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Punch line

Por 30 de septiembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera


 

 

La hazaña más recordada de Charles Oliver, cacique de Kilmallock, Kilfinane, y todo el suroeste del condado de Limerick, de la raza de los Oliver, poseedores de todos los cargos oficiales en aquella región y partidarios profesionales del gobierno inglés, la hazaña, decíamos, tuvo lugar en marzo de 1798, y consistió en hacer atar a un carro y arrastrar por las calles al granjero Patrick Wallis, miembro de los United Irishmen. Días después, lo hizo ahorcar y, por fin, decapitar. La cabeza colgada de una escarpia estuvo largo tiempo expuesta en el mercado de Kilfinane. Casi treinta años después, el nieto de la cabeza, también llamado Patrick Wallis, y de oficio poeta, mató en Barbastro al nieto de Charles Oliver, también así llamado, y de oficio subteniente. Los dos nietos se habían enrolado en el ejército español, pero en bandos diferentes. 

Wallis había ganado todos los campeonatos de limericks y tenía previsto pasar a la lírica mayor, en cuanto cometiese alguna hazaña que pudiera luego versificar. Un limerick, como no ignoran los poetas, es una quintilla epigramática con exageraciones, absurdos, obscenidades y otras agudezas, que tiene un verso final, llamado punch line, donde se entra a matar. El nombre se debe a su país natal, Limerick, reputado por la concisión, doblez y prontitud habladora de sus moradores.

 Destacados miembros de los Irish Limericksmen, club poético irlandés con boletín propio, hicieron una excursión a Barbastro en 1922 y dejaron como recordatorio una cruz, con placa y poema, en el memorable lugar.

Poco antes, en mayo de 1837, una expedición de miles de hombres y cuadrúpedos, con cañones, sables, fusiles, boinas y penachos, se puso en marcha y salió de Estella. Era una expedición pretendiente, unos pretendían gloria, y otros, milagros. Era sabido que si ganaban la guerra, todos ascenderían. Don Carlos, a rey; y los demás, a conde, a general, o al cielo. En cuanto llegasen a Madrid. 

Mientras tanto, llegaron a Barbastro. Allá se demoraron durante cuatro días en funciones religiosas y en deliberaciones sobre el lugar por dónde cruzarían el Ebro, punto transcendental del recorrido. Los cortesanos preparaban la noticia de que la expedición carlista había pasado el Ebro, para hacerla saber a las cortes de Austria, Prusia, Holanda, Nápoles, Cerdeña y Rusia, que estaban a favor del pretendiente don Carlos.

Como después de pasar el Ebro, habría otros muchos quehaceres y ceremonias, decidieron preparar el comunicado antes. El comité ocupado en fabricar la noticia del paso del Ebro estaba formado por el infante don Sebastián, el marqués de Monasterio, el de Villafranca, el conde de Orgaz, y una veintena de ingenieros, topógrafos, y escribientes. Entre quienes debían traducir la noticia al inglés estaba el poeta Wallis.

El día 2 de junio de 1837, atacó Barbastro el ejército gubernamental al mando del general Oraá. Eran 18.000 hombres y 2.000 caballos, mientras en la ciudad había unos 10.000 carlistas, con 1.600 caballos. No era fácil organizar a tanto figurante, y sólo las Legiones extranjeras supieron encontrarse en el caracierzo de un cabezo aguas arriba del río Vero. Allá se entabló lucha encarnizada entre la Legión extranjera del ejército carlista, que tenía unos novecientos hombres, y la Legión extranjera de los cristinos, igual de numerosa. Los dos cuadros se masacraron en los olivares sin perder la formación, después de que sus miembros intercambiaran saludos en francés, inglés y alemán, y se llamaran por sus nombres de cofrades. Todos ellos se conocían de otras batallas, y habían sido compañeros de fortuna. No consta si Wallis el poeta le metió al subteniente Oliver la bayoneta por la nuez y le pegó un tiro que entró por la aleta derecha de la nariz, rompió los dientes, y salió con la oreja por delante. Eso es materia de limericks amantes de la simetría. En todo caso, el subteniente Oliver está censado entre los muertos de ese día, y el poeta Wallis, no. El ataque de Oraá fracasó, y los carlistas cargaron al arma blanca a lo largo de la carretera de Monzón. En total, el ejército cristino tuvo dos mil bajas, y el carlista, unas mil.

Como consecuencia de la batalla, hubo que reiniciar la redacción de la noticia del paso del Ebro, porque ahora vendría después de la gran victoria de Barbastro, que también era preciso hacer saber a las potencias europeas. El equipo redactor se enriqueció con la incorporación del hijo único del marqués de Artasona, ofrecido por sus padres a don Carlos, que estaba alojado en su palacio de Barbastro. El joven Artasona tenía dieciséis años, sabía idiomas y era un portento en matemáticas, pero lo mejor era su habilidad como sonetista. Todo el equipo redactor, y Wallis en especial, estaba entusiasmado con el joven Artasona.

El día 4 de junio, después del Te Deum y los festejos, sonó el toque de generala en plena siesta, y corrió la voz de que había que dirigirse al Cinca. En la expedición de diez mil soldados, con sus oficiales, topógrafos e ingenieros, más otro millar largo de clérigos, cortesanos y funcionarios, después de una semana para decidir por dónde pasarían el Ebro y cómo lo harían saber a la humanidad, nadie había previsto el detalle de cómo cruzar el Cinca.

Había dos barcas de sirga, que empezaron a transportar tropas y bagajes a media tarde. Muchos quisieron vadear la corriente o pasarla a nado, y a todos se los llevó el Cinca.

A la mañana siguiente, los ahogados ya eran multitud, y las barcas no daban abasto pasando tropa. Cuando el ejército gubernamental llegó a Barbastro y atacó a la retaguardia carlista, faltaba por pasar el Cinca el cuarto batallón de Castilla. Las dos barcas se hundieron por el sobrepeso. Wallis y el joven Artasona figuran entre los ahogados que se identificaron. De las pertenencias del primero son destacables una antología de Pope, una gramática francesa, el manual de instrucciones Rhyme and Reason, lápices de dibujo y una flauta con llaves plateadas. 

El recordatorio que se puso en el embarcadero de Estadilla se lo llevó el Cinca, verde punch line.

 

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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