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De la inspiración poética

Por 27 de septiembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

La polémica entre las dotes naturales y el aprendizaje de un arte tan importante como la poesía tiene su hito más relevante en el pasaje de la Odisea donde el aedo Femio se dirige a Ulises, que acaba de liquidar a los pretendientes, y le suplica que no le mate, porque (XXII, 347-9): “Soy autodidacta, y el dios me implantó en la mente todo género de vías poéticas,  y me parece que canto a tu lado, como al lado de un dios.” Es la única vez que aparece el término “autodidacta” en los poemas homéricos, y la primera, en las letras griegas. Platón cogió al vuelo la oportunidad y estos versos son el principal apoyo de su teoría de la anammesis, que concibe la sapiencia como rememoración, y se explica por primera vez en su diálogo Ion (533). La inspiración poética se debería a la divinidad, bien sea la Musa, o bien un daimon  innominado, como el que inspiró a Penélope la astucia de la tela interminable.

El pasaje homérico autoriza la tesis platónica, pero también a su modo la del aprendizaje, aunque sea autodidacta. Cuando Aristóteles se ocupó del problema de la inspiración poética, hizo mención del caso de Maraco de Siracusa, que era mejor poeta en sus accesos de locura. Este famoso ejemplo aristotélico fue comentado por Alejandro de Afrodisia, autor muy estudiado durante el Renacimiento, y el poeta y loco esporádico Maraco de Siracusa pasó a ser un paradigma repetido por numerosos teóricos de los misterios de la inspiración poética, como Huarte en su Examen de ingenios: “Maraco siracusano era más delicado poeta cuando estaba (por el calor demasiado del cerebro) fuera de sí; y, volviendo a templar, perdía el metrífico, pero quedaba más prudente y sabio. De manera que no sólo admite Aristóteles por causa principal de estas cosas extrañas al temperamento del cerebro, sino que también reprende a lo que dicen ser esto revelación divina y no causa natural.”

Al final del Renacimiento, el genio literario y el proceso de la inspiración tuvieron su fase culminante como materia de discusión entre los entendidos. En su tratado Apología de la poesía, escrito hacia 1582, Philip Sidney constata que “los más bárbaros y simples indios, que carecen de escritura, tienen sus poetas que componen y cantan”. Montaigne también calificó por entonces de “anacreónticas” las canciones compuestas por los “caníbales”, y en su Diario del viaje a Italia relata dos casos de inspiración extraordinaria, el del spiritato de Roma, y, sobre todo, el de la signora Divizia, iletrada que componía de encargo:

“Esa mujer, como su marido, vive del trabajo de sus manos. Es fea, de treinta y siete años, con bocio en la garganta, y no sabe leer ni escribir. Pero como en su tierna juventud tenía en la casa de su padre uno de sus tíos que leía siempre en su presencia a Ariosto y otros poetas, su ingenio se halla de tal modo dispuesto a la poesía que no sólo hace versos de una prontitud extraordinaria, sino que también les mezcla fábulas antiguas, nombres de dioses, de países, de ciencias y de hombres ilustres, como si hubiera hecho un curso de estudios reglado. Hizo muchos versos para mí. No son, en verdad, más que versos y rimas,  pero de un estilo elegante y fácil.”

Antonio Guaineri, médico de Pavía, escribió casi un siglo antes el caso de “un rústico melancólico que componía cantos fogosos durante la luna creciente, y una vez pasada la combustión, al cabo de unos dos días, hasta que venía otra combustión, no proferia ni palabra literaria. Me han dicho que jamás estudió letras.” El propio Huarte cita varios casos de inspiración sapiencial y en particular el de un frenético versificador: “De otro frenético podré también afirmar que en más de ocho días jamás habló palabra que no le buscara consonante, las más veces hacía una copla redondilla muy bien formada.”

Frente a la explicación estrictamente médica de Huarte, que remite el fenómeno al desequilibrio de los diversos humores y temperaturas, los teóricos de la época preferían la versión de Marsilio Ficino, que era puramente mágico-platónica, y se remitían a un “entusiasmo” literario que estaba ilustremente autorizado por el fervor de Boccacio, el furor de Cicerón y el cuarteto de furori del propio Ficino. 

Montaigne, que medita largo y tendido sobre el gusto y la capacidad para la poesía, sigue la opinión de Huarte en materia de inspiración poética y psicología aplicada, lo que se traduce en su autovindicación por la suelta de “mis caprichos en público”. La dignificación de lo caprichoso en el Examen de ingenios de Huarte corre así: “A los ingenios inventivos llaman en lengua toscana caprichosos, por la semejanza que tienen con la cabra en el andar y pacer. Esta jamás huelga por lo llano; siempre es amiga de andar a solas por los riscos y alturas, y asomarse a grandes profundidades, por donde no sigue vereda alguna, ni quiere caminar con compañía. Tal propiedad se halla en el ánima racional cuando tiene un cerebro bien organizado y templado: jamás huelga en ninguna contemplación, todo es andar inquieta buscando cosas nuevas que saber y entender […] Hay otros hombres que jamás salen de una contemplación, ni piensan que hay más en el mundo que descubrir. Esos tienen la propiedad de la oveja, la cual nunca sale de las pisadas del manso, ni se atreve a caminar por lugares desiertos y sin carril, sino por veredas muy holladas y que alguno vaya delante. Ambas diferencias de ingenio son muy ordinarias entre los hombres de letras. Unos hay que son remontados y fuera de la común opinión; juzgan y tratan las cosas por diferente manera; son libres en dar su parecer y no siguen a nadie. Otros hay recogidos, humildes y muy sosegados, desconfiados de sí y rendidos al parecer de un autor grave a quien siguen, cuyos dichos y sentencias tienen por ciencia y demostración, y lo que discrepa de aquí juzgan por vanidad y mentira.”

Montaigne no sólo leyó a Huarte, sino que se debe a él, y el autor español representó para el francés justo aquello que Morgenstern contaba de Joseph Roth en relación con Proust. Roth le confió una vez que: “Durante muchos años, después de cada artículo que escribía, tenía el terrible sentimiento de que era el último, ¿cómo podría escribir el siguiente? Así fue hasta que leí a Proust. Con Marcel Proust se me deshizo el nudo. Desde entonces sé cómo tengo que escribir. Aunque no imito a Proust en absoluto, como seguramente sabes.” 

Al señor Eyquem se le deshizo el nudo cuando leyó a Huarte, y decidió ser Montaigne. En Huarte encontró la legitimación para ese capricho. Es natural que la afinidad quedase inconfesa, a nadie le gusta deberse a un contemporáneo.

Pasada la brillante procesión del Renacimiento, y una vez que sus más atrasados epígonos doblaron la esquina, la cuestión sobre la inspiración poética debida al diablo, a la magia platónica o el estudio de los humores orgánicos, perdió todo su interés. Ya en el Siglo de las Luces, se presiente la convicción moderna de que la poesía, como el arte, se ha vuelto imposible y fácil.

De esa época, hacia 1740, son los deliciosos ejemplos de ingenio e inspiración relatados en las Cartas confidenciales sobre Italia por Charles de Brosses:

“Quiero participaros, mi querido presidente, una especie de fenómeno literario del que acabo de ser testigo, y que me ha parecido una cosa più stupenda que la catedral de Milán. Al mismo tiempo, poco me ha faltado para quedar en evidencia. Vengo de casa de la signora Agnesi, donde dije ayer que tenía que acudir. Me han hecho entrar en un gran y hermoso apartamento, donde he encontrado a treinta personas de todas las naciones de Europa, ordenadas en círculos, y a la señora Agnesi, sola con su hermana pequeña, sentada en un canapé. Es una chica de dieciocho o veinte años, ni guapa ni fea, con hermosa tez, aspecto sencillo y dulce. Primero han traído muchos helados, lo que me ha parecido un preludio de buen augurio. Al ir, esperaba que no sería más que para conversar de manera corriente con esa señorita; en lugar de eso, el conde Belloni, que me acompañaba, ha querido hacer una especie de acto público. Ha empezado por pronunciar una bella arenga a esa joven en latín, de modo que le oyera todo el mundo. Ella le ha contestado muy bien; tras lo cual,  se han puesto a debatir en la misma lengua sobre el origen de las fuentes, y sobre las causas del flujo y reflujo que algunas tienen semejante al mar. Ella ha hablado como un ángel sobre esa materia; no he oído nada al respecto que me haya satisfecho tanto. Tras lo cual, el conde Belloni me ha rogado disertar igualmente con ella, sobre cualquier materia que me pareciera bien, siempre que fuera filosófica o matemática. He quedado estupefacto al ver que me hacía arengar de improviso y hablar durante una hora, en una lengua que no uso. No obstante, de un modo u otro, le he dirigido un hermoso cumplido, y luego hemos discutido primero sobre la manera en que el alma puede ser afectada por los objetos corporales, y luego comunicarlos a los órganos del cerebro, y a continuación sobre la emanación de la luz, y sobre los colores primitivos. Loppin ha disertado con ella sobre la transparencia de los cuerpos y sobre algunas líneas curvas geométricas, de lo cual no he entendido nada. Él le hablaba en francés, y ella le ha pedido permiso para responderle en latín, temiendo que los términos de las artes no le vinieran tan fácil a la boca en lengua francesa. Ella ha hablado de maravilla de todos los temas, sobre los cuales, sin duda, no estaba más prevenida que nosotros. Es muy adicta a la filosofía de Newton, y es una cosa prodigiosa ver a una persona de su edad que se sabe tan bien puntos tan abstractos. Pero, por chocante que me haya parecido su doctrina, aun me ha asombrado más oírle hablar en latín (lengua de la que, sin duda, ella no hace uso sino rara vez) con tanta pureza, facilidad y corrección, que puedo decir no haber leído nunca libro alguno en latín moderno escrito con tan buen estilo como sus discursos. Después de que contestase a Loppin, nos levantamos, y la conversación se hizo general. Cada persona le hablaba en la lengua de su país, y ella respondía a cada cual en su propia lengua. Me dijo que estaba muy disgustada por que la visita hubiera tomado así el aspecto de una tesis, y que no le gustaba hablar de tales cosas en sociedad donde, por cada persona que se entretenía, había veinte aburridas, y que aquello sólo estaba bien entre dos o tres personas del mismo gusto. Ese discurso me pareció al menos de tanta sensatez como los precedentes. Me disgustó enterarme de que pensaba meterse en un convento, cosa innecesaria, porque es muy rica. Después de que charlamos, su hermana pequeña tocó en el clavecín, como Rameau, unas piezas de Rameau y otras de su propia composición, y cantó acompañándose.”

La joven dama sapiente era Maria Gaetana Agnesi (1718-1799), y su hermana, Maria Teresa Agnesi (1720-1795), clavecinista, cantante y compositora de óperas. La carta de Brosses está dirigida a Jean Bouhier (1673-1746) erudito, académico y presidente del Parlamento de Borgoña. Unos días más adelante tuvo lugar el encuentro con Bernardino Perfetti (1681-1747), poeta improvisador, que Brosses narra como sigue:

“El espectáculo más singular que hemos tenido durante nuestra estancia en Siena nos ha sido otorgado por el caballero Perfetti, improvisador de profesión. Llaman así a ciertos poetas que se dedican a improvisar sobre la marcha un poema impromptu sobre un motivo quodlibético que se les propone. Propusimos como tema a Perfetti la aurora boreal. Permaneció con la cabeza baja durante un buen cuarto de hora, al son de un clavecín que preludiaba a media escala. Se levantó y comenzó a declamar suavemente, estrofa a estrofa, en rimas octavas, siempre acompañado por el clavecín que daba los acordes durante la declamación y volvía a preludiar para no dejar vacíos los intervalos al cabo de cada estrofa. Estas se sucedían unas a otras bastante despacio, a lo primero. Poco a poco,  la verba del poeta aumentó y, a medida que aumentaba, el son del clavecín se reforzaba parejamente. Al final, el poeta declamaba como un hombre rebosante de entusiasmo. El acompañante y él iban concertados con una sorprendente rapidez. Al salir, Perfetti parecía muy fatigado; nos dijo que no le gustaba hacer con frecencia semejantes ensayos, que le agotaban el cuerpo y la mente. Pasa por el más hábil de los improvisadores de Italia; su poema me causó gran placer; en esa declamación rápida, me pareció sonoro, y lleno de ideas e imágenes. Al principio era una joven pastora que se despierta, sorprendida por el brillo de la luz; se reprocha su pereza y va a despertar a sus compañeras, les muestra el horizonte ya dorado con los primeros rayos, les representa que ya debían haber conducido sus rebaños a las praderas esmaltadas de flores. Las pastoras se reúnen, el fenómeno aumenta; el rayo del dueño de los cielos se lanza a todas partes desde un globo oscuro que amenaza la tierra, las olas inflamadas se desbordan por la campiña; el terror se apodera de todos los pastores. Vanamente, uno de ellos, más instruido que los demás, les quiere explicar las causas físicas del fenómeno; todos huyen, todos se dispersan, etc. Esa improvisación perfilada poéticamente, llena de frases armoniosas, declamada con rapidez, y unida a la dificultad singular de sujetarse a las estrofas en rimas octavas, sumerge rápido al oyente en la admiración y le hace compartir el entusiasmo del poeta. Creeréis, con todo, que hay ahí muchas más palabras que cosas. Es imposible que la construcción no resulte forzada y el relleno, compuesto de un pomposo galimatías. Creo que con esos poemas pasa un poco como con las tragedias que improvisamos el señor Pallu y yo, donde hay tantas rimas y tan poca razón. Tampoco el caballero Perfetti ha querido escribir nada, y las piezas que le han robado mientras las recitaba, no han mantenido en la lectura lo que habían prometido en la declamación.”

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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