido las memorias de Casanova, y alguno menos del éxito de Cartas de un difunto de Pückler-Muskau y las Memorias del diablo de Soulié. Sin duda, Friederich pensó que Cuarenta años de la vida de un muerto también sería un éxito, pero el público se distrajo con la revolución de 1848. Atacó entonces con Viajes demoníacos a todas partes del mundo, y tampoco; insistió con Otros quince años más de la vida de un muerto, y sí, un tribunal de Frankfurt lo procesó por escarnecer la religión y calumniar a varias zonas gubernamentales, instituciones y personas privadas. Friederich alegó desde lejos que él solo editaba esas cosas escritas por autores diversos que no eran él, y que un señor le dejó esos papeles. El tribunal ordenó la recogida de la edición y de Friederich, que se escapó a Francia. 

Desde Le Havre todavía inquietó las imprentas con una Historia universal para la juventud y el público iletrado desde la creación hasta 1840, en cinco tomos, y un folleto lírico contra Marx. Friederich, el actor desmesurado, murió en 1858. 

El primer censo científico de sus obras erráticas y dispersas se completó en 1918. Por lo visto, Jünger no llegó a enterarse de la verdadera identidad de su memorialista favorito y siempre creyó en Fröhlich.

Y, con todo, entre la actuación del escritor celosísimo de su nombre, que hace de ciclista que se mira los pedales, y la de Friederich, que dio vida y nombre a un regimiento de autores, galanes, tenores, periodistas y capitanes de infantería, sólo hay una diferencia de papel.

 

 

 

 

 

 

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23 de septiembre de 2010
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Investigaciones sociológicas

 

Estaba escrito, se dice, y con eso se alude al problema fatal por antonomasia, el destino. Desde que se inventó la escritura y, con ella, un nuevo orden del universo, existe la “tableta de los destinos”, que registra la suerte particular de cada ser inscrito en ella. La mitología mesopotámica consiste esencialmente en la particular guerra que desencadena la posesión y manejo de esa tableta que asegura el poder supremo al dios que la retenga.

La del censo es una cuestión tan antigua y delicada como la que representan la autoridad o el monopolio de la violencia. Cuando el dios de Moisés le ordena censar a los israelitas (Éxodo, 30, 11-12), sobre el mandato se cierne un peligro algo más que tácito: cada empadronado deberá pagar el rescate por su vida; de otro modo, Jahvé cuadrará las cifras mediante una plaga. El trabajo de campo que debe realizar Moisés será anotado por su dios en la tableta de los destinos. Así que, cuando el profeta ve que su pueblo se ha entregado a la idolatría mientras él se reunía en la cumbre divina, pide a su dios que perdone al pueblo, o si no, “bórrame del libro que has escrito”.  Jahvé le replica que no admite sugerencias ni solicitudes en lo tocante al manejo del censo.

El pasaje del censo de David (Samuel II, 24) también es explícito sobre la naturaleza del monopolio: “Ardió de nuevo la ira de Yahvé contra los israelitas e instigó a David contra ellos diciendo: ‘Anda, haz el censo de Israel y Judá’”. Hacer el censo era una ofensa gravísima que lesionaba las prerrogativas divinas, porque Jahvé edita y posee en exclusiva el registro de los vivos, y, si se ganan las batallas, no es por superioridad numérica, sino porque a Jahvé le sale de las narices. Si David quiere hacer el recuento de sus fuerzas armadas, es porque desconfía de su dios. El atrevimiento, que el propio Jahvé ha incitado, quizá porque se aburre, se castiga mediante una terminante corrección divina del censo cuya naturaleza se permite elegir a David: tres años de hambruna, tres meses de derrota en la guerra, o tres días de peste. 

Ya en latín, el verbo “censeo” presenta la doble acepción que da lugar a censo y a censura en las lenguas romances: estimar y evaluar, de entrada, pero también juzgar y opinar. Censor en latín es tanto quien elabora el padrón, con el recuento y reparto de cargas, como quien censura y critica, porque la clasificación censal conlleva la imposición de un orden ideal.

Esa doblez procesal se ejercita hoy mediante artefactos ilusionistas como el Centro de Investigaciones Sociológicas, cuya misión es ficcionar el reflejo de la opinión, con la esperanza de mejorarla y, donde haga falta, crearla. Según su reglamento, el CIS tiene como finalidad “el estudio científico de la sociedad española”. Esa empresa tiene un contratante único, que es la presidencia del gobierno, su procedimiento es “negociado sin publicidad”, y despacha servicios del tipo: “El voto flotante: análisis temporal desde un enfoque cualitativo”. El otro día, el gobierno cesó a la presidenta del CIS, para corregir la feísima aberración de hacer saber al público que una mala parte del mismo se entrega con terquedad a la idolatría de no venerar al gobierno. Hay una comicidad irreductible en definir como “estudio científico de la sociedad española” la finalidad de un “organismo autónomo” del que se exige la conducta de un lacayo de cámara. Y no puede ser de otra manera, por la propia índole del censo como propiedad e instrumento irrenunciable del poder.

Luis XIV tenía, en efecto, un lacayo de cámara que se encargaba de lo del CIS, y ni siquiera lo hacía con dedicación exclusiva. Era privilegio exclusivo del primer lacayo de cámara poder hablar dos veces al día, cara a cara, con su amo. Este servidor se acostaba en la habitación del rey, en una cama turca montada rápidamente a los pies del monarca. Él era quien despertaba al rey por la mañana, después de plegar y hacer desaparecer su cama turca. También se ocupaba de las bujías y la colación constantemente preparada durante la noche. En el momento de acostarse, también era él quien tendía al rey las reliquias con las que su majestad dormía. Una vez retirado todo el mundo, el rey charlaba  libremente con su servidor y entonces éste le daba cuenta de su estudio científico de la sociedad palaciana, recibía órdenes secretas y pasaba informe de los rumores flotantes.

Saint-Simon nos dejó una pintoresca descripción de los “suizos del primer lacayo de cámara”, que “estaban secretamente encargados de recorrer día y noche las escaleras, corredores, pasillos, patios y jardines, y de patrullar, esconderse, emboscarse, anotar, seguir a la gente, y ver de dónde entraba y salía, qué decía antes y después de la audiencia, y hacer saber todos sus descubrimientos.” 

Luis XIV tenía una percepción justa de su papel cuando llamaba al conjunto de sus súbditos, no pueblo, ni franceses, sino simplemente “público”: Les Rois doivent satisfaire le public, era su lema. Y el público debía ser censado, interrogado e inquirido con solicitud y diligencia, por su bien. Así se conocía en qué medida se aproximaba al grado de satisfacción que se esperaba de él.

Hasta Cristo tuvo su propio CIS, que le estudiaba científicamente la parroquia. Lucas, el evangelista más atento a los detalles, dice que interrogaba a sus muchachos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo? […] Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”

 

 

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20 de septiembre de 2010
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La salsa humana

 

 

La envidia de los dioses sobrevive a los dioses y, aun después de su extinción y olvido, recae implacable sobre los hombres. Es una convicción metapiadosa, previa a la invención de los dioses, y esencial en la humana condición.

Si bien se mira, todas las viejas mitologías describen la envidia divina como algo consustancial, y a los dioses, como pobres envidiosos. En la védica, todo aquél que se eleva mediante el conocimiento atenta contra el confort del cielo. El pobre dios del Génesis espía al hombre, y encima mete ruido cuando pretende observarlo a escondidas; es un celoso lamentable y patético. La envidia de los dioses a los hombres es el motor de la épica griega.

En 1915, Freud publicó Nuestra relación con la muerte, un ensayo donde sostiene que, a causa de la guerra, se ha visto perturbada la “relacion que veníamos manteniendo con la muerte” y se propone reconducirla. Asegura que todos los impulsos instintivos que suprimen a quienes estorban el camino, ofenden o perjudican, todos esos deseos de aniquilación que conducen a mandar a freír espárragos a los demás, en fin, todos esos deseos de muerte ajena que frecuentan la mente humana, son de algún modo objeto de cómputo y originan los posteriores remordimientos. El ensayo está animado por un deseo piadoso que lleva a Freud a pensar que estaba descubriendo el intríngulis del pecado original, entretenimiento que también practicaba Kierkegaard, y una vez lanzado, decreta que también la invención de la divinidad procede de un remordimiento de ese tipo: la antigua horda humana mató al padre primordial y luego transformó su recuerdo en un dios padre.

En el ensayo falta una palabra: envidia. Y así es imposible que atine en nada. Envidia es el sentimiento que los vivos achacan a los muertos. Es sabido que todos ellos nos envidian; pero todavía más quien nos conoció —y nos sigue conociendo, y por lo mismo envidiando—. No se trata de una reflexión inducida por el miedo. De hecho, no se trata de ninguna reflexión. Es algo que viene en el sistema operativo: el sentimiento de los otros respecto a uno es imaginado como temible envidia, y el de uno respecto a los otros, igual, sólo que no pasa de innumerables y súbitos asesinatos mentales. 

Se puede ver, por ejemplo, en el caso de los autorreproches ante la muerte de una persona amada. El superviviente teme la envidia del muerto, y se acusa a sí mismo de toda suerte de malas conductas por acción, deseo y omisión, con el objeto de aplacar su miedo, y conjurar todo argumento posible mediante su sentida expiación. Se acusa y condena para anticiparse a la temible envidia del muerto. Lo mismo vale para ese sentimiento tantas veces explicado de sentirse acompañado, aleccionado y aconsejado por el muerto, y de conducirse como al muerto le hubiera gustado. El alivio procede de sentir haber aplacado su envidia. Y espreciso ver que todo ello es parte de una sinergia que conserva la especie.

Julio César cuenta cómo los galos destruían las cosas del difunto. Y se ve claramente que el objeto de todo aquello era aplacar su envidia: mira, quebramos tu copa preferida, quemamos tu ajuar, no lo vamos a usar, tampoco tu concubina, ni tus púrpuras, doblamos tu espada, déjanos en paz, no nos quieras mal. Heródoto también narra la costumbre de los escitas de ofrecer al rey muerto una concubina, una servidumbre escogida y un séquito a caballo. Las flores, lágrimas y autorreproches tienen la misma misión aplacatoria.

Ahora la pregunta sería el porqué de esa eterna envidia propia y el porqué de la convicción que tenemos respecto al gran poder de la ajena. Porque la envidia es tan esencial en el sistema operativo que no es afectada por la locura. También los dementes y los oligofrénicos son envidiosos, y lo son incluso en sus intervalos de lucidez o inteligencia. La envidia es de esas funciones, hondas y verdaderamente orgánicas que siguen su marcha a despecho de ideas, revoluciones, terapias y reflexiones.

La respuesta es que la envidia es gregarizante y por lo mismo, beneficiosa a una escala superior para la causa humana. Todos los gregarismos se exacerban y manifiestan en la envidia, que no es sino una alarma en alto grado porque está teniendo lugar una supuesta transagresión el orden rebañiego. Los arrebatos más notorios encaminados al puro egoísmo son, sin paradoja, los más comunes y los menos peculiares. Somos custodios implacables de la versión rebañiega, que es nuestra condición más primigenia, aquella a la que servimos más insuperablemente. Cuando se actúa con supuesto egoísmo insuperable es con miras en derredor, al servicio de una imaginación que nos inscribe en el rebaño. Hay que pensar que el hombre individual no es el futuro, al contrario, pudo estar en el pasado y ser desechado por inviable.

La envidia está directamente determinada por el grado de favor público, de admiración que se supone detenta el envidiado. El ojo del envidioso, siendo privado, particular, ve como público, es un ojo común; así como el enamorado se vuelve común, no le extraña nada que todos se la quieran quitar o todos la deseen vivamente. La envidia es la convicción de ser dejado atrás: una sensación gregaria, el enamorado que no obtiene su objeto se enfurece y entristece cuando lee o ve amoríos exitosos, él no, él es dejado atrás, como la oveja que vigila con el ojo, no la hierba, sino la vecina.

El hijo teme la venganza envidiosa del padre muerto y la tradición es la transmisión de ese miedo. La envida, pues, cohesiona el rebaño, afina el instinto social y mantiene al hombre en su salsa.

 

 

 

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16 de septiembre de 2010
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El temor y la esperanza

 

Entre los cuentos de los hermanos Grimm, hay uno del que partió para aprender a tener miedo. Después de pasar las aventuras más peligrosas, y casarse con la princesa, seguía sin saber qué era el miedo y no encontraba nada que temer. Por fin, la princesa se enfadó con el porfiado ignorante y decidió ayudarle a aprender. Fue al arroyo e hizo que le recogieran un pozal lleno de madrillas. Por la noche, cuando el hombre sin miedo dormía, le capuzó el pozal con las madrillas vivitas y coleando. Cuando el ignorante se despertó sobresaltado con el agua helada y los peces que se agitaban, quedó sobrecogido de horror y pánico insuperables, y por fin pudo decir: “ahora sé qué es miedo”.

Kierkegaard se refiere a ese cuento en El concepto de la angustia —las versiones españolas de Begrebet Angest siguen el cambio impuesto en 1981 por Reidar Thomte que tradujo como “anxiety” lo que en 1944 Walter Lowrie había traducido como “dread”—, y dice al principio del capítulo V que ésa es una aventura que cada cual tiene que superar: aprender cómo tener miedo, para no verse perdido por no haberlo tenido nunca, o por quedar sumido en él. Y concluye: “quien ha aprendido a tener miedo de forma correcta, ha aprendido lo más sublime”.

Aunque Kierkegaard se embolica malamente con el pecado original y otras curiosidades de la época, tengo por impecable su concepto del miedo como asignatura primordial. Como ejemplo de impostura contraria, se puede echar un vistazo a Ernst Bloch y su Principio esperanza, en cuyo prólogo también se menciona el cuento de los Grimm, pero esta vez para desdeñarlo como propio de la minoría de edad de la humanidad: “Una vez partió lejos alguien para aprender a tener miedo. Eso era más fácil conserguirlo en el pasado, cuando el miedo estaba muy cerca […] Lo importante ahora es aprender a esperar.”

El contraste entre el temor y la esperanza es uno de los temas favoritos de Guiciardini. En su Historia de Italia se repite varias veces su juicio de que en los pueblos y gentes inexperimentadas puede más la esperanza que el temor, y debiera ser lo contrario. Ahí habla el estadista que ve su oficio muy semejante al de domador, y desconfía de las efusiones del animalito, como dice en sus Ricordi (CXL): “Quien dice pueblo, dice animal loco, presa de mil errores y mil confusiones, sin fineza, sin gusto, sin firmeza.”

Es preciso observar que los animales también son susceptibles de negociar esperanza y que la doma consiste precisamente en suscitar ese reflejo. Son domesticables todos los animales en los que es posible cultivar la esperanza en el hombre, una vez que se les ha impuesto el miedo al hombre.

La esperanza es criatura del miedo. Las proclamas de aceptación de lo inevitable que hacen autores que temen mucho a la muerte, como Montaigne o Tolstoi, traslucen su esperanza de conjurar ese temor. Y es una esperanza que les viene del propio miedo porque, sin él, la muerte no les parecería interesante para ejercicio de lucimiento.

 

 

 

 

 

 

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13 de septiembre de 2010
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De duelos y concilios singulares

 

Los duelos entre dos destacados guerreros, capitanes o reyes, y verificados ante los dos ejércitos enfrentados que aguardan el resultado como si fuera vinculante y de fuerte sentido augural, parecen un recurso literario, que no ha tenido antecedentes con acreditación histórica. Resultan demasiado plásticos y susceptibles de simbolismo. Tampoco parece creíble que miles de hombres armados y conducidos a su encuentro bélico vayan a renunciar a trincharse entrañablemente y a fiarlo todo a un encuentro azaroso entre dos escogidos representantes.

Por algo suspendió la superioridad el duelo singular entre Paris y Menelao, ante Troya, y en presencia de los dos ejércitos. Parece como si el poeta hubiera querido demostrar que el recurso era pobre y demasiado simplista. En cambio, en la Biblia, inevitablemente más populachera y didáctica, figura el precedente de las tres versiones del duelo entre David y Goliat, donde el malo, grande y feo se adelanta y desafía a los buenos, que son más pequeños, pero más guapos y listos, como se probó de forma lapidaria.

Carlos I de España desafió a Francisco I de Francia a combate singular dos veces, la primera poco después del Tratado de Madrid de 1526, y la segunda diez años después, al volver de su expedición a Túnez, cuando hizo públicas en Roma, ante el papa y el ambajador francés, unas cartas ocupadas a los berberiscos que demostraban que el rey de Francia se había aliado con los turcos. Proponía un duelo entre los dos reyes a espada o puñal, en terreno neutral, isla o semejante, y ante los ejércitos reunidos, detalles que el desafiador libraba al particular gusto del desafiado, o de una comisión designada al efecto. El desafío tenía claras reminiscencias literarias y Carlos I dejaba entender que sin duda habría intervención divina, en forma que se haría ver en su momento.

Pero hubo en efecto un duelo singular no sólo acreditado, sino  largamente comentado en discursos y crónicas de la época.  El 11 de abril de 1512, día de Pascua florida, se encontraron ante Rávena el ejército hispano-pontificio, al mando del virrey de Nápoles, Ramón Folch de Cardona, y compuesto por 18.000 hombres a pie, 2.000 a caballo, y 24 cañones, y el ejército francés, mandado por Gaston de Foix, y compuesto por 24.000 de a pie, 4.000 a caballo, y 50 cañones.

Los dos ejércitos se situaron uno frente al otro, a unos 150 pasos, ambas artilerías y caballerías enfrentadas, y permanecieron todos quietos durante dos horas, mientras las artillerías bombardeaban al personal como mejor podían. La infantería española se echó cuerpo a tierra y Fabrizio Colonna voceaba que era preciso atacar y no dejarse machacar por la artillería francesa. Pero Pedro Navarro, general en jefe, no daba la orden. Entonces Colonna exclamó: “¿Debemos morir por la obstinación y  malignidad de un marrano? ¿El honor de españoles e italianos debe perderse por culpa de un navarro?” Y, con eso, lanzó sus hombres, sin esperar la orden de nadie. Las caballerías españolas pesada y ligera cayeron así en la trampa, perdieron su preminencia y salieron a terreno llano, donde la caballería francesa era muy superior, como probó enseguida. Colonna y Ávalos fueron hechos prisioneros, y la caballería española, deshecha. El virrey Folch de Cardona huyó. La infantería española asistió sin dar un paso al desastre de la derrota de su caballería y la huida de su general en jefe, y, por fin, ante la llegada de la infantería alemana, compuesta por los famosos mercenarios lansquenetes con sus espadones y sus picas larguísimas, tuvo que plantar batalla.

Entonces se dio el espectáculo memorable del duelo entre Jacob Empser y  Cristóbal Zamudio, ante las dos infanterías que aguardaban el resultado del combate singular para empezar el colectivo. El capitán Jacob Empser, de gran planta y potente vozarrón, desafió al coronel Cristóbal Zamudio, riojano de Ezcaray y alcaide de la fortaleza de Burgos, que se había hecho famoso en las acciones de Caltelnuovo y Garellano, al frente de sus cuadros de infantería que nunca perdían la formación.

Zamudio se adelantó y dedicó la faena a Fernando el Católico con estas palabras, según fiel apunte que nos ha hecho llegar Jerónimo de Zurita: “Oh Rey, qué caras nos cuestan las mercedes que nos haces”. El combate entre el gran alemán y el riojano tirando a mediano se libró así ante todos. Y Zamudio le encontró pronto el ángulo muerto desde donde ensartarlo con la espada y lo derribó muerto. Enseguida se encontraron las infanterías, y la española cruzó furiosamente la alemana de lado a lado, casi sin deshacer la formación y perdiendo poco más de tres mil hombres. Las grandes espadas alemanas, largas como un hombre y que solían manejar a dos manos, no servían gran cosa en el cuerpo a cuerpo, y además los españoles se arrojaban bajo las picas alemanas, en busca del dichoso ángulo muerto que dejaban aquellas armas tan grandes y pesadas, y destripaban a los tudescos. Atravesada la infantería alemana, hicieron lo mismo con los gascones que venían detrás, y también los deshicieron y pusieron en fuga, no sin muchas pérdidas, pero con el mismo furor extraño que les hizo llegar hasta la artillería enemiga y apoderarse de ella. Entonces cargó Gaston de Foix contra la terca formación española con toda su caballería pesada. Habían transcurrido unas ocho horas de combate. La infantería española, que estaba aislada en medio de los enemigos más numerosos, comenzó su retirada sin perder nunca la formación, pese a las continuas bajas, y salio de aquel campo de muerte, derrotada, pero como si fuera ganadora. Y Gaston de Foix se puso tan furo con aquello que cargó en busca de Zamudio, y éste lo mató, según testimonio de Doussinague, mientras aún estaba en lo alto de su gran caballo y cubierto de su lujosa ferretería.

Zamudio mismo cayó poco después y también casi todos los jefes españoles, empeñados en defender la retaguardia de su infantería que se retiraba sin perder la formación, aunque sí la vida. Hubo, según Guicciardini, trece mil muertos en total, lo que hace un rendimiento de veintisete muertos por minuto, marca desconocida hasta entonces en la decana de las ciencias humanas, la que indaga cómo matar a la mayor cantidad de gente posible.

Francia no sacó ningún provecho, perdió a sus mejores hombres, y la batalla fue el inicio del declive de su poderío militar en Italia. Además, había combatido a favor del concilio de Pisa, montado y dirigido por Bernardino López de Carvajal, extremeño revolvedor que se había propuesto ser el “Papa Bernardino”. La victoria fue así para el ejército favorable al concilio pisano, lo que llevó la consternación a Roma, donde se temía la llegada y saqueo de los bárbaros. Entretanto, Bernardino declaró a Julio II contumaz y causante del cisma, y le ordenó que compareciera ante él. Por fin, el concilio aprobó un largo y audaz decreto, en el excelente latín de Bernardino, donde se suspendía al papa de Roma y se le retiraba toda la administración espiritual y temporal de la Iglesia, que recaía, como es natural, en el el concilio verdadero y su presidente.

Pero en cuanto pasó la guerra, si se exceptúan los trece mil muertos, que no cambiaron de parecer, todos se situaron en el bando adecuado y se portaron como si jamás hubiera estado en otro. Y Francia, que había suministrado tan ingeniosos poetas como Gringoire, Bouchet y Lemaire, para burlarse, desde París y en rima, de Julio II, mandó ahora eximios teólogos a Roma, por orden de Luis XII, que renegaba del diabólico conciliábulo de Pisa y del intrigante Bernardino. El papa Julio II devolvió a Luis XII el titulo de Cristianísimo y repuso la eficaz virtud de los sacramentos en su reino. También Maximiliano envió a su obispo Lang para hacer saber que repudiaba el cisma pisano. De modo que sólo el papa Bernardino, depuesto, excomulgado y exiliado en Lyon, figuró como adicto a la facción equivocada.

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9 de septiembre de 2010
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El dilema Sarrazin

 

Toda la semana monologan los medios alemanes sobre el señor Sarrazin, destacado miembro del partido socialdemócrata y alto cargo del Bundesbank, que presentó el lunes pasado “Alemania se suprime: cómo nos jugamos el país”. Su editor se gloria de que, en menos de una semana, va por la sexta edición y el cuarto de millón de ejemplares.

Sarrazin teme que los musulmanes supriman Alemania en un par de generaciones, dice que la política de integración fracasa por culpa mahometana y, embarcado en ese Pisuerga, se lanza a la genética. Habla de que el 80 % de la inteligencia es hereditaria, del “gen” que la transmite, del particular gen de los judíos y de los vascos que los hace diferentes al resto de la humanidad. Y, claro, al oír tan delicada materia, los expertos han clamado como un solo hombre: “¿Por qué ha nombrado usted a los judíos en primer lugar?” Sarrazin ha contestado: “¡Qué sé yo! Me ha salido así. La verdad es que tenía que haber dicho frisones orientales o islandeses, entonces no habría problema.” Como se ve, Sarrazin posee un don para agravar su caso. Y hay que reconocer que su aserto sobre el gen vasco quedará como marca histórica: “Hasta aquí llegó la melonada”.

El presidente de la república Christian Wulff ha urgido al Bundesbank que expulse a Sarrazin “para que la la discusión no perjudique a Alemania, sobre todo a escala internacional”. También el ministro de exteriores Westerwelle ha hecho saber que está preocupado por el qué dirán en el extranjero. Con disciplina y diligencia ejemplar, el consejo del Bundesbank ha obedecido y solicitado por unanimidad al presidente Wulff que destituya a Sarrazin. Los miembros del consejo del Bundesbank sólo pueden ser cesados por el presidente de la república —y por lo visto, a petición del mismo—, un barullo sin precedentes que ya ha sumido a la institución en una crisis mayor que la provocada por la inflación. Y todo por un libro del que todavía está por demostrar que contenga más tonterías que la media.

En el partido socialdemócrata SPD, y en la opinión pública, hay una fuerte corriente que está de acuerdo con Sarrazin, más allá de sus desbarres genéticos. Con todo, el SPD le ha abierto un expediente y mandado una circular a los militantes donde se explica que, al meterse en genética y sostener sus “opiniones abstrusas”, Sarrazin se ha pasado de la raya innombrable.

La cancillera Merkel también quiere echar a Sarrazin, y actúa de momento como censora suprema animando al Bundesbank a tomar su “decisión independiente”. No se sabe si lo hace por el libro, que seguramente no ha leído, o para situarse temprano en el lado bueno. En el gremio librero festivalero han surgido menos dudas, quizá porque se han creído las cifras ofrecidas por el editor, lo cual les ha sumido en una comprensible indignación. Así que el Festival Internacional de Literatura de Berlín ha borrado a Sarrazin de la lista de autores, y le ha retirado la invitación para participar en un debate con una esmerada selección de sus críticos. 

Algunos políticos como el ministro bávaro de Interior Joachim Herrmann del CSU aseguran compartir la postura de Sarrazin respecto a la integración de los extranjeros musulmanes. Para él, todo es consecuencia de la “Multi-Kulti-Politik” de verdes y socialdemócratas.

Mientras tecleo estas trapisondas góticas, lo que me llama la atención es la curiosa semejanza del debate Sarrazin con el sofisma de Epiménides el cretense, quien dice que los cretenses mienten, pero él es cretense, luego miente, y no es entonces cierto que los cretenses mientan, por lo que él no miente, luego es verdad que los cretenses mienten, luego él no miente, y así infinitamente.

Sarrazin, ocupado en asuntos de genética financiera, no lo sabrá, pero su apellido significa “sarraceno” que, como no ignoran los expertos, quiere decir, por lo menos desde los tiempos de Amiano Marcelino y Eusebio de Cesárea, primero árabe, y luego moro y musulmán en general. Los “sarkenoi”, de donde procede el latino “saraceni”, eran “los que viven en tiendas”. Esta etimología griega ha sido puesta en duda por exhibir sin pudor un occidentalismo poco respetuoso, y se ha propuesto una etimología árabe (charqiyin) con el significado de “orientales”, que agrava su caso —como cuando Sarrazin se explica en la tele—, porque los árabes del siglo III sólo podrían ser llamados “orientales” desde el punto de vista del imperio romano.

En el apellido Sarrazin hay una bonita porción de historia de Europa. Los Sarrazin prusianos proceden de los calvinistas recalcitrantes que emigraron porque los encorría Luis XIV. Aquellos calvinistas eran antiguos cátaros reciclados que procedían de moros afrancesados en los tiempos de los juglares. De modo que, aparte del gen financiero y del escandalero, Sarrazin posee uno más, bastante “Multi-Kulti”: el gen sarraceno-cátaro-hugonote-prusiano-socialdemócrata. Alguien tan genéticamente dotado no debiera encontrar aberrante el concepto de sarraceno berlinés que, por lo visto, tanto susto le da, pero que representa una bonita síntesis de su propio gen.

Sarrazin dice que los sarracenos no se integran en Alemania por razones genéticas, pero él mismo es portador del gen, ¿se trata entonces de un sarraceno ignorante de su sarracenidad, y apalancado en el cogollo del partido y del Bundesbank, y que por lo tanto se habría integrado, que denuncia a los sarracenos desintegrados y según él no integrables, y en la misma se pisa el capote refutando su tesis de la falta de integración de los sarracenos? Si ahora lo botan, será un sarraceno desintegrado y cargado de razón.

Nadie le ha mencionado nada parecido, porque en alemán “sarrazin” no suena a nada, y meterse con él por semejante motivo siempre sería un  argumento ad nomen, que vale como decir indigente y grosero. Ahora, ¿qué es el racismo sino el más bajo argumento ad nomen jamás inventado?

 

 

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6 de septiembre de 2010
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Los motivos del historiador

 

“Una idea cara al profesor Kant es que la meta del género humano  consiste en alcanzar la constitución política perfecta. Él desearía que un historiador filósofo se decidiera a emprender una historia de la humanidad escrita desde esa perspectiva, y mostrara en qué medida la humanidad se aproxima o aleja de esa meta en diferentes épocas, así como lo que aún le falta para alcanzarla.” Así lo explicaba una gacetilla del nº 12 del Gotaische Gelehrte Zeitung de 1784, que era un avance promocional del ensayo de Kant “Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita” que apareció ese mismo año en la revista Berlinische Monatsschrift, y se resume así:

Las disposiciones naturales de toda criatura están destinadas a desplegarse un día de manera exahustiva. En el hombre, esas disposiciones que apuntan al uso de la razón deben ser desarrolladas en la especie, no en el individuo. El medio natural para llevar a cabo ese desarrollo es su antagonismo en la sociedad. El mayor problema de la especie humana es llegar a una sociedad que administre universalmente el derecho. La dificultad consiste en que el hombre es un animal que, cuando vive entre otros de su especie, necesita un jefe que, a su vez, es otro animal que también precisa jefe, y esa sucesión de jefes debe culminar en uno que sea justo por sí. La naturaleza nos obliga a no pasar de una aproximación a esa idea. Se puede considerar la historia de la especie humana como el cumplimiento de un plan oculto de la naturaleza para producir una constitución política perfecta. La filosofía podría tener así su propio milenarismo de modo que la idea que se haga de él favorezca su advenimiento y, por lo tanto, no tenga nada de fanático. La tentativa de tratar la historia universal según un plan de la naturaleza que apunta a la unificación política perfecta de la especie humana debe ser considerada posible e incluso favorable a ese diseño de la naturaleza o, mejor dicho, de la Providencia.

La historia antigua, según asegura Kant en el mismo artículo, está avalada por un “público sabio” que ha existido sin interrupción desde su aparición hasta nuestros días. El primer miembro de ese público sabio fue Tucídides.

Voltaire, que fue un historiador providencialista de tipo kantiano, pese a no haber saludado al profesor, fue también defensor de la idea de que la historia universal empezó a escribirse con Tucídides. Todo lo anterior era una pérdida de tiempo. Lo mismo decía Hume. Era un lugar común de la época.

Cabría preguntarse por qué los historiadores dieciochescos denigraban a Heródoto y lo ponían como ejemplo de cómo no debe escribirse la historia, en contraposición a Tucídides. 

La fama de Heródoto ha tenido altibajos. De padre de la historia, pasó a cuentista, para ser luego vitoreado no sólo como padre de la historia, sino también de la antropología. Con todo, Heródoto cumple la preceptiva kantiana de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita: 1. Cree en la existencia de un destino y orden universal. 2. En su historia, el crimen y el exceso político son castigados, porque la divinidad ha impuesto al hombre una medida justa que no debe pasar. 3. Hay un progreso continuo, aunque limitado, en las esferas de la ciencia, las artes y las constituciones, no tanto en las acciones morales y políticas.

La razón de la adversa acogida por parte de los historiadores de la Ilustración está en la malicia burlona con que Heródoto incluye noticias y leyendas de todo pelaje. Tucídides, en cambio, es un historiador técnico que despacha una monografía donde recalca la convicción prehistórica de que el acontecimiento más importante es la guerra. La pobreza y sequía de Tucídides para todo lo que no sea militar o político han sido modélicas en el oficio.

Todos los historiadores, prescindiendo de su especialidad en tal o cual época, escriben sobre hechos del pasado inmediato, como consecuencia de la necesidad de saber lo último que se ha escrito sobre aquello que uno va a escribir. Como los novelistas y los periodistas, los historiadores no pueden evitar autoelogiarse como escritores dignos de la confianza de su propia época. Alejandro Magno observó que se adula a los vivos, no a los muertos.

El providencialismo histórico siempre ha tenido fans desde su invención por los estoicos, quienes sostenían que el hombre es bueno, sólo que acostumbra a estar mal informado. En esa misma vaina, Lutero decía que lo importante era que cada cristiano creyera que estaba salvado, y se salvaría. Y Kant estaba persuadido de que el modo de conseguir que cada cual sea razonable es tratarlo como si lo fuera. Imbuido de esas verdades bondadosas, Marx redactó su historia providencialista en la que los obreros llegan fatalmente al cielo proletario, donde reinará la holganza y sólo habrá que levantar el puño y cantar en horarios que ya se harán saber.

La demostración de que en efecto avanzamos en la kantiana historia universal desde el punto de vista cosmopolita se puede ver ahora en Francia, donde la constitución política corre con tal entusiasmo hacia la perfección que expulsa de la constitución a los que se retrasan.

 

 

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2 de septiembre de 2010
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