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Bufonía

Por 28 de enero de 2018 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

Es la ceremonia sacrificial más antigua que tenemos en catálogo. El ilustre antecedente está en la lidia y muerte del toro celeste en la epopeya de Gilgamesh. El rey de Uruk, tras desaforada faena con la heroica ayuda del  noble subalterno Enkidu, mata al toro por descabello con hacha. A continuación se infligen al bicho muerto diversas sevicias. La más notable es, según las traducciones convencionales, cortarle una pata y arrojársela a la compungida diosa Ishtar que le hace honras fúnebres. Seguramente se ha malentendido decorosamente el eufemismo de turno, que quería decir «testículos». Las imágenes de la época, como la de arriba, que se vería si no fuese porque el algoritmo se ha escandalizado y no la quiere subir, sugieren que el toro era capado post mortem, lo cual quedaba subrayado por el contraste entre los atributos de Enkidu y la ausencia de ellos en el cornúpeta. La faena no fue olvidada por los dioses y constituyó la acusación principal que motivó la trágica condena a muerte del matador y el subalterno.
 
La versión ateniense de la corrida épica mesopotámica se llamaba Bufonía y se celebraba en honor de Zeus Urbano, el protector de la ciudad. Se conducían unos toros bien cebados ante al altar sobre el que había una bandeja broncínea con una pan de ofrenda y un montón de cebada. Entretanto,  unas vírgenes selectas traían agua bendita para pasar por la piedra y amolar un hacha y un cuchillo. El afilador del hacha se lo pasaba a otro y éste a otro más, hasta que uno de los toros comía de las ofrendas. Entonces le daban el hacha al sumo sacerdote que sacrificaba al animal al estilo gilgamésico. El sacerdote se hacía entonces el horrorizado, tiraba el hacha y hacía una espantada aparatosa. Los expertos carniceros y desolladores ejecutaban luego su trabajo, y a continuación venían los cocineros que preparaban el asado. Todo el público comía piadosamente. Sin embargo, no dejaba de estar claro que se había cometido un asesinato horroroso, y todos los responsables se ponían a disposición del arconte. Se echaba la culpa al afilador, a las que trajeron el agua, al desollador, en fin a todo el mundo, porque el principal culpable, el sacerdote, había huido cual vil puchimón. Tras arduas deliberaciones jurisprudentes, se declaraba culpable al hacha que era condenado a hundirse en la mar salada. Como colofón chispón rellenaban la pelleja, y hacían un bonito toro aparente que ponían ante un arado, cosa que también viene de los sumerios pero que ya explicaremos otro día.
 
En fin, todo viejo y renovado como la vida misma. Lo más bonito es que los animalistas, con su sensibilidad exhibicionista que humaniza al toro y cosifica al torero, sean antiquísimos elementos corales con su papelón obligado en la representación.
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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

Obras asociadas
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