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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Incomprensión

Para Federico II de Prusia, los últimos buenos tiempos literarios fueron los del siglo XVII, después, todo era decadencia y corrupción. “Dentro de unos siglos, se traducirán los buenos autores del tiempo de Luis XIV, como ahora se traducen los del tiempo de Pericles y de Augusto. Pero nuestro siglo es de una esterilidad espantosa en grandes hombres y grandes obras. Del siglo pasado, que honró al género humano, no nos queda más que la hez. Dentro de poco, ni siquiera eso”. Estas cosas le escribía a d’Alembert, a quien consideraba el único sabio  vigente, y solía llamar “Anaxágoras”.

La generación de 1760 le disgustaba por su manera imperiosa y prepotente de razonar en abstracto. Ofreció asilo a Rousseau porque lo tenía por un enfermo desgraciado, pero no llegó a terminar el Emilio: “Es una monserga cargante de cosas que se saben hace mucho. Nada original, poco razonamiento sólido, y mucha desvergüenza. Ese atrevimiento, que más bien es descaro, indispone al lector de modo que el libro se le hace insoportable y se le cae de las manos de puro asqueo.” D’Holbach le irritaba y lo tenía por un emisor de impertinencias y tonterías: “¿Qué he aprendido de su lectura? ¿Qué verdad me ha enseñado el autor? Que todos los eclesiásticos son monstruos que conviene lapidar, que el rey de Francia es un tirano bárbaro, sus ministros, archibribones, sus cortesanos, mangantes cobardes y trepadores, los jueces, infames prevaricadores, y que no hay nada sabio, honorable y digno de estima en todo el reino, quitando al autor y sus amigos revestidos del título de filósofos”. Estaba el hombre fastidiado porque le tomaban por patrón de todos los folicularios pretenciosos de Europa. “No os creeríais, escribía a d’Alembert, qué caravanas llegan aquí de insectos literarios que apenas puede uno quitarse de encima.”

Aún le faltaba algo por ver. Los campeones de la tolerancia y la libertad también querían cortar cabezas, tanto y más que los tiranos del absolutismo. Cuando d’Alembert le pidió que cerrara el Courrier du Bas-Rhin porque el periódico había cometido el crimen atroz de dudar del origen noble del difunto abogado Loyseau de Mauleon, y del talento de d’Alembert propiamente dicho, el déspota Federico contestó con finura que, habiendo reclamado para ellos mismos la libertad, los filósofos debían tener el decoro de reconocerla también para sus adversarios. Y aconsejó a los herederos de Loyseau, los energúmenos de heráldica, que tomaran polvos calmantes. No obstante, concedía que “si se trata de contentar a esa familia desolada, encontraremos aquí en Alemania eruditos que harán descender al difunto abogado en línea recta de los antiguos reyes de León y de Castilla, y me atrevo a asegurar que el Courrier du Bas-Rhin publicará tan bello descubrimiento.”

Pero d’Alembert, como razonable propietario de la verdad, era insaciable y ahora quería que Federico II plantara el busto del difunto Voltaire en la iglesia católica de Berlín para profanarla un poco. El tirano prusiano contestó que el venerable patriarca de las letras se aburríría allá, y que estaría mejor en la Academia, en medio de sus admiradores. D’Alembert no cejaba en sus ansias de enderezar la humanidad, y durante una buena temporada insistió a Federico II que hiciera incluir, en el tratado de mediación entre Rusia y Turquía, el compromiso del sultán de volver a levantar el templo de Jerusalén, lo cual haría mentir a las Sagradas Escrituras, papelotes despreciables, y pondría a la Sorbona, nido de reaccionarios, en un gran apuro. Federico II, ya al cabo de su paciencia, preguntó al sabio librepensador si el sultán debería también reconstruir la torre de Babel. Y, desde ese día, encontró que Anaxágoras era un asno. 

No sólo incomprendía y denigraba a los enciclopedistas y fanáticos de razón, sino a toda la literatura germánica de punta a cabo. En 1780, Federico II hizo leer en la Academia berlinesa una memoria que despachaba con sumo desprecio todo lo que se había escrito en Alemania. La lengua alemana era una jerga bárbara y difusa, difícil de manejar, poco sonora y con demasiadas sílabas sordas y desagradables. A su parecer, la literatura germánica no había pasado de los primeros balbuceos, algún bosquejo de fábula, una comedia, un libro de historia, un par de poesías ralas, uno o dos sermones, y nada más, el resto era verborrea pesadísima. Goethe, que algunos le encarecían, no escribía más que plastas triviales. Puede que alguna vez algún alemán se aproximara a la altura de Boileau o Bossuet, pero mientras se aguardaba ese futuro improbable, lo más sensato era hablar y escribir en francés.

Para entonces, Lessing había estrenado Minna von Barnhelm, donde se escenificaba un drama contemporáneo, algo nunca visto en alemán. No había rimas acartonadas ni de las otras, el argumento dejaba en muy buen lugar al rey, el lenguaje era de una agilidad inédita. ¿Cómo es que Federico II no veía el valor de la literatura alemana? “Para haceros idea del poco gusto que reina en Alemania, no tenéis más que ir a los espectáculos públicos. Allá veréis representar las abominables piezas de Shakespeare traducidas a nuestra lengua y a todo el auditorio pasmado oyendo esas farsas ridículas y dignas de los salvajes del Canadá. ¿Dónde están las reglas? ¿Dónde está la versimilitud?”

Ahora, ¿por qué tenía que ser Federico II más comprensivo con su época que Voltaire, que venía a pensar más o menos lo mismo? Goethe no vio ningún valor en Hölderlin, Byron despreció a Shakespeare, Victor Hugo a Stendhal, y Oscar Wilde a Dickens. Si Chopin desdeñó a Schumann, y Cherubini a Beethoven, ¿por qué hoy parece claro que Chopin es poca cosa al lado de Schumann, y que Cherubini no es nada comparado con Beethoven? La escala de valores literarios y artísticos se fija mucho tiempo después de la muerte de los autores y nunca de manera completa. Ser contemporáneo conlleva una incomprensión apasionada. Los autores del tiempo de Stendhal lo tenían por un un pesado que no tenía que ver con la literatura, y él, por su parte, encontraba que el retrato de Inocencio X, de Velázquez, no era digno de figurar en la galería Doria, por pésimo.

Ai posteri l’ardua sentenza, dijo Manzoni, y hasta parece razonable, pero la posteridad no es más que un público que sigue a otro.

 

 

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30 de agosto de 2010
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El mapamundi de Mileto

 

Hace tres mil setecientos años, unos colonos minoicos de Creta fundaron la ciudad de Mileto al suroeste de la península anatolia, sobre una península en la desembocadura del río Maiandros. El lugar era la juntura de dos mundos: la civilización del Egeo y Oriente Próximo. Más tarde, los micénicos cretenses siguieron apreciando las ventajas del emplazamiento, y Mileto fue la cabeza de puente de los griegos de la edad de Bronce ante el gran imperio hitita. Desde su situación en la costura del mundo, Mileto  prosperó, y promovió la fundación de más de cincuenta colonias, desde el mar Negro hasta África.

Pero en 625 a. C., Mileto no sólo se encontraba en la juntura serrátil de dos mundos, sino que también estaba a punto de descoyuntarse: sufría una guerra civil y se hallaba al borde de la escisión. En ese trance, los milesios recurrieron a los de Paros, para que arbitrasen el cierre de la disputa interna. Los árbitros estadistas (καταρτιστῆρες) acudieron de Paros a Mileto, vieron y oyeron a las partes, y propusieron que gobernasen la ciudad dos hombres: el ciudadano de Mileto que mejor administraba y mantenía su propiedad, y un juez supremo especializado en el establecimiento y aplicación de las leyes. Como tirano, propusieron a Trasíbulo, y para árbitro de la ciudad (αἰσυμνήτης), a Tales, que no era de Mileto, sino cretense. Fue la primera vez en que se instituyó una separación de poderes, dos mil trescientos setenta años antes de Montesquieu.

Bajo la tiranía de Trasíbulo arbitrada por Tales, un período que duró unos cuarenta años, la ciudad de Mileto alcanzó su máxima prosperidad, riqueza e influencia. En aquel tiempo, hacían furor los poemas homéricos interpretados por un elenco singular, los homéridas, que se jactaban de poseer el legado literario de Homero, de quien decían proceder.

Un pasaje notable de la Ilíada era la descripción del escudo de Aquiles, en el canto XVIII, donde el poeta narra cómo Hefaistos “creó numerosas imágenes con mente ingeniosa”. La enumeración y reseña de las figuras cinceladas en el escudo se dilata durante más de cien hexámetros. Empieza con “la tierra, el mar, y el cielo, más la luna llena y el sol infatigable, y todas las estrellas que coronan el cielo…” Sigue la descripción de dos bellas ciudades habitadas por hombres mortales. En una hay paz, en la otra, guerra. Se pueden divisar también los campos cultivados, los rebaños, y la gente que celebra la cosecha. La descripción se cierra con “el poderío de la corriente del Océano en torno a la franja más exterior del escudo sólidamente forjado”.

Era llamativo cuánto se parecían aquellas imágenes cinceladas en el escudo de Aquiles a los avatares de la propia ciudad de Mileto, que había sufrido la guerra con Lidia durante más de una década, desde 613 hasta 602 a. C., y por fin celebraba la paz. 

El milesio Anaximandro apreciaba en particular cómo el poeta había resumido en la imaginería del escudo el universo entero circundado por la corriente del océano. Había en el pasaje una singular fuerza de abstracción que conjugaba la enumeración de detalles con la forja de una perspectiva vertiginosa que abarcaba la totalidad. Esa particular fuerza también radica en la cartografía que, como se ve, nació de la poesía, porque Anaximandro fue, según testimonio del geógrafo Agatémero, “el primero que se atrevió a inscribir en un mapa el universo habitado”. Ese mapamundi era circular, como el escudo de Aquiles, y estaba igualmente rodeado por la corriente del océano, mientras la ciudad de Mileto ocupaba el centro.

El mapamundi de Anaximandro inspirado en el escudo de Aquiles descrito en la Ilíada, fue corregido y mejorado por Hecateo, otro milesio dos generaciones posterior, que mantuvo el diseño original, con Mileto en el centro, y la corriente del océano en el borde exterior. Heródoto, que conoció esos mapamundis, criticaba su problemática exactitud porque (IV, 36) “representaban al océano fluyendo en torno a la tierra en una circunferencia perfecta, como si estuviera trazada con compás, y ponían Asia del mismo tamaño que Europa”. El mapamundi de Hecateo era simétrico, lo formaba un círculo con dos masas continentales iguales, que eran Europa y Asia, la cual incluía Egipto y África. El continente europeo se extendía desde las columnas de Hércules hasta el Cáucaso, y el asiático, desde el mar Negro hasta el río Indo.

Entretanto, los milesios quedaron tan satisfechos con la forma de gobierno que les había traído la prosperidad y la paz, que siguieron sujetándose al régimen de tiranía arbitrada. Después de Tales y Trasíbulo, vinieron Toas y Damasenor, y el importante cargo de árbitro de la ciudad que atempera la tiranía se mantuvo sin interrupción durante siglos. También surgió entonces el primer bipartidismo. El consejo de la ciudad de Mileto estaba dominado por dos facciones de nombres tan gráficos y sempiternos como “Riqueza” (Πλουτίς) y “Trabajo” (Χειρομάχα). 

Hacia 500 a. C., Aristágoras, el tirano de Mileto,declaró la igualdad de los milesios ante la ley y, un tanto achispado por el aplauso, decidió derrocar el dominio persa. Empezó por llevar el mapamundi de Hecateo a Esparta, para negociar con el rey Cleomenes una alianza, en su designio de sublevar a las ciudades jonias contra los persas. El mapa, según Heródoto, contenía en una placa de bronce (V, 49) “todo el contorno de la tierra, todos los mares y todos los ríos”. También estarían las provincias del imperio persa, las tierras conquistadas y las ciudades jonias. Con ayuda del mapamundi, Aristágoras podía dar noticias de riquezas en frutos y rebaños, metales y selvas, hasta llegar la residencia del gran rey persa en Susa, ¡a tres meses de camino desde Mileto! A la vista del mapamundi, y contra lo esperado, el rey espartano Cleomenes quedó muy confuso, y se inhibió en el proyecto de sublevación contra los persas.

Por su parte, Hecateo intervino en la asamblea celebrada en Mileto para el asunto de levantarse contra los persas. Y discrepó frente a la mayoría. Su conocimiento le permitió enumerar los pueblos sobre los que dominaba Darío el persa y las fuerzas de que disponía. En su opinión, la sublevación sería un desastre para la ciudad. La revuelta fue en efecto catastrófica para Jonia, y en especial para Mileto, que la encabezó.

En la batalla naval de Lade, la isla frente a Mileto, los persas se presentaron con seiscientas naves, mientras los jonios reunieron unas trescientas cincuenta. Antes de empezar, los aliados de Samos se dieron la vuelta y huyeron; lo mismo hicieron después los de Lesbos, y el frente jonio colapsó. Sólo el contingente de Quíos aguantó con los de Mileto hasta el final. Quíos, la patria de los homéridas, se portó con la misma lealtad que poco más de cien años antes, cuando sostuvo a Mileto en su guerra con Lidia.

Una vez deshecha la flota jonia, los persas ocuparon y arrasaron el centro del mapamundi. Los hombres y viejos fueron pasados a cuchillo, y las mujeres y niños, deportados como esclavos a Mesopotamia. La destrucción de Mileto en 494 a. C. fue la gran noticia que conmovió al mundo griego.

 

 

 

 

 

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26 de agosto de 2010
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Treinta higos

Algunos conocedores han echado de menos una valoración de la famosa operación de fístula de 1686. En verdad fue una gesta sin precedentes, porque luego de charcutear durante hora y media en la retaguardia regia, aquellos científicos inagotables le hicieron otra sangría más en el brazo, un final absolutamente innovador. El rey sobrevivió y la fístula también, dando motivo de regocijo durante años a los infatigables equipos médicos. Tampoco es razón ningunear el forúnculo que trabajosamente convirtieron en un ántrax excelente para ser inciso y cauterizado, siempre sin el menor indicio de curación. Daquin, primer médico del rey durante las mencionadas incursiones, cobró 100.000 libras por la operación de fístula, donde apenas pudo salpicarse, dada la masiva afluencia. Por entonces ganaba 45.000 al año, y el puesto le costó 30.000

El abuelo de Daquin fue el gran rabino Mardoqueo de Carpentras, que se pasó al cristianismo con gran éxito de público y crítica. Hizo una peregrinación al reino de Nápoles, y se asentó en Aquino, donde se hizo especialista en los escritos del héroe local, Tomás de Aquino, y se bautizó.  Al regreso, se llamaba Daquin, y se estableció en París como profesor de hebreo del Colegio de Francia. Su hijo Luis-Henri Daquin ingresó como médico ordinario en la casa de Maria de Médicis y de ahí ascendió a médico sin cuartel en el séquito de Luis XIV. El nieto, Antoine Daquin, estudió medicina en la facultad de Montpellier, conocida por su irrenunciable fe en el antimonio, y se casó con la sobrina de la mujer de Vallot, primer médico del rey y antimonista convencido. En 1672 Antoine Daquin accedió al puesto de líder de la muchedumbre médica del rey.

Pronto se hizo patente que su lugarteniente, el sombrío doctor Fagon, lucharía por arrebatarle el liderato. El primer enfrentamiento tuvo lugar durante la liquidación de la reina María Teresa en 1683, hazaña que ambos pretendían apuntarse y sobre la que aún no se ha pronunciado la ciencia. La esposa del rey se indispuso el 26 de julio de 1683. Fagon, primer médico de la reina tras la elevación de Daquin, notó que había aparecido un tumor bajo la axila izquierda. Ordenó una sangría en un brazo que no trajo ningún alivio. Daquin ordenó otra, pero ahora en un pie. Inquietos por la falta de avance, ordenaron administrar antimonio en cantidad prudencial. Poco después, la reina murió asfixiada.

Cuando los héroes hicieron la autopsia, vieron que el tumor de la axila era un abceso enorme que había reventado hacia adentro y atravesado la pleura, asfixiando a la reina. En efecto, habría hecho falta una incisión, pero en el sitio adecuado.

Pero Daquin no perdió su puesto ante Fagon por haber excavado bien o mal alguna trinchera de fístula o forúnculo, ni por derribar un paladar más o menos, ni siquiera por matar a la reina. Fue por descarado. Una mañana anunciaron al rey la muerte de un viejo oficial. El rey dijo que lo sentía porque le había servido bien, y tenía una cualidad muy rara: jamás le pidió nada. Y miró a Daquin, que pedía y obtenía sin cesar abadías, episcopados y altos cargos para sus hijos. Pero éste no se desconcertó un pelo, y preguntó al rey qué había dado él a ese oficial. El rey no replicó nada porque jamás dio nada al difunto cortesano. Al día siguiente, Daquin recibió una carta sellada con la invitación a retirarse de inmediato a París y la prohibición de intentar ver al rey o escribirle. Se le  señalaba una pensión vitalicia de 6.000 libras. Daquin se fue a Vichy, por ver si las aguas le milagreaban algo, pero se puso verde, y murió.

El tétrico Fagon se hizo cargo entonces de la jefatura médica de la casa del rey, pero aún tardó más de veinte años en rematar. Aunque no tenía dientes, Luis XIV tenía que trasegar como un bulímico para remediar las sangrías, vomiteras, purgas y remociones intestinales que formaban parte de su deber real. La víspera de morir, hizo un supremo esfuerzo y engulló en una sentada treinta higos frescos, y luego absorbió con suma convicción un gran vaso de agua helada. Era verano, último día de agosto. Tenía que fabricar sangre como fuera. Ya había visto cómo nueve doctores al mando de Fagon liquidaron fácilmente a su biznieto heredero con unas pocas sangrías y un par de eméticos de antimonio. Él pensaba resistir, pero murió con la fresca del primer día de septiembre. Hecha la solemne apertura de su cuerpo por Marechal, primer cirujano, bajo la presidencia de Fagon y el resto de la corporación, se decretó que había muerto por gangrena en la sangre.

La primavera siguiente, Luis XV, de seis años de edad, y aún de luto, fue conducido al Jardín de Plantas para que conociera una de las singularidades del reino: el verdoso Fagon, que vivía retirado en aquel mismo lugar donde había nacido ochenta años antes.

 

 

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23 de agosto de 2010
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Historia médica

En la literatura más antigua, los médicos eran giróvagos, profesionales vagabundos que patrullaban las ciudades, como el Fary, o acechaban las encrucijadas, que eran los consultorios de la antigüedad, donde se exponían los enfermos por si algún transeúnte tenía alguna sugerencia al respecto. Pero esa trabajada reputación de seriedad se vino abajo después del Renacimiento, cuando el médico se convirtió en un personaje cómico. Primero los creadores de la Commedia dell'arte, y luego Lope, Tirso y Molière, les dieron una oportunidad, y otra, y aún otra más, y los muchachos jamás defraudaron, eran el perpetuo descongojo.

Cuando Molière murió haciendo de enfermo imaginario, los médicos de Luis XIV decidieron tomarle el relevo literario y crearon el Diario de la Salud del Rey, obra compuesta en sesenta años por media docena de manos, y monumento magnífico que la tontería complacida se hizo a sí misma. El boticario Homais, el dúo Bouvard y Pécuchet, o Prudhomme el satisfechísimo de conocerse, son animalitos literarios inspirados en sus páginas.

Si se lee el Diario, no tarda en imponerse la convicción de que Luis XIV estuvo enfermo toda su vida y que necesitaba todo un ejército de médicos, apoyado por varias escuadras de boticarios y cirujanos, armados con toda suerte de venenos e instrumental pinchante y cortante. El rey sufría fiebres púrpuras y verdosas, retorcijones de estómago, náuseas, vapores, cólicos, vértigos, ántrax, fístulas, glándulas esquirrosas y grangrena en la sangre, según aseguraba la numerosa tropa de científicos a su servicio.

Desde su nacimiento hasta su muerte, Luis XIV tuvo cinco primeros médicos, verdaderos dignatarios de la corte, que compraban muy caro su puesto, y cuya sustitución era una crisis revolucionaria con mayor trastorno que la renovación de media docena de ministerios. El rey era la presa única e indivisible de cada uno de esos señores y su séquito. El primer médico del rey, que se hacía llamar “arquiatra”, estaba asistido por un primer médico ordinario, y éste por un segundo médico ordinario, más ocho médicos de cuartel y uno sin cuartel, y ocho médicos consultores. Junto a ellos, un primer cirujano, un cirujano ordinario, ocho cirujanos de cuartel, dos cirujanos dentistas, cuatro boticarios y cuatro ayudantes de botica. El rey resistió a los cuidados de todos ellos durante más de setenta años.

La labor del primer médico consistía en entrar a las siete y media de la mañana en la habitación del rey para examinarlo, mirarle la lengua, palparle el pulso, hacer un primer peritaje de las evacuaciones y decir qué autorizaba como primer desayuno. Luego, no se alejaba jamás de su real cliente, atento a sus más íntimos detalles. Aparte de su pensión y gratificaciones, el primer médico se alojaba en el palacio de Versailles, y su fortuna consistía en poder acercarse de continuo al rey, con lo que podía pasarle recados, y obtener favores para los parientes y amigotes.

Jacques Cousinot, primer médico por orden de antigüedad, se murió en 1646, y apenas pudo disfrutar del rey un par de años. Vautier, el segundo, ejerció sus funciones implacables durante catorce años. Antes, estuvo doce años en la Bastilla por haber intrigado para echar a Richelieu. María de Médicis, la abuela del rey, sólo quería ser atendida por este Vautier, que entraba y salía de la Bastilla para hacerle la preceptiva visita. Se había graduado en Montpellier, donde regían los eméticos antimoniales, el láudano y la quina, productos horrorosos y tóxicos, a los que se oponía la facultad de París.

Como no se había inventado la circulación de la sangre, ésta era nueva y pura de manera incesante, y se creaba en el hígado a partir de la alimentación, de ahí fluía a los órganos, donde se convertía en humores, vapores y otros inconvenientes. Para arreglarlos se empleaba el sistema terapéutico Diafoirus, consistente en sangrar y purgar, y luego purgar y sangrar, hasta la extinción total del paciente.

William Harvey dijo a final de siglo que no era posible que la sangre se produjera nueva cada día a partir de los alimentos, porque sobrepasaba en abundancia a los ingeridos y a los que pudieran ser requeridos para la nutrición. Pero esta teoría se consideraba una mala ficción inglesa.

Daquin y Fagon, que ocuparon en cuarto y quinto lugar la plaza de primer médico, diferían en relación al temperamento del rey. Para el primero, era adusto y bilioso, para el segundo, linfático. Eso llevaba consigo todo un cambio de régimen, con nuevas listas de alimentos prohibidos y un horario diferente para las purgas y sangrías.

En 1685, el rey fue sometido a una operación de cirujía dental. Le arrancaron  los dientes que le quedaban en la mandíbula superior izquierda. De paso, junto con los dientes, le derribaron medio paladar. Total que, como escribió Daquin, “se produjo un agujero por el estallido de la mandíbula arrancada junto a los dientes, que luego se carió y causaba derrames de purulencia y mal olor.” Los alimentos y las bebidas se iban por agujero del paladar perforado y se le sobraban por la nariz. De todos modos, como no tenía dientes, salía todo bastante entero. También evacuaba tal y como tragaba. Los partes de evacuación en el Diario así lo decían: “Su Majestad evacuó muchas materias crudas e indigestas, y, entre otras, muchas trufas totalmente sin digerir.” Entre lo que se le sobraba por la nariz, y las sangrías y purgas continuas, la bulimia era la única manera que tenía el rey de sobrevivir al encarnizamiento de sus médicos.

La enteritis y dispepsia crónica también era patrimonio real. Las “evacuaciones rojas” como se solían llamar, eran continuas, pero a los médicos les parecía bien. No sólo redoblaban las purgas, sino que a la menor elevación de la temperatura, sangraban al paciente. Y le hacían tomar antimonio a carretadas. Como consecuencia, según Daquin, “el rey padece vapores que ascienden del bazo y del humor melancólico del que llevan la marca por la pesadumbre que imprimen y la soledad que hacen desear. Estos vapores se deslizan por las arterias al corazón y al pulmón donde promueven palpitaciones, inquietudes, flojeras y sofocos. De ahí se elevan al cerebro donde, agitando los espíritus de los nervios ópticos, causan vértigos y vahídos, y, golpeando además el principio de los nervios, debilitan las piernas […] las venas que retienen ese humor melancólico le impiden correr por las vías naturales y, por su estancamiento, le hacen calentarse y fermentar y, a causa de esa tempestad, los vapores  malignos han de ser disipados mediante sangrías.”

Vallot, que ocupó en tercer lugar la plaza de primer médico del rey, y la retuvo valientemente durante veinte años, basaba su reputación en haber salvado a su paciente de una muerte segura mediante una ingesta masiva de antimonio. Durante el reinado de este médico, parece que Luis XIV se resistió a alguna sangría: “no habiendo podido hacer consentir al rey otra sangría, me concedió sólo una purga, y tras haberlo purgado, tuve que dejarlo reposar algún tiempo.”

Para espabilar y quemar un poco su paladar perforado, el rey necesitaba toda un inferno de especias y pimenterías que le hacían luego bailar las entrañas. Por orden del médico, durante la noche debía sudar bajo una montaña de edredones, y durante el día se le sometía a “fusiones” en baños calientes para fundir los diversos humores.

La anestesia y la desinfección eran la misma cosa, y se aplicaban mediante el “botón de fuego” que era un instrumento de hierro que se ponía rusiente y se aplicaba en las heridas. Cuando le arrancaron el paladar y reventaron la mandíbula, le aplicaron catorce veces el botón de fuego, hasta que les pareció que el agujero quedaba curioso.


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19 de agosto de 2010
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A vueltas con la izquierda y la derecha

 

“Entre los alemanes, para hacer honor a un hombre, se ponen siempre a su lado izquierdo, en cualquier asiento que esté; y toman a ofensa ponerse a su lado derecho, diciendo que para mostrar deferencia a un hombre hay que dejarle libre el lado derecho para echar mano a las armas.” El apunte de Montaigne, consignado en su Diario del viaje a Italia y referido a su estancia en Constanza, es de octubre de 1580. La idea de dejarle al alemán acceso expedito a las armas para que, por ejemplo, nos apuñale con soltura y sin estorbo, parece bienintencionada, pero la tengo por improvisada y sobrevenida. Más verdadera parece la razón de que el deferente pone al godo a su derecha, que es el lado bueno, y el correspondiente a los predilectos, según inveterado rumor. Ponerse a  la derecha del gótico suspicaz sería de la misma índole que apalancarse de entrada en la presidencia de la mesa, contra el consejo evangélico de no hacerlo, sino aguardar la invitación con prudente humildad.

La izquierda de Dios, la del presidente, el lado malo… ¿de cuándo y cómo data el cuento? Tomás de Aquino, experto en orientación teológica, explica así la situación mundial: “Dextra pars mundi est australis; sinistra, vero, aquilonaris”. Que nos atrevemos a entender como que a la derecha del mundo está el sur; y a la izquierda, en cambio, el norte. Eso implica mirar a oriente, conforme a la preceptiva bíblica. Entre los antiguos griegos, se ve que era lo contrario, porque la izquierda  —“skaios” (Σκαιαὶ Πὺλαι, las celebradas Puertas Esceas de la muralla de Troya)— es occidental, de modo que se mira al norte. Para los nómadas de Asia central, la mano izquierda del mundo era la parte oriental, lo que suponía mirar al sur. Los celtas aseguraban creer que los movimientos hacia la derecha traían la fortuna y los dirigidos hacia la izquierda, la desgracia. Esto casa con la idea gótica de que quien pretende ganar el favor de alguien se pone a su izquierda, para hacerle ver que le echará buenos efluvios.

Parecida y aún mayor confusión hay con el sentido de las vueltas en torno a alguien o algo. En la Odisea, “amphipolos” designa a las servidoras de confianza de Penélope, y conlleva la idea de girar en torno a la dueña; ese mismo nombre designa también al sacerdote que así es definido como “uno que se mueve en torno a la divinidad”. Se sobreentiende un movimiento circular cumplido conforme a un rito. Porque el uso de dar vueltas a un centro cargado de fuerza y hacerlo en el mismo sentido que las agujas del reloj es antiquísimo. Se demuestra así veneración y respeto, porque todo lo sagrado y repleto de poder es tabú y peligroso. Las vueltas en la dirección opuesta tienen el efecto contrario. Por ejemplo las vueltas sinistrógiras que se le daban al ataúd, porque el muerto debe ser alejado y advertido de que no vuelva. A lo mismo apunta la costumbre de que las casas tuvieran un “camino de difuntos” que era distinto del habitual para ir a la iglesia, se empleaba para la conducción del cadáver, y quedaba a la izquierda de la ruta habitual. Al llevarlo por esa ruta, el muerto quedaba avisado: “no vuelvas”.

Todos esos requilorios con la izquierda mala y la derecha buena vienen, sin duda, de que la mayoría de la gente es diestra, y así ha sido siempre. Ahora, ¿por qué es diestra la mayoría de la gente? Urgido por tan tremenda cuestión, me bajo al hortal, invoco a san Newton para ver si descubro algo, y ahí está, la he visto y me ha mirado, es ella, la alubia trepadora, que proclama la solución. Las plantas trepadoras no se abrazan a otros tallos de cualquier manera, sino haciendo una espiral sinistrógira. El término sinistrógiro, que viene precisamente de la botánica, quiere decir que mirando a la planta trepadora desde el ápice hacia abajo, aprovechando nuestra superioridad, se ve que gira hacia la izquierda, en sentido contrario al de las agujas del reloj. 

En una torre castilluda, de esas que tienen escalera de caracol por dentro,  al subir tendríamos el eje siempre a nuestra izquierda, y giraríamos siempre en esa dirección. Ésa sería una escalera en espiral sinistrógira. 

En el caso de las columnas salomónicas, los sensibles artífices notaron enseguida que, caso de reproducir la espiral sinistrógira visible en una parra o una glicinia, quedaba una asimetría en el conjunto. Lo cual buscaban contrarrestar, fabricando otra columna pareja, pero con la espiral dextrógira. En casi todos los monumentos, portadas, retablos y baldaquinos (ver, por ejemplo, el célebre de Bernini en el Vaticano) las columnas salomónicas aparecen alternadas, para que haya tantas sinistrógiras como dextrógiras, y se produzca una ilusión de simetría tranquilizadora.

También la industria cordelera y la fabricación de sogas, arte muy antiguo, se basa en la alternancia de torsiones dextrógiras y sinistrógiras, que dan estabilidad al cordón resultante. Y la madera revirada, esa crisis de impaciencia que sufren algunos árboles y les hace crecer en espiral, también suele ser con más frecuencia sinistrógira, y a veces el árbol la alterna, según la edad, con otra fase dextrógira, también en busca de un equilibrio mecánico.

Y siguiendo con la populosa república de las plantas, se comprueba que casi todas las trepadoras tienen volubilidad sinistrógira. No todas, ahí están algunas madreselvas o el lúpulo, por ejemplo, que son dextrógiras. Pero la mayoría es favorable a la espiral sinistrógira, aproximadamente en la misma proporción que los diestros superan a los zurdos.

Esa preferencia procede de una asimetría molecular, porque las moléculas de los aminoácidos que componen las proteínas tienen el carbono central alfa asimétrico, que produce una desviación sinistrógira del plano de polarización de la luz. De modo que ya en las moléculas de los aminoácidos vitales radica el esquema de la espiral dominante.

Si nos fijamos en los movimientos de un deportista diestro, un futbolista por ejemplo, vemos que se apoya en su pierna izquierda y que todo su cuerpo gira en torno a ese eje en un movimiento sinistrógiro que imprime fuera centrífuga a su pierna derecha. Lo mismo en el caso de un lanzador diestro que da vueltas sinistrógiras para hacer que su brazo derecho dé el impulso final. Cuando un diestro salta, bate con la pierna izquierda y ataca con la derecha, y lo mismo cuando arranca a correr. Los movimientos de un diestro, en cuanto trata de golpear o impulsar con su mano o pierna derecha, son sinistrógiros, se apoyan en la izquierda e irremediablemente giran en espiral hacia ella. Así como los de un zurdo son dextrógiros.

Cuando el feto hace su primer movimiento lateral, está impulsado por la médula espinal. Ese primer movimiento que adelantará sus extremidades derechas, en particular, su mano, es sinistrógiro, se repliega hacia la izquierda, lanza la derecha, y repite el esquema de la espiral dominante. En un animal que sólo empleará las extremidades para andar, ese primer impulso sinistrógiro puede tener poca relevancia, pero en uno cuyo cerebro tiene que preparar un software específico para la mano, la cuestión es esencial, se hace diestro. Porque la extremidad que se lanza o adelanta precisa mayores y más específicos cálculos. La puntería, la habilidad, la fuerza medida, la destreza, todo se tiene en cuenta con el máximo cuidado. Esa concentración asimétrica nos hace diestros mucho antes de pensar. En el mundo sinistrógiro los diestros son mayoría.

 

 

 

 

 

 

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16 de agosto de 2010
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Hoy inventaremos la rueda

 

A veces, en una palabra de una lengua antigua, se entrevé el reverbero de la luz de días que pasaron hace miles de años. El otro día decíamos que “temen” era el cono o prisma de arcilla con inscripciones y, por extensión, el depósito fundacional enterrado bajo los cimientos, y hasta el propio templo edificado encima. Pero, esa palabra tan longeva en sus avatares que ha llegado hasta el actual “templo”, ¿no podría revelarnos algo más de la técnica de construcción y del paisaje de aquella marisma mesopotámica, si intentamos remontarnos más allá de ese prisma con inscripciones, a una época donde aún no se escribía, pero la misma palabra “temen” hubo de ser importante y significativa?

El Tigris y el Eufrates, los dos grandes cauces fluviales que enmarcan la llanura mesopotámica, trazan un amplio movimiento convergente que culmina a la altura de Bagdad, aproximadamente en el paralelo 33, que se hizo famoso hace unos años, cuando los norteamericanos prohibieron a los aviones iraquíes sobrepasarlo hacie el sur. A partir de ese punto, los dos ríos se distancian  y vuelven a reunir a lo largo del último tramo de sus cursos, y delimitan el territorio oblongo de Mesopotamia (“entrerríos”), que mide casi 500 km de norte a sur, por 160 de este a oeste. En los últimos 350 km de ese curso inferior del Tigris y el Eufrates, el declive del terreno apenas alcanza un metro por cada 26 km. Como consecuencia, el cauce de los ríos tiende a fragmentarse en ramales que se esparcen por la llanura aluvial y vuelven al final de un trayecto más o menos paralelo a la corriente principal. En la época sumerio-acadia, esos ramales creados por los ríos y otras derivaciones hechas por el hombre se explotaron para el riego de cultivos.

El régimen de crecidas provocaba catástrofes. Los ríos rebasaban sus cauces y desahogaban el exceso de caudal por toda la llanura, convirtiéndola en una marisma intransitable. Sólo emergían de las aguas las colinas artificiales formadas por los residuos acumulados por las poblaciones que se sucedían en el mismo lugar a lo largo de milenios. A semejanza del Nilo, también el Tigris  y el Eufrates dejaban capas de barro de elevado potencial productivo, pero la falta de cauce profundo hacía necesario defenderse de las avenidas mediante la elevación del suelo habitable. Los agricultores mesopotámicos no podían esperar las benéficas crecidas anuales, como los egipcios, sino anticiparse a todas y domeñar el agua. La agricultura se desarrolló en los islotes emergentes de la marisma, donde el suelo original era resultante de la transformación en humus de las plantas del pantano.

La tradición literaria expone en los relatos de la creación la forma en que se desarrolló la civilización en aquel entorno. En el número XIII de la colección de textos cuneiformes del British Museum, se relata en sumerio con glosa acadia: “Una casa para los dioses en lugar sagrado no había sido levantada. No había surgido la caña, el árbol no había sido creado. El adobe no había sido puesto, su molde no se había fabricado. La casa no había sido construída, ni la ciudad edificada, ningún ser vivo había en ella. La totalidad de los países era agua. Entonces fue creada Eridu, fue edificado su gran templo. El dios Marduk montó un armazón de cañas sobre el agua. Creó el polvo y formó un bloque con él.”

Se ve que, como primera providencia, hubo que fabricar la tierra habitable para establecer un lugar seco en medio del agua circundante. La arqueología muestra que los restos de antiguos lugares poblados se establecían sobre capas de arena y humus de limo y materias vegetales, que alternaban con estratos de cañas entrecruzadas, como grandes esteras. Los primeros habitantes levantaron sus chozas de cañas sobre un suelo tapizado de juncos entrecruzados, formando una terraza que aislaba las viviendas de la marisma. La costumbre de erigir el templo sobre una elevación artificial del terreno arraiga en los orígenes mismos de la civilización mesopotámica.

Un rasgo propio de su arquitectura era el emplazamiento de las famosas torres escalonadas, que se asentaban sobre altiplanos o terrazas artificiales de dimensiones gigantescas, designadas mediante el ya conocido vocablo sumerio “temen”, aquí con el significado de terraplén. No es una conjetura arriesgada suponer que ése es precisamente el significado primario, muy anterior a la escritura, y que las acepciones de inscripción enterrada y depósito fundacional fueron secundarias. Toda edificación, grande o pequeña, precisaba un “temen”, una cimentación previa elevada sobre el nivel del agua.

Una gran labor de terraplenado en una llanura sin límites puede parecer carente de sentido, pero justo en esa planicie desprovista de accidentes del terreno capaces de preservar a los habitantes de la amenaza constante de las avenidas era vital suplir esa carencia con relieves artificiales. Más adelante, el peligro no venía tanto de las riadas, como de las roturas de diques realizadas por los invasores o por los propios naturales del país, que se defendían al estilo holandés, muchas veces a costa de arrasar los propios campos y poblaciones.

También los caracteres pictográficos de la escritura más primitiva muestran la casa sumeria emplazada sobre una plataforma. Ahora está por ver si esta forma de investigación tiene alguna posibilidad, en el caso de enfocarla a uno de los descubrimientos que más influjo ha ejercido en la historia de la humanidad, la rueda.

La primera dificultad es que el termino sumerio correspondiente a rueda es “dubbin”, que tiene como significado primario “garra”. En la versión ideográfica más antigua conocida del término, que se encuentra representada en los caracteres cuneiformes de la época de Fara (hacia el siglo XXVIII a. C., ver dibujo de arriba), se hace evidente la representación de una mano o garra, todavía con cierto aire picassiano, pero a punto de estilizarse tanto que su traza ideográfica empieza a diluirse en la abstracción cuneiforme, donde ya se trata de expresar los sonidos de las palabras, olvidando que los signos empleados sugieran por su propia plasticidad la idea correspondiente.

¿Cómo se pasa de la garra a la rueda? Podríamos echar un vistazo a los significados de “dubbin”, que suelen depender del complejo verbal adjunto, eso que los entendidos llaman contexto. Uña, garra, pezuña y pie de cama o mesa, parecen significados de comprensión evidente. También el hocete, instrumento cortante que tanto vale para rapar a humanos y bestias, como para vendimiar o injertar. Y del cruce de dos hocetes nació la podadera, madre de la tijera. Lo mismo que las herramientas del trabajador de metales, como el punzón, el estilete o las tenacillas; y las garras de la nave, representadas por las cuadernas de refuerzo colocadas en la parte inferior de la carena de las embarcaciones. Pero que “dubbin” pueda significar rueda y por extensión carro parece menos evidente.

Las lenguas semíticas presentan una nomenclatura del carro que es de tipo secundario, o sea, no basada en la morfología del artefacto, sino vinculada con la idea de “andar” o “correr”. Así, todas ellas, desde el acadio hasta el ugarítico, el siriaco, el hebreo y el árabe, nombran al carro con el radical rkb, que significa correr o cabalgar. Lo mismo sucede con el “carrus” latino, que viene, igual que el verbo “curro” (correr), de una raíz indoeuropea reconstruída como “kers”, y de la que también proceden el alemán “Ross” y el inglés “horse” (caballo). Eso sugiere que los antiguos hablantes semíticos e indoeuropeos describían la principal prestación del carro, pero no su esencia. O sea, que no lo inventaron.

El dibujo del carro de cuatro ruedas discoidales, o sea, sin radios, aparece como carácter gráfico en las tabletas sumerias más antiguas, datadas alrededor del 3.500 a. C. En ellas, se hace patente que el carro hubo de ser una evolución del trineo, si se comparan las representaciones de ambos en la escritura, para lo que se sugiere un benévolo vistazo al dibujo de arriba.

El trineo y el carro fueron utilizados al mismo tiempo entre los sumerios, pero eso fue durante un corto período de tiempo, porque la superioridad de la rueda en terreno llano era incontestable. En otras civilizaciones, se han empleado los dos a la vez durante milenios y casi hasta la actualidad, en función del tipo de suelo y la pendiente por donde había que transportar la carga.

La escritura ideográfica de época posterior a la reproducida arriba sustituye el diseño del carro presentado como un  trineo sobre ruedas, por el de una rueda discoidal. Y ésa es precisamente la que los sumerios designaron con el nombre “gis dubbin”, donde el primer elemento “gis” corresponde a los nombres de artefactos fabricados con madera. Los sumerios describían la rueda como una uña o un filo discoidal de madera sobre el que se desliza sin fin el trineo, que ya no vuelve a tocar la tierra, y se ha convertido en un carro.

En los vocablarios bilingües sumerio-acadio aparece “dubbin” como equivalente a los carros de dos y cuatro ruedas, y también se repite en los nombres de las diversas piezas del carro y la rueda. Incluso en hitita, que ya no es semítico, sino indoeuropeo, se registra el signo cuneiforme correspondiente a “dubbin” para designar la rueda del alfarero.

Todo esto no sólo sugiere que la rueda se inventó en el seno de la civilización sumeria, algún venturoso día del IV milenio a. C., sino que el uso del carro precedió con mucho a la introducción del caballo en Mesopotamia. Y también que el caballo hubo de ser primero pieza de caza, ganado provisor de carne, animal de tiro, y por último cabalgadura. Después de todo, el caballo más idóneo para probar la primera monta es uno atalajado y reducido al carro. La época dorada de los carros de guerra, los tanques de aquellos tiempos maricastáñicos, tuvo lugar bastante más tarde,  dede el siglo XX hasta el XV a. C. Por aquel entonces, el consumo de caballos para la guerra era enorme. Muy superior al que la población necesitaría para labrar, acarrear y comer. Así fue el carro el artífice de que el caballo se convirtiera en la fuente de energía que movía los imperios, y en el compañero del humano que no puede parar.

 

 

 

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12 de agosto de 2010
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Media hora en la vida de Dumas

 

 

Cuando entró en la sala, el tribunal, el público y los periodistas se estremecieron de placer. El hombre orondo de pelo crespo causaba una visible y honda impresión en todos los oyentes, jueces y defensores. Todo el mundo quiso adelantarse, corrieron las sillas, y enseguida se ahogaron en la agitación general las preguntas del presidente. Los periodistas avanzaron para situarse en un grupo compacto, lo más cerca posible del recién comparecido. La sala esperaba ver desvelados los modos, los signos secretos, y la mística de todas las cosas, del duelo, de la vida, del amor, y hasta de las finanzas.

A la primera pregunta sobre su nombre, edad y profesión, respondió: “Alejandro Dumas, marqués de Davy de la Pailleterie, de cuarenta años de edad, autor dramático, de no encontrarme en la patria de Corneille.”

Gran sensación. Los cuellos estirados y las bocas abiertas se tensaron un poco más. Se alzaron murmullos, los entendidos sonrieron, despuntaron aplausos. El presidente notó que estaba en juego el prestigio de la magistratura, y sentenció: “En todo hay grados”.

El presidente dijo otra cosa más, y Dumas contestó con su lujo de frases y actitud solemne. ¡Horror, no se oía nada! Sólo unas seiscientas explicaciones en voz baja "Rouen es la patria de Corneille", acompañadas por otros tantos siseos.

“La víspera del duelo, Dujarier vino a buscarme a casa. Tomó una espada que encontró en un rincón y vi que no sabía sostenerla. Le pregunté si no sabría manejar mejor otra arma. ‘A no ser que me bata a pistola…’ dijo. Le aseguré que en cuanto Beauvallon viera cómo sostenía la espada, daría por terminado el duelo. Dujarier replicó enseguida que temía que yo arreglara el lance, y me prohibió intervenir. Repitió muchas veces que había escogido la pistola. Almorzamos juntos. Yo me fui al teatro de Variedades. Al volver, Dujarier estaba escribiendo su testamento. Le aconsejé una vez más que cambiara de arma, pero eludió la cuestión. Sólo dijo una vez más: ‘Temo que intervenga usted y arregle el asunto. Es mi primer desafío, y en verdad es admirable que aún no haya tenido ninguno. Es un bautismo que debo experimentar’.” Al callar Dumas, el mar de hambrientos de sensación aireó un largo aahh con guarnición de toses.

 

Dujarier, copropietario y responsable de la zona folletinesca de La Presse, donde reinaban entonces Los tres mosqueteros de Dumas, había sido retado a duelo por Beauvallon, dictador del folletín de teatros de Le Globe

Los duelos periodísticos se habían puesto de moda diez años antes, en 1836, cuando Girardin, propietario de La Presse, el primer periódico diario barato, mató en duelo a Carrel, fundador y redactor de Le National. Aquél fue el cuarto duelo de Girardin; después, se retiró del periodismo activo, y traspasó a su socio Dujarier las relaciones con los autores, y los eventuales duelos que se produjeran.

Girardin fue el inventor del folletín por entregas. Hasta entonces, el faldón delantero del periódico se usaba de trastero, para anuncios, noticias caídas y otros menesteres subalternos. Entonces Girardin hizo a Balzac un encargo sin precedentes. Una novela a la medida de ese espacio del periódico, fabricada con una estrategia de escritura que tuviera en cuenta la exigencia del corte diario y el “continuará”. La moza vieja, de Balzac, se publicó durante doce días. Y fue tan revolucionario y temible el crecimiento de tirada, que hubo una furiosa campaña de prensa contra aquella novela inmoral. El invento quedó así lanzado y listo para los grandes folletines.

 

“Señor Dumas, ¿mencionó Dujarier las causas del duelo?” preguntó el presidente. “Cosas fútiles. Odio de periódicos. Guerra de Le Globe contra La Presse. Dujarier parecía preocupado con la idea de pasar por cobarde a ojos de Beauvallon, que tenía fama de valiente. ‘Después que me haya batido con él, no tendré más desafíos’, dijo. Yo creo que estaba resignado a la idea de que morir en duelo formaba parte de su oficio y fortuna. Como tenía que entregarme mil escudos, quiso pagarme a la una de la noche, me entregó un pagaré para casa de Laffitte, y me dijo: ‘Este pagaré lo garantiza mi crédito personal, y el duelo es a las once, preséntelo usted antes de las once, porque no sabemos que puede pasar. Vaya usted antes de las once, porque puede que mi crédito haya muerto más tarde. Créame, vaya antes de las once’.” (Dumas se detuvo. Sensación, el público emitió otro largo ah, veteado de oh, y más siseos.)

“A las once y media, me avisaron que habían conducido a su casa a Dujarier cadáver. Acudí, y aún no había nadie. Yo sabía dónde tenía el dinero y sus papeles más valiosos, y se lo dije a su cuñado. Todos lloramos. Según me contaron los testigos, Dujarier disparó enseguida, luego dejó caer la pistola, y se quedó de frente, en lugar de ponerse de costado.” Dumas dejó caer los brazos, como haría Dujarier. El público suspiró.

“¿No se convino que el duelo sería a las nueve de la mañana?”

“Sí, pero yo aconsejé a Dujarier que se batiera lo más tarde posible. No hay ganas de batirse muy temprano, porque no se encuentra uno bien cuando madruga para eso.” (Risas)

Beauvallon pidió permiso para intervenir, y dio las gracias a Dumas por haber dicho que, de haberse verificado el duelo con espada, no habría tenido ese funesto final.

“Esa es mi convicción. Mi hijo me aseguró que Beauvallon era un caballero y no abusaría de su destreza. Esas palabras se le dijeron a Dujarier por personas oficiosas”, dijo Dumas.

“¿Qué piensa el señor Dumas de que Dujarier contestara por medio de dos testigos? ¿No indica eso que deseaba batirse?” preguntó la defensa.

“Eso se practica así cuando se arriesga la vida, un capital contra otro. Se buscan testigos para hacer concesiones que por sí mismo no se harían. Los testigos responden por quien los envía, se encargan de su vida, de su honor. Además, es más fácil la discusión entre testigos, porque no tienen derecho de ofenderse, y pueden decirse cosas que, dichas por los adversarios, harían el duelo inevitable. Enviar testigos no significa voluntad de batirse, es elegir un medio de conciliación y arreglo. Así está consignado en el Código del duelo, firmado por el señor Chatéuvillard, y ese punto está igualmente sostenido por los primeros nombres de la literatura y la nobleza. Ahí lo tienen ustedes, el volumen debe estar a la venta en las librerías de esta bella población”, contestó Dumas.

“Según ese código, ¿es leal provocar con la espada al hombre que no la sabe manejar?” preguntó el fiscal.

“Nunca se sabe la habilidad y destreza del adversario; ésa es una ventaja de posición para cada uno. Muchas personas se ejercitan en su casa para que no se sepa su destreza…”

“En verdad, no es muy leal semejante proceder”, interrumpió el fiscal.

“En un duelo ceden las cuestiones de generosidad y delicadeza, ante la gran cuestión de la existencia…”

“No me parece muy moral lo que dice usted”, insistió el fiscal.

“No ocupará mi biblioteca el Código del duelo”, sentenció el presidente. Hubo sonrisas benévolas por parte de la defensa.

"Pues es una obra que ha evitado más que fomentado duelos", concluyó Dumas. 

 

Dujarier había legado a Dumas en testamento todo su ajuar, el mobiliario, y la plata, más sus dos caballos de carreras que le costaron 14.000 francos, aparte de otras bagatelas por valor de 100.000. Dujarier se hizo rico enseguida con los folletines y no llegó a cumplir los treinta años. No dejó un cadáver bonito, la bala le partió la cara. Lo enterraron en Montmartre, y disfrutó, como último lujo, de Balzac, Dumas, Girardin y Mery, como portadores del féretro.

 

La salida de Dumas de la sala fue tan solemne como su entrada. “”¿Puede permitirme el tribunal que regrese a París, donde se representa un drama mío en cinco actos?”

La pregunta hizo un efecto arrasador en todos los oyentes, jueces y defensores. El baldaquino púrpura que pendía pesado y amenazante sobre las cabezas del tribunal infundió una irresistible nostalgia del telón elegante que aguardaba en París. Las seiscientas personas con oficio exclusivo de "opinión pública" desplazadas a Rouen querían irse detrás de Dumas, a su drama en cinco actos. El universo de lectores deseaba seguir a su dios. La sesión se cerró antes que nunca el día más sensacional del proceso. Esto fue el 26 de marzo de 1846.

 

 

 

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9 de agosto de 2010
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Un cordobés influyente

 

El principio dinástico, que muchos creen antiguo, y hasta eterno y natural, es advenedizo y esporádico si se considera en una perspectiva comparatista de las diversas modas de herencia, transmisión y acceso al poder. El historiador Burckhardt llamó sultanismo a la situación de los emperadores romanos que, a semejanza de los sultanes otomanos, no se podían sentir seguros en medio de sus hermanos, hijos, tíos, sobrinos y primos, todos presuntos herederos, si no se ayudaban a tiempo con los asesinatos convenientes. Más tarde, Weber aplicó el término sultanismo a una forma extremada de dictadura personalizada, donde la plana mayor del dictador está compuesta de “camaradas” convertidos en “súbditos” de estricta lealtad. 

Entre los romanos, solía suceder que las liquidaciones preventivas dejaban el paisaje tan despejado de parientes, que el emperador se veía forzado a recurrir a las adopciones para asegurar el futuro del imperio bajo su dinastía, y permitir la continuación de los asesinatos. Y, para que la confusión hereditaria no decayera, todavía estaban en vigor reminiscencias de la transmisión matrilineal, y había usurpadores que se legitimaban mediante el matrimonio con viudas de emperadores. Hubo un Procopio que se apoderó de la hija menor de Constantino, que era una niña, y obtuvo así la ayuda de los godos, que consideraban legítimo ese proceder.

El emperador tenía el poder en nombre del senado y el pueblo, pero en realidad siempre era cosa del ejército. Hasta la lengua latina lo dice, donde “populus”, en sentido estricto, significaba “grupo que esgrime lanzas”.  Asegurarse la lealtad de gente que esgrime lanzas exigía ser un jefe venturoso y afortunado, con fama de tener suerte. Así era Constantino, quien después de liquidar a los corregentes de los cuatro puntos cardinales, a su hijo, su cuñado, su segunda esposa y otros transeúntes, se hizo con la púrpura imperial.

 

Desde la guerra con Magencio en 312, Constantino usó una imagen simbólica que presentaba el monograma , compuesto de las letras X y P entrelazadas, que son las iniciales griegas de Cristo (ΧΡΙΣΤOΣ) y de oro (ΧΡΥΣΟΣ) —y más en especial, las de “oro fácil” (ΡΑΔΟΣ ΧΡΥΣΟΣ)—. Constantino apreciaba particularmente la ambigüedad y el equívoco del símbolo. El monograma polivalente se inscribió en un gran estandarte rodeado de oro y pedrería, y durante los combates se confiaba a una guardia especial, incluso se le dedicaba una tienda propia. Es importante observar que el emblema de la suerte se dirigía al ejército, no a la población. 

Después de la victoria contra Magencio, el senado y el pueblo  acordaron, entre otros honores, la construcción de un arco de triunfo en honor de Constantino, para el que se aprovecharon los mejores fragmentos del dedicado a Trajano. Era sabido que Constantino, con los celos naturales de su profesión, llamaba a Trajano “musgo de las paredes”, por las muchas inscripciones que eternizaban su nombre. Cuando Constantino vio la inscripción del arco que ensalzaba su triunfo contra el tirano y su partido, hizo sustituir la expresión “por señal del sumo y óptimo Júpiter”, y poner en su lugar “por inspiración de la divinidad”, que reflejaba mucho mejor la necesaria ambigüedad.

Una vez que hizo ejecutar a su hijo Crispo, su esposa Fausta y su cuñado Licinio, con el agravante de perjurio, porque les echó mano mediante el juramento de que no los mataría, Constantino temió que fuera necesario algún tipo de purga, expiación o ceremonia, para que su famosa suerte no le abandonara. Se dirigió al neoplatónico Sopater, quien le dijo que su sistema carecía de sistema expiatorio para tales crímenes, con lo cual reconocía lo obsoleta y esclerótica que era su religión, temerosa e incapaz de fichar a tan poderoso matador y su séquito, consistente en todo el imperio romano.

 

En ese momento intervino el personaje que el historiador Zósimo llamó “egipcio de España”, y que logró aproximarse al emperador por contactos que tenía entre las damas de la corte. Por “egipcio” hay que entender “mago” o “sabio”, que es el sentido que tenía la palabra en griego desde los tiempos de Platón. Como Zósimo explicaba la caída del imperio romano por haber abandonado el culto a los viejos dioses, procuraba una presentación de ese mago español anónimo como una especie de proxeneta cínico y vendedor de detergentes que convenció a Constantino de que el cristianismo podía limpiar toda clase de manchas y consiguió así el fichaje estelar que necesitaba aquella religión pérfida.

Los historiadores han identificado al mago anónimo como el obispo Osio, natural de Córdoba, porque era el único hispano de quien se sabe que estaba presente en la corte de Constantino por aquellas fechas.

El nombre de Osio es griego (hosius, que significa santo), lo que da idea de lo preparado que venía para su oficio. Aunque leía y entendía el griego, Osio no lo hablaba con soltura y en el concilio de Nicea se explicó por intérpretes. Parece que acudió a la corte imperial llamado por el propio Constantino, lo que sugiere cierta fama previa.

Estuvo en Alejandría, adonde acudió para reconducir la herejía arriana, y conoció entonces a Calcidio, destacado hombre de letras, al que nombró su archidiácono e intérprete de confianza. En el concilio de Nicea, el obispo Osio fue presidente nato y representante del emperador, y fue donde tuvo lugar su hazaña más señalada al definir el principio de consustancialidad en la profesión de fe cristiana. También es significativo de la autoridad que ejercía Osio en materia de dogmas y definiciones el hecho de que las actas del concilio de Sardis presenten el original en latín y la traducción en griego (cuando lo usual era lo contrario), y empiecen con estas palabras: “Osius episcopus dixit…”, para terminar:  “Synodus respondit: placet”.

Cuando murió Constantino, Osio tenía más de ochenta años y volvió a su episcopado de Córdoba, según Isidoro de Sevilla. Allá vivió hasta cumplir los cien y murió de un mal aire que le dio cuando iba a desterrar al santo obispo de Málaga, quien le echó un conjuro de rebote, de modo que cuando Osio iba a pronunciar sentencia se le torcieron la boca y el cuello, y cayó al suelo, bastante muerto.

Otra versión más coherente dice que el emperador Constancio, en aplicación del sultanismo habitual para liquidar contendientes y restos de serie, lo obligó a firmar contra su gran invención del concilio de Nicea, y Osio murió a consecuencia de los malos tratos recibidos en la deliberación. En cualquier caso, tenía cien años cumplidos. En su lucha con emperadores y herejes, fue perseguido por Diocleciano, elevado a la más alta asesoría por Constantino, y ejecutado por Constancio.

 

Aparte de lograr introducir el cristianismo en la cabeza del imperio, lo cual condicionó la historia universal, la hazaña más interesante de Osio consistió en ordenar la recopilación del Corpus Hermeticum, probable labor del erudito Calcidio, que una vez redescubierto y traducido en el Renacimiento por Marsilio Ficino para su patrono Cosimo de Médicis, fue considerado como prueba y preparativo del cristianismo por finos analistas como Pico de la Mirandola.

También planeó Osio traducir al latín el Timeo de Platón, pero al final se lo encargó a Calcidio, quien le dedicó su versión, distinguida en la historia de la filosofía por ser el único libro platónico conocido hasta el Renacimiento. Una buena parte del comentario de Calcidio está centrado en la demonología y presenta la primera traducción al latín del término “daimon” como “daemon”.

Hay que ver adónde nos hemos ido. No se sabe mucho más de Osio, el cordobés más influyente en la cultura occidental, después de Séneca.

 

 

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5 de agosto de 2010
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Cuestión de narices

  

Entre las residencias anatómicas propuestas para sede del alma, una de las más clásicas es el diafragma. El filósofo Crisipo hizo su mejor defensa alegando que, al decir “ego”, el mentón se mueve precisamente en dirección al diafragma. Este argumento egoísta se emitió en Atenas poco antes del 200 a. C. La escuela hipocrática había decretado dos siglos antes que el diafragma es el músculo abovedado que separa los pulmones del resto de colegas viscerales. Pero, en griego homérico, “phrenes” —suele aparecer en plural— se refiere a todo el dispositivo que registra las emociones, y no sólo incluye al diafragma, sino también a multitud de órganos dependientes del nervio vago, que en realidad es muy trabajador, porque transmite y gestiona las sensaciones de laringe, tráquea, vísceras torácicas y abdominales, cambia la voz, muda el color del rostro, angustia la garganta, seca la boca, pone el corazón en un puño, atenaza y desmaya el ánimo, levanta mariposas en el estómago, y modula la actividad eléctrica cerebral.

 

Otra sede clásica del alma ha sido desde siempre el hígado. El órgano “pesado”, como se le llama en la Biblia, se reputaba sede de la vida, la exaltación y los pensamientos. Los estudiantes babilónicos de adivinación disponían de un gran muestrario de hígados de arcilla y bronce para aprender la manera de inspeccionarlo en los animales sacrificados y predecir el futuro, que no está en nuestras manos, sino en hígados ajenos. Por su arte, en la Ilíada, el hígado aparece secretamente unido a las rodillas, y basta atravesarlo con una lanza, espada, o incluso flecha medianeja, para que aquéllas experimenten inmediata flojera. 

 

Pero, según recientes estudios, la más antigua sede del alma humana es la nariz.

 

El estornudo, esa sentencia inapelable de las narices, tiene consideración de presagio favorable y augurio venturoso en la literatura clásica. Jenofonte, Catulo y Propercio lo tienen por manifestación profética, y en la Odisea, el estornudo de Telémaco es el asentimiento de los dioses al deseo de Penélope, y el anuncio infalible del triunfo de Ulises. 

 

La salutación al estornudo, presente en todas las culturas, es una cortesía convencida de que la divinidad acaba de asentir por nariz interpuesta y estaría feo ignorarlo.

 

El poeta Job dice que el hombre vive mientras el aliento de Dios está en su nariz. Desde el Génesis a los Salmos se repite como una respiración que Dios sopla al viviente su hálito de vida en la nariz y, si lo retira, el hombre vuelve al polvo.

 

En la Biblia, el aliento vital llamado “ruah” va de la nariz de Dios a las de sus criaturas, y las pone en función. En el pasaje donde Saúl  intenta matar a David clavándolo con la lanza en la pared, el ataque de envidia asesina se describe como “un mal ruah” de Dios que se apoderó de Saúl y lo puso frenético (o sea, de los "phrenes").

 

Las narices de Dios protagonizan numerosos pasajes bíblicos. Sobre todo, cuando se enciende su ira contra Israel, porque entonces la materia inflamable es su nariz. La mayor parte de las veces que asoma la nariz divina en el texto bíblico, está que arde y debe entenderse de manera figurada como ira divina. Pero nariz también significa paciencia. La ira y la paciencia comparten la nariz. Eso lo explica casi todo.

 

Cada cual es un mundo a una nariz pegado. Y cómo no memorar ahora al personaje más irreductible del gran Gogol, aquella sublime nariz emancipada, paseona y esquiva. 

 

Y de cierre, el venturoso estornudo del regreso a casa de Así habló Zaratustra: “Cosquilleada por vientos punzantes como vinos espumosos, mi alma estornuda, —estornuda y se felicita: ¡Salud!” 

 

 

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2 de agosto de 2010
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El artista y el rey

 

De todos lo que tienen como oficio atender las necesidades intempestivas de los humanos con prisa y dinero, los cerrajeros podrían ser los menos estudiados por la literatura y el cine, mucho más atentos al trajín de las urgencias de otros gremios estelares, como médicos, taxistas, prostitutas, abogados y repartidores de comida. Es tan grande la desigualdad, que casi es de temer que los expertos de guardia reclamen con urgencia justiciera algún precepto a la superioridad.

Mientras se arregla esa injusticia, cumple proclamar que los artistas de la cerrajería han dado a la humanidad grandes personajes históricos. Hubo uno en Versailles que se llamó François Gamain. Su pedigrí cerrajero remontaba al siglo XVII, cuando su abuelo llegó al suburbio atraído por los numerosos trabajos exigidos en el nuevo palacio y los hoteles en construcción. La habilidad de los Gamain en su oficio les atrajo el favor de la superintendencia encargada de mantener los edificios de Versailles. Y François Gamain ascendió a mantenedor de todas las cerraduras interiores del palacio. Así que andaba el hombre cacharreando en las puertas de acá para allá.

Un rey que no fuera Luis XVI habría ignorado al artista, pero este era un rey que tenía, no ya un palacio escamante y un rebaño sicofante, sino también una gran debilidad por la mecánica y la cerrajería fina. La fascinación ferretera le venía de su abuelo, Luis XV, que era habilidoso con las manos y pasaba reales horas torneando madera, marfil, plata y otras noblezas. 

En el desván del palacio, Luis XVI hizo instalar un taller con torno y herramientas. Allá pasó horas y años trabajando con Gamain, por quien se hacía explicar las honduras y misterios del oficio. Gamain era el típico cerrajero que, de haber sido rey, jamás habría alternado con un cerrajero. En eso, estaba de acuerdo con toda la corte. María Antonieta, que era burlona y leída, solía decir que se había casado con un Vulcano de quien no deseaba ser la Venus.

Entretanto, el rey aprendió el oficio y fabricó en su desván modelos de grúas, barcos y carros para utilidad del ejército, la marina y el comercio, cuya renovación se forjó en aquel desván versallesco. Para recompensar a Gamain, lo nombró “cerrajero de los gabinetes particulares del rey”, lo cual no pasó sin sustanciales provechos para el beneficiario.

Vino la revolución, aunque para la cerrajería todo siguió igual. El rey se fue a París, y Gamain perdió su alto cargo en el desván, aunque siguió manteniendo las cerraduras del palacio de Versailles.

Cuando, en abril de 1791, Luis XVI sólo pudo cumplir su precepto pascual de manos de un cura renegado, decidió huir de París. Como no podía llevar consigo todos los papeles y correspondencia, llamó a su antiguo compañero de trabajos manuales.

El rey condujo al cerrajero a un pasillo, quitó un trozo de zócalo de madera, y mostró a Gamain el agujero que había practicado en la pared. También una puerta de hierro fabricada por su regias manos en el taller que  había instalado en el entresuelo de las Tullerías. Faltaban los goznes, el bulón y la mortaja, labores delicadas que había reservado para Gamain. Éste se puso manos a la obra y, antes del alba, el trabajo estaba listo, el armario cerrado con los papeles dentro, y la llave escondida bajo una baldosa del fondo del pasillo.

Poco después, la revolución llegó a la cerrajería, y Damain fue nombrado miembro del consejo de la comuna de Versailles; y Luis XVI y su familia, encerrados en el Temple. Tras la proclamación de la república, Gamain recibió el encargo de “hacer desaparecer de todos los monumentos de Versailles las pinturas, esculturas e inscripciones que pudieran recordar la realeza y el despotismo”, labor que ejecutó con celo ejemplar.

Mientras tanto, el proceso contra Luis XVI encallaba. Cierto es que todos comprendían que se trataba de cortarle la cabeza, pero eso es menos fácil de lo que parece, porque primero había que armar el proceso, y no encontraban los papeles. ¡Haga usted la revolución, para que luego falten papeles  para cortarle la cabeza al rey! Era tan escandaloso que incluso Gamain, ocupado en labores borrosas, lo entendió con claridad, y se presentó ante el ministro del interior. Un mes más tarde, Gamain ascendió a oficial municipal, y Luis XVI perdió la cabeza.

El munícipe cerrajero siguió con su labor censora de estatuas e inscripciones, y denunció destrozos cometidos en el parque de Versailles en ornamentos que no eran despóticos. Su informe resultó sospechoso de connivencia con el despotismo, y Gamain fue cesado. 

Vejado y avejentado, decidió pasarse a la literatura y obtener la recompensa que pensaba merecer. Escribió una detallada petición a la Convención, donde contó la batalla del armario secreto, con un importante detalle: “En cuanto terminó el trabajo, Capeto trajo en sus propias manos un gran vaso de vino que entregó al ciudadano Gamain y le encareció que lo bebiera, porque hacía calor. Horas después de tomarse el vaso de vino, el ciudadano Gamain sufrió un cólico violento, seguido por una enfermedad terrible, que ha durado catorce meses, en los que ha tenidos los miembros baldados y ninguna esperanza de restablecimiento. Espero de vosotros, ciudadanos legisladores, que pronunciéis la pensión que el ciudadano Gamain espera tras veintiséis años de servicios y los sacrificios que ha hecho.”

El ciudadano Gamain retrasó la fecha de la ejecución del armario secreto un año, no fuera que alguien preguntara por qué tardó dos años y medio en revelar la información revolucionaria. Por fortuna, el ciudadano ministro del interior, suicidado en 1793, no podía recordarlo. La petición fue presentada por el diputado Joseph Musset, cura renegado, que predicó de maravilla: “Era poco, para el último de los tiranos, haber hecho perecer a millares de ciudadanos por el hierro enemigo. Veréis, en la petición que os voy a leer, que se había familiarizado con la crueldad más refinada y administró con su propia mano el veneno a un padre de familia, esperando ocultar así una de sus maniobras pérfidas”. 

El diputado Peyssard, del comité de Socorros Públicos y Liquidaciones, se sumó a la denuncia de la maldad del rey sanguinario: “Se le conocía cruel, traidor y asesino. El objeto de este informe es mostrarlo a Francia entera presentando con sangre fría un vaso de vino envenenado a un desdichado artista que acababa de emplear en la construcción de un armario destinado a esconder los complots de la tiranía. Pensaréis tal vez que ese monstruo había puesto los ojos en una víctima desconocida. Todo lo contrario, es un obrero empleado por él desde veintiséis años atrás, es un hombre de confianza, es un padre de familia al que asesina fingiendo interés y benevolencia. Un violento vomitivo conserva a Gamain en su familia. Su primer cuidado ha sido indicar el famoso armario. Ha cumplido su deber. Hoy, baldados todos sus miembros como consecuencia del veneno del rey, pide a los fundadores de la república los medios de sostener su dolorosa existencia.”

Los diputados aprobaron como un solo hombre el decreto cuyo artículo primero decía: “François Gamain, envenenado por Luis Capeto el 22 de mayo de 1793 (antiguo estilo), gozará de una pensión anual y vitalicia de la suma de 1.200 libras contadas desde el día del envenenamiento.”

  El artista ni siquiera era pobre, sino propietario de la casa donde vivía, en la rue de Maurepas, y de una de las empresas de cerrajería más importantes de la ciudad, en el boulevard de la Liberté, antes du Roi.


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29 de julio de 2010
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