Skip to main content
Blogs de autor

La salsa humana

Por 16 de septiembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

La envidia de los dioses sobrevive a los dioses y, aun después de su extinción y olvido, recae implacable sobre los hombres. Es una convicción metapiadosa, previa a la invención de los dioses, y esencial en la humana condición.

Si bien se mira, todas las viejas mitologías describen la envidia divina como algo consustancial, y a los dioses, como pobres envidiosos. En la védica, todo aquél que se eleva mediante el conocimiento atenta contra el confort del cielo. El pobre dios del Génesis espía al hombre, y encima mete ruido cuando pretende observarlo a escondidas; es un celoso lamentable y patético. La envidia de los dioses a los hombres es el motor de la épica griega.

En 1915, Freud publicó Nuestra relación con la muerte, un ensayo donde sostiene que, a causa de la guerra, se ha visto perturbada la “relacion que veníamos manteniendo con la muerte” y se propone reconducirla. Asegura que todos los impulsos instintivos que suprimen a quienes estorban el camino, ofenden o perjudican, todos esos deseos de aniquilación que conducen a mandar a freír espárragos a los demás, en fin, todos esos deseos de muerte ajena que frecuentan la mente humana, son de algún modo objeto de cómputo y originan los posteriores remordimientos. El ensayo está animado por un deseo piadoso que lleva a Freud a pensar que estaba descubriendo el intríngulis del pecado original, entretenimiento que también practicaba Kierkegaard, y una vez lanzado, decreta que también la invención de la divinidad procede de un remordimiento de ese tipo: la antigua horda humana mató al padre primordial y luego transformó su recuerdo en un dios padre.

En el ensayo falta una palabra: envidia. Y así es imposible que atine en nada. Envidia es el sentimiento que los vivos achacan a los muertos. Es sabido que todos ellos nos envidian; pero todavía más quien nos conoció —y nos sigue conociendo, y por lo mismo envidiando—. No se trata de una reflexión inducida por el miedo. De hecho, no se trata de ninguna reflexión. Es algo que viene en el sistema operativo: el sentimiento de los otros respecto a uno es imaginado como temible envidia, y el de uno respecto a los otros, igual, sólo que no pasa de innumerables y súbitos asesinatos mentales. 

Se puede ver, por ejemplo, en el caso de los autorreproches ante la muerte de una persona amada. El superviviente teme la envidia del muerto, y se acusa a sí mismo de toda suerte de malas conductas por acción, deseo y omisión, con el objeto de aplacar su miedo, y conjurar todo argumento posible mediante su sentida expiación. Se acusa y condena para anticiparse a la temible envidia del muerto. Lo mismo vale para ese sentimiento tantas veces explicado de sentirse acompañado, aleccionado y aconsejado por el muerto, y de conducirse como al muerto le hubiera gustado. El alivio procede de sentir haber aplacado su envidia. Y espreciso ver que todo ello es parte de una sinergia que conserva la especie.

Julio César cuenta cómo los galos destruían las cosas del difunto. Y se ve claramente que el objeto de todo aquello era aplacar su envidia: mira, quebramos tu copa preferida, quemamos tu ajuar, no lo vamos a usar, tampoco tu concubina, ni tus púrpuras, doblamos tu espada, déjanos en paz, no nos quieras mal. Heródoto también narra la costumbre de los escitas de ofrecer al rey muerto una concubina, una servidumbre escogida y un séquito a caballo. Las flores, lágrimas y autorreproches tienen la misma misión aplacatoria.

Ahora la pregunta sería el porqué de esa eterna envidia propia y el porqué de la convicción que tenemos respecto al gran poder de la ajena. Porque la envidia es tan esencial en el sistema operativo que no es afectada por la locura. También los dementes y los oligofrénicos son envidiosos, y lo son incluso en sus intervalos de lucidez o inteligencia. La envidia es de esas funciones, hondas y verdaderamente orgánicas que siguen su marcha a despecho de ideas, revoluciones, terapias y reflexiones.

La respuesta es que la envidia es gregarizante y por lo mismo, beneficiosa a una escala superior para la causa humana. Todos los gregarismos se exacerban y manifiestan en la envidia, que no es sino una alarma en alto grado porque está teniendo lugar una supuesta transagresión el orden rebañiego. Los arrebatos más notorios encaminados al puro egoísmo son, sin paradoja, los más comunes y los menos peculiares. Somos custodios implacables de la versión rebañiega, que es nuestra condición más primigenia, aquella a la que servimos más insuperablemente. Cuando se actúa con supuesto egoísmo insuperable es con miras en derredor, al servicio de una imaginación que nos inscribe en el rebaño. Hay que pensar que el hombre individual no es el futuro, al contrario, pudo estar en el pasado y ser desechado por inviable.

La envidia está directamente determinada por el grado de favor público, de admiración que se supone detenta el envidiado. El ojo del envidioso, siendo privado, particular, ve como público, es un ojo común; así como el enamorado se vuelve común, no le extraña nada que todos se la quieran quitar o todos la deseen vivamente. La envidia es la convicción de ser dejado atrás: una sensación gregaria, el enamorado que no obtiene su objeto se enfurece y entristece cuando lee o ve amoríos exitosos, él no, él es dejado atrás, como la oveja que vigila con el ojo, no la hierba, sino la vecina.

El hijo teme la venganza envidiosa del padre muerto y la tradición es la transmisión de ese miedo. La envida, pues, cohesiona el rebaño, afina el instinto social y mantiene al hombre en su salsa.

 

 

 

profile avatar

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

Obras asociadas
Close Menu