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El mortero de Teruel

Por 15 de enero de 2018 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

Los gramáticos que, como decía Huarte de San Juan, son la arrogancia personificada, constituirían para Erasmo el género más calamitoso, desgraciado y dejado de los dioses, si una especie de dulce chifladura no mitigase las desdichas de su profesión misérrima, y añadía el sabio holandés: «Que todos los gramáticos me maldigan si miento. Conozco a uno que lo sabe todo, una eminencia en griego, latín, matemáticas, filosofía, medicina, el amo de todas las especialidades, ya sesentón, que lo ha dejado todo y  hace veinte años que se atormenta y martiriza con la gramática. Dice que se consideraría feliz si llegase a vivir lo bastante para distinguir las ocho partes de la oración, cosa que hasta ahora ninguno de los griegos ni romanos han conseguido satisfactoriamente. Es más que suficiente para desencadenar la guerra que alguno confunda una conjunción con un adverbio. Lo bueno es que hay tantas gramáticas como gramáticos…»
 
Pues bien, ese gremio feliz y apasionado se ha ocupado tradicionalmente de las inscripciones ibéricas, lo que ha garantizado la absoluta petrificación de la especialidad incluso en los casos de inscripciones bilingües que, como cualquier profano sensato pensaría, han de ser claves para entender con seguridad alguna minucia que otra. 
 
Hay que comprender algo elemental, pero que roza el tabú para dichos especímenes, a saber, que las afinidades léxicas no sólo son más reales que la características morfológicas, sino que constituyen la «realidad» frente a la «convención». O sea que las partes de la oración, los casos gramaticales y demás zarandajas son convenciones de utilidad problemática, quizá buenas para los sexenios que dijo el poeta, pero que no pasan de entelequias volátiles, frente a las afinidades léxicas, que no tratan del parecido casual de dos o más raíces, sino de la convergencia reiterada de los sinónimos que nos hacen ver el acervo léxico común de las lenguas emparentadas.
 
Todo esto va por un mortero que hay en el museo de Teruel, dotado de una inscripción bilingüe, tan realmente existente como la noble urbe y encantadora provincia aragonesa, donde pone:
FL ATILI L S (en latín)
bilake aiunatinen abiner (ibérico)
 
Desde su descubrimiento y publicación, la S del lado latino se ha interpretado como abreviatura de servus «esclavo». ¿Por qué? Pues porque sí. Creo que empezó Untermann, pero da igual, todos se han sumado. Eso ha hecho que abiner, en el lado ibérico, se haya declarado equivalente por unos y de imposible equivalencia por otros, que niegan que la inscripción sea bilingüe, con todo lo cual se garantiza la imposibilidad de ir a ninguna parte, vamos, como si dijeran que Teruel no existe.
 
Ahora probemos a mirar el artefacto desde el lado de la realidad. Abiner, como la variante balear Tanniber, es el hermano ibérico del latino Faber y del armenio Darbin, todos ellos descendientes y sinónimos del sumerio Tabir «artesano».  Así que Abiner quiere decir artesano y la S correspondiente en latín es la inicial de scissor, sculptor, scriptor o cualquiera de la treintena larga de posibles oficios artesanos que empiezan por S en latín. 
 
Asi que la inscripción latina diría: ‘Flacus artesano de Atilius L.’
y la ibérica: ‘Bilake artesano del señor Atin’
 
para «señor», cfr. aiun, iuns, iaon, iaun, ἄναξ 
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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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