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Di que eres mi hermana

Por 19 de julio de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

Los aficionados recordarán la historia de Abraham y Sara, en el Génesis, donde un lance de los que antes llamaban escabrosos se repite tres veces. Se ve que el pasaje era apreciado por el público, y los sucesivos redactores tuvieron la preocupación de suavizarlo y darle colorido moral. La primera vez, Abraham pide a su mujer, antes de entrar en Egipto, que diga ser su hermana, para que a él no lo maten, y en cambio obtenga beneficio de ella. El faraón se apodera de la mujer de Abraham, queda satisfecho de sus prestaciones, y compensa al pretendido hermano con esclavos y ganados en abundancia. Pero el dios de Abraham castiga al faraón con grandes plagas, y entonces éste echa del país al profeta, su señora, y sus pertenencias. En la segunda versión, el rey de los filisteos se queda con la pretendida hermana, pero el dios de Abraham interviene antes de que la toque, le avisa en sueños que restituya la mujer al profeta, y lo castiga con impotencia y esterilidad a él, a su esposa, y a todas sus concubinas, hasta que devuelve la mujer, y paga una fuerte indemnización. En la tercera versión, cambian los protagonistas, ahora es Isaac quien va al país de los filisteos y dice que su mujer Rebeca es su hermana, pero el rey ve por una ventana que no se conducen como hermanos, y los declara intocables.
En las tres versiones se celebra la astucia a costa del honor convencional. El profeta miente y se desentiende con facilidad de su mujer y de su papel de marido.  Eso remite a un época donde el marido como dueño y señor de su mujer era una moda reciente, y todavía era concebible volver al estilo anterior. En la sociedad matrilineal, el  marido tenía una categoría efímera, subordinada y no exclusiva. 
En el famoso Diálogo de almohada entre la reina irlandesa Medb y su marido Ailil, que transcribió el celtólogo Thurneysen, se pueden leer los rasgos principales de su relación. Es ella quien lo ha elegido a él; pero antes escogió a otros, y él tuvo que matar a uno de ellos para ascender a marido rey. Ella tiene “amistad de muslo” con otros y, si él tiene celos, puede vengarse matando alguno, pero es inconcebible que levante la mano sobre la reina, a la que debe su estatus. 
También Tácito narra con  algún asombro el caso de la reina Cartismandua, que repudió a su esposo el rey Venutius por una diferencia en política exterior, y tomó como esposo y rey a un escudero.
La forma de herencia patrilineal y la preeminencia del padre y marido se fueron imponiendo desde oriente hacia occidente, con vacilaciones, y a lo largo de muchas generaciones. Por ejemplo, todos los reyes romanos anteriores a la era republicana accedieron al trono por haberse casado con la reina. En la transmisión del poder romano rigió la herencia matrilineal hasta la era consular. 
Y milenios antes, en las tierras entre el Tigris y el Eufrates, ser marido de la diosa de la fertilidad era el título más preciado de los reyes. “Esposo amado de la diosa Inanna” es el apelativo supremo del rey Eannatum (c. 2500 a. C.). Lo cual no es una pretensión de divinización y apoteosis del rey, sino un vestigio de la herencia matrilineal, donde la reina hace rey.
El autor bíblico de la segunda versión de la mujer hermanada estaba molesto con dos problemas de honor que planteaba la primera versión: la mentira de Abraham y que la mujer del patriarca hubiese estado con el rey pagano. Para lo primero, explica que Sara era hermana de padre, pero no de madre, de su marido Abraham. Es decir, no era hermana según el parentesco matrilineal, donde sólo merece ese nombre la hermana de madre, y no importa quién sea el padre. Para aquello de si rozaron o no, aclara que el rey filisteo no tuvo tiempo de acercarse a su nueva adquisición, y que Sara recibió de él esta explicación: “Mira, le he dado a tu hermano mil monedas de plata. Serán para ti como un velo en los ojos de los que están contigo, y de todo esto quedarás justificada”. 
Por más archipatriarcal que parezca la Biblia, en el caso de la mujer hermanada hay ecos de la antigua moda matrilineal, y sugiere que el cambio no pudo ser muy anterior al momento en que se puso por escrito.
La herencia matrilineal tambien está en el fondo de las peripecias de los héroes griegos. Igual que los reyes romanos, todos ellos debían su estatus a estar casados con una reina. Menelao es rey de Esparta gracias a su matrimonio con Helena, y Agamenón reina sobre Micenas por ser el marido de Clitemestra. Las reinas son ellas; y ellos, por más que ejerzan la función de déspota, no poseen ni transmiten derecho alguno al trono.
En Itaca reina Penélope, a la que Ulises debe el haber sido rey. Ni Laertes, padre del héroe ausente, ni Telémaco, su hijo, han sido ni serán reyes de Itaca, porque sólo es posible serlo si uno se casa con la reina. En cuanto Penélope elija cualquiera de los pretendientes, lo convertirá en rey. Nunca se habla de los derechos de Ulises al trono, sino de que los pretendientes se esfuerzan por obtener el favor de Penélope y adquirir de su mano la dignidad real. El marido de Penélope reinará en Itaca, como lo hizo Ulises mientras fue su marido.
En tanto no regresa, Ulises no es un rey exiliado, sino un don nadie. Sólo si Penélope lo acepta, volverá a ser marido y rey. Por eso se disfraza al llegar a Itaca, debe asegurarse de si la reina querrá o no. 
La versión medieval irlandesa de las aventuras de Ulises, como más sensible al problema que la herencia matrilineal supone para el héroe, porque en Irlanda rigió hasta mucho más tarde que en otros sitios, pone esta reflexión en su boca, cuando ve las montañas de Itaca: “Duro será lo que encontraremos, otro hombre tendrá a la bella y dulce reina que dejamos, otro rey nuestro territorio…”
Agamenón, pastor de pueblos y rey de Micenas, es asesinado por Egisto quien de inmediato es reconocido rey de Micenas por la reina Clitemestra. Orestes, hijo de  la reina y del rey liquidado, no mata siete años después a Egisto y Clitemestra en desempeño del papel de pretendiente al trono, sino como ciudadano particular que arregla sus asuntos y, como tal, debe huir del país. Y si, un par de siglos más tarde, Eurípides lo hace rey de Micenas, nos ofrece justamente una prueba del cambio teatral que supuso la implantación de la herencia patrilineal.
Edipo hará los aparatos que quiera, pero bien sabe que sólo puede acceder a la dignidad real si se casa con la reina. Porque los hijos de reina tienen claro el repertorio de heroicidades; o hacen un mammy end, como Orestes, o se casan con su madre haciendo que no sabían, como Edipo. De lo contrario, les pasa como a Telémaco que, como no va a matar a su madre, ni a casarse con ella, está condenado a la insignificancia.
Ahora anuncian la abolición del marido dueño y señor. Hay modas que vuelven, pero nunca son del todo iguales.
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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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