Eduardo Gil Bera
Aunque todas ellas deriven del sumerio, un punto notable donde el ibérico, el itálico, el micénico y el hitita, o sea las viejas lenguas de la cuenca mediterránea, se distancian con el aquitano, el germánico, el eslavo, el lituano, el sánscrito y el tocario, o sea, las de más al norte, es el nombre del hijo.
Para las lenguas mediterráneas, el nombre del hijo deriva de la idea de cría, educación y herencia: eso significan los términos sumerios buluĝ, «heredero», «educar», «crecer» e ibila, ibilu «heredero» de los que proceden el ibérico biloz «hijo»; latín filius «hijo»; mesapio bilia «hija»; albanés bir «hijo»; micénico iju «hijo»; griego υἱός «hijo»; hitita uwa «hijo», ibila «heredero»; y el vasco biloba «nieto, descendiente», que es préstamo ibérico.
Para las septentrionales, el nombre del hijo conlleva la idea de semilla, o sea productor de semen, y procede del sumerio še-numun «semilla», «semen», «descendiente masculino». De ahí, el aquitano sembe «hijo»; vasco senar «marido»; latín semen «semilla», «semen»; altoalemán sunu «hijo», alemán Sohn «hijo», Samen «semilla, semen»; tocario B soy «hijo»; sánscrito sunuh «hijo»; lituano sunus «hijo».
La idea se hace particularmente evidente en vasco, donde seme es hijo, y alaba (alaua, alua «vulva») es hija.