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Investigaciones sociológicas

Por 20 de septiembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Estaba escrito, se dice, y con eso se alude al problema fatal por antonomasia, el destino. Desde que se inventó la escritura y, con ella, un nuevo orden del universo, existe la “tableta de los destinos”, que registra la suerte particular de cada ser inscrito en ella. La mitología mesopotámica consiste esencialmente en la particular guerra que desencadena la posesión y manejo de esa tableta que asegura el poder supremo al dios que la retenga.

La del censo es una cuestión tan antigua y delicada como la que representan la autoridad o el monopolio de la violencia. Cuando el dios de Moisés le ordena censar a los israelitas (Éxodo, 30, 11-12), sobre el mandato se cierne un peligro algo más que tácito: cada empadronado deberá pagar el rescate por su vida; de otro modo, Jahvé cuadrará las cifras mediante una plaga. El trabajo de campo que debe realizar Moisés será anotado por su dios en la tableta de los destinos. Así que, cuando el profeta ve que su pueblo se ha entregado a la idolatría mientras él se reunía en la cumbre divina, pide a su dios que perdone al pueblo, o si no, “bórrame del libro que has escrito”.  Jahvé le replica que no admite sugerencias ni solicitudes en lo tocante al manejo del censo.

El pasaje del censo de David (Samuel II, 24) también es explícito sobre la naturaleza del monopolio: “Ardió de nuevo la ira de Yahvé contra los israelitas e instigó a David contra ellos diciendo: ‘Anda, haz el censo de Israel y Judá’”. Hacer el censo era una ofensa gravísima que lesionaba las prerrogativas divinas, porque Jahvé edita y posee en exclusiva el registro de los vivos, y, si se ganan las batallas, no es por superioridad numérica, sino porque a Jahvé le sale de las narices. Si David quiere hacer el recuento de sus fuerzas armadas, es porque desconfía de su dios. El atrevimiento, que el propio Jahvé ha incitado, quizá porque se aburre, se castiga mediante una terminante corrección divina del censo cuya naturaleza se permite elegir a David: tres años de hambruna, tres meses de derrota en la guerra, o tres días de peste. 

Ya en latín, el verbo “censeo” presenta la doble acepción que da lugar a censo y a censura en las lenguas romances: estimar y evaluar, de entrada, pero también juzgar y opinar. Censor en latín es tanto quien elabora el padrón, con el recuento y reparto de cargas, como quien censura y critica, porque la clasificación censal conlleva la imposición de un orden ideal.

Esa doblez procesal se ejercita hoy mediante artefactos ilusionistas como el Centro de Investigaciones Sociológicas, cuya misión es ficcionar el reflejo de la opinión, con la esperanza de mejorarla y, donde haga falta, crearla. Según su reglamento, el CIS tiene como finalidad “el estudio científico de la sociedad española”. Esa empresa tiene un contratante único, que es la presidencia del gobierno, su procedimiento es “negociado sin publicidad”, y despacha servicios del tipo: “El voto flotante: análisis temporal desde un enfoque cualitativo”. El otro día, el gobierno cesó a la presidenta del CIS, para corregir la feísima aberración de hacer saber al público que una mala parte del mismo se entrega con terquedad a la idolatría de no venerar al gobierno. Hay una comicidad irreductible en definir como “estudio científico de la sociedad española” la finalidad de un “organismo autónomo” del que se exige la conducta de un lacayo de cámara. Y no puede ser de otra manera, por la propia índole del censo como propiedad e instrumento irrenunciable del poder.

Luis XIV tenía, en efecto, un lacayo de cámara que se encargaba de lo del CIS, y ni siquiera lo hacía con dedicación exclusiva. Era privilegio exclusivo del primer lacayo de cámara poder hablar dos veces al día, cara a cara, con su amo. Este servidor se acostaba en la habitación del rey, en una cama turca montada rápidamente a los pies del monarca. Él era quien despertaba al rey por la mañana, después de plegar y hacer desaparecer su cama turca. También se ocupaba de las bujías y la colación constantemente preparada durante la noche. En el momento de acostarse, también era él quien tendía al rey las reliquias con las que su majestad dormía. Una vez retirado todo el mundo, el rey charlaba  libremente con su servidor y entonces éste le daba cuenta de su estudio científico de la sociedad palaciana, recibía órdenes secretas y pasaba informe de los rumores flotantes.

Saint-Simon nos dejó una pintoresca descripción de los “suizos del primer lacayo de cámara”, que “estaban secretamente encargados de recorrer día y noche las escaleras, corredores, pasillos, patios y jardines, y de patrullar, esconderse, emboscarse, anotar, seguir a la gente, y ver de dónde entraba y salía, qué decía antes y después de la audiencia, y hacer saber todos sus descubrimientos.” 

Luis XIV tenía una percepción justa de su papel cuando llamaba al conjunto de sus súbditos, no pueblo, ni franceses, sino simplemente “público”: Les Rois doivent satisfaire le public, era su lema. Y el público debía ser censado, interrogado e inquirido con solicitud y diligencia, por su bien. Así se conocía en qué medida se aproximaba al grado de satisfacción que se esperaba de él.

Hasta Cristo tuvo su propio CIS, que le estudiaba científicamente la parroquia. Lucas, el evangelista más atento a los detalles, dice que interrogaba a sus muchachos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo? […] Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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