Vicente Molina Foix
Llegué a Barajas después de un vuelo de doce horas en un avión llamado Vicente Aleixandre. El nombre del poeta lo había visto en un costado del morro, junto a la cabina de los pilotos, antes de embarcar, y me dio paz, sobre todo en las turbulencias sufridas durante el cruce del Atlántico, cerca de las costas de Mauritania. Llegamos a Madrid a la hora prevista. Antes de descender del avión, una de las azafatas, habiéndole mostrado mi curiosidad poético-aeronáutica, me contó la historia de las relaciones de Iberia con la literatura.
Sabía yo de antemano que nuestra compañía de bandera es, si no siempre puntual en los horarios, muy cumplida en las cosas de la nomenclatura. Tenía en mi memoria, por ejemplo, el recuerdo de un vuelo a Lanzarote en el avión Timanfaya, el parque volcánico semi-extinto de aquella hermosa isla; son muchos los aviones nombrados según la geografía del país, desde los que incorporan accidentes de montaña a los que designan ciudades. También me acordaba de otro trayecto en la aeronave Avutarda que hizo honor al nombre de estas aves zancudas de pesado vuelo y, tras un despegue abortado y una diferida aproximación al aeropuerto de destino (congestión aérea, el mal de nuestros cielos), nos plantó en Alicante con dos horas y media de tardanza. Un ecologista convencido me explicaría después, con cierto orgullo de clase, que Iberia había dado a una parte de su flota los nombres de la fauna nacional, buscando para cada uno el apoyo moral de personas de reconocida valía; mi viejo amigo Joaquín Araujo fue el padrino del avión Águila Imperial Ibérica, y Odile Rodríguez de la Fuente la madrina del Halcón Peregrino.
Pero vuelvo a lo mío. La azafata literariamente bien informada me puso al corriente de lo muy antigua y persistente que es la presencia de los artistas españoles en nuestra aviación civil. Se empezó por lo visto con los pintores y los músicos (yo no llegué a montarme en ninguno de esos aviones), y en 1970, al primer Boeing B-747 de la compañía se le llamó Miguel de Cervantes, y varias de esas grandes naves, popularmente conocidas como los Jumbos, llevaron el nombre de Calderón de la Barca, Lope de Vega o Francisco de Quevedo. Años más tarde, y no sé si la democracia tuvo algo que ver con los cambios en esa fe de bautismo, llegarían los aviones Miguel de Unamuno, Federico García Lorca, Pío Baroja y Jacinto Benavente, así como, en una iniciativa que excede felizmente todo cupo de atención feminista, los Airbus A-340 puestos bajo la advocación de Rosalía de Castro, Concha Espina, Teresa de Ávila, Emilia Pardo Bazán o, volviendo la mirada al pasado clásico, María de Zayas y Sotomayor y la palpitante monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. Al hilo de esa lista de grandes damas de las letras me vino a la cabeza el día en que volé, sin saber que formaba parte de una serie, en el avión de María Moliner, la autora del maravilloso Diccionario de Uso del Español, tal vez el libro que más veces he tenido en las manos a lo largo de mi vida. Se me hizo corto aquel vuelo, pasado en un ensueño de palabras sacadas del tesoro que nos dejó la lexicógrafa aragonesa.
Hay por cierto otra tres ‘marías’ en el acervo de la compañía Iberia: la heroína María Pita, la actriz María Guerrero y la filósofa María Zambrano, un ejemplo, esta última, asombroso de inspiración para los responsables de nuestros medios de transporte, ya que la autora de ‘Claros de bosque’ honra con su nombre, además de un avión, la estación del AVE en Málaga. ¿Le habría gustado a esa maestra del pensamiento calmo verse conectada para la eternidad con un lugar de tanto trasiego? ¿Le gustaría a Picasso dar nombre al aeropuerto de la misma capital andaluza? ¿Estaría feliz Aleixandre, malagueño de espíritu, de prestar el suyo al avión que me trajo el otro día desde América Latina?
Es curiosa nuestra relación con los muertos ilustres. Les ponemos placas y calles, no siempre muy transitadas, y damos a las escuelas, a las bibliotecas y los centros culturales la impronta de su prestigio, sin importarnos mucho la continuidad de nuestro apego. El caso de Aleixandre es sintomático, y conviene comentarlo una vez más por escrito: su casa de la calle Vicente Aleixandre (ex-Velintonia), en la zona del Parque Metropolitano cercana a la avenida de la Moncloa, sigue abandonada y derrelicta, en medio de una disputa entre unos herederos y una administración que no se ponen de acuerdo en el dinero que costaría adecentarla y convertirla en un centro de estudios poéticos o residencia de jóvenes creadores. En Montevideo, la ciudad de la que yo volvía precisamente en ese largo vuelo en el Airbus Vicente Aleixandre, me dijeron que quizá pronto se le de el nombre de Mario Benedetti a la plaza próxima al modesto piso de la calle Ramos Carrión, en el barrio madrileño de Prosperidad, donde vivió tantos años el poeta y narrador uruguayo. ¿Y Onetti? Cada mañana paso por delante del ático donde este compatriota suyo vivió exiliado hasta su muerte, y veo la lápida que lo recuerda. No sé si me gustaría volar en una nave espacial con el nombre de ese genio tumbado que, después de crear el país de Santa María, no se asomaba al final de sus días ni a las ventanas.