Eduardo Gil Bera
Cuando entró en la sala, el tribunal, el público y los periodistas se estremecieron de placer. El hombre orondo de pelo crespo causaba una visible y honda impresión en todos los oyentes, jueces y defensores. Todo el mundo quiso adelantarse, corrieron las sillas, y enseguida se ahogaron en la agitación general las preguntas del presidente. Los periodistas avanzaron para situarse en un grupo compacto, lo más cerca posible del recién comparecido. La sala esperaba ver desvelados los modos, los signos secretos, y la mística de todas las cosas, del duelo, de la vida, del amor, y hasta de las finanzas.
A la primera pregunta sobre su nombre, edad y profesión, respondió: “Alejandro Dumas, marqués de Davy de la Pailleterie, de cuarenta años de edad, autor dramático, de no encontrarme en la patria de Corneille.”
Gran sensación. Los cuellos estirados y las bocas abiertas se tensaron un poco más. Se alzaron murmullos, los entendidos sonrieron, despuntaron aplausos. El presidente notó que estaba en juego el prestigio de la magistratura, y sentenció: “En todo hay grados”.
El presidente dijo otra cosa más, y Dumas contestó con su lujo de frases y actitud solemne. ¡Horror, no se oía nada! Sólo unas seiscientas explicaciones en voz baja "Rouen es la patria de Corneille", acompañadas por otros tantos siseos.
“La víspera del duelo, Dujarier vino a buscarme a casa. Tomó una espada que encontró en un rincón y vi que no sabía sostenerla. Le pregunté si no sabría manejar mejor otra arma. ‘A no ser que me bata a pistola…’ dijo. Le aseguré que en cuanto Beauvallon viera cómo sostenía la espada, daría por terminado el duelo. Dujarier replicó enseguida que temía que yo arreglara el lance, y me prohibió intervenir. Repitió muchas veces que había escogido la pistola. Almorzamos juntos. Yo me fui al teatro de Variedades. Al volver, Dujarier estaba escribiendo su testamento. Le aconsejé una vez más que cambiara de arma, pero eludió la cuestión. Sólo dijo una vez más: ‘Temo que intervenga usted y arregle el asunto. Es mi primer desafío, y en verdad es admirable que aún no haya tenido ninguno. Es un bautismo que debo experimentar’.” Al callar Dumas, el mar de hambrientos de sensación aireó un largo aahh con guarnición de toses.
Dujarier, copropietario y responsable de la zona folletinesca de La Presse, donde reinaban entonces Los tres mosqueteros de Dumas, había sido retado a duelo por Beauvallon, dictador del folletín de teatros de Le Globe.
Los duelos periodísticos se habían puesto de moda diez años antes, en 1836, cuando Girardin, propietario de La Presse, el primer periódico diario barato, mató en duelo a Carrel, fundador y redactor de Le National. Aquél fue el cuarto duelo de Girardin; después, se retiró del periodismo activo, y traspasó a su socio Dujarier las relaciones con los autores, y los eventuales duelos que se produjeran.
Girardin fue el inventor del folletín por entregas. Hasta entonces, el faldón delantero del periódico se usaba de trastero, para anuncios, noticias caídas y otros menesteres subalternos. Entonces Girardin hizo a Balzac un encargo sin precedentes. Una novela a la medida de ese espacio del periódico, fabricada con una estrategia de escritura que tuviera en cuenta la exigencia del corte diario y el “continuará”. La moza vieja, de Balzac, se publicó durante doce días. Y fue tan revolucionario y temible el crecimiento de tirada, que hubo una furiosa campaña de prensa contra aquella novela inmoral. El invento quedó así lanzado y listo para los grandes folletines.
“Señor Dumas, ¿mencionó Dujarier las causas del duelo?” preguntó el presidente. “Cosas fútiles. Odio de periódicos. Guerra de Le Globe contra La Presse. Dujarier parecía preocupado con la idea de pasar por cobarde a ojos de Beauvallon, que tenía fama de valiente. ‘Después que me haya batido con él, no tendré más desafíos’, dijo. Yo creo que estaba resignado a la idea de que morir en duelo formaba parte de su oficio y fortuna. Como tenía que entregarme mil escudos, quiso pagarme a la una de la noche, me entregó un pagaré para casa de Laffitte, y me dijo: ‘Este pagaré lo garantiza mi crédito personal, y el duelo es a las once, preséntelo usted antes de las once, porque no sabemos que puede pasar. Vaya usted antes de las once, porque puede que mi crédito haya muerto más tarde. Créame, vaya antes de las once’.” (Dumas se detuvo. Sensación, el público emitió otro largo ah, veteado de oh, y más siseos.)
“A las once y media, me avisaron que habían conducido a su casa a Dujarier cadáver. Acudí, y aún no había nadie. Yo sabía dónde tenía el dinero y sus papeles más valiosos, y se lo dije a su cuñado. Todos lloramos. Según me contaron los testigos, Dujarier disparó enseguida, luego dejó caer la pistola, y se quedó de frente, en lugar de ponerse de costado.” Dumas dejó caer los brazos, como haría Dujarier. El público suspiró.
“¿No se convino que el duelo sería a las nueve de la mañana?”
“Sí, pero yo aconsejé a Dujarier que se batiera lo más tarde posible. No hay ganas de batirse muy temprano, porque no se encuentra uno bien cuando madruga para eso.” (Risas)
Beauvallon pidió permiso para intervenir, y dio las gracias a Dumas por haber dicho que, de haberse verificado el duelo con espada, no habría tenido ese funesto final.
“Esa es mi convicción. Mi hijo me aseguró que Beauvallon era un caballero y no abusaría de su destreza. Esas palabras se le dijeron a Dujarier por personas oficiosas”, dijo Dumas.
“¿Qué piensa el señor Dumas de que Dujarier contestara por medio de dos testigos? ¿No indica eso que deseaba batirse?” preguntó la defensa.
“Eso se practica así cuando se arriesga la vida, un capital contra otro. Se buscan testigos para hacer concesiones que por sí mismo no se harían. Los testigos responden por quien los envía, se encargan de su vida, de su honor. Además, es más fácil la discusión entre testigos, porque no tienen derecho de ofenderse, y pueden decirse cosas que, dichas por los adversarios, harían el duelo inevitable. Enviar testigos no significa voluntad de batirse, es elegir un medio de conciliación y arreglo. Así está consignado en el Código del duelo, firmado por el señor Chatéuvillard, y ese punto está igualmente sostenido por los primeros nombres de la literatura y la nobleza. Ahí lo tienen ustedes, el volumen debe estar a la venta en las librerías de esta bella población”, contestó Dumas.
“Según ese código, ¿es leal provocar con la espada al hombre que no la sabe manejar?” preguntó el fiscal.
“Nunca se sabe la habilidad y destreza del adversario; ésa es una ventaja de posición para cada uno. Muchas personas se ejercitan en su casa para que no se sepa su destreza…”
“En verdad, no es muy leal semejante proceder”, interrumpió el fiscal.
“En un duelo ceden las cuestiones de generosidad y delicadeza, ante la gran cuestión de la existencia…”
“No me parece muy moral lo que dice usted”, insistió el fiscal.
“No ocupará mi biblioteca el Código del duelo”, sentenció el presidente. Hubo sonrisas benévolas por parte de la defensa.
"Pues es una obra que ha evitado más que fomentado duelos", concluyó Dumas.
Dujarier había legado a Dumas en testamento todo su ajuar, el mobiliario, y la plata, más sus dos caballos de carreras que le costaron 14.000 francos, aparte de otras bagatelas por valor de 100.000. Dujarier se hizo rico enseguida con los folletines y no llegó a cumplir los treinta años. No dejó un cadáver bonito, la bala le partió la cara. Lo enterraron en Montmartre, y disfrutó, como último lujo, de Balzac, Dumas, Girardin y Mery, como portadores del féretro.
La salida de Dumas de la sala fue tan solemne como su entrada. “”¿Puede permitirme el tribunal que regrese a París, donde se representa un drama mío en cinco actos?”
La pregunta hizo un efecto arrasador en todos los oyentes, jueces y defensores. El baldaquino púrpura que pendía pesado y amenazante sobre las cabezas del tribunal infundió una irresistible nostalgia del telón elegante que aguardaba en París. Las seiscientas personas con oficio exclusivo de "opinión pública" desplazadas a Rouen querían irse detrás de Dumas, a su drama en cinco actos. El universo de lectores deseaba seguir a su dios. La sesión se cerró antes que nunca el día más sensacional del proceso. Esto fue el 26 de marzo de 1846.